jueves, 7 de diciembre de 2017

La cruzada de los niños

En estos tiempos de imágenes efímeras se nos embota la sensibilidad. Tantos anuncios, y tan fugaces, de organizaciones humanitarias recordándonos las necesidades y los sufrimientos de los niños del tercer mundo, trufados además con otros anuncios de estructura similar que promocionan coches o perfumes, hacen que la piedad que seguramente sentimos dure apenas unos segundos. Así es difícil ponerse de verdad en la piel de otro, sentir lo que otro siente, y no solo verbalizarlo. Desde nuestra seguridad el sentimiento que decimos y hasta creemos sentir tiene algo de postizo, de hipócrita. Una coraza de bienestar, y el propio montaje descontextualizado de los telediarios, convierten las atrocidades de la guerra y el desplazamiento de poblaciones en un entretenimiento más. En términos militares, en una diversión. 

Necesitamos otros medios para despertar las conciencias de forma un poco más duradera.

El cine, con su tiempo largo y su espacio oscuro, nos introduce mucho mejor en los sentimientos ajenos. No hay cine sin emociones, aunque estas puedan ser nobles o perversas. Las injusticias que vemos a nuestro alrededor sin prestarles demasiada atención se vuelven insoportables cuando son imaginadas a través de una buena película.

De las emociones cinematográficas, la visión de la infancia desamparada es la más conmovedora. Cuando nos ponemos en su lugar y sentimos con ellos, el momento más desgarrador es aquel en que el niño del relato se da cuenta de su situación y pide una ayuda que no podemos darle.

Hace unos días se presentó en el cineclub de Pontevedra la película de Theodoros Angelopoulos Paisaje en la niebla. No es una película de guerra, aunque se la evoca en el ensayo de unos cómicos tristes y desamparados (¿cómo no recordar El viaje a ninguna parte?).

En la película griega (triste Grecia) los niños que buscan por parajes desolados a un padre imaginado y mitificado no parecen sentir los riesgos que corren. Les ayuda una esperanza que el espectador omnisciente no puede compartir.

Sí está enmarcada en la guerra, que solo aparece al comienzo, Juegos prohibidos, inmortalizada además por la música de Narciso Yepes. Aunque la presencia de la guerra se percibe en todo momento, el sentimiento de abandono y angustia de la niña no llega hasta el final, cuando de golpe se hace consciente de su absoluto desamparo. Este sufrimiento que hacemos nuestro es la mejor justificación de la película.

Como hacemos nuestro el de los niños de otra gran película, Las tortugas también vuelan.

El cine comparte con la literatura la capacidad hipnótica de transportarnos al interior de otros, siquiera por un tiempo, y el buen cine, como la buena literatura, puede hacernos mejores.

Creciendo con eco


Pasemos a la buena literatura. Si las imágenes televisivas de los niños refugiados, dentro del barullo indiferente de unos medios de (in)comunicación altamente encanallados, no traspasan nuestra endurecida piel, puede hacerlo la lectura de un poema.

El lector que se zambulle en una historia creíble no sólo se hace cómplice del autor, sino personaje de la narración. La empatía sentida hacia el prójimo sufriente puede trasladarse luego a la propia vida.

Pero cuando lo narrado es historia verdadera (¿cuántos niños se habrán perdido en las guerras de nuestro tiempo?), y el narrador tiene acreditada su sinceridad, la emoción se nos mete dentro y sentimos el frío, el hambre... y el desamparo.

Humanísimo Bertolt Brecht.


La cruzada de los niños

En Polonia, en el año treinta y nueve,
se libró una batalla muy sangrienta
que convirtió en ruinas y desiertos
las ciudades y aldeas.

 Allí perdió la hermana al hermano
y la mujer al marido soldado.
Y, entre fuego y escombros, a sus padres
los hijos no encontraron.

No llegaba ya nada de Polonia.
Ni noticias ni cartas.
Pero una extraña historia, en los países
del Este circulaba.

 La contaban en una gran ciudad,
y al contarlo nevaba.
Hablaba de unos niños que, en Polonia
partieron en cruzada.

 Por los caminos, en rebaño hambriento,
los niños avanzaban.
Se les iban uniendo muchos otros
al cruzar las aldeas bombardeadas.

 De batallas y negras pesadillas
querían escapar
para llegar, al fin,
a algún país en el que hubiera paz.

 Había, entre ellos, un pequeño jefe
que los organizó.
Pero ignoraba cuál era el camino,
y ésta era su gran preocupación.

Una niña de once años era
para un niño de cuatro la mamá:
le daba todo lo que da una madre,
mas no tierra de paz.

Un pequeno judío iba en el grupo.
Eran de terciopelo sus solapas
y al pan más blanco estaba acostumbrado.
Y, sin embargo, todo lo aguantaba.

 Más tarde se sumaron dos hermanos,
y ambos eran muy buenos estrategas
para ocupar las chozas que en el campo
los campesinos cuando llueve dejan.
 
