martes, 31 de mayo de 2022

"Me aparto para que escuchéis a otra persona sobre Ucrania"

Pues yo también "me hago a un lado" y dejo que el diplomático José Antonio Zorrilla se explique, como persona con experiencia en relaciones internacionales.

miércoles, 25 de mayo de 2022

El mundo en riesgo

Entrevista de C. J. Polychroniou a Noam Chomsky, publicada originalmente en Truthout traducida por Jorge Anaya para La Jornada y Página 12. En ella plantea la necesidad de pelear por una salida negociada urgente a la guerra y analiza cómo Occidente juega con la vida de los ucranianos, y el hambre en todo el mundo, para tratar de acorralar a la Rusia de Putin.

Comienza observando el entrevistado que la seguridad de la población es como mucho una preocupación marginal, porque los 'amos de la humanidad' utilizan su poder para asegurar sus interesespor dolorosos que sean sus efectos sobre otros.

Dos importantes miembros del Consejo de Seguridad Nacional de los Estados Unidos lo han reconocido sin ambages.

Zbigniew Brzezinski le pareció ridícula una pregunta sobre si sentía remordimientos por haber alimentado la guerra en Afganistán. El surgimiento del terrorismo islamista y la devastación del país, con un millón de muertos, fueron para él muy positivos, porque propiciaron el fin de la Unión Soviética, y a fin de cuentas, "¿a quién le importa si dañó a ‘algunos musulmanes agitados’?".

La recientemente fallecida Madeleine Albright también estaba satisfecha de la guerra de Irak, y cuando le preguntaron por los daños colaterales, contestó que, aunque fuera una decisión difícil, 'valió la pena pagar el precio de 500.000 niños iraquíes fallecidos'.

Recuerda esto la célebre respuesta de Franco al periodista Jay Allen en julio de 1936, cuando dijo que 'si para ganar la guerra era necesario matar a media España estaba dispuesto a pagar ese precio'. (No hace tanto que unos militares más o menos jubilados se mostraban dispuestos a superar la cifra; y aquí no ha pasado nada).

Otra observación importante es el empleo del pensamiento doble. Se pretende que sean aceptables, alternativa o simultáneamente, dos ideas contradictorias. En el caso del "peligro ruso", su fuerza militar es tan abrumadora que pronto podría tratar de conquistar Europa occidental; pero a la vez se la presenta como un "tigre de papel" incompetente y frágil, y tan mal conducida, que no puede conquistar ciudades ubicadas a unos kilómetros de su frontera, defendida en gran parte por un ejército de ciudadanos.

El propósito, evidentemente, es que la primera idea justifique el espíritu bélico 'defensivo', al tiempo que la segunda proporcione la confianza de vencer en el 'inevitable' enfrentamiento.

Aceptada la realidad de la guerra, en la que al final siempre habrá que pactar una solución, la cuestión es si se quiere una breve o se pretende alargarla. Si el propósito preferente es aplastar al enemigo por encima de cualquier otra consideración, interesa debilitarlo con una guerra prolongada. En guerras anteriores, como la de Vietnam o Afganistán, los partidarios de la paz eran considerados 'palomas' por los 'halcones'.

La diferencia entre ambos grupos no era de fondo: ninguno estaba dispuesto a aceptar una posible derrota, pero desde siempre el gobierno estadounidense estuvo dividido entre los desangradores, que querían que las fuerzas soviéticas permanecieran atascadas en Afganistán y de ese modo vengarse por Vietnam, y los negociadores, que querían forzar su retirada mediante una combinación de diplomacia y presión militar. Los desangradores por lo regular ganan y causan inmenso daño: para ‘el que decide’ es más seguro verse rudo que blando.

Se trata de un juego arriesgado. Se espera que el adversario no se atreva a responder con toda su fuerza, lo que podría conducir a una guerra nuclear que acabara con todo. Más que una partida de ajedrez, se juega al póquer. Perderá quien primero parpadee. Pero un error de cálculo o un simple accidente pueden derivar en la destrucción total de nuestra 'civilización'. La apuesta, además de criminal, es potencialmente suicida.

La radioastronomía investiga el universo analizando la radiación procedente de estrellas y otros objetos emisores. Se ha planteado la posibilidad de que algunas señales sean producidas por seres inteligentes. Desde el pasado siglo es nuestro planeta el que emite ondas de radio que podrían indicar a hipotéticos extraterrestres que estamos aquí. Podemos entonces pensar que de existir civilizaciones avanzadas en otros planetas seríamos nosotros los que las podríamos recibir. De forma un tanto especulativa se ha querido calcular la probabilidad de recibir señales de vida inteligente. Un factor esencial para el cálculo es la duración de una civilización avanzada, porque la probabilidad de recibir aquí y ahora esas señales es proporcional a esa duración

Carl Sagan, en uno de los episodios de la inolvidable serie Cosmos, utilizaba la fórmula de Drake, intentando aventurar el número de posibles 'civilizaciones avanzadas' que puedan coexistir en la Galaxia en un momento dado (suponiendo que que la relatividad de la simultaneidad nos permitiese fijar tal 'momento'). Entendamos por tales las que han adquirido la capacidad de transmitir mensajes a la velocidad de la luz y comunicarse por ondas de radio. Extraigo la información del libro que con el mismo título puede descargarse de internet, a partir de la página 298:

