A través de Crisis Energética hemos conocido la muerte, el pasado cinco de enero, de William Catton. Este sociólogo norteamericano, profesor de la universidad pública del Estado de Washington y primer presidente de la Asociación Americana de Sociología, es conocido sobre todo por sus investigaciones sobre sociología medioambiental y ecología humana.
En la página citada se han publicado o glosado varios artículos de este autor, y como homenaje se recuerda ahora uno, cuyo contenido forma parte del libro de Catton "Overshoot", editado en España por Océano con el título Rebasados: las bases ecológicas para un cambio revolucionario.
Este largo artículo lo reproduzco entero porque resume muchas de las ideas que han ido apareciendo en este blog. Tales son la capacidad de carga y el desbordamiento, crecimiento que al superar la capacidad de carga de un territorio lleva al colapso cuando se excede la máxima carga soportable permanentemente. O el mito cornucopiano, la creencia eufórica en recursos ilimitados, que pocas personas profesan ya. Sí es aún frecuente el mito tecnológico, falsa ilusión de que la tecnología siempre nos salvará.
Las poblaciones de cualquier especie declinan más o menos bruscamente cuando sostienen su presente a costa de robar recursos al futuro. De ahí mi preocupación, ampliamente manifestada en este blog, por la insensata conducta social de perder tiempo para las soluciones a medio y largo plazo, intentando ganar tiempo para prolongar un presente que se escapa.
Catton comienza por recordar la Ley de Liebig, que muestra la existencia de factores limitantes, elementos cuyo déficit impide el ulterior crecimiento de un organismo o de cualquier otra colectividad en su ecosistema. Esa limitación lleva a introducir el concepto de capacidad de carga, entendida como la mayor carga ecológica soportable indefinidamente.
Pero si un factor limitante que escasee puede ser obtenido por ampliación del sistema, lo que conlleva intercambios con otros subsistemas exteriores, la capacidad de carga del conjunto será mayor. El intercambio aumenta la posibilidad de obtener nuevas cantidades de ese elemento limitante, arrebátandolo sin más (sería la guerra u otra violencia entre colectivos humanos) o intercambiando elementos escasos en cada una de las partes por excedentes de la otra (sería el comercio). Así que la capacidad de carga del sistema ampliado es superior a las capacidades de carga locales.
Con ejemplos de la historia del siglo pasado hace ver que cuando las partes del sistema global se aíslan, su capacidad de carga disminuye dramáticamente. Entonces se explotan nuevos nichos de actividad, no sin resistencia por parte de quienes deben cambiar de nicho.
La ignorancia de lo que ocurre en cualquier ecosistema, también el humano, ha permitido salir de todas las crisis anteriores empleando nuevos recursos que, cuando superan la circularidad de lo renovable, sólo podrán resolver situaciones presentes hipotecando lo que será necesario en el futuro.
Para Catton, el hombre actual ("homo colossus") es literalmente un detritívoro, porque ya, objetivamente, se alimenta de recursos acumulados no renovables. Y puede sufrir el destino de los detritívoros, que colapsan masivamente cuando se agota estacionalmente su fuente de alimento.
Ahora sabemos esas cosas, aunque como los cambios son siempre más o menos traumáticos, por doquier habrá resistencia a ellos. Que tal vez no sea posible nos lo avisa el pesimismo de la inteligencia. A ver si somos capaces de oponerle el optimismo de la voluntad.
Una advertencia no escuchada
Aunque al comienzo no lo advirtiéramos, la revolución
industrial nos hizo precariamente dependientes del declinante legado natural
de recursos no-renovables. Muchos acontecimientos fundamentales de la historia
moderna, no fueron sino los resultados imprevistos de acciones tomadas con un
conocimiento inadecuado de los mecanismos ecológicos. Ni los ciudadanos
ni sus gobernantes previeron las consecuencias que sus acciones podían
provocar.
Para saber hacia donde nos encaminamos ahora, cuando nuestro destino se orienta
hacia un rumbo tan distinto al que aspirábamos, debemos examinar algunos
índices históricos que indican que incluso el concepto de “sucesión”
(como lo vimos en los capítulos anteriores) no tiene en cuenta las últimas
consecuencias de nuestra propia exuberancia. Podemos comenzar por echar una
nueva mirada a la gran depresión de los años treinta. Un suceso
que, mientras lo estaban viviendo, las personas percibieron superficialmente,
sólo desde el punto de vista económico y político.
Ahora, desde una perspectiva ecológica, ¿qué más
podemos advertir en ese acontecimiento?
La “Gran Depresión”, analizada ecológicamente,
fue una muestra previa del destino hacia el cual la humanidad está siendo
arrastrada por un paradigma de progreso dependiente del consumo de los recursos
no renovables. Necesitamos analizar por qué no fue reconocido como lo
que era, una advertencia. Esto nos ayudará a comprender por fin el significado
que entonces pasó desapercibido.
No comprendimos que se trataba de una advertencia, porque
el derrumbe de la economía mundial de 1929-32 no se debió al agotamiento
de combustibles o bienes esenciales. En la misma definición de capacidad
de carga [“carrying capacity”, en adelante ”capacidad de carga”
o c.c.]: “la mayor carga ecológica soportable
indefinidamente”, podemos advertir que los recursos no-renovables prestan
una c.c. aparente, proporcionando sólo una falsa sustentabilidad. Si
comenzar a depender de un supuesto mantenimiento sustentable es un pacto fáustico,
que hipoteca el futuro del ”homo colossus” a cambio de un presente
exuberante, esa hipoteca todavía no había sido ejecutada durante
la gran depresión. Aun así, gran parte de las penurias sufridas
por la humanidad en los años treinta debe ser vistas como el resultado
de un déficit de la “capacidad de carga”. El hecho de que
el déficit no proviniera directamente del agotamiento de los recursos,
no lo hace menos indicativo del tipo de problemas provocados por el vaciamiento
de esos recursos. Por lo tanto, necesitamos comprender qué fue lo que
ocasionó el déficit de la “capacidad de carga” en
ese momento.
La “capacidad de carga” y la “Ley
de Liebig”
Para comprender las causas de dicho déficit, necesitamos alejarnos de
los esquemas habituales del pensamiento político y económico,
remontarnos a dos tercios de siglo antes de la depresión de 1929 y reexaminar,
por su profunda relevancia humana, el principio de química agrícola
que formuló en 1863 el científico alemán Justus von Liebig. Este principio estableció con claridad el concepto
de "factor limitante” brevemente mencionado en el Cáp. 8.
La c.c., como vimos allí, no está restringida solamente por el
suministro de alimentos, sino potencialmente por cualquier sustancia o recurso
cuyo suministro sea indispensable, pero inadecuado. El principio fundamental
es este: la necesidad de cualquier bien que esté menos abundantemente
disponible (en relación con los requisitos per cápita), limita
la “capacidad de carga” del ambiente.
