jueves, 23 de enero de 2020

¿Cómo nos comen el coco?

Educación Tóxica es un libro reciente de Jon E. Illescas. En esta sección de su primer capítulo expone perfectamente la manera en que los dueños del capital, que lo son también de los medios de comunicación, se hacen también dueños de las mentes. Y de ese dominio no escapa por completo ninguno de nosotros.

Fruto de este dominio es la enorme cantidad de información dirigida, que oculta tanto como muestra y transmite una mezcla de datos correctos y otros deformados intencionadamente, junto a contenidos directamente falsos. Tampoco el uso que se hace del lenguaje es inocente, porque aparentes sinónimos poseen matices intencionadamente peyorativos y otros que disimulan los peores aspectos.

Esta riqueza de informaciones, que supera con mucho la experiencia directa, produce la sensación de libertad para elegir entre infinitas opciones. Pero mayoritariamente pensamos con un sentido común inducido.

Como dice Illescas, cualquier intento de influir en los demás en otra dirección es tachada de proselitismo, e inhibe al discrepante, que acaba sintiéndose impotente para comunicar otras ideas no incluidas en el repertorio oficial que, eso sí, ofrece una aparente variedad en lo menos importante, mientras induce una unanimidad sumisa en lo que debería revisarse.

Así, "nadie quiere que le cuenten historias pero todo el mundo se las come a diario".

¿Cómo educar a contracorriente, cómo enseñar una ética racional cuando las industrias culturales introducen una moral de mercado, o directamente trastocan los valores, hasta que se pierde la noción de lo que está bien o mal?





LAS INDUSTRIAS CULTURALES

Paradójicamente,  pese a que vivimos en el momento de la Historia donde más dependientes somos del resto de nuestros congéneres, pues no producimos casi nada de lo que consumimos (ni física ni intelectualmente), vivimos en la época donde todo hijo de vecino afirma de un modo un tanto prepotente que “somos libres” de pensar lo que pensamos.  Dicen que nadie “les come el coco”. Es decir, en un mundo donde todo lo hacen los demás, donde nos proveemos de bienes y servicios en el mercado y donde la mayoría de la información que conocemos (local, nacional e internacional) proviene de fuentes ajenas a nuestra experiencia directa, todo el mundo dice ser “libre” de pensar como le da la gana, sin que nada ni nadie le influya. Pero esta ceguera disfrazada de ignorante prepotencia no acaba aquí, sino que al mínimo intento de predicamiento o proselitismo de algún tipo de posicionamiento explícito sobre algún tema, la gente suele responder: “no me ralles con tus historias”.

Nadie quiere que le cuenten “historias” pero todo el mundo se las “come” a diario. De un modo u otro, de uno u otro sitio. Cuando nos sentamos a cenar frente al telediario, cuando enchufamos la radio, cuando vamos al cine a ver una película, etc. Lo que ocurre es que las historias audiovisuales, vendidas con resultones trucos de falsa objetividad y profesionalidad periodística sumados a la aparente “realidad” y “verosimilitud” de las imágenes en movimiento, son más digeribles que el proselitismo puro y duro. O lo que es lo mismo, venden más los telediarios o los videoclips que los curas o los políticos subidos a un púlpito. Los últimos tienen tufo a secta y suelen recibir más o menos la misma atención del público que unos trajeados Testigos de Jehová que caminaran prestos buscando  nuevos siervos de Jesucristo (a decir verdad, quizás estos últimos tengan más éxito).

Las industrias culturales son, en realidad, como decían Adorno y Horkheimer (quienes acuñaron el término “industria cultural” para el conjunto de las mismas), las industrias de la conciencia. De su conciencia, de la mía, de las de sus vecinos y sus compañeros de trabajo. De la de todos y más, cuanto más las consumimos. Como anotaba Walter Lippmann, periodista ganador de dos premios Pulitzer, asesor de diversos presidentes estadounidenses y especialista en comunicación, en las sociedades industriales consideradas “democráticas”, la mayor fuente del saber de las masas es la indirecta. Por eso quien controla estas fuentes indirectas controla a las masas.

Seamos honestos, la mayoría de lo que usted tiene en su cabeza no son informaciones, imágenes ni sonidos que haya percibido de primera mano. No son algo que pueda responder a ciencia cierta si son verdad o no, si ocurrieron como recuerda o nunca existieron. No son como la sonrisa de su madre o de su hija, como el aliento de su jefe o el sofá del comedor donde plácidamente está sentado. ¿Acaso ha estado alguna vez en Venezuela? ¿Ha presenciado algún discurso de Maduro? Pero sabe que es su presidente. Y de Trump? Todo el mundo habla de Maduro y de Trump y aquí en la Europa mediterránea existe una opinión más o menos mayoritaria de que son una especie de “payasos políticos” de distinto espectro ideológico. Pero, ¿ha presenciado algún discurso íntegro de Trump, de Maduro o del político que sea que aparezca en las pantallas sin cortes o montajes interesados?

