lunes, 26 de noviembre de 2012

Producción, consumo, destrucción


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Nuestra forma de vivir sería, no ya imposible, sino impensable, sin el concepto (y el hecho) de la producción. Pero durante muchos miles de generaciones (la inmensa mayor parte de la existencia humana) no fue así. La recolección, simple vagar sobre el terreno buscando frutos, raíces y pequeños animales para alimentarse, no implica ningún proceso productivo. Allí donde es posible aún, poblaciones aisladas mantienen ese modo de vida.

De la recolección a la caza hay un paso importante: la organización como base del éxito. Durante la edad del hielo sobrevivir obligó a cazar grandes animales desarrollando la logística necesaria: trabajo en equipo, disciplina, estrategia y táctica. Esto ocurría en el norte. Y cuando la retirada de los hielos mejoró allí las condiciones, más al sur aumentó la aridez. Nuevos cambios adaptativos llevaron hasta la agricultura y la ganadería. A partir de entonces podemos hablar de producción. Y de modos de producción.

Los cambios que condujeron a la actual civilización fueron impuestos por la necesidad.

La producción, hecho social, se da en un conjunto de relaciones de producción, que son relaciones entre seres humanos. A cada momento el grupo tiene que producir sus medios de vida, pero sólo perdura en el tiempo si se  reproduce a sí mismo. Para lograrlo suma a la producción material productos no materiales: instituciones, leyes, ideologías, religiones. Distintos modos de producción se articulan con distintos modos de organización social que sostienen la estructura.

La estabilidad se logra a condición de asegurar la producción regular de todo lo necesario. Pero la regularidad absoluta no es posible por varios factores, y en primer lugar los que supone un clima incierto. Hay que acumular en los tiempos de bonanza para sobrevivir en los de penuria. La permanente amenaza de muerte por hambre en la vida vagabunda del recolector es superada si se produce más de lo que se consume.

La acumulación surge pues como la opción más razonable. El problema es que la posibilidad de acumular no tiene límites, límites mentales en primer lugar. Si físicamente hay saturación, no la hay en la imaginación de los hombres. Las necesidades reales se sacian siempre, no así la “necesidad” de acumular. Y si la naturaleza como fuente de riqueza no basta, se acumula por desposesión de otros.

Las desigualdades sociales se originan al acumularse excedentes. Los mejor situados, y en primer lugar los encargados de distribuirlos, los hacen propios. No sin resistencia de los desfavorecidos. La lucha de clases, motor de la historia, está servida.

La resistencia de los débiles frente a los poderosos no es vencida solamente por el ejercicio directo de la fuerza: más todavía lo es por la institucionalización del miedo. Y sobre todo, el sometimiento se logra creando, en los dominados, pero también en los dominadores, concepciones del mundo que presentan la estructura existente como la mejor para todos. Es el papel de la ideología, falsa conciencia en que se basa la hegemonía de la clase que domina en cada sociedad. Pero una hegemonía basada en la falsa conciencia no se sostiene eternamente, y cae cuando se demuestra que la estructura no era la mejor para todos. Esto ocurre en las crisis prolongadas.

Hay un factor de crisis en todas las sociedades y en sus modos de producción. Es la ley de los rendimientos decrecientes, manifiesta en cualquier actividad, de la agricultura a las industrias extractivas: en un principio la productividad es muy alta, pero es imposible de mantener en ese nivel de forma permanente. Las mejoras en las técnicas productivas palían su descenso, como también lo puede hacer el incremento de la fuerza de trabajo aplicada. Por este camino se llega a la sobrexplotación de los recursos, y también del hombre.

Los sucesivos modos de producción que se han dado a lo largo de la historia comparten esta característica: en términos absolutos, la producción no ha hecho más que crecer, pero la productividad por unidad de recurso empleada (ante todo en términos energéticos) siempre ha disminuido. Con menos trabajo y menos energía los recolectores se procuraban el sustento; hoy, la agricultura intensiva consigue brillantes resultados, que sirven para lo mismo, con un enorme costo energético y un rendimiento muy bajo para la energía empleada.

Llegado un punto, el sistema es insostenible. Ni hay más recursos naturales ni el trabajador puede ser explotado “25 horas diarias”. Entonces sobrevienen los grandes cambios.

En términos marxistas, esos cambios no se producen hasta que el desarrollo de las fuerzas productivas es frenado por las caducas relaciones de producción. El sistema agota sus posibilidades. La estructura colapsa.

Dicho así, parece propugnarse un crecimiento sin fin de las fuerzas productivas. Y buena parte del imaginario socialista, tanto en su vertiente comunista como en la socialdemócrata, se basó en superar dificultades impulsando el crecimiento. Se trata de una concepción efímera y falsa: el crecimiento como valor en sí mismo es característico del sistema capitalista, que lo interpreta como un incremento del capital a través del beneficio obtenido con su posesión.

Pero el marxismo no propugna el crecimiento per se. La célebre frase anterior sobre cómo en las crisis las relaciones de producción frenan a las fuerzas productivas sólo constata un hecho cierto en la historia del capitalismo, antes y ahora, y sobre todo ahora mismo, cuando tantas fuerzas productivas permanecen forzosamente ociosas.

Como cierto es que muchas fuerzas productivas deben seguir desarrollándose todavía: las que producen sobre todo desarrollo humano, que no es simple crecimiento material. El decrecimiento del que hoy hablamos los marxistas no es la austeridad que propone el capitalismo para hacer tragar a los pueblos su mercancía averiada.

Lo dice (mejor que yo) el geógrafo y economista David Harvey en una reciente entrevista:

La austeridad es una opción totalmente equivocada. Más que nada, porque el impacto sobre las clases sociales es muy distinto. Las clases más vulnerables suelen ser las más perjudicadas, como en este caso. Pero más allá de esta última cuestión, lo cierto es que las clases más bajas gastan el dinero; y las clases altas, en cambio, lo utilizan para generar más dinero, y no siempre con fines productivos. A través de estas medidas los costos de la crisis se cargan, no sobre las clases altas, sino sobre quien consume servicios del Estado. Ocurre lo que siempre ocurrió, y de lo que trata el FMI –y lo trató siempre-, es de salvar a las instituciones financieras y destruir la calidad de vida de la gente.

Esa austeridad significa sólo continuar, tras el agotamiento que hace imposible la extracción de más valor del trabajo y de la naturaleza, la acumulación por desposesión, incrementando la tasa de explotación cuando cae en picado la tasa de ganancia.

Desde ahora, el sistema se devora a sí mismo. Y, si lo dejamos, nos devorará, como partes que somos de él, hasta su último estertor.

Tomemos nota. Advertidos estamos.

Juan José Guirado
Diciembre de 2011

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