sábado, 14 de enero de 2017

Derecho a decidir... ¿qué, cómo, dónde, cuándo, por qué? Y sobre todo ¿para qué?

Al ver a tanta gente decidida a enfundarse una camiseta de uno de los colores nacionales y alinearse perfectamente en nueve columnas (si no recuerdo mal, el desfile en columna de batallón era de cinco en fondo, y generalmente no tan voluntario), sentí un poco de miedo. Recordé otras entusiásticas afirmaciones nacionales, casco de acero e impasible el ademán, y la facilidad con que el frenesí visceral puede sustituir al análisis. Imaginé otra manifestación simétrica en tres columnas, con los mismos colores, y el choque brutal que podría ocasionar su encuentro. Claro que del lado trístilo no encuentro, de momento, y dada la historia recorrida por ambos nacionalismos, la misma fe que del eneástilo. Simplemente, por el cansancio y desprestigio (otro tiro por la culata) que causó en el nacionalimo españolista la ferocidad "nacional" de la dictadura.

Ya he publicado en este blog algunos comentarios sobre estado, nación y nacionalismos, lengua y cultura. Para huir de cualquier imposición (e impostura) conviene apoyarse en una historia no falseada y sobre todo conocer como han llegado a existir las entidades políticas actuales. En primer lugar, conviene detenerse en la siempre difícil delimitación del concepto de "nación".

Varios son los fundamentos en que se ha querido apoyar la nacionalidad. Sucesivamente, la ascendencia común, la unidad territorial, la cultura y, por último, una voluntad compartida.

La propia evolución, aparición y declive de las naciones hace difícil sustentarlas tanto en el ius sanguinis como en el ius soli. Recordemos que la fundación mítica de Roma, más que en antepasados comunes, la imaginaron los propios romanos como una aglutinación de gentes venidas de fuera, porque si la minoría patricia se atribuía un origen familiar era a costa de negarlo a la mayoría que formaban los plebeyos.

Los desplazamientos de pueblos y el cruzamiento entre ellos borran entidades nacionales así como como crean otras, siempre que el tiempo y la estabilidad las consoliden.

Racismos aparte, lengua y cultura comunes se aceptan hoy comúnmente para definir una nación. Pero las migraciones y la constante hibridación cultural borran casi siempre las fronteras étnicas y lingüísticas. Queda como soporte nacionalista la voluntad común, que es imposible de territorializar, porque en todo caso produciría un mosaico discontinuo, me atrevo a decir que "fractal", pues lo inconexo de su definición aumenta al descender de los peldaños superiores de un territorio (¡o de varios!) a la escala local, y aún más abajo...

Muchas más cosas diría que ya se han dicho, oído, desoído y olvidado. Me quedo con el principio leninista del "análisis concreto de la situación concreta", que desde luego no hay que confundir, como partece más habitual de lo deseable, con el "análisis oportunista de lo que parece oportuno". Y que se rasque quien sienta escozor.

Entrevista a Miguel Candel sobre nación, Estado, nacionalismo y derechos

El Viejo Topo

Miguel Candel, profesor jubilado, a ratos jubiloso, ha sido traductor de Gramsci, Sokal, Searle y Aristóteles, y autor, entre otros libros y numerosos artículos, de Metafísica de cercanías y de Ser y no Ser. Crítica de la razón narcisista (pendiente de publicación y absolutamente recomendable).

***
En un artículo que publicaste hace unas semanas en Rebelión calificabas el derecho a decidir de fantasma. ¿Puedes explicarnos qué quieres decir con ello?