La mayoría de la gente apenas conoce de un modo directo a su familia, amigos, su barrio y los entornos del trabajo o los sitios que frecuenta como su bar o pub favorito, su gimnasio, el parque donde lleva a los niños, la biblioteca (suponiendo que sea de la minoría que la visita), etc. Sin embargo, todas las referencias que tiene de cualquier cosa, persona o acontecimiento del resto del mundo vienen mediadas por los medios de comunicación y, añadimos nosotros, el conjunto de la industria cultural.

Si hablamos de Las Vegas, usted tendrá guardadas imágenes y escenas de diversas películas rodadas allí llenas de amplios y dorados casinos, gente que se hace rica o por el contrario se arruina súbitamente, bellas y escotadas mujeres, mafiosos implacables de oscuros trajes y quizás de algún James Bond bebiendo un Martini. Si hablamos de Corea del Norte, rápidamente le aparecerán imágenes con el rostro del indescriptible e impertérrito Kim Jong-un o los desfiles de los tanques coreanos secundados por robóticos soldados y un baile de banderas rojas. Si hablamos de Nepal… bueno, en realidad tendrá poco que decir más allá del Everest, porque es uno de esos países de los que no se habla en los medios ni en la industria cultural. Así que casi nadie tiene nada en la cabeza asociado a ese lugar (quitando, quizás, si todavía se acuerda, los terribles terremotos de abril de 2015 que pusieron al país en la agenda mediática de un modo fugaz).

Veamos si es verdad lo que afirmo. ¿Quiere comprobarlo? ¡Hagamos un experimento! Ni siquiera le pido que me los sitúe en el mapa, simplemente dígame algo (información, imagen o sonido almacenado en su cerebro) de los siguientes países: Azerbaiyán, Baréin, me dirá que son pequeños estados y lejanos. Bien, vamos con dos bien grandes, los más poblados del mundo: India y China. Si es tan amable, cíteme de cualquiera de los dos, a su primer ministro o al presidente de la República. ¡Muy bien! ¡Narendra Modi y Ram Nath Kovind por India y Xi Jinping y Li Keqiang por China! Venga, admítalo, se sabía uno o ninguno. ¿Por qué? Porque no salen tanto en la tele como Maduro pese a que este es líder de un país con 29 millones de habitantes y por los que le he preguntado lo eran de unos de 1.339 y 1.386 millones respectivamente. La clave es que al primero quieren que usted lo odie y al resto (por ahora) les dan igual. ¿A quiénes? A los dueños de los medios de comunicación y la industria cultural. Es decir, a los dueños de parte de su conciencia… ¡Despierte!

Piénselo, usted “conoce” al presidente del 43º país por número de habitantes, a la presentadora de una televisión estadounidense que no habla su idioma (Oprah Winfrey), a una esponja animada que trabaja en una hamburguesería en el fondo del mar (“Bob Esponja”) y por su fuera poco, posiblemente también conozca la dinastía, el nombre del padre y el número de dragones de una princesa que vive en un extraño Medievo que nunca existió (“Juego de Tronos”), pero no tiene ni idea de quiénes son los presidentes de los dos países más poblados del mundo. No hablemos de los investigadores más importantes que luchan contra el cáncer… Ya sabe, es enfermedad que sufriremos 1 de cada 3 habitantes del mundo a lo largo de nuestra vida. ¿No sería más importante conocer a la gente que lucha por nuestro futuro? ¿No cree que algo falla? En cambio, por supuesto, todos conocemos a Ronaldo y a Messi. ¿Cómo no? ¿Cómo no conocer a dos personas que salen en todos los telediarios de su vida, al mediodía y por la noche, por ese maravilloso mérito de pegarle patadas a un balón con más o menos estilo? Por supuesto, usted es “libre” de pensar lo que quiera, eso sí, con las ideas, las imágenes y los sonidos que los dueños de la industria cultural decidan insertar en su cabeza.

Y si lo hacen con usted que ya está crecidito, imagínese qué hacen con los menores. Ellos son los encargados de coeducar no solo a los niños y a los adolescentes, sino a los que enseñan desde las aulas (maestros y profesores) y los que lo hacen desde los hogares (las familias). ¿Quién educa al educador? Ya lo sabe, están fuera de las aulas y, desde luego, de su casa.

3 comentarios:

  1. Por desgracia, este tipo de mensajes (cuya loable misión es que al menos pongamos en cuarentena la llamada "información") no tendrá la difusión que debiera tener. Ya había advertido Marx que "las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época".

    Y a propósito de la mencionada Las Vegas. Alguien que sí estuvo en dicha ciudad, manifestó su profunda decepción tras comprobar que el mito se sustenta en una mera e hipnótica fachada, tras la cual se extiende un mundo de pobreza, decadencia y miseria que la propaganda no refleja.

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  2. "Y todo es vanidad"
    http://www.thelightingmind.com/ornamento-sin-compasion-robert-venturi-las-vegas/

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    1. O cuando la arquitectura se convierte en bisutería publicitaria del capital.

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