Pero, ¿hay alguien ahí fuera con quien hablar? ¿Es posible, habiendo una tercera parte o una mitad de un billón de estrellas en nuestra galaxia Vía Láctea, que la nuestra sea la única acompañada por un planeta habitado? Es mucho más probable que las civilizaciones técnicas sean una trivialidad, que la galaxia esté pulsando y vibrando con sociedades avanzadas (...). 
Es muy difícil estar seguros. Puede haber impedimentos graves en la evolución de una civilización técnica. Los planetas pueden ser más raros de lo que pensamos. Quizás el origen de la vida no es tan fácil como sugieren nuestros experimentos de laboratorio. Quizás la evolución de formas avanzadas de vida sea improbable. O quizás las formas de vida compleja evolucionan fácilmente pero la inteligencia y las sociedades técnicas requieren un conjunto improbable de coincidencias: del mismo modo que la evolución de la especie humana dependió del fallecimiento de los dinosaurios y de la recesión de los bosques en la era glacial; de aquellos árboles sobre los cuales nuestros antepasados se rascaban y se sorprendían vagamente de algo. O quizás las civilizaciones nacen de modo repetido e inexorable, en innumerables planetas de la Vía Láctea, pero son en general inestables; de modo que sólo una pequeña fracción consigue sobrevivir a su tecnología y la mayoría sucumben a la codicia y a la ignorancia, a la contaminación y a la guerra nuclear. 
Es posible continuar explorando este gran tema y hacer una estimación basta de N, el número de civilizaciones técnicas avanzadas en la Galaxia. Definimos una civilización avanzada como una civilización capaz de tener radioastronomía. Se trata desde luego de una definición de campanario, aunque esencial. Puede haber innumerables mundos en los que los habitantes sean perfectos lingüistas o magníficos poetas pero radioastrónomos indiferentes. No oiremos nada de ellos. N puede escribirse como el producto o multiplicación de unos cuantos factores, cada uno de los cuales es un filtro y, por otro lado, cada uno ha de tener un cierto tamaño para que haya un número grande de civilizaciones:

N*, número de estrellas en la galaxia Vía Láctea;

fp,  fracción de estrellas que tienen sistemas planetarios,

nenúmero de planetas en un sistema dado que son ecológicamente adecuados para la vida,

fl, fracción de planetas adecuados de por sí en los que la vida nace realmente,

fi, fracción de planetas habitados en los que una forma inteligente de vida evoluciona,

fc, fracción de planetas habitados por seres inteligentes en los que se desarrolla una civilización técnica comunicativa; 

fL, fracción de una vida planetaria agraciada con una civilización técnica.

Esta ecuación escrita se lee N = N*×fp×ne×fl×fi×fc×fL. Todas las efes son fracciones que tienen valores entre 0 y 1; e irán reduciendo el valor elevado de N*.

Para derivar N hemos de estimar cada una de estas cantidades. Conocemos bastantes cosas sobre los primeros factores de la ecuación, el número de estrellas y de sistemas planetarios. Sabemos muy poco sobre los factores posteriores relativos a la evolución de la inteligencia o a la duración de la vida de las sociedades técnicas. En estos casos nuestras estimaciones serán poco más que suposiciones. Os invito, si estáis en desacuerdo con las estimaciones que doy, a proponer vuestras propias cifras y ver cómo afectan al número de civilizaciones avanzadas de la Galaxia. Una de las grandes virtudes de esta ecuación, debida originalmente a Frank Drake, de Cornell, es que incluye temas que van desde la astronomía estelar y planetario hasta la química orgánica, la biología evolutiva, la historia, la política y la psicología anormal. La ecuación de Drake abarca por sí sola gran parte del Cosmos. Conocemos N*, el número de estrellas en la galaxia Vía Láctea, bastante bien, por recuentos cuidadosos de estrellas en regiones del cielo, pequeñas pero representativas. Es de unos cuantos centenares de miles de millones; algunas estimaciones recientes lo sitúan en 4×1011 (...)

Detengámonos en el ultimo factor de la ecuación:

¿Qué porcentaje de la vida de un planeta está marcado por una civilización técnica? La Tierra ha albergado una civilización técnica caracterizada por la radioastronomía desde hace sólo una décadas, y su vida total es de unas cuantos miles de millones de años. Por lo tanto, si nos limitamos a nuestro planeta fL por ahora inferior a 1/108, una millonésima de uno por ciento. No está excluido en absoluto que nos destruyamos mañana mismo. Supongamos que este fuera un caso típico, y la destrucción tan completa que ninguna más o de la especie humana o de otra especie cualquiera fuera capaz de emerger en los cinco mil millones de años más o menos que quedan para que el Sol muera. Entonces N = N*×fp×ne×fl×fi×fc×fL ≈ 10 y en cualquier momento dado sólo habría una reducida cantidad, un puñado, una miseria de civilizaciones técnicas en la Galaxia, y su número se mantendría continuamente a medida que las sociedades emergentes sustituirían a las que acababan de autoinmolarse. El número N podría ser de sólo 1. Si las civilizaciones tienden a destruirse poco después de alcanzar la fase tecnológica, quizás no haya nadie con quien podamos hablar aparte de nosotros mismos, y esto no lo hacemos de modo muy brillante. Las civilizaciones tardarían en nacer miles de millones de años de tortuosa evolución, y luego se volatilizarían en un instante de imperdonable negligencia.

La posibilidad trágica es que esas civilizaciones con capacidad para transmitir ondas radioeléctricas, pero también para autodestruirse, no duren mucho. Que las señales delatoras emitidas emitidas desde el siglo XX dejen de dar prueba de nuestra presencia...

¿Cuándo?


EE.UU. no quiere una salida diplomática en Ucrania y abre la puerta a la guerra nuclear

Noam Chomsky


La guerra en Ucrania está causando sufrimientos humanos inimaginables, pero también tiene consecuencias económicas globales y es una noticia terrible para la lucha contra el calentamiento global. De hecho, como resultado de los crecientes costos de la energía y las preocupaciones por la seguridad energética, los esfuerzos de descarbonización han pasado a un segundo plano. En Estados Unidos, el gobierno de Biden ha adoptado el lema republicano perfora, nene, perfora, Europa está empeñada en construir nuevos gasoductos e instalaciones de importación, y China planea elevar la capacidad de producción de carbón. ¿Puede usted comentar sobre las implicaciones de estos desafortunados sucesos y explicar por qué el pensamiento cortoplacista sigue prevaleciendo entre los líderes mundiales, aun en un momento en que la humanidad podría estar al borde de una amenaza a nuestra existencia?

La última pregunta no es nueva. En una forma o en otra, ha surgido a lo largo de la historia. Recordemos un caso que se ha estudiado a fondo: ¿por qué los líderes políticos fueron a la guerra en 1914, con absoluta confianza en su propia rectitud? ¿Y por qué los más prominentes intelectuales en todos los países en guerra se alinearon con apasionado entusiasmo en apoyo de su propio Estado… fuera de un puñado de disidentes, los más destacados de los cuales fueron encarcelados (Bertrand Russell, Eugene Debs, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht)? No era una crisis terminal, pero era grave.

