lunes, 10 de agosto de 2015

El País ¡que país!

Un artículo, o editorial firmado, o lo que pueda ser en tal contexto, estando como está entre los editoriales sin firma con los que se hermana, ha llamado hoy mi atención. Parece lamentar la pérdida de prestigio del que toma como el mejor mito fundacional de este país (y, claro, también de "este País"). Su título así lo indica: La Transición, epopeya agrietada

Y aclara inmediatamente:
España ha tenido serias dificultades para encontrar una empresa heroica que sirviera de cimiento a la nación. Hay una que podría servir, pero que está en crisis: la construcción de un régimen constitucional tras la dictadura franquista.
Así, apuesta claramente por la tesis de los "mitos fundacionales", narraciones construidas a posteriori, justamente para construir y consolidar los estados-nación. Un hecho histórico o legendario, real o inventado, comúnmente exagerado e idealizado, pero sobre el que, como dice el autor, "mientras la narración resulte verosímil y facilite la convivencia, las complejidades de lo ocurrido no traspasan las fronteras de los debates académicos". Buen pragmatista el que así escribe (o el "así" que escribe).

En España, construcciones como la lucha contra Napoleón o la conquista de América no han sido suficientes para galvanizar las almas patrióticas. De ahí la utilización de la "Transición desde el franquismo a la democracia" y la exaltación de los "valores democráticos" como un intento, que ahora comienza a fallar, de crear un patriotismo constitucional concepto este propugnado, defendido y difundido, con ciertas semejanzas situacionales, por Jürgen Habermas.

Pero claro, esto sería posible si los hechos crueles y los artículos de papel mojado (los mejores artículos) de la constitución actual se correspondieran de alguna forma. Por eso precisamente ya no convence esta proclamación de valores. 

“Ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento”, dijo una vez el conde de Romanones. "Haced la constitución, que yo la pilotaré y haré las leyes" debieron decir los franquistas reconvertidos. Y empezaron por la mismísima ley electoral. No faltaron, desde luego, complicidades entre los glorificados "padres de la patria", algunos de ellos, además, notables representantes del régimen anterior.

Pero no doy este brochacillo para repetir (aunque ya lo haya hecho) cosas bien sabidas. Sólo pretendo destacar cómo este pragmatista defiende sus propias verdades. Está muy claro quién tuerce los hechos.

¿Cómo se pueden ironizar así tantos hechos comprobados, caricaturizados por el catedrático plumífero de servicio, (verdad no tan objetiva: hoy la pluma se usa poco para escribir) presentándolos como exageraciones y falsedades? Y yo, como decía Fraga Iribarne, "no tengo nada más que añadir".

Efectivamente, la fachada se cae a pedazos.



(...)

El acuerdo sobre ese marco histórico se ha deteriorado de manera muy rápida conforme se agrandaba la crisis de legitimidad del sistema político español. La Transición lleva camino de ser, más que un momento fundacional compartido, una bandera melancólica de la generación que la hizo. Algunos historiadores han puesto de relieve las exageraciones en que incurrieron sus apologistas, pero las fuentes de ese deterioro proceden sobre todo del ámbito político. En primer lugar, la reivindicación de la llamada memoria histórica por quienes tuercen los hechos y ven en el pacto democrático una traición a los derrotados de la guerra, que no se atrevió a depurar responsabilidades por los crímenes de la dictadura y se limitó a aprobar una amnésica amnistía. Según los ensayos más militantes, ese defecto denotaba la tutela de la joven democracia por los sectores autoritarios, con lo que la alabada Constitución de 1978 era una forma de sobrevivir para los poderes tradicionales; y Juan Carlos I, poco más que el sucesor de Franco a título de rey. A la vez, se construía un mito alternativo, que idealiza la Segunda República y transforma a los combatientes del bando republicano en la Guerra Civil —también a los más aguerridos anarquistas o estalinistas— en demócratas sin tacha. Los recientes escándalos de corrupción han apuntalado la discutible idea de que en los años setenta se conformó un régimen podrido que hay que derruir, mientras se venía abajo el juancarlismo que arropaba a la Monarquía. Ni siquiera el horizonte europeo conserva ya su atractivo.

(...)

P. S.: la nostalgia que destila no la superaría ni el ABC en sus mejores tiempos.

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