domingo, 30 de julio de 2017

En defensa de Venezuela

Hoy toca defender lo defendible frente a la defensa cerrada de lo indefendible que defienden los defensores de la desigualdad.


No a la intervención extranjera

Público


Venezuela vive uno de los momentos más críticos de su historia. Acompaño crítica y solidariamente la Revolución bolivariana desde el inicio. Las conquistas sociales de las últimas dos décadas son indiscutibles. Para comprobarlo basta consultar el informe de la ONU de 2016 sobre la evolución del índice de desarrollo humano. Dice este informe: “El índice de desarrollo humano (IDH) de Venezuela en 2015 fue de 0.767 –lo que colocó al país en la categoría de alto desarrollo humano–, posicionándolo en el puesto 71º de entre 188 países y territorios. Tal clasificación es compartida con Turquía. De 1990 a 2015, el IDH de Venezuela aumentó de 0.634 a 0.767, un aumento de 20,9 %. Entre 1990 y 2015, la esperanza de vida al nacer aumentó en 4,6 años, el período medio de escolaridad ascendió 4,8 años y los años de escolaridad media general aumentaron 3,8 años. El rendimiento nacional bruto (RNB) per cápita aumentó cerca de 5,4% entre 1990 y 2015”. Se hace notar que estos progresos fueron obtenidos en democracia, solo momentáneamente interrumpida por la tentativa de golpe de Estado en 2002 protagonizada por la oposición con el apoyo activo de Estados Unidos.

La muerte prematura de Hugo Chávez en 2013 y la caída del precio de petróleo en 2014 causaron una conmoción profunda en los procesos de transformación social entonces en curso. El liderazgo carismático de Chávez no tenía sucesor, la victoria de Nicolás Maduro en las elecciones siguientes fue por escaso margen, el nuevo presidente no estaba preparado para tan complejas tareas de gobierno y la oposición (internamente muy dividida) sintió que su momento había llegado, en lo que fue, una vez más, apoyada por Estados Unidos, sobre todo cuando en 2015 y de nuevo en 2017 el presidente Obama consideró a Venezuela como una “amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos”, una declaración que mucha gente consideró exagerada, si no mismo ridícula, pero que, como explico más adelante, tenía toda lógica (desde el punto de vista de Estados Unidos, claro). La situación se fue deteriorando hasta que, en diciembre de 2015, la oposición conquistó la mayoría en la Asamblea Nacional. El Tribunal Supremo de Justicia suspendió a cuatro diputados por alegado fraude electoral, la Asamblea Nacional desobedeció, y a partir de ahí la confrontación institucional se agravó y fue progresivamente propagándose en las calles, alimentada también por la grave crisis económica y de abastecimiento que entretanto explotó. Más de cien muertos, una situación caótica. Mientras, el presidente Maduro tomó la iniciativa de convocar una Asamblea Constituyente (AC) a ser elegida el día 30 de julio y Estados Unidos amenaza con más sanciones si las elecciones se producen. Es sabido que esta iniciativa busca superar la obstrucción de la Asamblea Nacional dominada por la oposición.

El pasado 26 de mayo suscribí un manifiesto elaborado por intelectuales y políticos venezolanos de varias tendencias políticas, apelando a los partidos y grupos sociales en conflicto a parar la violencia en las calles e iniciar un debate que permitiese una salida no violenta, democrática y sin la injerencia de Estados Unidos. Decidí entonces no volver a pronunciarme sobre la crisis venezolana. ¿Por qué lo hago hoy? Porque estoy alarmado con la parcialidad de la comunicación social europea, incluyendo la portuguesa, sobre la crisis de Venezuela, una distorsión que recorre todos los medios para demonizar un gobierno legítimamente electo, atizar el incendio social y político y legitimar una intervención extranjera de consecuencias incalculables. La prensa española llega al punto de embarcarse en la posverdad, difundiendo noticias falsas sobre la posición del gobierno portugués. Me pronuncio animado por el buen sentido y equilibrio que el ministro de Asuntos Exteriores portugués, Augusto Santos Silva, ha mostrado sobre este tema. La historia reciente nos muestra que las sanciones económicas afectan más a ciudadanos inocentes que a los gobiernos. Basta recordar los más de 500 mil niños que, según el informe de Naciones Unidas de 1995, murieron en Irak como resultado de las sanciones impuestas después de la guerra del Golfo Pérsico. Recordemos también que en Venezuela vive medio millón de portugueses o lusodescendientes. La historia reciente también nos enseña que ninguna democracia sale fortalecida de una intervención extranjera.

Los desaciertos de un gobierno democrático se resuelven por vía democrática, la cual será tanto más consistente cuanto menor sea la interferencia externa. El gobierno de la Revolución bolivariana es democráticamente legítimo. A lo largo de muchas elecciones durante los últimos veinte años, nunca ha dado señales de no respetar los resultados electorales. Ha perdido algunas elecciones y puede perder la próxima, y solo sería criticable si no respetara los resultados. Pero no se puede negar que el presidente Maduro tiene legitimidad constitucional para convocar la Asamblea Constituyente. Por supuesto que los venezolanos (incluyendo muchos chavistas críticos) pueden legítimamente cuestionar su oportunidad, sobre todo teniendo en cuenta que disponen de la Constitución de 1999, promovida por el presidente Chávez, y disponen de medios democráticos para manifestar ese cuestionamiento el próximo domingo. Pero nada de eso justifica el clima insurreccional que la oposición ha radicalizado en las últimas semanas y cuyo objetivo no es corregir los errores de la Revolución bolivariana, sino ponerle fin, imponer las recetas neoliberales (como está sucediendo en Brasil y Argentina) con todo lo que eso significará para las mayorías pobres de Venezuela. Lo que debe preocupar a los demócratas, aunque esto no preocupa a los medios globales que ya han tomado partido por la oposición, es la forma en que están siendo seleccionados los candidatos. Si, como se sospecha, los aparatos burocráticos del partido de Gobierno han secuestrado el impulso participativo de las clases populares, el objetivo de la Asamblea Constituyente de ampliar democráticamente la fuerza política de la base social de apoyo a la revolución se habrá frustrado.

Para comprender por qué probablemente no habrá salida no violenta a la crisis de Venezuela, conviene saber lo que está en juego en el plano geoestratégico global. Lo que está en juego son las mayores reservas de petróleo del mundo existentes en Venezuela. Para el dominio global de Estados Unidos es crucial mantener el control de las reservas de petróleo del mundo. Cualquier país, por democrático que sea, que tenga este recurso estratégico y no lo haga accesible a las multinacionales petroleras, en su mayoría norteamericanas, se pone en el punto de mira de una intervención imperial. La amenaza a la seguridad nacional, de la que hablan los presidentes de Estados Unidos, no está solamente en el acceso al petróleo, sino sobre todo en el hecho de que el comercio mundial del petróleo se denomina en dólares estadounidenses, el verdadero núcleo del poder de Estados Unidos, ya que ningún otro país tiene el privilegio de imprimir los billetes que considere sin que esto afecte significativamente su valor monetario. Por esta razón Irak fue invadido y Oriente Medio y Libia arrasados (en este último caso, con la complicidad activa de la Francia de Sarkozy). Por el mismo motivo, hubo injerencia, hoy documentada, en la crisis brasileña, pues la explotación de los yacimientos petrolíferos presal estaba en manos de los brasileños. Por la misma razón, Irán volvió a estar en peligro. De igual modo, la Revolución bolivariana tiene que caer sin haber tenido la oportunidad de corregir democráticamente los graves errores que sus dirigentes cometieron en los últimos años.