Este modelo se remonta en el tiempo. Y continúa con poco cambio después del 6 de agosto de 1945, cuando nos enteramos de que la inteligencia humana se había elevado al nivel en el que pronto sería capaz de exterminarlo todo.

Si observamos de cerca el modelo, en el curso de los años, una conclusión parece surgir con claridad: lo que impulsa la política no es la seguridad, al menos no la seguridad de la población, la cual es, cuando mucho, una preocupación marginal. Lo mismo puede decirse de las amenazas a la existencia. Tenemos que buscar en otro lado.

Un buen punto de partida, creo, es lo que parece el principio mejor establecido de la teoría de las relaciones internacionales: la observación de Adam Smith de que los ‘Amos de la Humanidad’ –en su tiempo los comerciantes y fabricantes de Inglaterra– son ‘los principales arquitectos de la política del Estado’. Utilizan su poder para asegurar que sus intereses ‘sean atendidos de la manera más peculiar’, por ‘dolorosos’ que fueran sus efectos sobre otros, entre ellos el pueblo de Inglaterra, pero con más brutalidad las víctimas de la ‘salvaje injusticia de los europeos’. El objetivo particular de Smith era el salvajismo británico en India, entonces en sus primeras etapas, pero ya bastante terrible.

Nada cambia mucho cuando la crisis se vuelve existencial. Los intereses de corto plazo prevalecen. La lógica es clara en los sistemas competitivos, como en los mercados no regulados. Quienes no participan en el juego son excluidos con rapidez. La competencia entre los ‘principales arquitectos de la política’ en el sistema estatal tiene propiedades un tanto similares, pero debemos tener en mente que la seguridad de la población está lejos de ser un principio rector, como la historia muestra con claridad.

Usted tiene razón en cuanto al horrible impacto de la criminal invasión rusa de Ucrania. La discusión en Estados Unidos y Europa se centra en el sufrimiento de Ucrania, lo cual es razonable, mientras aplaude también nuestra política de acelerar la miseria, lo cual no es tan razonable. Volveré sobre ello.

Veamos sólo un ejemplo, la peor crisis humana, de acuerdo con Naciones Unidas: Yemen. Más de 2 millones de niños enfrentan una hambruna inminente, según informa el Programa Mundial de Alimentos. Casi 100 por ciento de sus cereales son importados, de los cuales Rusia y Ucrania aportan la mayor cantidad de trigo y derivados (42 por ciento), además de harina rexportada y trigo procesado para la misma región.

La crisis va mucho más allá. Intentemos ser honestos al respecto: la perpetuación de la guerra es, en términos simples, un programa de asesinato en masa sobre buena parte del Sur global.

Esa es la menor parte. En periódicos supuestamente serios se analiza cómo Estados Unidos podría ganar una guerra nuclear con Rusia. Tales análisis lindan en una locura criminal. Y, por desgracia, las políticas de Estados Unidos y la OTAN proporcionan muchos posibles escenarios para una rápida terminación de la sociedad humana. Para mencionar sólo una, Putin hasta ahora se ha abstenido de atacar las líneas de suministro de armas pesadas a Ucrania. No sería gran sorpresa si eso terminara, lo cual llevaría a Rusia y la OTAN a un conflicto frontal, con un camino fácil hacia una intensificación que bien podría conducir a un rápido adiós.

Más probable, de hecho muy probable, es una muerte más lenta por medio del envenenamiento del planeta. El informe más reciente del PICC dejó en claro que, para que haya alguna esperanza de un mundo habitable, debemos dejar de usar combustibles fósiles ahora mismo, y avanzar con firmeza hasta su pronta eliminación. Como usted señala, el efecto de la guerra actual es poner fin a las de por sí limitadas iniciativas existentes, y de hecho revertirlas y acelerar la carrera hacia el suicidio.

Naturalmente, reina gran jolgorio en las oficinas ejecutivas de los consorcios dedicados a destruir la vida humana en la Tierra. Ahora no sólo están libres de restricciones y de las quejas de molestos ambientalistas, sino que se les elogia por ‘salvar a la civilización’ y reciben estímulos para destruir aún más rápidamente. Ahora se les anima a desperdiciar recursos escasos que se necesitan con desesperación para propósitos humanos y constructivos. Y, al igual que sus socios en la destrucción masiva, las corporaciones de combustibles fósiles, absorben recursos de los contribuyentes.

¿Qué podría ser mejor o, desde una perspectiva diferente, más insensato? Haríamos bien en recordar las palabras del ex presidente Dwight D. Eisenhower en su discurso de la Cruz de hierro de 1953:

“‘Cada arma que se fabrica, cada guerra que se emprende, cada cohete que se dispara significa, en último sentido, un robo a quienes padecen hambre y no son alimentados, quienes padecen frío y no son vestidos. Este mundo en armas no sólo gasta dinero: gasta el sudor de sus trabajadores, el genio de sus científicos, las esperanzas de sus niños. El costo de un bombardero pesado moderno es éste: una moderna escuela de ladrillos en más de 30 ciudades. Es dos plantas eléctricas, cada una capaz de atender a una población de 60 mil personas. Es dos hospitales excelentes, plenamente equipados. Es unos 80 kilómetros de pavimento. Pagamos por un solo avión caza con medio millón de bushels de trigo. Pagamos por un solo destructor con nuevas casas que podrían albergar a más de 8 mil personas… Ésta no es una forma de vida, en ningún sentido verdadero. Bajo la nube de la amenaza de guerra, la humanidad pende de una cruz de hierro’.

Estas palabras no podrían ser más apropiadas hoy.

Volvamos a la razón por la que los ‘líderes mundiales’ persisten en este curso insensato. Primero, veamos si podemos ver si alguno de ellos merece ese apelativo, excepto por ironía.

Si los hubiera, estarían dedicados a poner fin al conflicto en la única forma posible: mediante la diplomacia y la capacidad política. Las líneas generales de un acuerdo político se han entendido desde hace mucho tiempo. Las hemos examinado antes y también hemos documentado la dedicación de Estados Unidos (con la OTAN a remolque) para socavar la posibilidad de un acuerdo diplomático, de manera bastante abierta y con orgullo. No debería haber necesidad de revisar de nuevo ese registro funesto.