Aunque es imposible derogar este principio, conocido como "la ley del mínimo” o “ley de Liebig”, hay una manera
de hacer que su aplicación sea menos restrictiva. Las personas que viven
en un ambiente dónde la capacidad sustentable está limitada por
la escasez de un recurso esencial pueden desarrollar relaciones de intercambio
con los residentes de otra zona que posea un sobrante del mismo, pero a la que
le falta algún otro recurso que es abundante donde el primero era escaso.
El comercio no deroga la ley de Liebig. Sólo conociendo
la ley de Liebig, sin embargo, podemos ver claramente qué hace el comercio,
en términos ecológicos. El comercio amplía el espectro
de aplicación de la “ley del mínimo”. La capacidad
de carga de dos o más áreas con configuraciones de recursos diferentes,
puede ser mayor que la suma de sus capacidades separadas. Llámese a este
el principio de extensión del espectro; puede expresarse en la siguiente
fórmula matemática:
CC (a+b) > CCa + CCb
La combinación de los ambientes (a + b) todavía
tiene la capacidad de carga limitada, y esa capacidad (compuesta) de carga todavía
está fijada por los recursos que estén menos disponibles que lo
necesario. Pero si los dos ambientes están realmente unidos por el comercio,
entonces las carencias, que son locales para a o b ya no tienen que ser limitantes.
Una buena parte de los acontecimientos de la historia humana
deben ser visualizados como los esfuerzos para implementar el principio de ampliación
del enfoque. La mayoría de esos eventos ocurrieron como resultado de
decisiones y actividades llevadas a cabo por hombres que nunca oyeron hablar
de Liebig o su ley del mínimo. Ahora, sin embargo, conociendo la ley,
y entendiendo el principio del la extensión del espectro, nosotros podemos
ver procesos importantes de la historia a una nueva luz. Los progresos en la
tecnología del transporte, junto con los avances en la organización
comercial, a menudo lograda sólo después de la conquista o la
consolidación política, han tenido el efecto de agrandar la “capacidad
de carga” humana mundial, posibilitando que más y más poblaciones
locales (o sus estilos de vida) no sufran las limitaciones geográficas
locales sino una abundancia a distancia.
La vulnerabilidad producida por la reducción
del espectro
Cuando la población humana (y sus apetitos) crecieron
en respuesta a este incremento del intercambio basado en las capacidades de
carga combinadas, el acceso a los recursos no-locales se hizo cada vez más
vital para el bienestar y la supervivencia humanos. Cuando la carga ecológica
aumentó más allá de lo que podía soportar la suma
de las capacidades de carga de los ambientes locales, la vulnerabilidad de la
humanidad a cualquier ruptura del comercio se hizo más crítica.
Las consecuencias de la depresión de 1929 evidenciaron esa vulnerabilidad.
Desgraciadamente, los sistemas de transporte, y otros aspectos
de la organización moderna, estaban fuertemente basados en la explotación
de los recursos no-renovables. En la medida en que esto era así, esos
sistemas debían tropezar en el futuro con el obstáculo del agotamiento
de los recursos. Pero incluso antes de que cayeran por tal desastre físico
los acuerdos comerciales, de los que la capacidad de carga extendida del mundo
para el homo colosos se había hecho dependiente, podían ser interrumpidos
por una catástrofe social. Es importante reconocer
por fin que eso es lo que pasó en 1929-32. De hecho, algunos prolegómenos
empezaron durante, o como una repercusión de la Gran Guerra de 1914-18.
La Primera Guerra Mundial quebrantó las relaciones entre
los pueblos de Europa y entre Europa, el Nuevo Mundo y el Oriente. También
produjo la reasignación de las porciones del mundo que todavía
eran colonias, entre los poderes imperiales que buscaban aprovecharse de ellas
como extensiones aparentes. No todos los aspectos de estos cambios producidos
por la guerra podían haber reducido el alcance de la aplicación
de la ley de Liebig, pero algunos ciertamente lo hicieron, para ciertos pueblos
y en alguna magnitud.
En el caso de la Alemania derrotada, el acceso a los recursos
de sus territorios estaba suspendido. Al mismo tiempo, la amortización
de los pagos por indemnizaciones a los aliados victoriosos, agravó la
carga que debía soportar la ya limitada c.c. de carga de Alemania. En
su territorio, provocada por la inflación, Alemania sufrió la
destrucción de las vitales relaciones de intercambio entre sus diversas
localidades y entre las categorías ocupacionales en las que se había
diferenciado su población culturalmente avanzada.
La destrucción del valor del dinero implicó la destrucción
de los medios de intercambio y al desintegrarse la trama social las privaciones
se generalizaron.
La astronómica inflación alemana no fue un episodio
aislado de la historia. Más bien, era un adelanto de mayores problemas
por venir, cuando otras formas de ruptura financiera rasgarían la trama
comercial mundial. Forzando a que el alcance de la aplicación de la ley
de Liebig fuera reducido nuevamente a las bases de recursos locales, la dislocación
del comercio convertiría las cargas existentes de recursos y consumidores,
previamente soportables para la “capacidad de carga combinada”,
en imposiciones excesivas que no podían tolerar por más tiempo
las capacidades de carga fragmentadas.
En América, durante los años veinte, después
de la breve depresión de post guerra, comenzó un periodo de neo-exuberancia,
que llevó en los últimos años de la década a una
expectativa de progreso perpetuo y prosperidad tal, que algunas personas advirtieron
que podían prosperar gracias a una ilimitada confianza en si mismas.
La especulación en la bolsa de valores se convirtió en la manera
de hacerse rico. Las restricciones a la especulación
estaban relajadas; las personas supusieron que la tradicional democracia americana,
habiendo permitido que los aliados triunfaran finalmente sobre el Kaiser alemán,
había convertido al mundo en un lugar seguro para hacerse rico, estableciendo
el derecho de que todos lo intentaran.
La diferencia esencial entre la especulación y la inversión
genuina es que los especuladores compran acciones, no con el propósito
de recibir los futuros dividendos del negocio en que adquirían una participación,
sino con el propósito de ganar con el aumento del valor de reventa de
sus acciones. Cuando casi todos compradores son especuladores, el único
valor de sus participaciones es virtualmente, el valor de reventa. En esa circunstancia,
los precios de las acciones continúan trepando sólo mientras todos
esperan que los valores de reventa hagan lo mismo, y por lo tanto están
deseosos de comprar. El hecho que los precios exageren groseramente, el valor
intrínseco de cada acción (basado en los dividendos pagados) no
le interesa al especulador mientras confía en que la escalada de precios
continuará. La perdida de esa fe, sin embargo, revierte el proceso. La
expectativa de un inexorable enriquecimiento se convierte en temor de la ruina
y la escalada inducida se vuelve un declive auto-inducido de los precios. El
pánico, tal cual se da en la bolsa de valores, significa la competencia
por vender antes de que los precios declinantes caigan aún mas, lo que
genera el derrumbe de los valores.
