viernes, 6 de mayo de 2011

Los cangrejos corren por la isla (VIII)



VIII
A la mañana siguiente Cookling y yo nos dirigimos a nuestro «almacén marino». Del fondo sacamos la correspondiente porción de conservas, agua y cuatro barras grises y pesadas de cobalto, reservadas especialmente por el ingeniero para la etapa decisiva del experimento.
Cuando Cookling salió a la playa, llevando en alto las barras de cobalto, lo rodearon inmediatamente varios cangrejos. Estos no pasaban el límite de la sombra del ingeniero, pero se notaba que la aparición del nuevo metal los había intranquilizado. Yo estaba a unos pasos del ingeniero y observaba con asombro cómo algunos mecanismos intentaban torpemente saltar.
- ¡Vea usted qué variedad de movimientos! Cómo no se parecen unos a otros. Y en esta guerra civil a que los vamos a obligar, van a sobrevivir los más fuertes y aptos. Estos darán una generación más perfecta.
Con estas palabras, Cookling lanzó uno tras otro los trozos de cobalto hacia los arbustos.
Lo que siguió a ello es difícil de describir.
Sobre el metal cayeron al mismo tiempo varios mecanismos y, empujándose mutuamente, empezaron a cortarlos eléctricamente. Otros se agolpaban inútilmente detrás, intentando atrapar un trozo de metal. Varios se encaramaron sobre las espaldas de sus compañeros y se arrastraron intentando llegar al centro.
- ¡Mire, ahí tiene la primera batalla! - exclamó alegremente el ingeniero militar, aplaudiendo.
Al cabo de unos minutos, el lugar adonde había echado Cookling las barras metálicas se convirtió en arena de una horrible batalla, hacia la cual acudían corriendo nuevos y nuevos autómatas.
A medida que las partes cortadas de los mecanismos y el cobalto iban a parar a las tragaderas de nuevas y nuevas máquinas, éstas se iban transformando en salvajes e intrépidas fieras e inmediatamente se arrojaban sobre sus «parientes».
En la primera fase de esta batalla, los atacantes fueron los que habían probado el cobalto. Estos cortaban en partes a los autómatas que acudieron de todas partes con la esperanza de adquirir el metal necesario. Sin embargo, a medida que el cobalto lo probaban más y más cangrejos, la batalla se hacía más feroz. En este momento empezaron a tomar parte en el juego los recién «nacidos», creados en esta reyerta.
¡Era una generación de autómatas asombrosa! Eran de menor tamaño y poseían una velocidad colosal. Me asombró que no necesitasen cargar el acumulador.
Les era suficiente la energía solar captada por los espejos del dorso, mucho mayores que los corrientes. Su acometividad era sorprendente. Atacaban al mismo tiempo a varios cangrejos y cortaban a dos o tres a la vez.
Cookling estaba de pie en el agua y su fisonomía expresaba una satisfacción sin límites. Se frotaba las manos y profería:
- ¡Bien, muy bien! ¡Me figuro lo que viene detrás!
En lo que se refiere a mí, miraba esta lucha de mecanismos con gran repugnancia y horror. ¿Qué va surgir como resultado de esta lucha?
Hacia el mediodía, la zona de la playa junto a nuestra tienda de campaña se había convertido en un enorme campo de batalla. Aquí habían acudido los autómatas de toda la isla. La guerra transcurría en silencio, sin gritos ni gemidos, sin estruendos ni estampidos de cañones. El chisporroteo de los numerosos electrodos, zumbido y chirrido de los cuerpos metálicos de las máquinas acompañaban a esta matanza descomunal.
La mayor parte de la generación que había surgido entonces era de poca estatura y muy ágil, pero ya empezaban a surgir nuevas especies de autómatas.
Estos superaban considerablemente a los demás, por sus dimensiones. Sus movimientos eran lentos, pero se percibía una gran fuerza en ellos, y se defendían con éxito de los autómatas enanos.
Cuando el sol empezó a declinar, en los movimientos de los mecanismos pequeños se inició de repente un brusco cambio: todos se agruparon en la parte occidental y empezaron a moverse con más lentitud.
- ¡Caramba, toda esta compañía está sentenciada! - dijo Cookling con voz ronca -. ¡Pero si no tienen acumuladores! En cuanto se ponga el sol, sucumbirán.
Efectivamente, en cuanto la sombra de los arbustos se alargó lo suficiente para cubrir la gran multitud de los pequeños autómatas, se quedaron inmóviles en el acto. Ya no era un ejército de pequeños rapiñadores agresivos, sino un enorme almacén de trastos metálicos.
Sin apresurarse se acercaron a ellos los enormes cangrejos, de más de medio metro de altura, y empezaron a tragárselos uno tras otro. En las plataformas de los gigantes se vislumbraban los contornos de una generación de dimensiones todavía mayores.
Cookling frunció el ceño. Estaba claro que esa evolución no le sentaba bien. Lentos cangrejos autómatas de gran tamaño eran un instrumento muy deficiente para el sabotaje en la retaguardia enemiga.
Mientras los cangrejos gigantes deshacían a la pequeña generación, en la playa se restableció temporalmente la tranquilidad.
Salí del agua y me siguió, callado, el ingeniero. Fuimos a la parte oriental de la isla para descansar un poco.
Yo estaba muy cansado y me dormí casi inmediatamente de echarme cuan largo era en la calentita y blanda arena.

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