miércoles, 27 de julio de 2016

Primo Levi y las sociedades perfectas


"El trabajo hace libre"




















Mi sobrino Antonio me prestó el libro. Solamente me dijo: “léelo”. 

La lectura me ha hecho considerar tantas cosas, y querría decirlas en tan poco espacio, que se me atropellan en la mente y entre los torpes dedos que esto escriben, y tengo que repetir: “léelo”. 

Para facilitaros la tarea, dejo algunos enlaces a la trilogía de Primo Levi de la que forma parte. 

El primero es el que acabo de leer: Si esto es un hombre.

Seguido de La tregua. 

Cierra la serie Los hundidos y los salvados, título que ya figuraba en un capítulo del primer volumen de la trilogía. Ampliar el tema en un nuevo libro es revelador del trauma que pudo acompañar a la salvación. Se analizan aquí diferentes formas de encarar y superar las situaciones límite sufridas en estos campos de exterminio. ¿Quiénes sucumbieron y quiénes sobrevivieron? ¿Qué comportamientos, valientes o mezquinos, condujeron al exterminio o a la salvación? 

En muchos casos los que se salvaron no eran los mejores. Este hecho constatable convirtió a los supervivientes en sospechosos, y causó en muchos de ellos sentimientos de culpa y problemas mentales, de los que posiblemente no se libró el autor. 

De este último libro hay un muy buen extracto aquí. 

Recordé haber leído sobre el mismo tema un artículo de Paz Moreno Feliú, en un encomiable libro de lecturas de Antropología Económica compilado por ella, Entre las gracias y el molino satánico, y editado por la UNED. Libro que me ha de dar aún materia de qué hablar (o eso espero). 

Se titula el artículo “Organizar: suspensión de la moralidad y reciprocidad negativa”.


¿Por qué tratar el tema en relación con la economía?

Si la economía trata de la distribución de bienes escasos, la situación de extrema escasez de los campos es lugar ideal para que florezca en toda su desnudez. Todo en esa situación es evaluable y tiene su precio. El trueque crea una “bolsa de valores” con sus cotizaciones cambiantes y su tendencia a la especulación.
 

¿Por qué se habla de “organizar”?

Efectivamente, se trataba de una situación caótica, pero muy bien organizada.

Como explica Paz Moreno Feliú, el control interno de los campos de concentración se había estructurado:

…mediante la creación de distintos rangos antagónicos entre los propios prisioneros, a la cabeza de los cuales se situaban los llamados «prisioneros funcionarios», «preeminentes» o «aristócratas» (jefe de campo, jefe de oficinistas del campo, jefe de estadísticas del campo, jefe de barracones, jefe de patrullas de trabajo, jefe de cada barracón, jefe de cada patrulla de trabajo (kapo), oficinistas de barracón, auxiliares, ayudantes, o todos aquellos que ocupaban posiciones especiales, como traductores, músicos, médicos, cocineros, etc.) 
Ahora bien, la propia estructura del sistema, que idealmente distinguía con nitidez entre los dirigentes del campo y los prisioneros-funcionarios que actuaban como agentes necesarios para que se cumpliesen las órdenes, provocó, en la práctica, que estos últimos actuasen a su vez como «dirigentes» particulares, que sometían a los otros prisioneros a su propio poder. En este sentido, podemos observar cómo, por el propio diseño del sistema, en los campos se originaron una amplia gama de situaciones y actividades que iban desde aquellas que, como veremos, estaban expresamente prohibidas en todas las regulaciones del campo, hasta la aparición de nuevas normas y conductas que hicieron posible que algunos prisioneros creyesen que su conducta era decisiva para aumentar sus difíciles posibilidades de supervivencia.
¿Por qué hablo de “sociedades perfectas?

Según me enseñaron en el catecismo, existían dos sociedades perfectas, que eran la Iglesia y el Estado. Poseían un fin completo y se bastaban a sí mismas para conseguirlo. Por lo tanto no estaban subordinadas a otra sociedad sino que eran independientes.

Este esquema no se sostiene: aun poseyendo un
“fin completo”, ni la Iglesia ni el Estado se bastan a sí mismas para lograr sus fines. Las sociedades mantienen relaciones complejas, y a lo sumo funcionan como cajas chinas o muñecas rusas, contenidas las unas en las otras; cajas más o menos porosas, nunca absolutamente estancas. Pero aunque entre ellas haya contradicciones y conflictos, me inclino a llamar “perfectas” a las que tienden a permanecer estables y conservar su estructura, que incluye la de sus «cajas» internas, mediante procedimientos de control bien diseñados. Como el de Auschwitz.

Porque la verdadera
“sociedad perfecta” por excelencia sería el Tercer Reich, el Estado de la nueva Alemania, que comunicaba su perfecto diseño a todas las subordinadas, entre ellas a los campos de exterminio y a sus piezas constituyentes. Y en efecto, ningún elemento interno le impidió el logro de sus fines hasta la intervención de un factor externo, el Ejército Rojo.