Lo que relaciona la caída de Wall Street en 1929 con
la ley de Liebig, es el hecho de que la compra especulativa de acciones se había
hecho con dinero prestado. El derrumbe del valor de las acciones condujo a una
epidemia de quiebras bancarias, porque los bancos eran incapaces de recuperar
los fondos que habían prestado a los especuladores. Los certificados
de acciones depositados en los bancos para dar seguridad a los prestadores valían
mucho menos después de la caída de la bolsa que el dinero que
ellos habían prestado. Cuando los bancos quebraron, los depositantes
se encontraron de repente sin el poder adquisitivo que figuraba en sus libretas
de depósitos. Cuando los depositantes quedaron sin dinero, ya no pudieron
comprar bienes o contratar empleados. Los vendedores de los bienes que ellos
habrían comprado, o los obreros que habrían empleado, quedaron
consiguientemente privados de sus ingresos. En una sociedad con una sofisticada
división del trabajo y una economía de dinero, una "fuente"
de entradas es la llave mágica que proporciona el acceso a la “capacidad
de carga”. El derrumbamiento de las cadenas de pago fiscales enfrentó
a millones de personas con la pérdida de ese acceso, como si realmente
los recursos adquiribles hubieran dejado de existir. Naciones cuyos ciudadanos
se habían hecho amos del comercio encontraron repentinamente que eran
incapaces de confiar en la “capacidad de carga compuesta”, dependiente
de un ambiente exógeno. Lo que yo he llamado el "medio de intercambio"
ya no estaba funcionando, por lo que el alcance de aplicación de la “ley
del mínimo” de Liebig estaba volviendo a quedar limitado a los
recursos locales (o personales).
No había por esos días ninguna “Federal
Deposit Insurance Cosporation”, para sostener la
solvencia de cada banco cuando sufría una "corrida" de extracción
de depósitos. El fracaso de banco tras banco, cuando los bancos no tenían
ninguna manera institucionalizada de concentrar sus recursos para protegerse
mutuamente, puede ser visto como un caso fiscal del riesgo por la reducción
del enfoque. Si los banqueros hubieran entendido que un principio ecológico
formulado por un químico agrícola podía ser aplicado al
mundo de las finanzas, quizás algo como el “FDIC” hubiera
sido inventado antes.
El colapso fiscal tendría un efecto aún más
importante que éste, para nuestra comprensión ecológica
de las circunstancias humanas. Entre las consecuencias que surgieron de la depresión
generalizada que siguió, las familias granjeras fueron constreñidas,
como casi todos las demás, a reducir sus gastos de consumo, por la repercusión
de las quiebras de los bancos y el contagio general del pánico. Además,
los granjeros tuvieron a menudo que permitir que su tierra, sus edificios, y
su equipo se deterioraran por falta de dinero para pagar el mantenimiento y
las reparaciones. Muchas granjas fueron cargadas con hipotecas, que terminaron
siendo ejecutadas por los bancos que necesitaban desesperadamente los pagos
que los granjeros no estaban posibilitados de hacer. (Las bancarrotas bancarias
fueron más comunes en las zonas rurales que en las grandes ciudades.)
Sin embargo, a pesar de todas estas dificultades, la población rural
de los Estados Unidos dejó de disminuir (como lo venía haciendo)
y aumentó entre 1929 y 1933 en más de un millón de habitantes.
La tendencia a largo plazo de éxodo rural en pos de los puestos de trabajo
urbanos, se revirtió durante la gran depresión.
Los puestos de trabajo disminuían
en todas partes debido a la depresión. Sin embargo, la tendencia hacia
la urbanización que había estado ascendiendo como resultado del
crecimiento industrial en las ciudades y de la eliminación de puestos
de trabajo en las granjas provocada por la mecanización agrícola,
fue interrumpida por la caída económica. La reversión de
esa tendencia se originaba en un hecho simple: la vida en las granjas durante
los años 30 aún era tal que, cualquier fueran los inconvenientes, todavía
resultaba verdadero el dicho popular que reza: "la familia granjera siempre
puede comer". Otros grupos profesionales que tenían que acomodarse
a las “capacidad de carga reducida”, podrían sufrir apuros
más terribles.
Haciendo una correcta lectura de las diferencias que el impacto
de la depresión tuvo en la población rural, comparado con el que
tuvo en las ciudades, podríamos verlo como un fuerte indicador de la
dependencia de la población total de los aumentos previamente logrados
en cuanto al alcance de la aplicación de la ley de Liebig. Con la caída
de los mecanismos de intercambio, los distintos fragmentos de una nación
moderna tenían que volver a vivir, como mejor pudieran, con la capacidad
de carga nuevamente limitadas a los recursos localmente abundantes, en lugar
de contar con la “capacidad de carga extendida” gracias al acceso
a los recursos de otros lugares. Aunque esa reducción lesionó
a todos, la población rural contaba con los recursos locales a mano,
mientras los habitantes urbanos, en cambio, se habían separado al punto
de dejar de reconocer que esos recursos eran imprescindibles. Por las razones
que luego examinaremos, los duros tiempos económicos golpearon más
rápidamente a las granjas que a las ciudades, pero los resultados finales
de la reducción del alcance, dieron a los granjeros la suficiente ventaja
como para interrumpir la clara tendencia hacia la urbanización.
La Naturaleza no es un Hada Madrina
La Depresión también interrumpió el avance
de la industrialización y la consiguiente diversificación profesional
de la población. Mirada retrospectivamente, esa interrupción aparece
como una oportunidad de acomodar la diversificación al enfoque ecológico.
Una perspectiva ecológica nos permite ver la presión
hacia la diversificación de las funciones como el resultado natural de
la sobre-ocupación de los nichos existentes. Entre los organismos no-humanos,
esta presión conduce eventualmente al surgimiento de nuevas especies.
Entre los seres humanos lleva, a través de los procesos socio-culturales,
al surgimiento de nuevas ocupaciones, lo cual, como hicimos notar en el Capítulo
6, ya había sido puesto en claro por Emile Durkheim en 1893. Para relacionar
el análisis de Durkheim y la perspectiva ecológica de la gran
depresión, sin embargo, debemos tener en cuenta el hecho de que la naturaleza
no es ninguna Hada Madrina y no proporciona ninguna garantía de que los
nuevos puestos estarán automáticamente disponibles en el momento
y la cantidad adecuados, como para absorber la población sobrante cuando
los puestos anteriores fueron sobreocupados. Tampoco garantiza la adaptación
de los individuos sobrantes a los nuevos nichos que están disponibles.