Muy sencillo: que es una expresión de contornos semánticos borrosos, metafóricamente comparables con los de un ectoplasma. En efecto, todo derecho implica un agente inteligente como sujeto suyo (por eso no admito la expresión “derechos de los animales”, que habría que sustituir por “respeto hacia los animales”, pongamos por caso). Pues bien, un agente inteligente como sujeto de derecho es alguien capaz de decidir su propia conducta. Ergo todo derecho implica esa capacidad de decisión. La nuda expresión “derecho a decidir”, por tanto, es, en primer lugar, redundante y, en segundo lugar, al no especificar el posible objeto de decisión, una fórmula vacía.
Lo que no liga en la metáfora, he de reconocerlo, es que la función de un fantasma es asustar a la gente, mientras que la función asignada al “derecho a decidir” es engatusar a la gente. Reconocerle a la gente derechos e invitarla a que decida siempre suena bien de entrada. Se consigue así la adhesión espontánea e irreflexiva de los destinatarios de tan opípara oferta. Conseguido esto, los inventores del pseudo-concepto confían en llenar esa vacía adhesión inicial con el contenido deseado: el ejercicio del derecho de autodeterminación de Cataluña, cuya reivindicación explícita y directa correría el riesgo de chocar con la evidencia de que la relación existente entre los habitantes de Cataluña y el resto de España está muy lejos de los supuestos contemplados por el derecho internacional como fundamentos de la existencia y ejercicio de semejante derecho.

Bien, admitamos que “derecho a decidir” es en realidad un sinónimo de “derecho de autodeterminación”. Si, como dices, el derecho internacional descarta que ese derecho pueda aplicarse en Cataluña, ¿por qué ha formado parte de la tradición de las izquierdas hasta ahora mismo?

Excelente pregunta. Creo, honradamente, que se trata en este caso de un atavismo ideológico o, si se prefiere, de un caso de inercia intelectual y, por supuesto, de una violación del principio leninista que exige el “análisis concreto de la situación concreta”. Hecho paradójico, pues parece ser precisamente la tradición leninista (con la que me siento, en gran parte, identificado) aquella en que más profundamente ha arraigado la tendencia a reconocer derechos de autodeterminación a diestro y siniestro. Para explicar esto hay que tener presente cuál era la situación del mundo en general y de Europa en particular cuando estalla la Revolución de Octubre y al acabar la Primera Guerra Mundial: un mosaico de imperios en descomposición cuyos regímenes políticos autocráticos habían alimentado, en sus diferentes componentes étnico-culturales, los sentimientos nacionalistas nacidos a lo largo del siglo XIX hasta el punto de hacer que muchos vieran en la recomposición política sobre bases étnico-culturales la única posibilidad de liberación y escapatoria de lo que Lenin llamó atinadamente “cárcel de pueblos” (expresión aplicable no sólo al imperio zarista, sino también al de los Habsburgo y al imperio otomano, por lo menos). Lógico, pues, que Lenin secundara al presidente norteamericano Wilson en la proclamación del derecho de autodeterminación para aquellos componentes de los viejos imperios que habían adquirido conciencia de una identidad incompatible con las viejas formas de dominación. La subsiguiente eclosión de los nuevos estados-nación, particularmente en la mitad oriental de Europa, corrió pareja, además, con la introducción de los primeros elementos propios de un régimen democrático-electoral, todavía muy imperfecto, como rasgo característico de las nuevas entidades políticas. Todo ello, como es lógico, contribuyó a asociar estrechamente, en el imaginario de la izquierda revolucionaria, liberación política y liberación nacional.

Y, como es sabido, la cosa no acabó aquí: tras la Segunda Guerra Mundial se extiende por todo el mundo el movimiento descolonizador a expensas, esta vez, de los imperios que no se habían visto afectados al final de la anterior contienda: el Imperio Británico y el más modesto imperio colonial francés (amén del holandés y el portugués). Alma de los procesos de descolonización fueron, en muchos casos, los partidos de tradición leninista (para los miembros profesionalmente cualificados del Partido del Trabajo belga, por ejemplo, era misión preferente, establecerse en el Congo para contribuir a la concienciación política de la población autóctona; otro tanto cabe decir de muchos militantes del pequeño Partido Comunista británico repartidos por toda África, muy particularmente en Sudáfrica, donde contribuyeron decisivamente a la creación del PC sudafricano, campeón de la lucha contra el apartheid). Eso sin olvidar el alineamiento universal, durante los años 60-70, de la mayoría de la izquierda, no sólo comunista, en contra de la intervención norteamericana en Vietnam.