Pero esta sociedad nacionalsocialista estaba a su vez dentro de una estructura netamente capitalista, aún más
“perfecta”. Y a su servicio.

Aunque suene irónico, el más puro liberalismo económico imperaba en todas las relaciones. Como está demostrado, los intereses del estado alemán coincidían con los de los grandes trusts, y lo configuraban como un mecanismo de explotación a gran escala. Hasta que el pacto germano-soviético y la invasión de Polonia enfrentaron a los países de occidente con Alemania, y aún después, de forma más o menos clandestina e intermediada, hubo buenas relaciones y evidentes simpatías hacia los nazis por parte de los grandes empresarios anglosajones. Y sus gobiernos, hasta el último momento, vieron en
Hitler una buena barrera frente al bolchevismo. Hitler lo sabía, y hasta el final intentó convencer a los aliados occidentales de unirse a él frente a la amenaza soviética. Los aliados, por su parte, retrasaron todo lo que pudieron el desembarco en el continente para que sus dos enemigos se desgastaran entre sí, y solamente cuando el avance soviético era imparable aceleraron su actuación para evitar que los soviéticos ocupasen toda Europa.  Véase
El mito de la guerra buena, de Jacques R. Pauwels. 

De la máquina explotadora del capitalismo alemán formaron parte los esclavos de los campos, exprimidos mientras fueron útiles y desechados luego, para aprovechar sus escasas pertenencias y hasta sus cadáveres, en un insólito caso de "optimización del recurso", sin precedentes conocidos. Pero también fueron explotados, a mayor gloria de las grandes empresas, millones de trabajadores forzados de los países ocupados.

El sistema capitalista es, pues, la única
"sociedad perfecta", en el sentido que aprendí en el catecismo. Y sus métodos "liberales" de competencia libre y total, aunque nunca en igualdad de condiciones, permea todas las cajas que contiene, y esta realidad de absoluto "estado de naturaleza", de lucha por la vida, se exacerba en los niveles más bajos. Por eso en los campos de concentración la defensa casi única era la capacidad de cada cual para salvar la vida, a toda costa. En el mejor de los casos y en condiciones muy difíciles los más concienciados, los prisioneros políticos sobre todo, intentaron una lucha colectiva sin posibilidad alguna de éxito.

Sobre esta cuestión evidente, que hace que los más reivindicativos nunca estén en el último escalón, que es el de la soledad absoluta, se ha escrito mucho, con intención ideologizante, afirmando que la insolidaridad y el egoísmo forman parte de la
"naturaleza humana".

Pero habrá que recordar que el ser humano no es nada sin la sociedad, que la hominización-humanización supone el paso crucial del
"estado de naturaleza" al "estado de cultura". No hay sociedades sin cultura y sin estructura social, y el mayor peligro es un totalitarismo absoluto, paradójicamente conducido por quienes se dicen "liberales", que llega a afirmar, como dijo aquel siniestro personaje que fue Margaret Thatcher que "la sociedad no existe. Hay individuos, hombres y mujeres y hay familias". Y menos mal que admitía a estas últimas, seguramente pensando en la suya.

El estado de
"naturaleza" y el de "cultura" son dos polos históricamente determinados, entre los que se mueve toda la maquinaria social. Las peores culturas son las "cajas" que trituran su propio contenido y hacen aflorar lo peor de esa primitiva "naturaleza humana", en una lucha de todos contra todos. Esa alusión a una "naturaleza humana" insolidaria no es desinteresada, pero los mismos que la pregonan están condenados a sufrirla. Los grandes compadres del Capital, mientras comparten sus intereses, se miran de reojo y se combaten sin piedad. Ese es el origen de la corrupción que impregna a las sociedades de arriba abajo. Pero no hay que olvidar que es ruinosa, un factor de descomposición terrible, esa lucha "horizontal" entre iguales que está sustituyendo, como en los campos nazis, a la lucha vertical, la denostada (¿por qué será?) lucha de clases.

Es esencial (no "menos", sino "más") que un
"estado de cultura" se sobreponga al primitivo "estado de naturaleza" y la comprensión de la verdadera "naturaleza humana", que es social, impere sobre la "naturaleza animal" que también somos.

Esa
"sociedad perfecta" capitalista que socava sus propios cimientos debe ser sustituida (a ver si somos capaces) por otra que se aproxime lo más posible a la inalcanzable perfección.

Para entender mejor todo esto, vuelvo al primer libro citado, en dos capítulos, significativamente titulados
"Más acá del bien y del mal" y "los hundidos y los salvados".

Considera
Primo Levi que las cualidades nobles que solemos asociar al concepto de “humanidad” requieren un soporte social y no se dan fácilmente cuando la propia vida está bajo mínimos. En esos casos sale al primer plano el animal que soy sobre el humano que también soy.