También había un niño muy delgado
y pálido que siempre estaba aparte.
Tenía una gran culpa sobre sí:
la de venir de una embajada nazi.

 Y un músico, además, que en una tienda
volada había encontrado un buen tambor.
Tocarlo les hubiera delatado,
y el niño músico se resignó.

Y hasta un perro llevaban que, al cogerlo,
se disponían a sacrificar.
Pero ninguno se atrevía a hacerlo,
y ahora tenían una boca más.

También había una escuela
y en ella un maestrito elemental.
La pizarra era un tanque destrozado
donde aprendían la palabra «paz».

Y, al fin, hubo un concierto entre el estruendo
de un arroyo invernal.
Pudo tocar el niño su tambor
pero no lo pudieron escuchar

 No faltó ni siquiera un gran amor:
quince años el galán, doce la amada.
En una vieja choza destruida,
la niña el pelo de su amor peinaba.

 Pero el amor no pudo resistir
los fríos que vinieron:
¿cómo pueden crecer los arbolillos
bajo toda la nieve del invierno?

Hubo incluso una guerra
cuando con otro grupo se encontraron.
Pero viendo en seguida que era absurda,
la guerra terminaron.
 
Cuando era más reñida la contienda
que en torno a una garita sostenían,
una de las dos partes
se quedó sin comida.

 Al saberlo la otra, decidieron
un saco de patatas enviar
al enemigo, porque sin comer
nadie puede luchar.

A la luz de dos velas
un juicio celebraron.
Y, tras audiencia larga y complicada,
el juez fue condenado.

Hubo un entierro, en fin: el de aquel niño
que tenía en el cuello terciopelo.
Dos alemanes junto a dos polacos
enterraron su cuerpo.

No faltaban la fe ni la esperanza,
pero sí les faltaba carne y pan.
Quien les negó su amparo y fue robado
después, nada les puede reprochar.  

Mas nadie acuse al pobre que a su mesa
no los hizo sentar.
Para cincuenta niños hace falta
mucha harina: no basta la bondad. 

 Si se presentan dos, o incluso tres,
es fácil que cualquiera los atienda.
Mas cuando llegan niños en tropel
las puertas se les cierran.

  En una hacienda destruida, harina
hallaron en pequeña cantidad.
Una niña en mandil, de once años,
durante siete horas coció pan.

Amasaron la masa largamente,
la leña, bien cortada, ardía bien,
pero el pan no subió
porque ninguno lo sabía cocer.

Decidieron marchar,
buscando sol, al Sur. El Sur
es donde a mediodía todo
está lleno de luz.

  A un soldado encontraron
herido en un pinar.
Siete días cuidándole, y pensaban:
«Él nos podrá orientar.»

 Mas el soldado dijo: «¡A Bilgoray!»
Debía de tener
mucha fiebre: murió al día siguiente.
Lo enterraron también.

Y los indicadores que encontraban
la nieve apenas los dejaba ver.
Pero ya no indicaban el camino,
todos estaban puestos al revés. 

 Aunque no se trataba de una broma:
sólo era una medida militar.
Buscaron y buscaron Bilgoray,
mas nunca la pudieron encontrar. 
 
Se reunieron todos con el jefe,
confiados en él.
Miró el blanco horizonte y señaló:
«Por allí debe ser.»

 Vieron fuego una noche:
decidieron seguir sin acercarse.
Pasaron tanques, otra vez, muy cerca,
pero iban hombres dentro de los tanques.

Al fin, un día, a una ciudad llegaron,
y dieron un rodeo.
Caminaron tan sólo por la noche
hasta que la perdieron.

Por lo que fue el sureste de Polonia,
bajo una gran tormenta, entre la nieve,
de los cincuenta niños
las noticias se pierden.

Con los ojos cerrados,
dentro de mí los veo cómo vagan
de una casa en ruinas
a otra bombardeada.
   
Por encima de ellos, entre nubes,
caravanas inmensas
penosamente avanzan contra el viento,
y, sin patria ni meta,

 van buscando un país donde haya paz,
sin incendios ni truenos,
tan diferente a aquel de donde vienen.
Y, unidas, forman un cortejo inmenso.

Y, al caer el ocaso, ya sus caras
no parecen iguales.
Ahora veo caras de otros niños:
españoles, franceses, orientales...

Y en aquel mes de enero,
en Polonia encontraron
un pobre perro flaco
que llevaba un cartel de cartón al cuello atado.

 Decía: «Socorrednos.
Perdimos el camino.
Este perro os traerá.
Somos cincuenta y cinco.

  Si no podéis venir,
dejadle continuar.
No le matéis. Sólo el
conoce este lugar.»

 Era letra de niño
y campesinos quienes la leyeron.
Ha pasado año y medio desde entonces.
Desde que hallaron, muerto de hambre, un perro.
   
(Del libro Historias de almanaque, 1939)

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