sábado, 1 de octubre de 2016

El viaje a Itaca, visto al revés

Si en el poema de Kavafis el destino es poco más que una excusa para gozar del viaje, en nuestras sociedades el viaje parece no ser nada, y el todo es llegar a la meta. El tiempo presente pierde su valor en este mercado de futuros. Se convierte en un tiempo esclavizado, un tiempo lleno de... vacío. 

Hace unos días, comentando un artículo de Armando B. Ginés, reflexionaba yo:
El vértigo temporal que impone en esta sociedad "liberal" el ciclo acelerado de la rotación de los capitales quita todo sentido a un futuro previsible, convertido en un eterno presente incontrolable. Tiempos divididos y subdivididos, procesos triturados en infinitas secuencias que no podemos controlar, hacen necesario que los que no tienen tiempo, porque no tienen poder, alcancen ese poder, arrancándoselo a los que, con él, aunque no sean realmente dueños de su tiempo, sí lo son del de todos los demás.
La devaluación del tiempo presente es la pérdida de todo el tiempo. Como lúcidamente recoge este texto de Agustín García Calvo que recojo del blog arrezafe. La vida eterna que vendrá después es lo único que realmente importa, dijo siempre la Iglesia. La moderna Religión del Capital nos enseña ahora a considerar nuestro paso por este Valle de Lágrimas como una fase preparatoria para ese futuro mejor que nunca llega.

(Aunque por otra parte se siga pretendiendo alargar la vida, el camino, vacío de sentido en ese viaje a ninguna parte). 

¡Sigue corriendo, no te detengas, para llegar cuanto antes. Pero...¿adónde?

DESTINO


El caso es llegar cuanto antes. 

Ése es el lema que preside los manejos del Régimen y su propaganda: lo más visible, en el traslado de cosas y personas, autopistas cada vez más lisas para velocidades cada vez más estupendas de automóviles personales, ferrocarriles sumisos al mismo ideal y trenes de Alta Velocidad y Madrid-Valladolid en 2 horas, hora y ½, 1 hora, ½ hora, compitiendo con los aviones supersónicos, etcétera, pero eso de que todo se subordine al ideal supremo de llegar al destino en el menos tiempo posible es algo que se impone y manifiesta igual en las otras faenas, trámites y negocios a que se ha reducido lo que se llamaba vidas de la gente: me basta tocar esta tecla para que a los honestos lectores les surjan de sus penas cotidianas ejemplos a montones.

El destino se come al camino: ésa es la cuestión. Vean cómo, en aviones, trenes o autobuses, dando por supuesto que el tiempo del trayecto está vacío, proceden a llenarlo cerrando las ventanillas y entreteniendo al personal con vídeos de películas que corren en otro tiempo, mientras se pasa sin sentir el de los viajeros y ni se enteran por dónde van pasando; pero véanlo igualmente en la manera en que las vidas se convierten, año por año, hora a hora, en preparaciones para la futura (al fin, lo mismo que la Iglesia mandaba antaño) con oposiciones, exámenes, bodas programadas, proyectos y presupuestos, y cómo a los más jóvenes se les propone como ideal supremo el de que tengan un futuro. 

Así el futuro va tragándose las vidas. Cierto que el fin último, la muerte de cada uno, pretenden, al revés, aplazársela más y más, alargar la esperanza de vida, como dicen; pero es una mentira hueca: la vida ya se la han birlado, la muerte ya se la han ido administrando a lo largo de sus años; y, para quedarse muerto como un muerto, no hace falta andarse yendo a morir mañana.

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