Sin injerencia externa, estoy seguro de que Venezuela sabría encontrar una solución no violenta y democrática. Desgraciadamente, lo que está en curso es usar todos los medios disponibles para poner a los pobres en contra del chavismo, la base social de la Revolución bolivariana y los que más se beneficiaron de ella. Y, en concomitancia, provocar una ruptura en las Fuerzas Armadas y un consecuente golpe militar que deponga a Maduro. La política exterior de Europa (si se puede hablar de tal) podría constituir una fuerza moderadora si, entre tanto, no hubiera perdido el alma.

Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez

Viaje del centro izquierda a la extrema derecha

Entre las habilidades de este personaje, la más destacada es la práctica del salto de carnero.

Todavía recuerdo a nuestro ex presidente levantar el puño (izquierdo, además) y airear la bandera republicana. Había que pasar por la izquierda a un PCE al que las necesidades de la transición habían dado un perfil menos radical.

Muy pronto mostró otro horroroso rostro (me gusta la aliteración, qué le vamos a hacer), cuando lanzó su órdago ("me voy") para forzar la renuncia del PSOE al marxismo (como soy un tanto ingenuo no me imagino la trascendencia de que esa proclamación triunfara para un chantaje tan crudo a un partido que habían revestido antes de radicalidad). Luego vino el "de entrada no", etc., etc., etc...

Pero lo de ahora es ya muy fuerte. Propio del fascismo que ahora se disfraza de moderación hasta que toca sacar los cuernos a la palestra.


Las razones históricas de una pasión incendiaria

Canarias Semanal


El ex presidente del gobierno socialdemócrata español, Felipe González Márquez, expresó, en unas declaraciones realizadas al canal español de televisión Antena 3, que el ejército venezolano está legitimado para dar un golpe de Estado y derrocar al presidente Nicolás Maduro. Según González, el Ejército tiene la obligación de defender la Constitución venezolana y Maduro la ha violado, a pesar de que todos los pasos que se han dado para su reforma se han realizado ajustándose a lo que prevé la propia constitución del país latinoamericano.

De acuerdo con las declaraciones de González, en Venezuela actualmente sólo existen tres opciones:
A) Que Maduro cancele la Constituyente, libere a los "presos políticos" y acceda a negociar un calendario electoral. 
B) Que siga adelante y ejecute su "golpe de Estado continuado", con una Asamblea Constituyente, donde "todos los candidatos son suyos", y que desplace al legislativo desalojando a la Asamblea Nacional. 
C) Que las Fuerzas Armadas optaran por la "desobediencia". Felipe González manifestó que, en su opinión, esta opción podría estar legitimada dada la situación actual. González dice que el poder de Maduro consiste en que "las Fuerzas Armadas lo toleran” pero, en opinión del hombre que organizó el terrorismo de Estado en España"muchos" piensan que los militares podrían dejar de apoyar unas iniciativas que no son constitucionales.
González aseguró que la Constituyente prevista para el próximo domingo se le “parece a la democracia orgánica de Franco”.

La larga historia de amistades y negocios de Felipe González en Venezuela

Sin embargo, las "preocupaciones" de Felipe González por Venezuela no son recientes. Tampoco son nuevos sus negocios, sus injerencias y sus actividades conspirativas en ese país caribeño.

Ya en el curso de las décadas de los 70, 80 y 90 del siglo pasado, Felipe González había establecido una relación personal y política con uno de los personajes más corruptos de la política de ese país, Carlos Andrés Pérez. Pérez había sido presidente de Venezuela, en un primer mandato, durante los años 1974 y 1979. Pero, además, simultaneaba la presidencia de su país con la vicepresidencia de la Internacional socialista, institución socialdemócrata a la que también pertenecía el PSOE.

A la hora de desentrañar la relación entre estos dos funestos personajes, conviene no perder de vista que durante aquellos años se estaba gestando en España una operación de alto calado político, la llamada "Transición", cuyo objetivo consistía en preparar el recambio sustitutorio de la dictadura franquista.

Hoy se puede constatar, a través de toda la documentación existente -incluida la hecha pública por el Departamento de Estado de los EE.UU.- en qué consistió el papel desempeñado por González en aquella delicada operación política en favor de los intereses occidentales. Conviene, igualmente, recordar que el inmediato superior de Carlos Andrés Pérez en la Internacional Socialista era el alemán Willy Brandt, el gran patrocinador del PSOE en España y el hombre que hizo posible que un grupete sevillano de amigos de excursiones dominicales, se convirtieran, de repente, junto con los herederos del aparato franquista, en albaceas del legado institucional de la dictadura franquista.

De la operación "Transición" al vértigo del mundo de los negocios

Brandt prestó al PSOE todo tipo de ayudas y potentes refuerzos económicos. Detrás de esos soportes se encontraba también el vicepresidente de la Internacional Socialista, el venezolano Carlos Andrés Pérez. Aquel vínculo fue, en efecto, el inicio de una gran amistad entre Felipe González y Pérez.

Posteriormente, y coincidiendo con la presidencia de Felipe González en España, y la de Carlos Andrés Pérez en Venezuela, PRISA, la empresa propietaria de un poderoso consorcio mediático del que forma parte el periódico "El País", irrumpió como si de un vendaval se tratara, en las redes comunicacionales venezolanas, así como en su agitado mundo de los negocios.

Cuando los muertos no conmueven

Mientras, la corrupción económica devoraba vertiginosamente toda la economía venezolana. Fue aquella la época trágica en la que el Fondo Monetario Internacional presionaba a los gobiernos latinoamericanos para que convirtieran sus empresas públicas en retales destinados a alimentar la codicia insaciable de las grandes multinacionales, entre las que, naturalmente, se encontraban las españolas.

Ese tipo de políticas implacables terminaron por provocar en Venezuela una asonada popular conocida con el nombre de "El caracazo", que sería reprimida por Carlos Andrés Pérez, el amigo de González, con una violencia extrema. Según fuentes tan conservadoras como la BBC de Londres (ver aquí) más de 3.000 personas murieron en las masacres ordenadas por el presidente Carlos Andrés Pérez. No deja de resultar curioso que hoy, 30 años después de aquellos acontecimientos, González adjudique al gobierno bolivariano la muerte de 90 venezolanos, -la mayoría de ellos ideológicamente afines al gobierno elegido democráticamente-, muertos en confrontaciones de violencia armada a manos de la oposición derechista. ¿Se imaginan por un instante que aquellos dramáticos acontecimientos que tuvieron lugar durante el gobierno de Carlos Andrés Pérez se hubieran producido hoy bajo el gobierno de Maduro? ¿Qué no habría dicho el ex presidente español? Sin embargo, en aquella ocasión mantuvo un silencio cómplice.