En la naturaleza, la sobrepoblación de los nichos existentes
puede producir una mortandad masiva. Muchos organismos son dejados al borde
del camino en la marcha hacia la especialización. Entre los organismos
humanos los principios se mantienen, pero el proceso se modera, porque los seres
humanos se diferencian profesionalmente por medio de procesos sociales y no
por procesos biológicos. Evidentemente, cuando los nichos existentes
se tornan obsoletos, nosotros podemos volver a entrenarnos para los nuevos roles.
Así que, para el homo sapiens, la superpoblación y la muerte son
resultados evitables de la saturación de los nichos. Sin embargo evitarlos
no es fácil, y el reentrenamiento para los nuevos nichos puede resultar
traumático.
Una perspectiva ecológica realza la importancia de
un estudio sociológico clásico que mostró claramente, cuan
improbable es, incluso entre los miembros de la relativamente flexible y plástica
especie humana, que la re-adaptación a los nuevos nichos (a medida que
los viejos colapsan) vaya a ocurrir fácil o automáticamente. Entre
1908 y 1918, W. I. Thomas, de la Universidad de Chicago, analizó montañas
de datos documentales sobre la experiencia de los inmigrantes polacos en América. Las personas que él estudió habían
venido al nuevo mundo después de adquirir las costumbres de su Polonia
nativa. En América ellos se enfrentaron con la necesidad de adaptarse
a circunstancias poco familiares. Thomas advirtió que las anteriores
formas de pensar y comportarse no fueron fácilmente abandonadas o cambiadas.
Las nuevas costumbres sólo eran aprendidas dificultosamente cuando contradecían
la educación del país del que provenían los inmigrantes.
Thomas extrajo de la situación de esos inmigrantes, conclusiones generales
acerca del cambio social en contextos más amplios. Sacó la conclusión
de que una forma de comportarse a la que los individuos están acostumbrados,
tiende a persistir mientras las circunstancias lo permitan. Cuando las circunstancias
cambian, haciendo que las costumbres familiares y confortables se vuelvan imprácticas
(o inaceptables), un grado de crisis es inevitable. La re-adaptación
lastima y es resistida.
Ahora sabemos que no sólo la reubicación hace
necesaria la re-adaptación. Cualquier evento que hace que las viejas
costumbres sean inviables y las nuevas obligatorias puede provocar un trauma
de reorientación. El conflicto y la tensión son acompañamientos
naturales del cambio; ellos tienden a continuar hasta que nuevos “modus
vivendi” funcionen. La nueva forma de adaptación combinará
algunos elementos de lo anterior con algunos rasgos impuestos por las nuevas
circunstancias.
“Shock cultural” se convirtió en un término
familiar para denotar la desorientación y el desconcierto asociados con
el movimiento en contextos sociales no familiares. Incluso un turista casual
puede sentirlo cuando viaja al extranjero. Medio siglo después de que
el fenómeno fuera estudiado por W. I. Thomas entre los campesinos polacos
reubicados en América, Alvin Toffler acuñó y popularizó
otra frase que extendió el concepto. “Shock del futuro” era
su nuevo término que describía el acomodamiento forzado a las
nuevas formas y que puede ser tan traumático como el ajuste forzado a
las costumbres extrañas.
En el mundo post-exuberante las personas se encontraron en
condiciones absolutamente extrañas y enfrentaron un “Shock del
futuro”, muchos años antes de que tuviera un nombre. Debido a la
mecanización de la agricultura durante el siglo 19 y las primeras décadas
del 20, el mundo Occidental redujo mucho el número de obreros de las
explotaciones agrarias, necesitados de obtener su propio sustento y el de los
habitantes urbanos. Desplazados de sus ocupaciones agrícolas, los ex-trabajadores
rurales emigraron hacia las ciudades en busca de un empleo alternativo, empleo
para el cual su experiencia de agricultores o su educación no los había
preparado. La expansión industrial relacionada con la Primera Guerra
Mundial hizo crecer el empleo temporalmente, haciendo candidatos a ser empleados
en la emergencia a muchas personas que de otro modo hubieran sido consideradas
como no preparadas para un oficio determinado. La guerra también ayudó
a acelerar la mecanización de la agricultura que estaba generando el
desplazamiento del sobrante de obreros agrarios. Después de la guerra,
la urbanización y la proliferación de ocupaciones industriales
no alcanzaron a mantener el ritmo del continuo desplazamiento de obreros desde
el sector rural. Continuaba habiendo más granjeros de los que se necesitaban,
por lo que la porción agrícola de la economía se atosigó
de sobre-producción Esto deprimió los precios de los productos
agrarios durante varios años antes de que la caída de la bolsa
de Wall Street generara el golpe que deprimió los precios generales.
La pérdida resultante de la capacidad de compra de la población
rural ayudó a deprimir, a su vez, a los sectores urbano-industriales
de la economía mundial.
Las dificultades ecológicas, fueron agravadas, por supuesto, por errores
humanos, la indulgencia irresponsable hacia la especulación en 1928,
por ejemplo. Pero la importancia causal de algunos errores humanos fue fácilmente
sobrestimada. En medio de los eventos económicos y políticos de
1929-32 era verosímil para los americanos, inadvertidos de la base ecológica
de cuanto estaba pasando, ver todas las dificultades de ese tiempo difícil
como una mera consecuencia de los fracasos de la administración Hoover.
Esta atractiva simplificación no tenía en cuenta un hecho que
debía haber sido obvio: muchas otras naciones de las que Hoover no era
presidente, estaba sufriendo la misma calamidad.
A los que tenían inclinaciones radicales, les parecía
lógico (en ausencia de un paradigma ecológico) atribuir la horrible
situación a un fracaso del "sistema capitalista”. Pero los
socialistas creían tan ardientemente como los capitalistas en el mito
de la falta de límites. A pesar de su compromiso en pos de una producción
para ser usada y no para generar ganancias, ellos no eran por entonces (y no
lo ha sido después) más cautos que los capitalistas en cuanto
a la sobre-utilización del medio ambiente. Creían que las versiones
del deterioro ambiental por ellos patrocinadas podían eliminar de alguna
manera las "contradicciones" capitalistas, como la sobreproducción
y la pobreza más cruda. Pero permanecían así tan indiferentes
como los capitalistas al rebasamiento de la capacidad de carga.
Los conservadores, por otro lado, que no eran precisamente
misántropos, encontraban loable “silbar en la oscuridad”,
insistiendo en que la prosperidad volvería automáticamente con
sólo esperar que el sistema se ajustase. Eran las Avestruces de su tiempo,
poseedores del tipo de actitud que denominamos como tipo V ( Capítulo
4) . Ellos creían que nada esencial de la edad de la exuberancia había
cambiado.