Un dicho común es que el ‘loco Vlad’ está tan demente, y tan inmerso en sueños guajiros de reconstruir un imperio y tal vez conquistar el mundo, que no tiene caso ni siquiera escuchar lo que dicen los rusos… y sin duda no hay necesidad de considerar un involucramiento diplomático con semejante criatura. Por tanto, no exploremos siquiera la única posibilidad de poner fin al horror y continuemos aumentándolo, sean cuales fueren las consecuencias para Ucrania y para el mundo. Los líderes occidentales, y gran parte de la clase política, están ahora consumidos por dos ideas principales: la primera es que la fuerza militar rusa es tan abrumadora que pronto podría tratar de conquistar Europa occidental, o incluso más allá. Por tanto, tenemos que ‘combatir a Rusia allá’ (con cuerpos ucranianos), de modo que ‘no tengamos que combatir a Rusia aquí’, en Washington, según nos advierte Adam Schmitt, del Partido Demócrata, presidente del Comité Permanente sobre Inteligencia de la Cámara de Representantes.

La segunda es que la fuerza militar rusa ha sido exhibida como un tigre de papel, tan incompetente y frágil, y tan mal conducida, que no puede conquistar ciudades ubicadas a unos kilómetros de su frontera, defendida en gran parte por un ejército de ciudadanos.

Esta última idea es objeto de mucho alarde. La primera inspira terror en nuestros corazones. Orwell definió el ‘pensardoble’ como la capacidad de tener en mente dos ideas contradictorias y creer en ambas, locura sólo imaginable en estados ultratotalitarios.

Si adoptamos la primera idea, debemos armarnos hasta los dientes para protegernos de los planes demoniacos del tigre de papel, aun cuando el gasto militar ruso es una fracción del de la OTAN, incluso sin contar a Estados Unidos. Quienes sufren pérdida de memoria estarían felices de saber que Alemania por fin ha recibido el mensaje, y pronto podría superar a Rusia en gasto militar. Ahora Putin tiene que pensarlo dos veces antes de conquistar Europa occidental.

Para repetir una obviedad, la guerra en Ucrania puede terminar con un acuerdo diplomático, ya sea con rapidez o en una agonía prolongada. La diplomacia, por definición, es un asunto de toma y daca. Cada lado debe aceptarla. De ahí se sigue que, en un acuerdo diplomático, a Putin se le debe ofrecer alguna puerta de escape.

O aceptamos la primera opción o la rechazamos: al menos en eso no hay discusión. Si la rechazamos, elegimos la segunda opción. Puesto que ésta es la preferencia casi universal en el discurso occidental, y sigue siendo la política estadunidense, consideremos lo que implica.

La respuesta es directa: la decisión de rechazar la diplomacia significa que nos involucraremos en un experimento para ver si el perro rabioso irracional se escabullirá silenciosamente, en derrota total, o si empleará los medios con los que sin duda cuenta para destruir a Ucrania y poner el escenario para una guerra terminal.

Y, mientras realizamos este grotesco experimento con las vidas de los ucranianos, nos aseguraremos de que millones mueran de hambre por la crisis alimentaria, jugaremos con la posibilidad de la guerra nuclear, y correremos con entusiasmo hacia la destrucción del ambiente que sostiene la vida.

Por supuesto, es una posibilidad que Putin sencillamente se rinda, y que se abstenga de usar las fuerzas bajo su mando. Y tal vez podamos reírnos simplemente de las perspectivas de recurrir a las armas nucleares. Es concebible, pero ¿qué clase de persona estaría dispuesta a jugarse esa apuesta?

La respuesta es: los líderes occidentales, de modo bastante explícito, junto con la clase política. Eso ha sido obvio durante años, incluso se ha expresado de manera oficial. Y para asegurarse de que todos entendamos, la posición fue reiterada con fuerza en abril pasado, en la primera reunión mensual del ‘grupo de contacto’, que incluye a la OTAN y a los países asociados. La reunión no se realizó en la sede de la OTAN en Bruselas, Bélgica; más bien, se derribaron todas las simulaciones y se llevó a cabo en la Base Ramstein de la fuerza aérea estadunidense en Alemania, técnicamente territorio alemán, pero que en el mundo real pertenece a Estados Unidos. El secretario de la Defensa Lloyd Austin abrió la reunión declarando: ‘Ucrania cree sin duda que puede ganar, y así lo creemos todos los aquí presentes’. Por tanto, los dignatarios reunidos no deberían titubear en enviar armamento avanzado a Ucrania y persistir en los otros programas que, anunció con orgullo, llevarán de hecho a Ucrania al sistema de la OTAN. En su sabiduría, los dignatarios asistentes y su líder garantizan que Putin no reaccionará en las formas en que todos sabemos que puede hacerlo.

La historia de la planeación militar durante muchos años, de hecho siglos, indica que ‘todos los aquí presentes’ tienen en efecto esas notables creencias. Sea que las tengan o no, sin duda están dispuestos a llevar a cabo el experimento con las vidas de los ucranianos y el futuro de la vida en la Tierra.

Puesto que se nos asegura con tanta autoridad que Rusia observará de manera pasiva todo esto sin reaccionar, podemos dar otros pasos para ‘integrar de facto a Ucrania a la OTAN’, de acuerdo con los objetivos del ministerio ucraniano de defensa, estableciendo ‘plena compatibilidad del ejército ucraniano con los de los países de la OTAN’, y garantizando que no pueda alcanzarse un acuerdo diplomático con ningún gobierno ruso, a menos que de algún modo se convierta a Rusia en satélite estadounidense.

La actual política estadunidense prevé una guerra prolongada para ‘debilitar a Rusia’ y asegurar su derrota total. Esta política es muy similar al modelo afgano de la década de 1980, que, de hecho, ahora es postulado explícitamente en los altos círculos, por ejemplo por la ex secretaria Hillary Clinton.