El antimperialismo, por tanto, de manera perfectamente consecuente, ha calado tan hondo en la conciencia política de la izquierda más combativa, que ha resultado fácil el deslizamiento hacia posiciones como las actualmente sustentadas por parte importante de la izquierda en relación con las tensiones nacionalistas vividas en España, sobre todo en relación con Cataluña. La mente humana razona básicamente por analogía, estructura formal que es independiente del contenido material de sus términos (la razón 1/2 es válida siempre que el denominador duplique al numerador, por muy diferentes que sean los órdenes de magnitud en cada caso –2/4, 3000/6000, 1012/2x1012, etc.– y sea cuál sea la naturaleza cualitativa de las magnitudes comparadas). En el caso que nos ocupa, razonamientos analógicos superficialmente formales, poco atentos al contenido material, pueden jugarnos malas pasadas.

Sería muy largo detallar aquí lo que diferencia una relación imperialista estándar de la que mantiene la administración central española con Cataluña. Pero no falta la literatura y la documentación que aporta ese detalle. A ella remito al lector libre de prejuicios.

Entiendo que si no puede darse, desde la perspectiva del derecho internacional, un proceso de liberación nacional, ello implicaría la inexistencia de la nación. Sin embargo está comúnmente admitido que España tiene una identidad plurinacional. ¿No es esa una contradicción?

No realmente. En el mundo de hoy se da la paradójica y compleja situación de que hay muy pocas naciones en sentido estricto y muchos rasgos nacionales dispersos en diferentes comunidades políticamente constituidas. Porque ¿qué es una nación en sentido estricto, etimológico, si se quiere? Una comunidad cuyos miembros mantienen vínculos de sangre que se remontan a un origen común, es decir, los nacidos (“natio” deriva de “natus”) de un mismo tronco genealógico, por prolongado que sea. Ése es el sentido que tiene el término “nation” en inglés (lengua que, por lo general, conserva mejor los significados etimológicos de los términos latinos que las propias lenguas neolatinas), y en ese sentido se designa en los EE.UU. y Canadá a los diferentes grupos étnicos amerindios como “Indian nations”.

Pues bien, no creo que, salvo en poblaciones geográficamente aisladas, se pueda hablar hoy día de la existencia de naciones en ese sentido estrictamente biológico. Claro está, el concepto usual de nación no queda circunscrito a lo biológico (dejando de lado ciertas ideologías racistas totalmente desacreditadas): gran número de elementos culturales compartidos se han ido añadiendo con el paso del tiempo a las afinidades puramente biológicas existentes en determinados grupos humanos: lengua, folklore, gastronomía, hábitos sociales, etc. Dichos elementos culturales han acabado, casi siempre, salvando las diferencias de origen familiar hasta establecer vínculos sociales totalmente independientes de dicho origen.
Ahora bien, dado que la continuidad tanto de los vínculos familiares como de los culturales precisa, o se ve fuertemente favorecida, por la vecindad, una entidad nacional ha acabado pareciendo indisociable de un territorio común. (Eso sin contar con que la gran mayoría, si no la totalidad, de los grupos nacionales se ha formado a lo largo de siglos en que las sociedades humanas se articulaban directamente en torno al cultivo de la tierra, lo que las hacía inseparables de ésta.)

Pero aquí es donde empiezan los problemas. Para empezar, hay comunidades humanas que se consideran integrantes de una nación al margen del territorio de residencia; tal es el caso, por ejemplo, de muchas poblaciones alemanas establecidas a grandes distancias geográficas del territorio jurisdiccionalmente alemán (de ahí la tradición, aún vigente en Alemania, de dar prioridad al ius sanguinis frente al ius soli). Y por otro lado, el trazado de fronteras precisas y la declaración de su inviolabilidad no es fruto de la configuración y diferenciación de esas entidades étnico-culturales que, provisionalmente, llamo naciones. Muy al contrario: las fronteras nacen con la constitución de los estados modernos (aproximadamente, desde el siglo XV en adelante), territorios sobre los que un señor feudal, generalmente poseedor del título de rey, decidido a superar precisamente el modo de producción y la organización política propios del feudalismo, impone su autoridad como único principio jurisdiccional al que deben someterse cualesquiera otros poderes (eclesiástico, pequeño-feudal, local, etc.). Pues bien, como es sabido, los grandes feudos medievales (de los que nacen los estados modernos) estaban constituidos por las propiedades de un señor que a menudo reunía bajo su dominio poblaciones étnico-culturales diversas, las cuales, no menos frecuentemente, quedaban divididas entre los territorios de diferentes señores. Los estados modernos nacen, así, casi siempre, como fuertes unidades jurisdiccionales bajo cuyo manto se alojan auténticos mosaicos “nacionales”.