Felipe González, un hacendado hombre de negocios que imparte sermones políticos

Durante aquellos siniestros años del mandato de Carlos Andrés Pérez, Felipe González le importaban poco la miseria de los venezolanos y los miles de muertos que se habían producido como consecuencia de la represión ordenada por su amigo. El sinvergüenza que habia organizado en España una red macabra de terrorismo de Estado, estaba acostumbrado a que esos hechos luctuosos no le contrajeran sus esfínteres. Y tenía fuertes razones para ello. Carlos Andrés Pérez no sólo era un entrañable amigo que le había ayudado a que la operación "Transición" le saliera bien al PSOE y a él personalmente, sino que además era un mandatario que facilitaba los negocios rápidos a través de sus extensas tramas corruptas.

A principio de la década de los 80 se inició una suerte de "toma y daca" mercantil entre Pérez y González. En el año 83, el gobierno socialdemócrata expropió Galerías Preciados, así como el conglomerado empresarial Rumasa al que pertenecía.

En 1984, Galerías fue vendida al multimillonario venezolano y también amigo del tándem Pérez-GonzálezGustavo Cisneros, por la insignificancia de mil quinientos millones de ptas. Sin embargo, en una operación magistral, el millonario venezolano no tuvo que pagar nada más que el valor de un plazo, es decir, 750 millones. El pago restante de los otros 750 millones fue aplazado mediante un depósito en Citibank España.

Pero en 1983, la empresa Rumasa, después de ser expropiada por el Estado por orden del Gobierno de Gonzálezrenunció a cobrarle a Cisneros los 750 millones restantes. Y cinco años después, en 1988, el venezolano Gustavo Cisneros vendió Galerías Preciados al grupo británico Mountleigh por la friolera de 30.600 millones. Todo un fabuloso negocio.

Pero aún hay más. En el ínterin, la Administración española, con el pretexto de proceder al saneamiento de Galerías Preciados, inyectó en ella la friolera de 11.500.000.000 de ptas, en concepto de subvenciones.

Caída en desgracia del “amigo del alma”

Sin embargo, la corrupción ligada al gobierno de Carlos Andrés Pérez llegó a tales extremos que el propio Congreso venezolano se vio obligado a incoar en su contra una causa judicial para poderlo someter a juicio. Pérez no sólo tuvo que abandonar la presidencia del país, sino que, además, se vio obligado a “exilarse” en la República Dominicana.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó, igualmente, a Carlos Andrés Pérez. Felipe González, amigo de sus amigos, no dejó de ejercer por ello internacionalmente sus "buenas artes" en defensa del viejo correligionario.

Pero en 1998, cuando Hugo Chávez obtuvo un triunfo arrollador en las elecciones, González emprendió una batalla militante contra su nuevo gobierno, cuyo ejemplo amenazaba con convertirse en una referencia en América Latina. Con la llegada de Chávez, parecían haberse acabado los años dorados de las "vacas gordas"Chávez no era, evidentemente, un bolchevique, pero su fuerte ideario antiimperialista ponía en solfa los intereses que a González le tocaba defender.

Aunque Felipe González no era ya presidente del gobierno en 1999 cuando Chávez accedió al Gobierno de su país, había empezado ya a recoger una “cosecha" sembrada laboriosamente a lo largo de dos decenios. Fue esa, y no otra, la razón por la que “Felipillo”, como despectivamente se le conoce en Latinoamérica, se puso, ya sin ningún tipo de disimulos, al servicio de los grandes oligarcas latinoamericanos: Carlos Slim, el propio Gustavo Cisneros y una larga ristra de grandes empresas latinoamericanas, de las que se convirtió en eficaz recadero político y amañado asesor. Había llegado la hora de los dividendos, y no se podía permitir que los"zarrapastrosos" vinieran ahora a estallar la burbuja de aquel merecido El Dorado.

Es en esos parámetros donde hay que encontrar las razones del llamamiento al golpe militar que el ex presidente González reclama ahora del ejército venezolano. 

Mercancía y espectáculo

Antonio Olivé, en su blog Marx desde Cero, recoge una conferencia de Anselm Jappe, estudioso de la obra de Guy Debord y representante de la «nueva crítica del valor», corriente teórica vinculada a las revistas alemanas Krisis Exit.

Jappe retoma y actualiza la crítica de Marx a la mercancía y a su carácter de fetiche, en que un valor de cambio fantasmal, cada vez menos real, se sobrepone al valor de uso, el que la justifica en definitiva. La apariencia enmascara lo subyacente, y es ahora, cuando todo pasa a ser mercancía, que el valor pierde su carácter objetivo y la sociedad entera vive en y para el espectáculo que sustituye a la realidad.

El espectro, ese autómata que es el mercado, transfigurado en persona, gobierna a las personas cosificadas, incluso a las que sueñan controlarlo. Pero encuentra su límite en la realidad de los valores de uso. Cada vez se hace esto más evidente, y algo que soslayaron muchos marxistas, y que en la obra del propio Marx ocupa unas pocas líneas, pasa hoy a primer plano.

Reproduzco el artículo con mis habituales subrayados, que pretenden, y no sé si logran, facilitar la lectura a los más apresurados y/o perezosos.




Anselm Jappe


Mi intervención será bastante distinta de las otras que aquí se lean. Presentarse a un debate sobre la mercancía para polemizar contra la existencia misma de la mercancía puede parecer tan sensato como acudir a un congreso de físicos para protestar contra la existencia del magnetismo o de la gravedad. Por lo general, la existencia de mercancías suele considerarse un hecho enteramente natural, por lo menos en cualquier sociedad medianamente desarrollada, y la sola cuestión que se plantea es qué hacer con ellas. Se puede afirmar, desde luego, que hay gente en el mundo que tiene demasiado pocas mercancías y que habría que darles un poco más, o que algunas mercancías están mal hechas o que contaminan o que son peligrosas. Pero con eso no se dice nada contra la mercancía en cuanto tal. Se puede desaprobar ciertamente el “consumismo” o la “comercialización“, eso es, pedirle a la mercancía que se quede en su sitio y que no invada otros terrenos como, por ejemplo, el cuerpo humano. Pero tales observaciones tienen un sabor moralista y además parecen más bien “anticuadas“, y estar anticuado es el único crimen intelectual que aún existe. Por lo demás, las raras veces que parezca ponerse en tela de juicio la mercancía, la sociedad moderna se precipita a evocar las fechorías de Pol Pot, y se acabó la discusión. La mercancía ha existido siempre y siempre existirá, por mucho que cambie su distribución.

Si se entiende por mercancía simplemente un “producto“, un objeto que pasa de una persona a otra, entonces la afirmación de la inevitabilidad de la mercancía es sin duda verdadera, pero también un poco tautológica. Esta es, sin embargo, la definición que ha dado toda la economía política burguesa después de Marx. Si no queremos contentarnos con esa definición, hemos de reconocer en la mercancía una forma específica de producto humano, una forma social que sólo desde hace algunos siglos -y en buena parte del mundo, desde hace pocos decenios- ha llegado a ser predominante en la sociedad. La mercancía posee una estructura particular, y si analizamos a fondo los fenómenos más diversos, las guerras contemporáneas o las quiebras de los mercados financieros, los desastres hidrogeológicos de nuestros días o la crisis de los Estados nacionales, el hambre en el mundo o los cambios en las relaciones entre los sexos, hallamos siempre en el origen la estructura de la mercancía. Conste que eso es consecuencia del hecho de que la sociedad misma lo ha reducido todo a mercancía; la teoría no hace más que tomar nota de ello.