Puesto que es cercana a la política actual del país, incluso un modelo funcional, vale la pena observar lo que en realidad ocurrió en Afganistán en la década de 1980, cuando Rusia lo invadió. Por fortuna, hoy tenemos un recuento detallado y autorizado hecho por Diego Cordovez, quien dirigió los exitosos programas de la ONU que pusieron fin a la guerra, y por el distinguido periodista y académico Selig Harrison, quien tenía extensa experiencia en la región. Ambos autores ya fallecieron.

El análisis Cordovez-Harrison derriba por completo la versión recibida. Los autores demuestran que la guerra fue concluida por una cuidadosa diplomacia dirigida por la ONU, no por la fuerza militar. La política estadunidense de movilizar y financiar a los islamitas más radicales para combatir a los rusos significó, concluye el análisis, ‘combatir hasta el último afgano’, en una guerra subrogada para debilitar a la Unión Soviética. ‘Estados Unidos hizo todo lo posible por evitar que la ONU participara’, es decir, para evitar los cuidadosos esfuerzos diplomáticos que acabaron con la guerra.

La política estadunidense retrasó la retirada rusa que se había considerado desde poco después de la invasión, la cual, mostraron los autores, tenía objetivos limitados, sin parecido alguno con los espantosos objetivos de conquista mundial que conjuraba la propaganda estadunidense. ‘Claramente la invasión soviética no era el primer paso en un plan maestro expansionista de un liderazgo unido’, escribió Harrison, confirmando las conclusiones del historiador David Gibbs, basado en archivos soviéticos revelados.

El principal directivo de la CIA en Islamabad, quien encabezó en persona las operaciones, expresó con sencillez el objetivo principal: la idea era matar soldados rusos; dar a Rusia su Vietnam, como proclamaron altos funcionarios estadunidenses, revelando la colosal incapacidad de entender nada sobre Indochina que fue la marca de la política estadunidense a lo largo de décadas de matanzas y destrucción.

Cordovez y Harrison escribieron que el gobierno estadounidense ‘estuvo dividido desde el principio entre los desangradores, que querían que las fuerzas soviéticas permanecieran atascadas en Afganistán y de ese modo vengarse por Vietnam, y los negociadores, que querían forzar su retirada mediante una combinación de diplomacia y presión militar’. Es una distinción que aparece muy a menudo. Los desangradores por lo regular ganan y causan inmenso daño. Para ‘el que decide’, para tomar la definición que George W. Bush hacía de sí mismo, es más seguro verse rudo que blando.

Afganistán es un buen ejemplo. En el gobierno de James Carter, el secretario de Estado Cyrus Vance era un negociador, quien sugería acuerdos de largo plazo que casi sin duda habría evitado, o por lo menos reducido en gran medida, lo que tenía el propósito de ser una intervención limitada. El consejero de Seguridad Nacional Zbigniew Brzezinski era el desangrador, empeñado en la venganza por Vietnam, cualquier cosa que eso significara en esa visión confusa del mundo, y matar rusos, algo que entendía muy bien y disfrutaba.

Brzezinski prevaleció. Convenció a Carter de enviar armas a la oposición que buscaba derrocar al gobierno pro ruso, anticipando que los rusos serían arrastrados a un lodazal semejante a Vietnam. Cuando eso ocurrió, apenas podía ocultar su regocijo.

Cuando, tiempo después, se le preguntó si sentía remordimientos, la pregunta le pareció ridícula. Su éxito en atraer a Rusia a la trampa afgana, afirmó, fue la causa del colapso del imperio soviético y del fin de la guerra fría, lo cual, en gran medida, es un absurdo. Y a quién le importa si dañó a ‘algunos musulmanes agitados’, como el millón de cadáveres, haciendo a un lado incidentes como la devastación de Afganistán y el surgimiento del islam radical.

Hoy se maneja públicamente la analogía afgana y, lo que es más importante, se lleva a la práctica en la política.

La distinción entre desangradores y negociadores no es nada nueva en los círculos de la política exterior. Un ejemplo famoso de los primeros días de la guerra fría es el conflicto entre George Kennan (negociador) y Paul Nitze (desangrador), ganado por este último, lo cual sentó las bases para muchos años de brutalidad y casi destrucción. Cordovez y Harrison respaldaron explícitamente el enfoque de Kennan, con abundante evidencia.

Un ejemplo cercano a Vance-Brzezinski es el conflicto entre el secretario de Estado William Rogers (negociador) y el consejero de Seguridad Nacional Henry Kissinger (desangrador) sobre la política hacia Medio Oriente en los años de Richard Nixon. Rogers propuso soluciones diplomáticas razonables al conflicto entre Israel y los árabes. Kissinger, cuya ignorancia sobre la región era monumental, insistió en la confrontación, y ello llevó a la guerra de 1973, que Israel ganó por escaso margen con una seria amenaza de guerra nuclear.

Estos conflictos son permanentes, casi. Hoy sólo quedan desangradores en los puestos altos. Han llegado al extremo de promulgar una Ley de Préstamos y Arrendamientos para Ucrania, aprobada casi por unanimidad. La terminología evoca la memoria del enorme programa de préstamos y arrendamientos que metió a Estados Unidos en la guerra europea (como se pretendía) y vinculó los conflictos en Europa y Asia en una Guerra Mundial (lo que no se pretendía). ‘El programa de Préstamos y Arrendamientos unió las luchas separadas en Europa y Asia para crear, hacia finales de 1941, lo que con propiedad llamamos la Segunda Guerra Mundial’, escribe el historiador Adam Tooze. ¿Es esto lo que queremos en las actuales circunstancias, muy diferentes?

Si lo es, como parece, por lo menos reflexionemos en lo que implica. Es lo bastante importante para repetirlo.

Implica que rechazamos de entrada las iniciativas diplomáticas que en realidad pusieron fin a la invasión rusa de Afganistán, pese a los esfuerzos estadunidenses por impedirlo. Por tanto, nos embarcamos en un experimento para ver si la integración de Ucrania en la OTAN, la derrota total de Rusia en Ucrania y otros movimientos posteriores para ‘debilitar a Rusia’ serán observados de manera pasiva por los líderes rusos, o si recurrirán a medios de violencia que sin duda poseen para devastar a Ucrania y poner el escenario para una posible guerra general. Entre tanto, al extender el conflicto en vez de tratar de ponerle fin, imponemos severos costos a los ucranianos, empujamos a millones de personas a morir de hambre, lanzamos al planeta ardiente aún con más rapidez hacia la sexta extinción en masa, y –si tenemos suerte– escapamos a la guerra terminal.

