sábado, 2 de abril de 2011

Los cangrejos corren por la isla (III)


III
El dorso del cangrejo era la superficie de un semicilindro de bases planas, por delante y por detrás. En cada una de estas había dos agujeros de lejano parecido con los ojos. Esta impresión la acentuaba el brillo de unos cristales que había en el interior del cuerpo. Debajo delcuerpo se veía una plataforma plana: la panza. Un poco más arriba del nivel de la plataforma, y del interior del cuerpo, salían tres pares grandes y dos pares pequeños de tentáculos con pinzas.
El interior del cangrejo no se podía ver.
Mirando este juguete, yo intentaba comprender por qué el Almirantazgo le concedía tanta importancia, hasta el extremo de equipar una nave especial para su traslado a la isla.
Cookling y yo seguimos echados en la arena hasta que el sol hubo bajado tanto en el horizonte que la sombra de los arbustos que crecían a lo lejos llegó a cubrir un poco el cangrejo metálico. En cuanto esto sucedió, éste empezó a moverse ligeramente y de nuevo se puso al sol. Pero la sombra lo alcanzó allí también. Entonces el cangrejo se arrastró a lo largo de la costa, acercándose cada vez más agua, que aún seguía iluminada por el sol. Parecía que el calor de los rayos solares le era imprescindible.
Nosotros nos levantamos y lentamente fuimos tras la máquina.
Así, poco a poco, fuimos dando la vuelta a la isla hasta que aparecimos en la parte occidental de la misma.
Aquí, junto a la orilla, había uno de los montones de barras metálicas. Cuando el cangrejo se halló a unos diez metros del montón, de súbito, y olvidándose del sol, se lanzó precipitadamente hacia aquél y se quedó inmóvil junto a una de las barras de cobre.
Cookling me dio en el brazo y dijo:
- Ahora vamos a la tienda de campaña.
Lo interesante será mañana por la mañana.
En la tienda de campaña cenamos callados y nos envolvimos cada uno en una ligera manta de franela. Me pareció que Cookling estaba satisfecho de que yo no le hiciera preguntas. Antes de dormirme oí que se volvía de un costado a otro, y a veces se reía. El sabía algo que nadie conocía.
Al día siguiente, por la mañana temprano, fui a bañarme. El agua estaba templada y nadé largo rato en el mar, contemplando cómo en el oriente, sobre la llanura de agua apenas alterada por las olas, se encendía la purpúrea aurora. Cuando volví a nuestro refugio y entré en la tienda, el ingeniero militar ya no estaba allí.
«Se habrá marchado a contemplar a su monstruo mecánico», pensé y abrí una lata de piña.
No bien me hube comido tres trocitos, cuando se oyó a lo lejos, débilmente al principio, y después cada vez más potente, la voz del ingeniero:
- ¡Teniente, venga corriendo! ¡De prisa! ¡Ha empezado! ¡Corra aquí!
Salí de la tienda y vi a Cookling que, de pie, entre las matas, agitaba la mano.
- ¡Vamos! - me dijo resollando como una locomotora -. Vamos de prisa.
- ¿Adónde, ingeniero?
- Adonde dejamos ayer a nuestro buen mozo.
El sol ya estaba bastante alto cuando llegamos al montón de las barras metálicas. Estas resplandecían vivamente y al principio no pude percibir nada.
Sólo cuando no faltaban más de dos pasos para llegar junto al montón, percibí hilitos finos de humo azulado que se elevaban, Y después... Me detuve corno paralizado. Me restregué los ojos, pero la visión no desapareció.
Junto al montón de metal había dos cangrejos exactamente iguales al que sacamos el día anterior del cajón.
- ¿Será posible que uno de ellos estuviese enterrado en la chatarra metálica? - exclamé.
Cookling se puso varias veces en cuclillas y se rió frotándose las manos.
- ¡Deje ya de una vez de hacerse el idiota! - le grité -. ¿De dónde ha surgido el segundo cangrejo?
- ¡Ha nacido! ¡Ha nacido esta noche! 

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