miércoles, 4 de enero de 2017

El lugar perdido. Y, a veces, hallado

Apenas comenzado el año, este pasado lunes dijimos adiós a un artista que era además un agudo espíritu crítico, John Berger. Una generación, que ya es la mía, va desapareciendo, y podemos echar la cuenta de los que nos han dejado en el año que, él también, se ha ido con ellos.

Pintor y escritor, no me extraña su preocupación de artista, que en su propia actividad percibe constantemente la diferencia entre mirar y ver, entre saber y sentir. Lo que va del símbolo a lo real, y la doble realidad del arte. El arte es el lugar de encuentro entre lo que vemos y lo que queremos ver. En el arte, como en la vida, lo que sabemos no impide que veamos cosas diferentes a nuestro conocimiento, que también es otra forma de ver.

Al admirar un cuadro o una escultura, leer una novela, ver una película, sabemos que la superficie material, las palabras percibidas, la luz proyectada, no son lo que parecen, pero queremos ver, y realmente la vemos, otra realidad.

(Otro día tal vez me ocupe, por mi remota experiencia de dibujante, de los procedimientos con que objetivamos la forma real percibida y cómo se plasma en lo que queremos que se perciba. La doble mirada es en el arte lo que es también en la ciencia: aquello que diferencia el método de la investigación del método de la exposición. Pero eso será otro día).

Ahora vuelvo a lo que me enseña nuestro artista.
 
La apariencia de las cosas y la comprobación de lo que nos puede engañar es la base del escepticismo, pero también de la curiosidad científica. La necesidad práctica de buscar lo que hay detrás de la apariencia no es en primer lugar un problema filosófico, porque antes es una urgencia vital.

Lentamente, a la explicación mítica, que ya pretendía alcanzar el "ser" auténtico ocultado, fue sucediendo una especulación filosófica, y la depuración de esta a través de un continuo ir y volver del parecer al "ser", produjo el conocimiento científico.

Aunque la esfera del conocimiento, cuanto más se infla, más superficie ofrece a lo desconocido. Y por eso sigue vigente la filosofía, en cuya base están las realidades sociales a las que sigue buscando respuestas. Por eso sigue habiendo sistemas filosóficos enfrentados, algunos basados en el real devenir, otros escapando a mundos ideales. Y otros que se esfuerzan en reconducir ese real devenir hacia los deseados mundos ideales.

Lo que va de saber a ver lo expresa así Berger:
Nunca está resuelta la relación entre lo que vemos y lo que sabemos. Cada tarde vemos ponerse el sol, aunque sabemos que la tierra está dando la vuelta. Pero el conocimiento, la explicación, no se adapta satisfactoriamente a la vista.
Esta discordancia también se da entre el ideal percibido y la realidad experimentada. De ahí la pregunta ¿Dónde estás? ¿dónde estamos? ¿adónde queríamos ir y adónde hemos llegado?

El texto que sigue fue enviado por el autor para el número 98 (junio de 2005) del suplemento Ojarasca de La Jornada. Traducido por Ramón Vera Herrera.
 

La Jornada

Alguien pregunta: ¿todavía eres marxista? Nunca ha sido tan extensa como hoy la devastación ocasionada por la búsqueda de la ganancia, según la define el capitalismo. Casi todo mundo lo sabe. Cómo entonces es posible no hacerle caso a Marx, quien profetizó y analizó tal devastación. La respuesta sería que la gente, mucha gente, ha perdido sus coordenadas políticas. Sin mapa alguno, no saben adónde se dirigen.
* * *
Todos los días, la gente sigue señales que apuntan a algún sitio que no es su hogar, sino a un destino elegido. Señales carreteras, señales de embarque en algún aeropuerto, avisos en las terminales. Algunos hacen sus viajes por placer, otros por negocios, muchos motivados por la pérdida o la desesperación. Al llegar, terminan por darse cuenta de que no están en el sitio indicado por las señales que siguieron. Donde se encuentran tiene la latitud, la longitud, el tiempo local y la moneda correctos, y no obstante, no tiene la gravedad específica del destino que escogieron.
 
Se hallan junto al lugar al que escogieron llegar. La distancia que los separa de éste es incalculable. Puede ser únicamente la anchura de un vía pública, puede estar a un mundo de distancia. El sitio ha perdido lo que lo convertía en un destino. Ha perdido su territorio de experiencia.

Algunas veces algunos cuantos de estos viajeros emprenden un viaje privado y hallan el lugar que anhelaban alcanzar, que a veces es más rudo de lo que imaginaban, aunque lo descubren con alivio sin límites. Muchos nunca lo logran. Aceptan los signos que siguieron y es como si no viajaran, como si se quedaran siempre donde ya estaban.
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Voy bajando las escaleras de una estación del Metro para tomar la línea B. Está repleto aquí. ¿Dónde estás tú? ¿De veras? ¿Y cómo está el clima? Ya me tengo que subir al tren, luego te hablo...