La mercancía es un producto destinado desde el principio a la venta y al mercado (y no cambia gran cosa cuando sea un mercado regulado por el Estado). En una economía de mercancías no cuenta la utilidad del producto sino únicamente su capacidad de venderse y de transformarse, por mediación del dinero, en otra mercancía. Por consiguiente, sólo se accede a un valor de uso por medio de la transformación del propio producto en valor de cambio, en dinero. Una mercancía en cuanto mercancía no se halla definida, por tanto, por el trabajo concreto que la ha producido, sino que es una mera cantidad de trabajo indistinto, abstracto; es decir, la cantidad de tiempo de trabajo que se ha gastado en producirla. De eso deriva un grave inconveniente: no son los hombres mismos quienes regulan la producción en función de sus necesidades, sino que hay una instancia anónima, el mercado, que regula la producción post festum. El sujeto no es el hombre sino la mercancía en cuanto sujeto automático. Los procesos vitales de los hombres quedan abandonados a la gestión totalitaria e inapelable de un mecanismo ciego que ellos alimentan pero no controlan. La mercancía separa la producción del consumo y subordina la utilidad o nocividad concretas de cada cosa a la cuestión de cuánto trabajo abstracto, representado por el dinero, ésta sea capaz de realizar en el mercado. La reducción de los trabajos concretos a trabajo abstracto no es una mera astucia técnica ni una simple operación mental. En la sociedad de la mercancía, el trabajo privado y concreto sólo se hace social, o sea útil para los demás y, por ende, para su productor, a trueque de despojarse de sus cualidades propias y de hacerse abstracto. A partir de ahí, sólo cuenta el movimiento cuantitativo, es decir, el aumento del trabajo abstracto, mientras que la satisfacción de las necesidades se convierte en un efecto secundario y accesorio que puede darse o no. El valor de uso se transforma en mero portador del valor de cambio, a diferencia de lo que sucedía en todas las sociedades anteriores. Aun así, siempre debe haber un valor de uso; hecho éste que constituye un límite contra el que choca constantemente la tendencia del valor de cambio, del dinero, a incrementarse de manera ilimitada y tautológica. La mejor definición del trabajo abstracto, después de la de Marx, fue dada nada menos que por John Maynard Keynes, aunque sin la menor intención crítica: Desde el punto de vista de la economía nacional, cavar agujeros y luego llenarlos es una actividad enteramente sensata”.

Tal vez la mercancía y su forma general, el dinero, hayan tenido alguna función positiva en los inicios, facilitando la ampliación de las necesidades. Pero su estructura es como una bomba de relojería, un virus inscrito en el código genético de la sociedad moderna. Cuanto más la mercancía se apodere del control de la sociedad, tanto más va minando los cimientos de la sociedad misma, volviéndola del todo incontrolable y convirtiéndola en una máquina que funciona sola. No se trata, por tanto, de apreciar la mercancía o de condenarla: es la mercancía misma la que se quita de en medio, a largo plazo, y tal vez no sólo a sí misma. La mercancía destruye inexorablemente la sociedad de la mercancía. Como forma de socialización indirecta e inconsciente, ésta no puede menos de producir desastres.

Este proceso en que la vida social de los hombres se ha trasferido a sus mercancías es lo que Marx llamó el fetichismo de la mercancía: en lugar de controlar su producción material, los hombres son controlados por ella; son gobernados por sus productos que se han hecho independientes, lo mismo que sucede en la religión. El término “fetichista” ha entrado en el lenguaje cotidiano, y a menudo se dice de alguien que es un fetichista del automóvil, de la ropa o del teléfono móvil. Este uso del término “fetichista” parece vincularse, sin embargo, más bien al sentido en que lo usaba Freud, a saber, el de conferir a un mero objeto un significado emotivo derivado de otros contextos. Aunque los objetos de tales fetichismos sean mercancías, parece poco probable que ese “fetichismo” cotidiano sea lo mismo que el “fetichismo de la mercancía” de Marx. Por un lado, porque resulta más bien difícil admitir que la mercancía en cuanto tal, y no sólo algunas mercancías particulares, pueda ser entre nosotros, los modernos, objeto de un culto parangonable al que los llamados salvajes rendían a sus tótems y a sus animales embalsamados. El amor excesivo a ciertas mercancías es sólo un epifenómeno del proceso por el cual la mercancía ha embrujado la entera vida social, porque todo lo que la sociedad hace o puede hacer se ha proyectado en las mercancías.

Pero también aquellos a quienes la mercancía no debería parecerles tan “normal“, es decir, los presuntos marxistas, se han mostrado poco dispuestos a reconocerse como salvajes. Tal renuencia se vio coadyuvada por el hecho de que el “fetichismo de la mercancía” y sus derivados -dinero, capital, interés- ocupa en la obra de Marx un espacio cuantitativamente muy reducido, y no se puede decir que él mismo lo haya colocado en el centro de su teoría. Además, la definición marxiana del fetichismo, como toda su teoría del valor y del trabajo abstracto, es tremendamente difícil de entender; lo cual no se debe, por cierto, a que Marx fuera incapaz de expresarse, sino al hecho de que, como él mismo dice, la paradoja de la realidad se expresa en paradojas lingüísticas. El desdoblamiento de todo producto humano en dos aspectos, el valor de cambio y el valor de uso, determina casi todos los aspectos de nuestra vida y, sin embargo, desafía nuestra comprensión y el sentido común, quizá un poco como la teoría de la relatividad. Era difícil hacer del fetichismo un discurso para masas, como se hizo con la “lucha de clases” o la “explotación“. Además, el análisis marxiano del fetichismo indicaba una especie de núcleo secreto de la sociedad burguesa, núcleo que sólo poco a poco ha venido haciéndose visible; durante casi un siglo, la atención permaneció fijada en los efectos secundarios de la forma-mercancía, tales como la explotación de las clases trabajadoras. No en vano utiliza Marx, cuando habla del carácter de fetiche de la mercancía, en pocas páginas los términos “arcano“, “sutileza metafísica“, “caprichos teológicos“, “misterioso“, “extravagancias admirables“, “carácter místico“, “carácter enigmático“, “quid pro quo“, “forma fantasmagórica“, “región nebulosa“, “jeroglíficos“, “forma extravagante“, “misticismo“, “brujería” y “hechizo“. El fetichismo es el secreto fundamental de la sociedad moderna, lo que no se dice ni se debe revelar. En eso se parece a lo inconsciente; y la descripción marxiana del fetichismo como forma de inconsciencia social y como ciego proceso autorregulador muestra interesantes analogías con la teoría freudiana. No sorprende, por tanto, que el fetichismo, al igual que el inconsciente, emplee toda su sutileza metafísica y toda su astucia de teólogo para no darse a conocer. Durante mucho tiempo, tal ocultamiento no le fue muy difícil: criticar el fetichismo habría implicado poner en tela de juicio todas las categorías que incluso los presuntos marxistas y los críticos de la sociedad burguesa habían interiorizado por completo, considerándolas datos naturales de los cuales sólo podía discutirse el más o el menos, el cómo y, sobre todo, el “para quién“, pero sin cuestionar su existencia en sí: el valor, el trabajo abstracto, el dinero, el Estado, la democracia, la productividad. Sólo cuando la lucha por la distribución de esos bienes había conducido, durante el periodo de posguerra, a una situación de equilibrio en el welfare state fordista, resultó posible colocar en el centro de la atención la mercancía en cuanto tal y los desastres que produce.