Roosevelt fue elegido para reemplazar a Hoover, se pusieron
en práctica rápidamente los nuevos proyectos, y la nación
descorazonada volvió a cobrar fuerzas. Pero la completa recuperación
económica soslayó el “New Deal”, hasta que los preparativos
de la Segunda Guerra Mundial empezaron a estimular la actividad industrial intensiva,
con un descuido aún mayor que el usual por los costos a largo plazo del
deterioro ambiental.
La recuperación económica que generó
el “New Deal” no era la única que ocurría por entonces.
La Alemania Nazi también superó su depresión, reduciendo
el desempleo desde seis millones a un millón durante los primeros cuatro
años de Hitler (los extranjeros no interpretaron automáticamente
que este logro convalidaba las tácticas de los Nazis). Bajo el método
Nazi, millones de desempleados podrían emplearse como soldados, millones
más podrían volver a entrenarse obligatoriamente y el aprovisionamiento
bélico generaría nuevos puestos de trabajo. La economía
de guerra sustentó la demanda de bienes de consumo para los soldados
y para los nuevos obreros de las fabricas de armamentos; además, proporcionó
"la atmósfera psicológica” apropiada para lograr que
el sector civil aceptara la dolorosa re-adaptación.
La psicología de guerra superó la natural resistencia
humana a cambiar de costumbres. La guerra también
usó la tecnología especializada y redujo las reservas mundiales
de recursos naturales.
En los Estados Unidos, la recuperación económica
del tiempo de guerra, supuestamente demostraba que los déficit fiscales,
utilizados por el New Deal a manera de cebador de arranque, habían sido
la respuesta correcta para una economía estancada, pese a que no hubieran
podido utilizarse en el volumen adecuado, hasta que la necesidad de re-armarse
rápidamente para la guerra total hiciera que los presupuestos en rojo
fueran políticamente aceptables. Pero la recuperación americana
de la depresión de los años treinta no convalidó inequívocamente
la teoría económica Keynesiana implícita en el programa
de Roosevelt.
Una interpretación económica (hecha por mentes desacostumbradas
a una perspectiva ecológica), nos hizo perder lo fundamental, tanto de
la versión alemana como de la norteamericana de la gran depresión.
El paradigma ecológico nos permite, de manera sencilla, leer los eventos
así: la expansión del grupo de poder militar, a costa de un deterioro
ambiental adicional, generó súbitamente nuevos puestos de trabajo,
(en la industria y en las fuerzas armadas), capaces de absorber el sobrante
de las ocupaciones civiles saturadas. Y el clima social del tiempo de guerra
proporcionó el impulso patriótico que hizo soportable el trauma
de la re-adaptación a los nuevos roles profesionales. Las ocupaciones
creadas o desarrolladas por la industria militar no existían anteriormente
y hubieran sido seriamente cuestionadas en otra situación. Lo importante,
hablando ecológicamente, era el hecho de que los nichos previamente existentes
y aceptables se habían saturado; había gente desocupada, en América
debido al progreso tecnológico y el crecimiento de la población;
en Alemania debido al desastre de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias,
que dejaron a la economía, la estructura profesional, y la moral nacional
en ruinas. Es más, la saturación de personas a lo largo del mundo
se había puesto de manifiesto cuando, de varias maneras y en varios lugares,
los medios de intercambio fueron dejados de lado, obligando a cubrir las necesidades
con las mínimas capacidad de carga locales.
En el caso americano, los déficit fiscales surgidos
durante la Segunda Guerra Mundial eran tan sólo las columnas del libro
mayor del cambio que alivió el problema, no la causa de ese cambio. Las
columnas de números en rojo no dieron empleo a los desocupados. La deuda
nacional creciente (expresada en dinero) era una ficción contable, una
ficción que les permitió a los americanos creer que el deterioro
producido durante la guerra en los recursos naturales del alguna vez llamado
Nuevo Mundo era sólo un "préstamo que se debían a
si mismos" y no un robo a los seres humanos del futuro. Los recursos agotados
durante la Segunda Guerra Mundial quedaban de hecho indisponibles para ser usados
por la posteridad.
Ecosistemas circulares versus ecosistemas lineales
Cualquiera fuera el origen de esa redundancia y cualquiera
sus secuelas, nosotros necesitábamos advertir ( pero no lo advertimos)
que aquello que había pasado en el tiempo de entre guerras, y sobre todo
lo que nos pasó desde la Segunda Guerra Mundial, no había sido
el mero resultado de la política o la economía en el sentido convencional.
Los eventos de este periodo habían acelerado simplemente, un destino
que había empezado a darnos alcance desde hacía siglos. La explosión
de la población después de 1945 y el incremento vertiginoso de
la tecnología durante y después de la guerra sólo eran
las formas más recientes de esa aceleración.
Las comunidades humanas alguna vez dependieron casi enteramente
de las fuentes orgánicas de energía, la energía de las
plantas y la fuerza muscular de los animales, suplementados modestamente por
la energía igualmente renovable del movimiento del aire y el fluir del
agua. Todos éstas fuentes energéticas provenían del aporte
continuado del sol. Mientras las actividades de humanas estuvieron basadas en
ellas, los hombres de la iglesia pudieron hablar del "mundo sin final”.
Esa frase nunca debió entenderse como "el mundo sin límites
", ya que los suministros puede ser perpetuos, pero no infinitos.
Localmente, las pasturas todavía podían ser
sobre-pastoreadas, y el agua podía ser malgastada. Los cambios medioambientales
locales a través de los siglos podían compeler a las comunidades
humanas para que emigren. Con tal de que los recursos disponibles en alguna
parte fueran suficientes para sostener la población humana existente.
La consecuencia de la ley de Liebig era que la capacidad de carga todavía
no había sido rebasada (globalmente). Si el hombre estaba viviendo de
acuerdo con el ingreso que recibía de la tierra, no era por sabiduría,
sino por ignorancia del tesoro enterrado, todavía por descubrirse.
Entonces empezaron a ser descubiertas las reservas de la tierra, y las nuevas
formas de utilizarlas. La humanidad cometió el error fatal de suponer
que la vida podría vivirse desde entonces en una escala y a un ritmo
cuya única medida era la celeridad con que se desenterraba el tesoro.
Disminuir las reservas de recursos no renovables no les habrían parecido
significativamente distinto que utilizar la capacidad de carga importada, en
una época en que nadie conocía todavía la ley de Liebig,
la ampliación del alcance, o la distinción entre capacidad de
carga real, capacidad de carga aparente o las distintas categorías de
falsa extensión.
El homo sapiens confundió la frecuencia con que se extraen
los ahorros depositados con un incremento de los ingresos. No parecía
necesaria ninguna consideración para con el tamaño total del legado,
o para con las pautas con que la naturaleza todavía estaba almacenando
carbono. El homo sapiens se convirtió en “Homo colossus”,
sin preguntarse si esa transformación resultaría tan solo temporal.