De las miles de millones de conversaciones por telefonía móvil que ocurren cada hora en las ciudades y suburbios del mundo, la mayoría, sean privadas o de negocios, comienzan con una declaración del paradero o ubicación aproximada de quien llama. La gente necesita de inmediato identificar con precisión dónde se encuentra. Es como si estuvieran perseguidos por la duda de que tal vez no estén en ninguna parte. Circundados por tantas abstracciones, tienen que inventar y compartir su localización transitoria.

Hace más de 30 años Guy Debord escribió proféticamente: La acumulación de bienes de consumo producidos masivamente para el espacio abstracto del mercado, así como aplastó todas las barreras regionales y legales, y todas las restricciones corporativas de la Edad Media que mantenían la calidad de la producción artesanal, también destruyó la autonomía y la cualidad de los lugares.

El término clave del caos global actual es la dislocación, o la relocalización. Esto no se refiere únicamente a la práctica de mover la producción adonde quiera que la mano de obra sea más barata, y las regulaciones, mínimas.

Contiene también el sueño demente de salirse de margen, propio del nuevo poder en funciones: el sueño de minar el estatus y confianza de todos los lugares fijos previos, de tal manera que el mundo entero sea un solo mercado fluido.

El consumidor es esencialmente alguien que se siente perdido (o a quien se le hace sentir perdido) a menos que consuma. Las marcas y logotipos de las mercancías son el sitio que nombra esa ninguna parte.

Otros signos que anuncian la Libertad y la Democracia, términos robados de periodos históricos previos, se usan también para confundir. En el pasado, fue una táctica común de quienes defendían su tierra natal contra los invasores cambiar las señales camineras para que una que indicaba Zaragoza apuntara en la dirección opuesta hacia Burgos. Hoy no son quienes se defienden, sino los invasores extranjeros los que invierten los signos para confundir a las poblaciones locales, para confundirlas acerca de quién gobierna a quién, acerca de la naturaleza de la felicidad, del alcance del quebranto o de donde ha de hallarse la eternidad. El propósito de estas direcciones falseadas es persuadir a la gente de que ser un cliente es la salvación última.

Sin embargo, a los clientes los define el sitio de su salida y su pago, no dónde viven y mueren.
* * *
A un kilómetro de donde escribo hay un campo donde pastan cuatro burros, dos hembras y dos burritos. Son de una especie particularmente pequeña. Cuando las madres aguzan sus orejas ribeteadas de negro, me llegan a la altura del mentón. Los burritos, de unas cuantas semanas de edad, son del tamaño de unos perros terrier grandes, con la diferencia de que sus cabezas son casi tan grandes como sus costados.

Me brinco la barda y me siento en el campo apoyando la espalda en el tronco de un manzano. Ya tienen sus rutas propias por todo el campo y pasan por debajo de ramas tan bajas que yo tendría que ir a gatas. Me observan. Hay dos áreas donde no hay pasto alguno, sólo tierra rojiza, y es en uno de estos anillos adonde vienen varias veces al día a rodarse sobre su lomo. Primero las madres, luego los burritos. Éstos tienen ya una franja negra en el lomo.

Ahora se aproximan. El olor de los burros y el salvado, no el de los caballos, que es más discreto. Las madres rozan mi cabeza con sus quijadas. Son blancos sus hocicos. Alrededor de sus ojos hay moscas, mucho más agitadas que sus propias miradas interrogantes.

Cuando se quedan a la sombra, en el lindero del bosque, las moscas se marchan y pueden quedarse casi inmóviles por media hora. En la sombra del medio día, el tiempo se alenta. Cuando uno de los burritos mama (la leche de burra es la más semejante a la humana), las orejas de la madre se echan atrás y apuntan a la cola.

Rodeado por los cuatro burros en la luz del día, mi atención se fija en sus patas, dieciséis de ellas. Son esbeltas, contundentes, contienen concentración, seguridad. (Las patas de los caballos parecen histéricas en comparación.). Estas son patas para cruzar montañas que ningún caballo se atrevería, patas para soportar cargas inimaginables si se consideran tan sólo las rodillas, las espinillas, las cernejas, los jarretes, las canillas, los cuartos, las pezuñas. Patas de burro.

Deambulan, con la cabeza baja, pastando, mientras sus orejas no se pierden de nada; los observo, con sus ojos cubiertos de piel. En nuestros intercambios, tal como ocurren, en la compañía de mediodía que nos ofrecemos ellos y yo, hay un sustrato de algo que sólo puedo describir como gratitud. Cuatro burros en un campo, mes de junio, año 2005.
* * *
Sí, entre otras muchas cosas sigo siendo marxista.

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