jueves, 23 de junio de 2016

Ojos que no ven...

...corazón que no siente

En las tórridas noches de verano era costumbre en la Andalucía de mi niñez acostarse muy tarde, aguardando el fresco. Sentados a la puerta de las casas, en una noche sin coches, con mucha conversación y poca luz. El alumbrado público se reducía a unas bombillas incandescentes (no demasiado) aquí y allá. De vez en cuando, mirábamos el cielo estrellado. Cuesta creer que, casi con la nitidez de esta imagen, veíamos la Vía Láctea y, como un negro vacío, la nube de gas y polvo que la oculta parcialmente.







Un tiempo después, en Madrid, recuerdo las salidas nocturnas al campo (entonces cercano, hoy inalcanzable) para mirar el cielo y localizar el paso del satélite "Echo" como una estrella más. No era lo mismo, pero el cielo todavía estaba estrellado.

Poco queda de aquellos cielos. Las estrellas que brillan en la noche son otras. En el verano de Sanxenxo, hace años, veía Escorpio y Sagitario. Más arriba, el Águila, y en lo más alto la Lira. Ahora, sobre todo, veo las luces del puerto y las de Bueu, en la otra orilla.

Claro que podría ver menos cielo aún, como los habitantes de esta ciudad.



Los ojos que desde la Tierra ya no ven el cielo contemplarían, desde él, un extraño planeta encendido.



Tan importante es el nivel de contaminación lumínica que sirve como medida del grado de urbanización del planeta. Así lo anota José María Montero en su blog El gato en el jazmín:
La información que ofrece la iluminación nocturna de nuestro planeta ha servido para desarrollar algunas investigaciones sobre el impacto ambiental de la urbanización del territorio, medido en consumo de suelo fértil o en destrucción de la cubierta vegetal. Los trabajos más conocidos en este ámbito son los que viene firmando desde hace algunos años el equipo de Marc Imhoff, especialista del Goddard Space Flight Center y coordinador del Proyecto Terra de la NASA 
Imhoff buscaba algún método fiable que le permitiera medir, a gran escala, los efectos de la urbanización sobre la productividad biológica. No era fácil resolver esta cuestión porque sus trabajos se planteaban sobre la totalidad de la superficie de los Estados Unidos (un escenario de casi 10 millones de kilómetros cuadrados) y se referían a un proceso (la urbanización) que se manifiesta a gran velocidad y cuyos límites, a veces, son difícil de situar sobre un mapa. Las imágenes nocturnas, obtenidas mediante satélites artificiales, se convirtieron en una herramienta fundamental para resolver estos escollos. “Las ciudades y los suburbios”, explica Imhoff, “brotan rápidamente y sus bordes son irregulares, por lo que a menudo se extienden sobre el territorio de una manera aparentemente orgánica como lo hace, por ejemplo, el moho sobre la fruta madura, y esto dificulta una puesta al día, precisa, de las urbes, algo que finalmente conseguimos con el tratamiento de las imágenes de satélite que muestran las ciudades y los pueblos en la noche”. 
La visión nocturna de los Estados Unidos sirvió para que Imhoff elaborara un mapa fiable de áreas urbanizadas en el que, gracias a la aplicación de algunos algoritmos, pudo establecer diferentes grados de urbanización. Luego combinó ese mapa con los datos del censo, de manera que añadió información sobre la densidad de población, y, finalmente, sumó el mapa de suelos. Lo que se encontró fue justamente lo que sospechaba: las ciudades están creciendo sobre los mejores suelos del país, sobre los suelos más fértiles y, en determinados casos, sobre suelos únicos, por su origen y composición, que desaparecerán para siempre bajo el asfalto y el hormigón.
Como señala Imhoff, aunque en algunos estados como California este proceso es más que preocupante, a escala global “no parece que Estados Unidos pueda quedarse sin capacidad para producir alimentos a corto plazo, ya que dispone de abundante tierra fértil”. Pero no puede decirse lo mismo de otros países donde este investigador también ha usado las imágenes nocturnas para medir el impacto de la urbanización. En China, por ejemplo, el fenómeno se manifiesta con especial virulencia, ya que las tierras fértiles se están viendo consumidas por un acelerado crecimiento urbano, y en este caso la disponibilidad de buenos suelos es menor que en EEUU y el volumen de población a alimentar es, por el contrario, mucho mayor. “Probablemente”, señala Imhoff, “el peor de los casos sea el de Egipto, donde las mejores tierras de cultivo se concentran en torno al delta del Nilo, justo donde se expande la población, que prefiere construir sobre tierras agrícolas de primera calidad a instalarse en las zonas inhóspitas del desierto”. 
Este problema se ha localizado en otros muchos puntos del planeta gracias al sistema desarrollado por Imhoff, y lo que pone de manifiesto es que, en demasiados casos, estamos reduciendo de manera notable nuestra capacidad para producir alimentos. Las ciudades se extienden sobre los suelos más productivos y cuya explotación sería más sencilla, y eso nos obliga a forzar peligrosamente el rendimiento de los suelos que siguen en explotación y a adquirir alimentos cuyo origen se sitúa cada vez a mayor distancia del consumidor (lo que también provoca serios desequilibrios ambientales). Si a esta combinación de elementos adversos le unimos la incertidumbre que plantea el cambio climático, y en particular su incidencia en la productividad agrícola, tenemos motivos más que suficientes para preocuparnos por el impacto biológico de la urbanización desmesurada e irracional.
Buena parte de la población más joven no ha visto nunca realmente el cielo. Pero claro, seguramente no lo echan de menos, porque

Ojos que no ven, corazón que no siente. 

La consecuencia, en la versión irónica del refrán: 

Ojos que no ven, batacazo que te pegas

···

¡Devolvednos el cielo que nos habéis robado!

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