(Después, la equivocación pre-ecológica de lo que estábamos
haciendo con nuestro futuro, quedó evidenciada por ese monumento a las
leyes corporativas de los Estados Unidos: la concesión para el vaciamiento
del petróleo. Esta medida les permitió a las compañías
“productoras" de crudo, compensar sus impuestos en un porcentaje
generoso, con el pretexto de que sus ganancias evidenciaban la disminución
de "sus" reservas de petróleo. Aunque la naturaleza, no las
compañías petroleras, había puesto el combustible en la
tierra, esta amortización del impuesto se racionalizó como un
incentivo a la "producción". Como "producción"
realmente significaba extracción, era como manejar un banco con reglas
que indiquen que se deben pagar intereses cada vez que se retiran ahorros, en
lugar de pagarlos por el capital que queda en el Banco. Era, para abreviar,
un subsidio gubernamental para incentivar el robo de futuro.
La esencia del método de deterioro es ésta:
el hombre comenzó a gastar el legado natural como si fuera una ganancia.
Temporalmente esto hizo posible un drástico aumento de la cantidad de
energía per cápita anual, gracias a la cual el “homo colossus”
podría hacer lo que quisiera. Este aumento llevó, entre otras
cosas, a reducir los requerimientos de mano de obra agrícola. También
llevó al desarrollo de gran cantidad de nuevos nichos profesionales,
para seres humanos cada vez más diversificados. (La expansión
de esos nichos en Alemania, América, y en otros países, desde
1933 a 1945 era, ahora se hace patente, sólo un breve episodio en este
desarrollo a largo plazo.) Como los nuevos puestos dependían del gasto
de los ahorros, eran nichos que se sumaban a un "ecosistema de detritos”.
El detrito, o la acumulación de materia orgánica muerta, es la
versión natural de la extensión aparente.
Los ecosistemas dependientes de los detritos no son raros.
Cuando los nutrientes de las hojas que caen en otoño son llevados por
el escurrimiento de la nieve derretida a un estanque, las algas pueden consumirlas
hasta la primavera, debido a las temperaturas invernales bajas que les impiden
crecer. Cuando llega el tiempo caluroso, la afluencia de nutrientes anual, ya
casi ha terminado. La población de algas, incapaz de planear el futuro,
estalla en los días de primavera en una irrupción o florecimiento
que agota rápidamente el limitado legado de alimentos. Este período
de exuberancia de las algas sólo dura unas semanas. Mucho antes de que
el ciclo estacional pueda brindarles más detritos, estos organismos inocentemente
incautos y exuberantes, colapsan por completo. Su período de superpoblación
es muy breve y las secuelas son repentinas e ineludibles.
Cuando el legado de combustible fósil con que el “Homo
colossus” prospera durante un tiempo está seriamente agotado, los nichos
ocupacionales basados en la combustión de ese legado pueden colapsar,
así como los nichos de los detritívoros colapsan cuando los detritos
se agotan. Para los humanos, contemplar las derivaciones sociales de esta catástrofe
es desagradable. La Gran Depresión era, como hemos visto, una vista previa
moderada. Los ecosistemas de detritos florecen y decaen porque les falta la
circularidad biogeoquímica que sostiene la vida de otros tipos de ecosistemas.
Son la versión natural de las comunidades que prosperan brevemente por
el método del agotamiento.
La frase “ecosistema de detritos" no era, claro
está, muy familiar. El hecho de que los ciclos de “florecimiento”
y “caída" fueran comunes entre los organismos que dependen
de las acumulaciones cíclicas de materia orgánica muerta para
su sustento, no era ampliamente conocido. Es por consiguiente comprensible que
las personas dieran la bienvenida a la tendencia hacia el “homo colossus”,
no reconociendo como un tipo de detrito los restos orgánicos transformados
llamados “combustibles fósiles”, y no advirtiendo que ese
“homo colossus” era de hecho un detritívoro, sujeto al riesgo
de colapsar como consecuencia de ese florecimiento.
El súbito crecimiento y la posterior caída son
una forma especial de marchitamiento; ciertos tipos de poblaciones en ciertas
circunstancias experimentan dos pasos sucesivos: la irrupción seguida
de un proceso de muerte masiva. Esa caída estrepitosa puede considerarse
como una instancia abrupta de "sucesión sin sucesor aparente".
Como en una sucesión ordinaria, la comunidad biótica ha cambiado
su hábitat al utilizarlo, y su supervivencia se ha vuelto mucho menos
viable en ese ambiente alterado. Si después de la caída, el ambiente
puede recuperarse del vaciamiento de los recursos infligido por la especie invasora,
entonces puede sobrevenir un nuevo aumento en el número que puede hacer
de esa especie "su propio sucesor". Ya que hay ciclos de irrupción
y muerte masiva entre especies tan diferentes como los roedores, los insectos,
y las algas, las particularidades de nuestra propia especie no puede ser tenidas
en cuenta como algo que, llegado el caso, la proteja de la desaparición.
Cuando se introducen células de levadura en una tina
de vino, como dijimos en el Capítulo 6, ellas encuentran su "Nuevo
Mundo" (la masa de fruta húmeda y azúcar) abundantemente
dotado de los recursos que necesitan para su crecimiento exuberante. Pero cuando
la población responde explosivamente a esta circunstancia magnífica,
la acumulación de sus propios productos de fermentación hace que
la vida sea cada vez más difícil y, permitiéndonos un pensamiento
algo antropomórfico sobre su condición, miserable. En el futuro,
los habitantes microscópicos de este ecosistema de detritos artificialmente
preparado mueren. Para ser de nuevo antropomórfico, los informes del
forense tendrían que decir que murieron por la polución que se
infligieron a si mismos: los productos de fermentación.
La Naturaleza trata a los seres humanos como el fabricante
de vinos trata las células de levadura, dotando a nuestro mundo (sobre
todo el Nuevo Mundo ) con recursos abundantes pero agotables. Las personas rápidamente
responden a esta circunstancia como las células de levadura lo hacen
ante las condiciones que encuentran al ser colocadas en la tina de vino.
Cuando los depósitos de combustibles fósiles
y recursos minerales de la tierra estaban abandonados, el “homo sapiens”
todavía no había sido preparado para abusar de ellos. En cuanto
la tecnología hizo que fuera posible para la humanidad hacerlo, las personas
ávidamente (y sin prever las últimas consecuencias) cambiaron
a un estilo de vida de elevado consumo de energía. El hombre se volvió,
en efecto, un detritívoro, el “homo colossus”. Nuestra especie
se desarrolló rápidamente, y ahora debemos esperar la caída
(de alguna clase) como una secuela natural. Qué forma puede adoptar nuestra
caída queda para ser considerado en la sección de las conclusiones.