Más acá del bien y del mal

La Bolsa es siempre activísima. Aunque todo cambio (mejor, toda forma de propiedad) esté explícitamente prohibido, y aunque frecuentes rastreos de los Kapos o de los Blockälteste atropellen periódicamente en una sola fuga a mercaderes, clientes y curiosos, sin embargo, en el ángulo nordeste del Lager (significativamente en el ángulo más alejado de las barracas de la SS), apenas las escuadras han vuelto del trabajo, se reúne un concurso tumultuoso, al aire libre en verano, dentro del lavadero en invierno.
(...)
Aquí vagan a decenas, con los labios entreabiertos y los ojos relucientes, los desesperados por el hambre, a los que un instinto falaz empuja allá donde las mercancías exhibidas hacen más agria la roedura del estómago y más asidua la salivación. Van provistos, en el mejor de los casos, de la mísera media ración de pan que, con esfuerzo doloroso, han ahorrado desde la mañana, con la esperanza insensata de que se presente la ocasión de un trueque ventajoso con algún ingenuo, desconocedor de las cotizaciones del momento. Algunos de éstos, con salvaje paciencia, adquieren con la media ración un litro de potaje que, al ir alejándose, someten a la metódica extracción de los pocos pedazos de patata que yacen en el fondo; hecho lo cual, la cambian por pan, y el pan por un nuevo litro que expoliar, y esto hasta el agotamiento de los nervios, o hasta que cualquier perjudicado, cogiéndole in fraganti, no les inflija una severa lección, exponiéndolos a la pública irrisión. A la misma especie pertenecen los que van a la Bolsa a vender su única camisa; ésos saben bien lo que va a suceder, en la primera ocasión, cuando el Kapo compruebe que están desnudos bajo la chaqueta. El Kapo les preguntará qué han hecho de la camisa; es una pura pregunta retórica, una formalidad útil tan sólo para entrar en materia. Le responderán que la camisa se la han robado en el lavadero; también es de rigor esta respuesta, y no pretende ser creída; en realidad, hasta las piedras del Lager saben que en noventa y nueve veces de cada ciento quien no tiene camisa la ha vendido por hambre, y que además se es responsable de la camisa porque pertenece al Lager. Entonces, el Kapo lo golpeará, le será asignada otra camisa, y antes o después todo volverá a empezar.
(...)
En conclusión, el hurto en la Buna, castigado por la Dirección Civil, es autorizado y estimulado por los SS; el hurto en el campo, reprimido severamente por los SS, es considerado por los civiles una operación normal de cambio; el hurto entre Häftlinge es generalmente castigado pero el castigo afecta con la misma gravedad al ladrón y al robado. Quiero invitar ahora al lector a que reflexione sobre lo que podrían significar en el Lager nuestras palabras «bien» y «mal», «justo» e «injusto»; que juzgue, basándose en el cuadro que he pintado y los ejemplos más arriba expuestos, cuánto de nuestro mundo moral normal podría subsistir más allá de la alambrada de púas. 
Los hundidos y los salvados. 
Enciérrense tras la alambrada de púas a millares de individuos diferentes en edades, estado, origen, lengua, cultura y costumbres, y sean sometidos aquí a un régimen de vida constante, controlable, idéntico para todos y por debajo de todas las necesidades: es cuanto de más riguroso habría podido organizar un estudioso para establecer qué es esencial y qué es accesorio en el comportamiento del animal-hombre frente a la lucha por la vida.
No creo en la más obvia y fácil deducción: que el hombre es fundamentalmente brutal, egoísta y estúpido tal y como se comporta cuando toda superestructura civil es eliminada, y que el Häftling no es más que el hombre sin inhibiciones. Pienso más bien que, en cuanto a esto, tan sólo se puede concluir que, frente a la necesidad y el malestar físico oprimente, muchas costumbres e instintos sociales son reducidos al silencio.
Me parece, en cambio, digno de atención este hecho: queda claro que hay entre los hombres dos categorías particularmente bien distintas: los salvados y los hundidos. Otras parejas de contrarios (los buenos y los malos, los sabios y los tontos, los cobardes y los valientes, los desgraciados y los afortunados) son bastante menos definidas, parecen menos congénitas, y sobre todo admiten gradaciones intermedias más numerosas y complejas. 
Pero en el Lager sucede de otra manera: aquí, la lucha por la supervivencia no tiene remisión porque cada uno está desesperadamente, ferozmente solo. Si un tal Null Achtzehn vacila, no encontrará quien le eche una mano; encontrará más bien a alguien que le eche a un lado, porque nadie está interesado en que un «musulmán» más se arrastre cada día al trabajo: y si alguno, mediante un prodigio de salvaje paciencia y astucia, encuentra una nueva combinación para escurrirse del trabajo más duro, un nuevo arte que le rente unos gramos más de pan, tratará de mantenerla en secreto, y por ello será estimado y respetado, y le producirá un beneficio personal y exclusivo; será más fuerte, y será temido por ello, y quien es temido es, ipso facto, un candidato a sobrevivir. 
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(Con el término «Muselmann», ignoro por qué razón, los veteranos del campo designaban a los débiles, los ineptos, los destinados a la selección)


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