Más adelante, la Revolución Francesa marca la aparición del estado-nación. Su génesis no es tanto la “estatización” de una nación preexistente como, en el fondo, lo contrario: desde el poder sobrestructural heredero del Antiguo Régimen pero legitimado por la revolución y la participación activa del pueblo, se fomentan determinados elementos culturales (éstos, sí, preexistentes), correspondientes a una o varias partes del “mosaico” cultural, y se imponen como comunes a toda la población, como ejes vertebradores de una comunidad propiamente dicha, no meramente en sí (Gemeinschaft), sino para sí (Gesellschaft). No andaban, pues, desencaminadas las autoridades del Gran Ducado de Luxemburgo cuando en 1989, para celebrar los 150 años de existencia independiente del país como entidad política, encuadraron las distintas actividades conmemorativas bajo el lema: “Del estado a la nación”.

Este proceso de construcción de comunidades políticas autoconscientes puede hacerse de muchas maneras: imprimiendo la máxima homogeneidad a los elementos constitutivos de su identidad cultural (como en Francia) o con amplio margen de tolerancia de la diversidad, como en el Reino Unido. Y, sobre todo, en determinadas circunstancias históricas favorables, puede darse el caso de que el elemento aglutinador de la población como comunidad no resida en el ámbito de lo cultural prepolítico, sino en lo político mismo: tal es, con todas la imperfecciones derivadas de los atavismos racistas, el caso de los Estados Unidos, en los que se puede hablar propiamente de “patriotismo constitucional”.

El caso de España es mixto. Debido, en gran parte, a la incompetencia de las élites impulsoras del estado-nación (tanto desde el centro como desde la periferia), pero sobre todo por la monstruosa interrupción violenta del proceso integrador causada por la sublevación oligárquico-militar de 1936 y la consiguiente dictadura franquista, el grado de reconocimiento de la población en el proyecto de convivencia llamado España es mediocre, en el mejor de los casos.

Ahora bien, vista la realidad social del país, no se puede hablar de fracaso absoluto del proceso integrador, sino que la complejidad del tejido económico, cultural y sentimental constitutivo de la sociedad española actual permite hablar de la pervivencia y convivencia de elementos nacionales diversos (de ahí el fundamento que podrían tener expresiones como “estado plurinacional”) que, al no estar perfectamente integrados, hacen difícil hablar de una “nación española” en sentido pleno; pero cuya misma distribución heterogénea en el conjunto del territorio impide igualmente hablar, por ejemplo, de “nación catalana”, “nación vasca”, “nación gallega”, etc. Sólo un romanticismo trasnochado y una ceguera sociológica absoluta pueden llevar a alguien a pensar en la posibilidad de “cortes limpios” en una hipotética recomposición del mosaico español con arreglo a “líneas de fractura” étnico-culturales. Parece que muchos se han olvidado de la terrible experiencia yugoeslava (o sólo la recuerdan para decir que aquel estado era “artificial” y forzosamente tenía que acabar así). Todos los estados son artificiales y ninguna nación es producto de la naturaleza. Sólo cabe buscar equilibrios que faciliten al máximo la convivencia entre grupos humanos culturalmente heterogéneos cuya propia diversidad, para ser sostenible, exige un mínimo de unidad política. Fuera de las selvas amazónicas y algunos otros hábitats anclados en los márgenes de la historia, no existen naciones étnicas, sólo naciones políticas.

Me temo que en el caso de España ese proceso integrador es todavía inexistente, probablemente porque en realidad no existe un proyecto de país más allá de apelar a una Constitución que en buena parte está obsoleta. Es hasta cierto punto lógico que esa ausencia genere fuerzas centrífugas. Pero atendamos a los principios democráticos: ¿qué opinas de la posibilidad de resolver los problemas actuales mediante un referéndum, como exigen algunas fuerzas políticas catalanas?