No hay problema, nos dicen el gobierno y la clase política. El experimento no conlleva riesgo porque sin duda los líderes rusos aceptarán todo esto con ecuanimidad, y pasarán sin chistar al cenicero de la historia. En cuanto al ‘daño colateral’, pueden unirse a las filas de los ‘musulmanes agitados’ de Brzezinski. Para tomar prestada la frase que Madeleine Albright hizo famosa: ‘Es una elección difícil, pero el precio… pensamos que el precio vale la pena’.

Por lo menos, tengamos la honestidad de reconocer lo que hacemos, con ojos abiertos.

Las emisiones globales se elevaron a un nivel sin precedente en 2021, de modo que el mundo regresó a un enfoque de normalidad una vez que lo peor de la pandemia de covid-19 se aquietó… por ahora. ¿Qué tan arraigada está la conducta humana? ¿Somos capaces de tener deberes morales hacia la gente del futuro?

Es una pregunta profunda, la más importante que podemos contemplar. La respuesta es desconocida. Podría ser útil reflexionar en ella en un contexto más amplio.

Consideremos la famosa paradoja de Enrico Fermi: en palabras simples, ¿dónde están? Fermi, distinguido astrofísico, sabía que había un enorme número de planetas a distancia de un contacto potencial que reúnen las condiciones para sostener la vida y una inteligencia superior. Pero ni con la búsqueda más asidua podemos encontrar rastros de su existencia. Entonces, ¿dónde están?

Una respuesta que se ha propuesto con seriedad, y que no puede desecharse, es que la inteligencia superior se ha desarrollado en innumerables ocasiones, pero ha resultado ser letal: descubrió los medios para la auto aniquilación, pero no desarrolló la capacidad moral para evitarla.

Tal vez ése es incluso un rasgo inherente a lo que llamamos ‘inteligencia superior’.

Ahora estamos comprometidos en un experimento para determinar si este sombrío principio se sostiene con respecto a los humanos modernos, llegados a la Tierra en fecha bastante reciente, hace unos 200 mil o 300 mil años, un parpadeo en el tiempo evolutivo. No queda mucho tiempo para encontrar la respuesta o, con más precisión, para decidir la respuesta, como lo haremos, de una forma u otra. Eso es inevitable. O actuaremos para mostrar que nuestra capacidad moral llega al punto de controlar nuestra capacidad técnica de destruir, o no.

Un observador extraterrestre, si lo hubiera, habría concluido por desgracia que la franja es demasiado inmensa para evitar el suicidio de la especie, y con él, la sexta extinción en masa. Pero podría estar equivocado. Esa decisión está en nuestras manos.

Existe una forma aproximada de medir la franja entre la capacidad de destruir y la capacidad de contener el deseo de morir: el Reloj del Día del Juicio del Boletín de Científicos Atómicos. La distancia de las manecillas a la medianoche se puede considerar una indicación de esa franja. En 1953, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética hicieron estallar armas termodinámicas, el minutero se fijó en dos minutos para la medianoche, que es donde el reloj está ahora. No volvió a llegar a ese punto hasta el periodo de Donald Trump en la presidencia. En su último año, los analistas abandonaron los minutos y pasaron a los segundos: 100 segundos para la medianoche, donde el reloj está ahora. El próximo enero volverán a fijar la hora. No es difícil argumentar que el segundero se adelantará más hacia la medianoche.

La sombría pregunta surgió con brillante claridad el 6 de agosto de 1945. Ese día aportó dos lecciones: 1) la inteligencia humana, en su gloria, se acercaba a la capacidad de destruirlo todo, logro que se alcanzó en 1953; y 2) la capacidad moral humana iba muy rezagada. A pocos les importaba eso, como las personas de mi edad recordarán muy bien. Al observar el pavoroso experimento en el que con tanto entusiasmo estamos metidos ahora, y lo que implica, es difícil ver alguna mejoría, por decirlo en términos escuetos.

Eso no responde la pregunta. Conocemos muy poco para responderla. Sólo podemos observar de cerca el único caso de inteligencia superior que conocemos, e inquirir lo que sugiere con respecto a la respuesta.

Lo que es más importante: podemos actuar para decidir la respuesta. Está en nuestro poder lograr la respuesta que queremos, pero no hay tiempo que perder.

lunes, 16 de mayo de 2022

El declive de los imperios

El conocido principio de incompetencia de Peter se apoya en la observación de que en una organización, quienes realizan su trabajo exitosamente son promovidos a puestos de mayor responsabilidad, hasta que alcanzan una posición en que ya no son capaces de dominar la situación. Se dice entonces que han alcanzado su nivel de incompetenciaPodría compararse esto con la llegada a la superficie de un corcho sumergido: de ahí no pasa.

Esto mismo puede afirmarse de los imperios, que se expanden hasta que ya no pueden hacerlo más. Entonces, no solo dejan de crecer, sino que llegan a ser incapaces de defender sus fronteras de enemigos potenciales. Igualmente ocurre con cualquier especie animal o vegetal cuando el ecosistema es incapaz de sostener su crecimiento. Lo que alcanza sus límites se vuelve insostenible, y nuestra especie debería entenderlo, si tuviera una inteligencia colectiva suficientemente desarrollada.

Limitando el análisis a lo que ocurre a las grandes potencias, las Potencias Imperiales, los ejemplos históricos son categóricos. Por citar sólo uno, el Imperio Romano, la caída se produjo cuando sus límites excedieron a su capacidad para defenderlos.

Puede ocurrir esto ahora con la potencia hegemónica de nuestros días. Abarca, si consideramos el dominio de los mares, la mayor parte del planeta. Pero ¿será capaz de mantener el control absoluto de los océanos, como hizo Inglaterra en los siglos anteriores?