Después de Marx, durante muchos decenios, y a pesar de las aportaciones de Lukács, de Isaac Rubin y algunos otros, todo análisis del fetichismo quedó diluido en la categoría mucho más vasta e indeterminada de alienación“; con lo cual el fetichismo se convertía en un fenómeno de conciencia, en una falsa opinión o valoración de las cosas que de algún modo se podía relacionar con la tan discutida “ideología“. Sólo durante la segunda mitad de los años sesenta el concepto de fetichismo, el análisis de la estructura de la mercancía y del trabajo abstracto llegaron a ocupar un lugar destacado en la discusión, sobre todo en Alemania y en Italia.

Un efecto mayor y más duradero alcanzó, sin embargo, en los años sesenta la Internacional Situacionista, con su crítica integral de la vida moderna y su proclamación de una “revolución de la vida cotidiana“. Hasta el día de hoy, a los situacionistas se los ha entendido mal deliberadamente, tomándolos por un simple movimiento artístico-cultural; y en su libro principal, La sociedad del espectáculo de Guy Debord, se ha querido ver a menudo una simple crítica de los mass media. Pero en verdad se trata de una solidísima teoría social que ahonda sus raíces precisamente en la crítica de la estructura de la mercancía. Debord denuncia la economía autonomizada y sustraída al control humano, la división de la sociedad en esferas separadas como política, economía y arte, y arriba a una crítica del trabajo abstracto y tautológico que remodela la sociedad conforme a sus propias exigencias. Todo lo que se vivía directamente se ha alejado en una representación”, se lee al inicio de La sociedad del espectáculo: en lugar de vivir en primera persona, contemplamos la vida de las mercancías. Debord dice también: “El espectáculo no canta a los hombres y sus armas, sino a las mercancías y sus pasiones” (& 66). Sin necesidad de asistir a largos seminarios marxológicos, había redescubierto y actualizado toda la crítica marxiana del fetichismo de las mercancías.

No se trataba de una teoría libresca como otras muchas: la revuelta del Mayo de París, de la cual los situacionistas habían sido en cierto modo los precursores intelectuales, fue también la primera revuelta moderna que no se hizo en nombre de reivindicaciones económicas o estrechamente políticas, sino que nació más bien de la exigencia de una vida diferente, autónoma y liberada de la tiranía del mercado, del Estado y de su raíz común, la mercancía. En 1968 temblaron los Estados del Este al igual que los del Oeste, los sindicatos y los propietarios, la derecha y la izquierda: en otras palabras, las diversas caras de la sociedad de la mercancía. Y nadie supo estar tan a la altura de aquella rebelión como los situacionistas.

Debord lo había predicho en 1967:En el momento en que la sociedad descubre que depende de la economía, la economía depende, de hecho, de ella… Ahí donde estaba el Ello económico debe advenir el Yo… Su contrario es la sociedad del espectáculo, donde la mercancía se contempla a sí misma en un mundo por ella creado (&& 52-53). El inconsciente social, el Ello del espectáculo, sobre el que se funda la actual organización social, tuvo por tanto que movilizarse para tapar esa nueva grieta que se había abierto justamente en el momento en que el orden dominante se creía más seguro que nunca. Entre las medidas que tomó el inconsciente económico hallamos también las tentativas de neutralizar la crítica radical de la mercancía que había encontrado su más alta expresión en los situacionistas. Reducir a la mansedumbre a Debord mismo era imposible, a diferencia de cuanto ocurrió con casi todos los demás “héroes” de 1968. Y su teoría no dejaba margen al equívoco: El espectáculo es el momento en que la mercancía ha conseguido la ocupación total de la vida social”, se lee en el & 42 de La sociedad del espectáculo. Pero a los brujos de la mercancía les quedaba otra posibilidad: la de fingir que hablaban el lenguaje de la crítica radical, aparentemente incluso de manera un poco más extrema y audaz todavía, pero en verdad con intenciones y contenidos opuestos. El que nuestra época prefiere la copia al original, como dice Debord citando a Feuerbach, resulta ser verdadero también respecto a la crítica radical misma.

Según Debord, el espectáculo es el triunfo del parecer y del ver, donde la imagen sustituye a la realidad. Debord menciona la televisión sólo a modo de ejemplo; el espectáculo es para él un desarrollo de aquella abstracción real que domina a la sociedad de la mercancía, basada en la pura cantidad. Pero si estamos inmersos en un océano de imágenes incontrolables que nos impiden el acceso a la realidad, entonces parece más atrevido todavía que se diga que esa realidad ha desaparecido del todo y que los situacionistas fueron aún demasiado tímidos y demasiado optimistas, ya que ahora el proceso de abstracción ha devorado a la realidad entera y el espectáculo es hoy en día aún más espectacular y más totalitario de cuanto se había imaginado, llevando sus crímenes al extremo de asesinar a la realidad misma. Los discursos “posmodernos” que irradiaron de la Francia de los años setenta se sirvieron generosamente de las ideas situacionistas, naturalmente sin citar una fuente tan poco decorosa, aunque en absoluto la ignoraban, incluso por vía de ciertas trayectorias personales. Como decía ya en 1964 Asger Jorn: “A Debord no es que se le conozca mal; es que se le conoce como el mal”. No se trataba, sin embargo, solamente del consuetudinario autoservicio intelectual sino de una verdadera estrategia encaminada a neutralizar una teoría peligrosa mediante su exageración paródica. Los posmodernos, al aparentar que iban aún más allá de la teoría situacionista, en verdad la convirtieron en lo contrario de lo que era. Una vez se confunda el espectáculo, que es una formación histórico-social bien precisa, con el atemporal problema filosófico de la representación en cuanto tal, todos los términos del problema se vuelven del revés sin que se note demasiado.