Déjame atenuar, de entrada, la tesis de moda sobre la obsolescencia de la Constitución de 1978. Todas las constituciones se ven afectadas, tarde o temprano, de un cierto grado de obsolescencia, pues todas corresponden a un determinado momento histórico y a una cierta correlación de fuerzas en conflicto, de cuyo compromiso surgen aquéllas con vistas a estabilizar la situación y encauzar su desarrollo. Entonces, como es lógico, los cambios que la evolución social introduce en la correlación de fuerzas que dio origen a la constitución hacen que ésta pierda, en mayor o menor medida, vigencia. El caso español es claro: lo que se aprobó el 6 de diciembre de 1978 fue un texto de compromiso entre una oposición democrática incapaz de derrotar estratégicamente al franquismo y unos sectores herederos del franquismo interesados en preservar los intereses fundamentales de las clases beneficiarias de aquel régimen mediante ciertas concesiones tácticas que incluían la renovación del consenso social mediante nuevos mecanismos de participación política democrático-electoral. Que aquella constitución no sólo estaba sembrada de minas colocadas por los poderes fácticos, sino que también contenía numerosos elementos progresistas o susceptibles de una interpretación progresista es algo innegable. Basta recordar a Julio Anguita reivindicar continuamente su pleno cumplimiento. ¿En qué sentido ha cambiado la situación como para justificar la necesidad de un cambio constitucional? ¿Acaso la correlación de fuerzas ha cambiado en beneficio de la izquierda, de tal manera que la constitución se ha convertido en un freno a esa dinámica? Me temo que no, sino todo lo contrario. La vieja izquierda, ejemplificada en el PSOE, ha descendido casi todos los peldaños que llevan a la degeneración política, como acabamos de constatar. En cuanto a la nueva izquierda, ejemplificada en Podemos o, si se quiere, en Unidos Podemos, se mueve todavía en el terreno resbaladizo de saber lo que no quiere sin tener claro lo que quiere, es decir, sin acabar de pasar de la protesta a la propuesta.

Siendo así, por desgracia, los únicos cambios constitucionales que la izquierda parece capaz de proponer con alguna (remota) perspectiva de éxito son meramente defensivos, no progresivos: modificación del artículo 135 para acabar con la subordinación total de la política económica nacional al pacto de estabilidad financiera de la UE; nuevo consenso fiscal entre la administración central y las autonómicas para un reparto más equitativo de cargas y beneficios; con suerte (mucha suerte), redefinición de las circunscripciones electorales para que dejen de coincidir estrictamente con las provincias y aumente la proporcionalidad del sistema electoral. Y poca cosa más.

En ese poco más podría ser que entrara la introducción de un mecanismo que permitiera mejorar el encaje de las comunidades con personalidad histórica más diferenciada, como Cataluña, introduciendo los mínimos cambios imprescindibles para convertir el sistema autonómico en propiamente federal. Pero parece claro que el camino para llegar ahí no pasa por la celebración de referendos unilaterales. Al no existir situaciones de dependencia colonial o similares, que automáticamente legitimarían, a la luz del actual derecho internacional, movimientos unilaterales de secesión, cualquier decisión adoptada unilateralmente por la población de una parte del territorio español que tuviera efectos jurídicos sobre el resto (como los tendría, por ejemplo, una hipotética secesión de Cataluña al privar a los habitantes del resto de España de plenos derechos de ciudadanía en territorio catalán), sería legal y políticamente inadmisible: nadie puede tomar decisiones que afecten a terceros sin contar con ellos.

Lo sensato, pues, sería un proceso de reforma constitucional (un intento de borrón y cuenta nueva, dada la actual correlación de fuerzas, podría muy bien ser un tiro por la culata para la izquierda), que requeriría mucha movilización de apoyo. Proceso que culminara en un nuevo texto sometido a referéndum en todo el país. A partir de ahí, si en un territorio determinado el texto constitucional no recibiera suficiente apoyo, debería procederse a nueva negociación con vistas a lograr un nuevo consenso.


Fuente: El Viejo Topo, diciembre de 2016.

No hay comentarios:

Publicar un comentario