domingo, 11 de septiembre de 2016

No hay economía sin ecología

La economía convencional imagina que existen materias primas de coste cero. El único valor que se les da es el derivado del trabajo humano que implica su descubrimiento y explotación. A la naturaleza no se le pagan salarios, y si algo que existe en ella se compra es porque se compra el lugar donde yace, que alguien se apropió alguna vez sin pagar nada a cambio.

Un ejemplo claro es el aire. No se pagan regalías por utilizarlo (¿a quién habría que comprarselo?), y si se paga por utilizar el agua de un manantial es porque brota en el terreno que un propietario hizo antes suyo. Es lo que ocurre con el petróleo o los minerales metálicos, y en general el costo aparece, significativamente, en el apartado "renta de la tierra".

Únicamente se plantea el coste de lo que la naturaleza "da" cuando lo escatima, cuando se descubre que no existe en cantidad infinita. Pero la economía convencional aún no ha descubierto esto, y aún agrava el problema cuando paga más por lo que escasea, incentivando su consumo y favoreciendo su agotamiento.

Si el capital es trabajo acumulado, fruto de un sistema de relaciones sociales, el capital natural es también el trabajo acumulado por la naturaleza como sistema de interacciones en el tiempo, sea el tiempo geológico o el ciclo de su reproducción.

¿Que pesa más, la bolsa o la vida?










Es urgente y posible asumir los límites ambientales 

Nuestra generación es la primera con conocimiento suficiente para entender la urgencia de que la actividad económica tenga en cuenta los denominados “limites planetarios”, de acuerdo con el análisis más reciente sobre las restricciones de naturaleza ecológica.

En particular, los efectos ya evidentes del cambio climático obligan a reorientar la política energética (para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero); pero también la política del agua, la política agrícola, de ordenación del territorio. Y, en general, el enfoque de cualquier regulación pública, para aumentar la resiliencia ante fenómenos adversos cada vez más severos y frecuentes, provocados por el calentamiento global.

Nuestra generación es, también, la primera que dispone de soluciones tecnológicas capaces de garantizar el bienestar y el progreso para un número creciente de ciudadanos, utilizando menos recursos naturales, reduciendo la contaminación y el impacto sobre los ecosistemas.

La no consideración de los efectos de la contaminación, del agotamiento de los recursos naturales y de la alteración de equilibrios ecológicos, comporta costes económicos y sociales crecientes, en particular para los ciudadanos más pobres y para los países menos desarrollados.

Por tanto, para garantizar un progreso duradero y equitativo, una propuesta progresista de política económica debe incorporar como condicionantes las exigencias ecológicas, erróneamente consideradas, por parte de la mayoría de los economistas, como obstáculos al crecimiento económico. Existe ya amplia evidencia de la viabilidad de una economía baja en carbono y con menor impacto ambiental.

El PIB no sirve para medir el progreso social

El PIB no refleja la evolución de las desigualdades, de la calidad de la educación o de la sanidad; tampoco sirve para medir la evolución de los principales desafíos ambientales. Hay que cambiar el enfoque “cuantitativo” -que otorga prioridad a “cuanto” aumenta la producción (PIB), a la hora de evaluar el éxito de la política económica- por un enfoque “cualitativo”, que se focalice en “qué” se produce y “cómo” se produce, por sus importantes consecuencias sociales, ambientales y económicas.

Solo podemos actuar sobre aquello que podemos medir; por tanto, tal como proponen varias resoluciones de Naciones Unidas, es preciso agregar varios indicadores -de carácter social, ambiental, de buen gobierno…- para mejorar la medición del progreso, más allá de la información incompleta que suministra el PIB.

Una primera propuesta concreta sería, por tanto, anunciar el uso de un indicador agregado para evaluar la efectividad de la política económica sobre el progreso de España, de forma complementaria al tradicional uso del PIB.

El paradigma vigente se basa en una “economía lineal”, a partir de la extracción creciente de materias primas (sin tener en cuenta su tasa de reposición en el caso de recursos renovables); el sistema productivo genera grandes volúmenes de residuos (buena parte de ellos de difícil gestión y peligrosos para la salud).

La Comisión Europea ha lanzado una iniciativa sobre “Economía circular: hacia residuo cero”, como guía para que los países miembros reconduzcan sus modelos de producción y de consumo, con objeto de reducir drásticamente la generación de residuos, así como el consumo de materias primas, incentivando la reutilización y el reciclado, así como el diseño de productos duraderos y reparables.

El “desacoplamiento” entre, por un lado, el crecimiento económico y la creación de empleo, y por otro, el consumo de materias primas y la contaminación, no es en absoluto una utopía: se ha producido ya para el conjunto de la Unión Europea, donde, a lo largo del periodo 1990-2012, se ha registrado un aumento del 45% del PIB mientras las emisiones de CO2 se han reducido en un 17%. En el caso concreto de Dinamarca, desde hace diez años su PIB aumenta mientras disminuyen el consumo de energía y las emisiones de CO2, como resultado de un esfuerzo sostenido en materia de ahorro y eficiencia energética así como de fomento de las energías renovables.

Abordar con éxito una transición económica con exigencias de sostenibilidad ambiental

Ello requiere una apuesta seria por parte del futuro Gobierno, que deberá, entre otras cosas:
Derogar numerosas modificaciones legislativas aprobadas durante esta legislatura -la mayor parte de ellas con el único respaldo parlamentario del PP- que suponen un retroceso significativo en materia ambiental (energías renovables, Ley de Costas, Ley de Montes…).
Llevar a cabo el desarrollo normativo, todavía pendiente, de la ley sobre responsabilidad por daños ambientales y de la ley que regula el acceso a la información, a la participación y a la justicia en materia ambiental. Se reforzaría así el papel de los ciudadanos como agentes activos de la transición económica que proponemos.
Potenciar la política tributaria como una herramienta imprescindible para combatir el despilfarro en el uso de recursos naturales, así como el deterioro de los ecosistemas. Porque, como han señalado reiteradamente la Comisión Europea y la OCDE, España está a la cola de los países desarrollados en cuanto a la utilización de la fiscalidad para garantizar objetivos ambientales.
Abordar una profunda reorientación en el ámbito de las políticas de ordenación del territorio y urbanismo, para garantizar un uso racional y sostenible del suelo; y en el de la política del agua, en la que siguen sin incorporarse las exigencias ambientales y de racionalidad económica a las que obligan las directivas europeas.
Todos los informes existentes (Comisión Europea, OCDE, OIT…) confirman la importante capacidad de creación de empleo en España asociada a una transición económica como la propuesta, que involucraría a todos los sectores, tradicionales y “nuevos”, reforzando nuestra competitividad a partir de una mayor incorporación de la innovación tecnológica en todos ellos.

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