Criticar las teorías posmodernas resulta difícil debido a su carácter auto-inmunizador que hace imposible toda discusión, transformando sus afirmaciones en verdades de fe ante las cuales sólo cabe creer o no creer. Pero sí cabe decir algo acerca de su función, acerca del cui bono, observando así la sutileza metafísica que despliega la mercancía para defenderse. Al leer los textos posmodernos se nota que, si bien no citan casi nunca a los situacionistas, el término “espectáculo” o “sociedad del espectáculo” se encuentra con frecuencia, y que tales textos, sean de 1975 o de 1995, muy a menudo dan la impresión de no ser otra cosa que respuestas a las tesis de Debord. De él toman los posmodernos las descripciones de un espectáculo que se aleja progresivamente de la realidad; pero las retoman en un plano puramente fenomenológico, sin buscar jamás una causa que vaya más allá de dar por supuesto un impulso irresistible e irracional que empuja a los espectadores hacia el espectáculo. Antes bien se condena cualquier búsqueda de explicaciones. Cuando leemos que “la abstracción del ‘espectáculo’, aun para los situacionistas, no fue nunca sin apelación. Su realización incondicional, en cambio, sí lo es… El espectáculo aún dejaba sitio para la conciencia crítica y la desmitificación… Hoy estamos más allá de toda desalienación“, entonces está claro para qué sirven las referencias posmodernas al espectáculo: para anunciar la inutilidad de toda resistencia al espectáculo.

Esa supuesta desaparición de la realidad, que se presenta pomposamente como una verdad incómoda y aun como una revelación terrible, en verdad es lo más tranquilizador que puede haber en estos tiempos de crisis. Si el carácter tautológico del espectáculo, denunciado por Debord, expresa el carácter automático de la economía de la mercancía que, sustraída a todo control, anda locamente a la deriva, entonces hay efectivamente mucho que temer. Pero si los signos, en cambio, sólo se refieren a otros signos y así seguido, si jamás se encuentra el original de la copia infiel, si no hay valor real que deba sostener, aunque sin lograrlo, el cúmulo de deudas del mundo, entonces no hay absolutamente ningún riesgo de que lo real nos alcance. Los pasajeros del Titanic pueden quedarse a bordo, como dice Robert Kurz, y la música sigue sonando. Entonces cabe fingir también que se está pronunciando un juicio moral radicalmente negativo acerca de tal estado de las cosas; pero tal juicio queda en mero perifollo cuando ninguna contradicción del ámbito de la producción logra ya sacudir ese mundo autista. Y, sin embargo, es justamente en el terreno de la producción que se halla la base real de la fascinación que ejerce el “simulacro“: en el sistema económico mundial que, gracias a esas contradicciones de la mercancía de las que no se quiere saber nada, ha tropezado con sus límites económicos, ecológicos y políticos; un sistema que se mantiene con vida sólo gracias a una simulación continua. Cuando los millones de billones de dólares de capital especulativo “aparcados” en los mercados financieros, o sea todo el capital ficticio o simulado, vuelva a la economía “real“, se verá que el dinero especulativo no era tanto el resultado de una era cultural de la virtualidad (más bien lo contrario es cierto) como una desesperada huida hacia delante de una economía en desbandada. Detrás de tantos discursos sobre la desaparición de la realidad, no se esconde sino el viejo sueño de la sociedad de la mercancía de poder liberarse del todo del valor de uso y los límites que éste impone al crecimiento ilimitado del valor de cambio. No se trata aquí de decidir si esa desaparición del valor de uso, proclamada por los posmodernos, es positiva o no; el hecho es que es rigurosamente imposible, aunque a muchos les parezca deseable. Que no exista sustancia alguna, que se pueda vivir eternamente en el reino del simulacro: he aquí la esperanza de los dueños del mundo actual. Corea del Sur e Indonesia son los epitafios de las teorías posmodernas.

Pero el haber descrito los procesos de virtualización y habérselos tomado en serio constituye también el momento de verdad que contienen las teorías posmodernas. Como mera descripción de la realidad (a su pesar) de los últimos decenios, esas teorías se muestran a menudo superiores a la sociología de inspiración marxista. Supieron denunciar con justeza la fijación de los marxistas en las mismas categorías capitalistas como el trabajo, el valor y la producción; y así parecían colocarse, por lo menos en los inicios, entre las teorías radicales que mayormente recogieron el legado de 1968. Pero luego acaban siempre hablando de los verdaderos problemas sólo para darles respuestas sin origen ni dirección. En los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, de 1988, Debord compara ese tipo de crítica seudo-radical a la copia de un arma a la que sólo falta el percutor. Al igual que las teorías estructuralistas y postestructuralistas, los posmodernos comprenden el carácter automático, autorreferencial e inconsciente de la sociedad de la mercancía, pero sólo para convertirlo en un dato ontológico, en lugar de reconocer en ello el aspecto históricamente determinado, escandaloso y superable de la sociedad de la mercancía.

Como se ve, no es fácil sustraerse a la perversa fascinación de la mercancía. La crítica del fetichismo de la mercancía es la única vía que hoy se halla abierta a una comprensión global de la sociedad; y afortunadamente semejante crítica se está formando. De ese proceso forman parte el creciente interés por las teorías de los situacionistas, y por las de Debord en particular, así como la labor de la revista alemana Krisis y el eco que está empezando a hallar también en Italia. Durante largo tiempo, la mercancía nos engañó presentándose como una cosa trivial y obvia“. Pero su inocencia ha pasado, porque hoy sabemos que esuna cosa embrolladísima, llena de sutileza metafísica y caprichos teológicos“. Y todos los rezos de sus sacerdotes serán incapaces de salvarla de la evidencia de su condena.

martes, 25 de julio de 2017

Entropía, pa el que la cría

La segunda entrada de este blog fue una llamada de atención sobre la imposibilidad de un crecimiento indefinido en ningún sistema cerrado. Es lo que intenta mantener el modo de producción en que estamos inmersos, para el que más importante que la propia acumulación de capital es el aumento incesante de la velocidad con que crece, que eso significa la tasa de interés que mueve a los capitales. Al final ese abstracto principio económico se ha separado de la realidad física, pero solo lo ha hecho de modo fantástico, con un crecimiento especulativo que constata lo difícil que se está volviendo el crecimiento real. Pero la desmaterialización ideológica de la economía es más una fantasía que un hecho: los flujos de materiales y energía no dejan de crecer, aunque eso no nos haga mucho más felices.

Los procesos que mantienen en actividad un sistema implican flujos de materia y energía tendentes a estructurarlo del modo más ordenado posible, pero siempre a costa de exportar el desorden al exterior. Este mecanismo hace que el desorden global aumente. La tendencia a acelerar los flujos acaba socavando las bases del mismo sistema.

La medida del desorden la ejemplifica la magnitud física llamada entropía, que puede interpretarse como medida del desorden. Siendo inevitable el aumento constante de la entropía en el sistema mundo, es suicida acelerarlo.

Este artículo de Antonio Turiel es una enésima denuncia anticapitalista. Esta es una palabra que rechina en los oídos de la mayoría, como todas las anatematizadas por los dueños del mundo que nos exportan a diario su entropía, Turiel lo denuncia así:
De entre los muchos residuos y subproductos tóxicos que se generan con la aceleración entrópica del capitalismo, uno de los peores es la propaganda, que tiene el poder de intoxicar mentes y nublar el entendimiento delante de verdades simples.
Llega un momento en que te sientes bicho raro, obsesionado por transmitir ideas desagradables. Muchos no quieren oírlas porque creen imposible enfrentarlas. Ese es el error: por eso comparto el párrafo final del artículo:
Tenemos que aprender (yo el primero) a vivir dentro de los límites, a no tener vergüenza de vivir en armonía y equilibrio. No es una cuestión moral, pero es una cuestión de supervivencia. Y debemos de ser capaces de explicar estas cosas sin temer ser reprendidos o avergonzados por ello.
El sistema tiende a su propia destrucción y habrá que detenerlo antes de que nos lleve por delante. Algunos denunciamos esto, querríamos echar el freno, aunque más bien en la teoría que en una práctica diaria que nos arrastra. De todos modos, la denuncia significa más esperanza que masoquismo o ganas de aguar la fiesta.