Los Estados Unidos, a través de sus alianzas militares, especialmente la OTAN, pueden mantener guerras en países alejados y sentirse a salvo, porque los océanos los separan de sus escenarios. Pero llegados a cierto nivel esa seguridad es engañosa. Esos mares no son hoy tan seguros para ellos como lo fueron para Inglaterra. Los alejan de los conflictos que ellos mismos provocan, pero con ello debilitan su capacidad de respuesta masiva inmediata. Su limes es ya demasiado extenso.

Los esfuerzos para mantener seguro el Imperio conducen a su agotamiento económico. Otros crecen (todavía crecen, aunque no sabemos bien hasta cuando podrán hacerlo) y ellos ya no pueden impedir como antes el crecimiento de sus enemigos.

En situaciones de crisis la guerra es un motor poderoso de la economía capitalista al ofrecer productos que tienen garantizado su propio consumo. Una vez desencadenadas, la esperanza de que el contrario se rinda primero las hace durar, a veces hasta el agotamiento de vencedores y vencidos. Quien espera ganar calcula recuperarse con los despojos del enemigo.

Esta dinámica no siempre resulta según lo planeado, aunque a veces permite ganar tiempo ante situaciones desesperadas. Es paradójico que la escasez de recursos lleve a despilfarrarlos en la lucha por obtenerlos, como cuando dos niños, peleándose por un juguete, terminan por romperlo.


La geopolítica mundial pivota en Asia

Augusto Zamora

Vivimos el fin de una época, no un fin cualquiera, como lo fueron las dos guerras mal llamadas mundiales, sino el fin de la era de Occidente como epicentro del mundo. La era abierta con las grandes expediciones marinas, que permitieron a Europa dominar el planeta como nunca antes lo hiciera una región específica del mundo, pasa el testigo a dos grandes potencias asiáticas –China e India– y a una euroasiática: Rusia. Nada volverá a ser como fue conocido desde el siglo XV hasta el siglo XX. EEUU, heredero de Europa Occidental, no puede solo; tampoco da la suma con Europa, que es la OTAN. Es mejor irse acostumbrando...


I

La humanidad vive, en el presente, el mayor cambio mundial en quinientos años, un cambio que, no obstante su magnitud, se ha ido produciendo sin estridencias, excepción hecha de comentarios, libros e informes sobre la irrupción de China en la economía y el comercio internacionales. Esta irrupción ha hecho tañer algunas campanas en Europa, sin que el tañido lleve a análisis más enjundiosos y fuera de los despachos de los pocos expertos que indican que las campanas están sonando demasiado tarde. Es decir, que, aunque se intentara revertir el proceso, Occidente carece ya de fuerzas para impedirlo.

Para situarnos mejor, es bueno hacer una retrospectiva de los últimos cinco siglos de historia, a lo largo de los cuales un puñado de potencias europeas fue expandiendo su poder por el mundo hasta culminar en 1885, en la Conferencia de Berlín para el reparto de África, momento cumbre del imperialismo europeo. Inglaterra y Francia tomaron la parte del león, pero dieron un buen pedazo para Alemania; Londres validó las colonias portuguesas (a las que Alemania quería meter mano); Italia obtuvo un decoroso pedazo de la tarta; el rey Leopoldo II de Bélgica, bajo bendición francesa, fue premiado con un trozo desproporcionado en el Congo y España, en fin, unas migajas de consuelo. Todo así hasta la I Guerra Mundial (más exactamente, la I Gran Guerra Europea), donde la derrota alemana posibilitó que británicos y franceses alcanzaran su máxima expansión territorial al repartirse las colonias alemanas y los restos del Imperio otomano.

En lo que aquí interesa, del siglo XV hasta la primera mitad del siglo XX, una suma de potencias europeas procedió a dominar directa o indirectamente casi todo el planeta, imponiendo sus leyes, alfabetos, lenguas y hasta el vestir, al tiempo que convertía el expolio de los pueblos y países dominados en una fuente inagotable de riqueza. La inmensa prosperidad de Europa –realmente la Europa Occidental– se cimentó sobre el saqueo, la esclavitud y los mercados cautivos. Nadie podía competir con las potencias coloniales, nadie podía derrotarlas, nadie podía hacer sombra a su poder. Y, cuando las circunstancias lo requerían, porque una rebelión popular amenazaba sus intereses (pensemos en la rebelión de los bóxers en China, iniciada en 1899), no dudaban en juntar fuerzas para, al unísono, derrotar a los revoltosos y restablecer la pax europea.

Debemos recordar, también, que durante esos cinco siglos prácticamente todas las naos que navegaban por los mares del mundo y que valieran la pena eran naos mercantes o militares de las potencias navales europeas. En otras palabras, la práctica totalidad del comercio mundial se hacía en barcos europeos, con el añadido –en el siglo XIX– de EEUU y –en el XX– de Japón, únicas excepciones que confirmaban la regla de la hegemonía europea. El dominio era tal que Gran Bretaña prohibió a los países latinoamericanos construir sus propios buques mercantes, de forma que aquellos Estados, técnicamente independientes, debían realizar todo su comercio internacional en buques y con marineros británicos y, por supuesto, según las tarifas que imponía el monopolio comercial británico (EEUU, por el contrario, se dotó de 400 buques mercantes, lo que le permitió enriquecerse con las guerras napoleónicas; si alguien quiere indagar en una de las causas principales del subdesarrollo crónico de Latinoamérica, aquí le dejamos una pista húmeda y tumefacta).

En suma, un puñado de potencias europeas determinaban los destinos del mundo desde su supremacía monopólica de la ciencia, la tecnología, las armas, los medios de transporte y las fábricas. Porque, hay que dejarlo claro, la supremacía europea se sustentaba en esas cinco vertientes del conocimiento humano. Ciencia y tecnología permitían crear armas cada vez más devastadoras, medios de transporte cada día más potentes y fábricas de tal magnitud que arrasaban los mercados artesanales del resto del mundo. Y, cuando era menester, las tropas se encargaban de garantizar su destrucción para abrir paso a los productos europeos, como ocurrió con la potente industria textil de Bengala, arrasada por Inglaterra con una mezcla de impuestos obscenos, control del comercio y ocupación militar. De esa forma, en medio siglo, la industria textil bengalí desapareció y dejó de hacer competencia a los textiles ingleses. Un ejemplo claro de cómo las potencias coloniales europeas han entendido el libre comercio.