Lo que nos impidió ver todo esto, y permitió
que nos abalanzáramos impetuosamente en nichos que por fuerza serían
temporales, fue nuestra habilidad de darle una legitimación ideológica
a ocupaciones que no tenían ningún sentido ecológicamente
hablando. Cuando el general Eisenhower, como ex presidente, advirtió
al pueblo norteamericano que tuvieran cuidado con la arbitraria influencia manipulada
por el complejo industrial y militar, lo que tenía
en mente, era quizás la influencia política y económica.
Pero el complejo industrial y militar era una vasto conglomerado de nichos ocupacionales.
Como tal, manejó un tipo de influencia totalmente diferente (y más
insidioso). El complejo industrial-militar ayudó a perpetuar la ilusión
de que todavía teníamos un exceso de capacidad de carga; hizo
aprovechable para esa generación extraer y agotar recursos naturales
que de otro modo podrían haberse resguardado para la posteridad. Así
absorbió por un tiempo, la mayor parte del exceso de mano de obra desplazada
por el progreso tecnológico de nichos ocupacionales existentes, que habían
sido menos dependientes del agotamiento de las reservas de recursos no renovables.
Esto hizo que creyéramos que la Edad de la abundancia podía continuar.
El general Eisenhower no era el único en pasar inadvertida la significación
ecológica y en sobre valorar los elementos políticos en las tendencias
de su tiempo. Su joven y sofisticado sucesor bostoniano, lanzó su nueva
administración con un discurso inaugural cuya inspiración estaba
basada en parte en su resolución elocuente de una ambivalencia norteamericana.
Si nosotros queríamos mantener el empleo total, lo conseguiríamos
por medio de la carrera armamentista. Sutilmente, y con el brillo de un elevado
idealismo, John F. Kennedy tranquilizó al público de la cadena
nacional de televisión en ese fresco y brillante día de enero
de 1961, acerca de que los nichos ocupacionales temporales del complejo industrial-militar
podrían ser permanentes y podrían hacerse más honorables
que terribles. Tenía que haber una nueva "Alianza para el Progreso"
y teníamos que esperar para liberarnos del "incierto balance de
terror" que quedaba de la última guerra de la humanidad. Pero los nichos
generados por el conflicto durarían, hasta que "la trompeta nos
convoque nuevamente... para luchar contra los enemigos comunes del hombre:
la tiranía, la pobreza, la enfermedad y la guerra misma".
Bajo cualquiera de los dos partidos, el complejo industrial-militar nos ha permitido
estar preocupados por cuestiones que nos ayudaron a ignorar los límites
de los recursos. También ayudó a disimular el hecho de que la
población estaba aumentando para ocupar nichos que no podrían
ser permanentes porque estaban basados sobre el vaciamiento de depósitos
prehistóricos, las reservas de energía fósil no renovable.
La familia humana, aún cuando estuviera pronta a detener
su crecimiento, se había comprometido a vivir más allá
de sus posibilidades. El “homo sapiens”, como vimos en el Capítulo
9, era capaz de transformarse en una nueva "cuasi-especie". Debido
a la revolución industrial los seres humanos se habían convertido
en "detritívoros" dependientes del consumo voraz de restos
orgánicos, creados hacía millones de años, sobre todo el
petróleo.
Si queremos entender lo que nos estaba pasando a nosotros
y a nuestro mundo, tenemos que aprender a ver la reciente historia como un “crescendo”
de la prodigalidad humana. Cuando las tasas de natalidad norteamericanas declinaron
a medida que los sesenta daban lugar a los setenta, no significó que
estuviéramos escapando a las dificultades de las algas, sería
como decir que las altisonantes palabras del discurso inaugural del presidente
Kennedy significaban que podíamos comernos el pastel y tenerlo todavía.
Más bien, había ocurrido algo fundamental que no podía
ser deshecho por su inteligente retórica: una marcada aceleración
en nuestra mutación que había empezado mucho antes, que iba desde
un estilo de vida que se perpetuaba a si mismo, que estaba basado en la circularidad
del proceso biogeoquímico natural, hacia un estilo de vida que terminaba
en si mismo porque estaba basado en las transformaciones químicas lineales.
Eran lineales (y en una sola dirección) porque el hombre estaba usando
(con la ayuda del equipamiento protésico) cada vez más substancias
de no provenían de la recolección o cosechas. El hombre ya no
era parte de en un sistema equilibrado de relaciones simbióticas con
la otras especies. El hábitat degradado tendía a quedar degradado;
no estaba siendo rehabilitado por otros organismos con diferentes necesidades
bioquímicas.
Los peligros de la prodigalidad: La Próxima
Caída
El hombre no se mantiene exclusivamente de los detritos. Desencaminado
por el gasto dispendioso de nuestros ahorros, permitimos que la familia humana
se multiplicase tanto, que hacia 1970 la humanidad ya había tomado para
su uso exclusivo, aproximadamente un octavo de la producción total anual
neta de materia orgánica, debida a la fotosíntesis de toda la
vegetación de la tierra. Todo esto era consumido por el hombre y sus
animales domésticos. Proveer con fuentes orgánicas
las inmensas cantidades de energía que estamos obteniendo de los combustibles
fósiles para mantener en funcionamiento nuestra civilización mecanizada,
requeriría utilizar más que los siete octavos restantes, aún
cuando el crecimiento económico y poblacional fueran detenidos hacia
el año 2000. Como empezamos a ver en el Capítulo 3, ya nos hemos
desarrollado más allá del tamaño que nos permitiría
re-adaptarnos, (sin una severa despoblación), a un estilo de vida de
crecimiento sustentable cuando disminuyan las reservas. Por otro lado, con sólo
tres duplicaciones más de la población (escasamente más
de lo que Gran Bretaña había experimentó desde los tiempos
de Malthus) implicaría que el total de la producción fotosintética
de todos los continentes y todas las islas del globo tuvieran que ser utilizadas
para sostener la comunidad humana. En consecuencia, nuestros descendientes,
no contando con reservas de combustibles fósiles para sostener la industria
moderna, estarían condenados a vivir en un nivel de abyecto subdesarrollo.
La explotación total de un ecosistema por parte de
una especie dominante, raramente ha sucedido, excepto entre las especies que
prosperan desmesuradamente para luego decaer. Los detritívoros nos proporcionan
claros ejemplos de esto, pero hay otros, algunos de los cuales estudiaremos
en el último capítulo. Es improbable que el “homo sapiens”
pudiera acaparar para su propio uso, aún más que esa fracción,
ya inaudita, de la fotosíntesis total.
Esta claro que en un futuro no muy lejano, la naturaleza deberá generar
procedimientos de quiebra contra la civilización industrial, y quizás
contra los seres humanos, como ha hecho tantas veces con otras especies detritívoras,
luego de su expansión exuberante como consecuencia del consumo de las
reservas depositadas por sus ecosistemas.