¡La entropía, pa'l que la cría!




(...)

Cuando se explica lo insostenible que es nuestra sociedad, abocada al objetivo de crecer sin límites en un planeta finito, a veces se nos compara con la levadura. Como es bien sabido, una pequeña muestra de levadura, convenientemente vertida en el zumo de la uva, aprovechará la enorme abundancia de azúcares del ambiente para reproducirse a un ritmo exponencial, y en el proceso, también exponencialmente, agotará los recursos que la hicieron medrar tan rápidamente y aumentará la cantidad de alcohol, que a la postre convertirá el ambiente en excesivamente tóxico para el microorganismo y le condenará a su colapso y extinción. No se puede negar la enorme fuerza de la comparación entre la levadura y la Humanidad: un exceso de recursos les lleva a crecer alocadamente y al final el ambiente degradado que ellas mismas han generado les lleva a sucumbir completamente. Lo curioso desde el punto de vista biológico es que este ejemplo de crecimiento desbocado y sin autocontrol es algo repetido con cierta frecuencia en la naturaleza: en la marabunta, en las plagas de langosta o de lemmings, en las mareas rojas de algas... Siempre la misma historia: una especie tiene demasiado éxito en el acceso a los recursos y acaba destruyendo el hábitat que la sustenta, hasta que ya no puede sustentarlo y acaba colapsando, muchas veces de forma completa, por inanición.

La función última de los seres vivos es, todavía hoy, un misterio. Desde el punto de la Física, que es el que yo conozco mejor, por definición un ser vivo es un ente que vive en una continua lucha contra el Segundo Principio de la Termodinámica (ya saben, el que establece que la entropía del Universo siempre crece). Los seres vivos, para mantener su organización interna y funcionalidad, tienen que mantener un flujo continuo de materia y energía: materia, para autorrepararse, y energía, para mantenerse en marcha. Ese flujo positivo de materia y energía también puede ser interpretado como un flujo negativo de entropía: los seres vivos se deshacen de la entropía que genera su propia existencia, y lo hacen a costa de aumentar más rápidamente la entropía de su entorno. Esta interpretación de los seres vivos como sistemas lejos del equilibrio termodinámico y fuentes de entropía fue sugerida ya por Richard Feynman en la década de los 50 del siglo pasado y desarrollada en la década siguiente por Ilya Prigogine, y ha sido utilizada profusamente desde entonces. 

En realidad, la idea de que los seres vivos son estructuras altamente disipativas es fuertemente perturbadora, porque plantea un inquietante interrogante sobre la función real de los seres vivos. Si al final lo que posibilita la vida es el gradiente del potencial químico que accidentalmente se crea en algunos rincones del Universo, ese gradiente que va desde los recursos a los residuos y que hace nuestra mera existencia posible, los seres vivos cumplirían la función de destruir de la manera más rápida posible esos gradientes, es decir, maximizando la tasa de creación de entropía, hasta el extremo de llevarles a su autodestrucción. Esa trampa natural, de que somos nosotros mismos los que consumimos los gradientes de recursos que propician nuestra existencia por el mero hecho de vivir, es otra de esas amargas lecciones que nos deja el Segundo Principio de la Termodinámica, posiblemente la más deprimente y fatalista de las leyes y principios de la Física.

Con todo, los seres vivos individuales parecen haber desarrollado estrategias para reducir su flujo entrópico a uno que les permita mantener su entorno habitable durante más tiempo (nunca eternamente, por supuesto, pero nada es eterno). Sin embargo, algunas especies tienen dificultades para estabilizar su débito entrópico-metabólico, sobre todo porque no consiguen mantenerse en equilibrio con su ecosistema (en casos como el de la levadura, porque su ecosistema ha sido artificialmente adulterado) y así se comportan como verdaderos maximizadores de la entropía (dicho de otro modo, gestionan mal la abundancia). También de manera natural, los ecosistemas desequilibrados tienden a colapsar y a ser substituidos por otros mucho más equilibrados y con menor débito entrópico-metabólico.

No deja de ser paradójico que la especie que más fomenta los desequilibrios que favorecen las plagas (es decir, las explosiones biológicas que maximizan la creación de entropía), y para comenzar la de sí misma, es el que se jacta de ser la única inteligente en este planeta. Eso no quiere decir que las comunidades humanas estén condenadas a ser macroorganismos maximizadores del débito entrópico y por tanto abocadas a su autodestrucción acelerada. No, no es ése el destino de todas las civilizaciones humanas. Algunas han demostrado ser capaces de moderar su débito entrópico-metabólico, de vivir intentando no acelerar la inevitable entropización del entorno, el crecimiento de la destrucción. Civilizaciones que aprendieron a vivir en armonía con la naturaleza, vivir a un ritmo metabólico justo y necesario. Pero el capitalismo ha sido concebido para maximizar la entropía colectiva. 

Puede sonar a un poco reduccionista la definición del capitalismo como un sistema que maximiza la producción de entropía de la Humanidad, pero en realidad es exactamente ésa su función. Es bien conocido que en el capitalismo lo que es importante no es el stock absoluto, sino la maximización, justamente, de los flujos. No es importante el PIB en sí, lo que es importante es su tasa de crecimiento, porque ella expresa la esperanza de crecimiento del capital, es decir, la tasa de interés que puede esperara conseguir de sus inversiones. Por ese motivo, no es importante cuánto se tiene, sino tener siempre más y además que la velocidad del crecimiento sea cada vez mayor en términos absolutos (pues ha de llegar a un porcentaje mínimo en términos relativos, y por tanto el incremento es mayor cuanto más se tiene). Por eso mismo, no importa si se degrada el entorno o si disminuyen los recursos necesarios para seguir en marcha; lo que importa es que los flujos sean crecientes, es decir, que se consuman más recursos y se produzcan más residuos, es decir, que crezca la entropía y que cada vez lo haga más rápido. Al final, ésa es la verdadera función del capitalismo: acelerar hacia el colapso entrópico.

De entre los muchos residuos y subproductos tóxicos que se generan con la aceleración entrópica del capitalismo, uno de los peores es la propaganda, que tiene el poder de intoxicar mentes y nublar el entendimiento delante de verdades simples. Por ese motivo, por culpa del fuerte y persistente efecto de la propaganda, se ven los intentos de vivir dentro de los límites biofísicos que nos marca el planeta y de reducir nuestra tasa entrópica a un mínimo razonable como actitudes infantiles, bienintencionadas pero poco maduras, cuando no reaccionarias (como a veces se ataca desde ciertos sectores de la izquierda a las propuestas decrecentistas). Entre tanto, el capitalismo juega a una especie de Pac-Man macabro, buscando maximizar el número de puntos - las unidades monetarias con las que cuantifica su "éxito", aunque éstas no tengan ningún valor intrínseco - sin darse cuenta de que a la larga, forzosamente, será destruido por los fantasmas de la entropía.
(...)

Sabemos que tenemos que morir, sabemos que no podemos ganar la batalla a la entropía por tiempo indefinido. Del mismo modo, como macroorganismos vivos que son, las civilizaciones mueren, y por fuerza nuestra propia civilización tendrá que morir. Pero no es lo mismo morir después de una vida dichosa y en equilibrio, que morir violentamente después de innumerables excesos, dolor y destrucción. 

La obsesión del capitalismo por maximizar los flujos mientras destruye la base material que le sustentan es algo muy grave. Pero peor que eso es la falta de capacidad de aceptar críticas razonadas basadas en datos y argumentos sólidos basados en las ciencias empíricas, hasta el punto de que el pensamiento económico actual en poco puede diferenciarse de un culto religioso destructivo. La visceralidad de la reacción de los zelotes de este culto, lo agresivo e irreflexivo de sus respuestas cuando uno plantea las alternativas razonables para evitar estrellarse (decrecimiento, economía de estado estacionario,...) muestran a las claras que aquéllos que rigen nuestra sociedad son sacerdotes del culto a la Entropía, entronizada como una diosa pagana de la destrucción. Sólo quieren maximizar el capital por maximizar el capital, entendido ya como un incremento de unos números registrados en un sistema electrónico, no un crecimiento de un capital físico real. Ya no se busca crear objetos durables (hasta las casas y las infraestructuras se construyen para que tengan caducidad), ya no se busca crear un capital físico, sino la mera maximización de flujos. Básicamente, sólo se busca ganar más puntos en el Pac-Man aunque eso acelere nuestra llegada al choque contra el fantasma de la entropía. ¿Para qué? Realmente son sólo siervos de Entropía, Diosa de la Muerte y la Destrucción.

Todos somos, en realidad, siervos del mal, siervos de Entropía, pues con nuestras acciones diarias dentro de esta sociedad en la que vivimos estamos contribuyendo más de lo que realmente sería necesario a gastar recursos y degradar el medio ambiente, a incrementar la entropía en suma. Tenemos que aprender (yo el primero) a vivir dentro de los límites, a no tener vergüenza de vivir en armonía y equilibrio. No es una cuestión moral, pero es una cuestión de supervivencia. Y debemos de ser capaces de explicar estas cosas sin temer ser reprendidos o avergonzados por ello.

domingo, 23 de julio de 2017

La expresión gráfica en la ingeniería (6-c)

La curvatura de una línea plana la mide en cada punto una circunferencia llamada osculatriz, la que mejor se le ajusta en él. Su radio se llama radio de curvatura. Esa circunferencia se llama así porque "besa" a la curva. El círculo que encierra, círculo osculador, es, para expresarlo gráficamente, un disco que se acopla a la curva sin rodar sobre ella (seguramente a quien así lo tituló le resultaba un poco violento llamarlo "círculo copulador").

Las superficies de revolución reproducen la curva en cada plano meridiano. Son una buena base para analizar la curvatura: colocad una bola en una copa, y si no llega a tocar el fondo es que su curvatura es mayor, pero si puede rodar es menor. Únicamente coinciden las curvaturas si se encaja perfectamente.

La curvatura es la magnitud inversa del radio de curvatura, es decir, que a mayor radio menor curvatura. Si el radio crece infinitamente, la circunferencia tiende a ser una recta, de curvatura nula. Si el radio disminuye, tendiendo a cero, la curvatura crece infinitamente, y el punto se vuelve anguloso.

La tangente en un punto de una curva es la del círculo osculador en él. Para una recta es ella misma, y para un punto anguloso no hay una tangente única. La tangente no toca a la curva en más de un punto, al menos en un entorno más o menos amplio.

También en las superficies hay un plano tangente en cada punto, salvo en aquellos puntos singulares en que se pierde la suavidad, como el vértice de un cono o la quilla de una embarcación. El plano tangente contiene a todas las tangentes, rectas que tocan la superficie en el punto y solo en él, de nuevo al menos en un cierto entorno. Salvo que el plano tangente corte a la superficie o comparta con ella toda una línea. En estos casos hay una o dos tangentes excepcionales, pero el resto siguen la ley general.

Continúa esta entrega lo estudiado hasta aquí, dentro del libro que vengo glosando desde este otro lugar.

Entremos a analizar estos conceptos, basándonos en las superficies de revolución.

granviacentral.wordpress.com

El meridiano de una superficie de revolución puede descomponerse de modo más o menos aproximado en arcos de circunferencia, los cuales generan tiras toroidales.


Observamos que hay puntos en que la curvatura del meridiano deja al centro del círculo osculador dentro de la vasija, y otros en que queda fuera de la misma, mientras que los paralelos siempre tienen su centro en el interior. Cuando los dos centros de curvatura quedan dentro están del mismo lado del plano tangente, y las curvaturas tienen el mismo signo. Si uno de ellos queda dentro y el otro fuera, las curvaturas respectivas son de signo opuesto.

El toro es la superficie idónea para estudiar el plano tangente, porque en él existen tres modos de relación entre la superficie y el plano. En unos puntos (elípticos) hay un solo punto común entre ambas. En otros (parabólicos) coinciden en una línea, que en este caso es una circunferencia de tangencia (hay dos, en los extremos superior e inferior de la rosquilla). Por último, en los puntos hiperbólicos el plano corta al toro en una curva llamada lemniscata.


El plano tangente es único (y también la normal, recta perpendicular a él), pero contiene infinitas tangentes en el punto. Dos de ellas son importantes, las tangentes al paralelo y al meridiano, perpendiculares entre sí y, naturalmente, a la normal. Las tres forman por lo tanto un triedro trirrectángulo, determinando tres planos, que son el plano tangente mismo, el plano meridiano y un tercero determinado por la normal y la tangente al paralelo.

La normal y la tangente al meridiano, al girar, generan dos conos con vértices sobre el eje. Uno, tangente a la superficie. El otro, perpendicular a ella. En los puntos parabólicos el cono se convierte en un plano. Para los paralelos ecuatoriales, máximo y mínimo o de garganta, el cono pasa a ser un cilindro.


También hay dos superficies esféricas tangentes al toro en el paralelo. Una de ellas lo envuelve (en los puntos elípticos) o se encaja en su agujero (en los hiperbólicos), mientras la otra lo corta perpendicularmente.

En los puntos parabólicos la esfera tangente pasa a ser un plano.



En cada paralelo de una superficie de revolución hay un toro osculador.


Las diferentes tangentes en un punto determinan con la normal planos normales, y cada uno de ellos corta a la superficie en una curva, que en el punto tiene su propia curvatura, la de su círculo osculador.

Al girar la tangente en su plano alrededor de la normal, estos planos giran también, y las curvas que determinan en la superficie van variando su curvatura. En los puntos elípticos, las curvaturas extremas, que coinciden en los planos meridiano y tangente al paralelo, no se anulan nunca, pero en los parabólicos lo hacen para la tangente al paralelo, y en los hiperbólicos en dos direcciones.

Veremos esto con más detalle.