No es ampliamente reconocido, por cierto, pero la inminencia
de este desenlace, fue la razón por la cual las Naciones Unidas tuvieron
que citar a la “Conferencia del Medioambiente” en 1972. La conferencia de Estocolmo
fue convocada con la finalidad de comenzar el proceso de evitar que nuestro
único planeta fuera convertido en un lugar cada vez menos utilizable
por los humanos. Para abreviar, su propósito era detener la sucesión
global. Las Personas que se habían esforzado valientemente para promover
esta conferencia habían estado comprometidas (en un sentido importante)
en algo que era como una contrapartida global de los esfuerzos del Dr. Goodwin
en Williamsburg. Así como él lucho por deshacer la sucesión
para conservar la historia, ellos trataron de conservar un ecosistema mundial
en que los “homo sapiens” pudieran seguir siendo la especie dominante
y a la vez, pudieran seguir siendo humanos.
Sin embargo, hasta que la magnitud de la transformación del “homo
sapiens” en “homo colossus” y sus consecuencias ecológicas
sean mejor comprendidas, difícilmente será reconocido que la clase
de ecosistema mundial que las Naciones Unidas estaban buscando perpetuar, ya
estaba siendo invalidado por un ecosistema que, por su misma naturaleza, obligaría
a la especie dominante a seguir cortando la rama del árbol sobre la que
estaba suspendida. La humanidad, habiéndose convertido en una especie
de súper detritívoro, no estaba destinada meramente para la sucesión,
sino para el colapso.
Desgraciada pero inevitablemente, las deliberaciones de Estocolmo
estaban dislocadas por el hecho de las naciones más afortunadas que habían
tenido éxito en lograr la prodigalidad industrial antes de que las reservas
del planeta fueran agotadas, ya habían infectado a las otras naciones
con el deseo insaciable de emular esa prodigalidad. La infección precedió
al reconocimiento del vaciamiento. El resultado de esta triste sucesión
histórica había concluido la patética discusión,
acerca de si el lujo que podíamos permitirnos era el crecimiento económico
o la preservación del medio-ambiente. Ni uno ni el otro eran un lujo;
peor, a escala global, ninguno de ellos era posible.
Los números excesivos y la tecnología voraz
ya habían conducido al “homo colossus” a un callejón
ecológico sin salida. El loable esfuerzo de las misiones de 114 naciones
por lograr resoluciones de compromiso que favorecieran tanto la protección
del medio-ambiente como el desarrollo económico para todas ellas, no
solucionó nuestros problemas. La rápida anulación del bloqueo
político conservó, una vez más, la ilusión de que
el pastel pudiera ser a la vez comido y conservado. Pero una ilusión
mantenida sigue siendo una la ilusión.
El hombre necesita comprender cuan frecuentemente las poblaciones
de otras especies han sufrido la experiencia del vaciamiento de sus recursos.
Pero los seres humanos han estado experimentando una doble irrupción,
que nos enfrentan a una versión aumentada de los condicionamientos de
tales especies. El “homo sapiens” se incorporó al medio ambiente
como espécimen biológico, hace 10,000 años, y sobre todo
durante los últimos 400. Además, nuestras herramientas consumidoras
de detritos se han agregado durante los últimos 200 años. El inevitable
“Die-off”, que los excesos hacen previsible, debiera ser imputado
más al ”homo colossus” que al “homo sapiens”.
Es decir, la demanda de recursos podría retrotraerse dentro de los límites
de “capacidad de carga” permanente reduciéndonos a una estatura
menos colosal. Abandonando mucho de nuestro aparato protésico y el elevado
nivel de vida que hizo posible. Esto podría parecer, en principio, una
alternativa a la forma más literal de “Die Off”, un crecimiento
abrupto de la mortalidad humana. En la práctica, está relacionado
con varias constantes enunciadas por W. I. Thomas acerca de la resistencia al
cambio. Las maneras conocidas de comportarse y pensar tienden a mantenerse;
esto probablemente sea tan verdadero respecto a los hábitos del detritívoro
“homo colossus”, como a las costumbres de los primeros hombres.
Las erupciones de violencia entre conductores americanos que esperaban en las
largas colas para comprar gasolina, echando saliva al hablar y negándose
obstinadamente a reconocer el crepúsculo de la era del petróleo,
sugiere que los individuos de las sociedades industriales que han aprendido
a vivir a la manera colosal, no abandonarán fácilmente las botas
de siete leguas, sus casas calefaccionadas, y su elevado nivel en la cadena
alimenticia. Como dijimos, la readaptación lastima. Será resistida.
Es más, los hábitos de pensamiento persisten.
Como nosotros veremos en el Capítulo 11, las personas continúan
defendiendo los descubrimientos tecnológicos como una solución
supuestamente segura para el déficit de la capacidad de carga. La misma
idea de que la tecnología causó el rebasamiento, y que nos convirtió
en consumidores “colosales” y por ello insostenibles, es ajena a
muchas mentalidades, como para ser una alternativa factible al “Die-off”.
Hay una persistente inclinación a aplicar remedios que agravan el problema.
Aún cuando parte substancial de los sectores más
“colosales” de la humanidad renunciara escrupulosamente a algunas
de sus devoradoras de recursos, no hay ninguna garantía de que esto evitaría
el “Die-off”, tan sólo podría posponerlo, permitiendo
que el número de habitantes siga aumentando o que pueblos menos “colosales”
puedan llegar a ser más “colosales”, antes de que todos colapsemos
definitivamente.
Todas estas tendencias son desechadas por los abogados del
"retorno a la vida simple", como una forma gentil de evadir las dificultades
humanas. Benditos sean los menos protésicos, porque ellos heredarán
la tierra arrasada. Probablemente sea así, a largo plazo. Pero ante las
nubes oscuras del agotamiento de los combustibles algunos pretenden hallar una
tabla de salvación: que la personas sean obligadas a abandonar la mayor
parte de la tecnología moderna consumiendo así una porción
menor per capita de la “capacidad de carga aparente”, de la cual
el hombre protésico ha terminado siento tan dependiente. Sin embargo,
visto que altos rendimientos agrícolas de los que dependen los habitantes
que año a año, sólo pueden lograrse gracias a los subsidios
energéticos, la aplicación pródiga de fertilizantes sintéticos,
y el uso de la enorme potencia mecánica impulsada con petróleo,
la reducción de la cantidad de combustibles puede bajar el rendimiento
por hectárea. Cómo nos preguntamos anteriormente: ¿qué
pasará cuando sea nuevamente necesario tirar el arado con un equipo de
caballos en lugar de con el tractor, y una parte sustancial de la superficie...
(Aquí se interrumpe el artículo, pero es fácil interpretar lo que sigue. No tanto responder la pregunta)