La II Guerra Mundial (es decir, la II Guerra Imperial Europea) liquidó los imperios coloniales, pero, ojo, el colonialismo se hizo neocolonialismo –el sistema gatopardiano de cambiarlo todo para que no cambie nada– y el mundo bipolar dividió el planeta en bloques. No obstante, el poder mundial siguió en manos occidentales. La URSS, a fin de cuentas, pese a su enorme masa asiática, era esencialmente europea y occidental, y EEUU, aun siendo un país americano, fue considerado como el heredero natural de las potencias coloniales europeas, a partir del hecho de que era una potencia occidental y cristiana, fundada por europeos y hacia donde habían emigrado casi 50 millones de cristianos. El mundo, en suma, siguió siendo gobernado por Occidente, fueran comunistas unos y capitalistas otros. Un dato ilustra la hegemonía occidental en el mundo post IIGM: los idiomas oficiales de trabajo de los organismos multilaterales eran –siguen siendo– inglés y francés, no obstante ser idiomas minoritarios frente al chino, el hindi o el español.


II

Ese mundo ya no existe. Paradojas de la historia, el suicidio de la Unión Soviética abrió las puertas al fin del dominio occidental pues, rotas las cadenas que imponía el mundo bipolar, fuerzas dormidas o aherrojadas se liberaron, con una pujanza tal que no existía manual alguno que hubiera previsto las consecuencias de la desaparición de la URSS. La euforia catatónica que produjo entre los países atlantistas tampoco dejó espacio para pensar en nada que no fuera sentirse los reyes del mambo y amos –otra vez– del mundo. La euforia y los exultantes manifiestos de triunfo que anegaron la Europa anticomunista y EEUU –donde las élites gobernantes se proclamaron triunfadoras de la Guerra Fría y dueñas absolutas del planeta– hicieron olvidar que el mundo bipolar era una mesa de dos patas, donde una sostenía a la otra, de forma que cada superpotencia justificaba sus actos en su área de dominio invocando su derecho a preservar sus respectivas áreas de influencia y la rivalidad mortal con la otra. Algunos satirizaron aquella interdependencia llamándola vodkakola. China, enemiga de la URSS, necesitaba el apoyo de EEUU, que EEUU prestó generosamente, apoyando las inversiones masivas de empresas occidentales en la atrasada economía del gigante asiático, aplicando el criterio de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo (inversiones aprovechadas por China para modernizar su economía y realizar su propia revolución industrial, al tiempo que tomó nota –o a la inversa– de que el sistema económico debía abandonar la rigidez que tenía para evitar que la República Popular siguiera el mismo camino que la URSS).

La euforia estadounidense y su afán de remodelar el mundo según sus intereses –bajo la idea de que eran la única hiperpotencia mundial–, desataron una cadena sucesiva de guerras, cada una con su propio pretexto, pero que buscaba unos fines concretos. La agresión contra la mínima Yugoslavia de Serbia y Montenegro, en 1999, tenía el objetivo de poner Europa bajo control de EEUU a través de la OTAN. La invasión de Afganistán, en 2001, buscaba situar bajo tutela de EEUU el corazón de Asia Central, desde donde presionar sobre las fronteras de Rusia y China, siguiendo la tesis del geógrafo británico Halford Mackinder, quien había afirmado que el país que controlara el “corazón continental” de Eurasia –es decir, el conjunto de países de Asia Central hasta entonces pertenecientes a la URSS, más Afganistán–, controlaría el mundo.

En septiembre de 2015, Rusia irrumpía en el conflicto de Siria en apoyo del régimen baasista, demostrando así su disposición a defender los intereses rusos en el Mediterráneo y sostener manu militari al único aliado que le quedaba en esa región geopolíticamente vital

La guerra contra Iraq era para reordenar Oriente Medio y Próximo, imponiendo el control de EEUU lo que, a su vez, permitiría aislar a Irán como paso previo a la destrucción de la república islámica, liquidando, al mismo tiempo, los últimos vestigios de influencia rusa. Sólo quedaban dos regímenes fuera de control: Libia y Siria. Destruir Libia fue fácil, dada la soledad del presidente Gadafi. Siria era otra cuestión. El régimen de Bashar el Asad era el único aliado que le quedaba a Rusia en el mundo árabe y, más importante aún, en Siria se encontraban las únicas bases militares que permitían a Moscú proyectar su poder naval y aéreo sobre el Mediterráneo. La ofensiva del Estado Islámico contra el régimen sirio –apoyada por EEUU, Israel, Turquía y Arabia Saudita– apuntaba al corazón de Rusia y amenazaba con expulsarla del mare nostrum. Golpe de doble efecto, pues también liquidaría al único aliado de Irán que, desde Siria, sostenía a Hezbolá, la organización chiita que había demolido el mito de la invencibilidad del Ejército israelí en la guerra de 2006. De ahí la decisión rusa –con respaldo de China– de irrumpir de forma espectacular, en septiembre de 2015, en apoyo del régimen baasista, acción aplaudida por Irán, Hezbolá y los chiitas iraquíes. Rusia demostraba, así, que estaba dispuesta a defender los intereses rusos en el mar Mediterráneo y sostener manu militari al único aliado que le quedaba en esa geopolíticamente vital región.

La guerra en Siria fue la más sonora campanada de que el mundo estaba cambiando drásticamente y que los sueños hegemónicos de EEUU y sus aliados habían topado con un muro de granito. Que ya no habría más guerras de agresión que no provocaran una reacción decidida de Rusia y China y sus respectivos aliados. A pesar de lo evidente del cambio, en Europa nadie ha querido darse por enterado (y siguen sin querer enterarse) de que la hegemonía de EEUU está llegando a su fin y, con ella, cinco siglos de dominio mundial de Occidente. Y no por falta de avisos previos: en 2008, Rusia envió un mensaje potente que nadie en la OTAN quiso entender. Ese 2008, Moscú respondió al ataque de Georgia contra los separatistas (y separados) territorios de Osetia del Sur y Abjasia con una guerra relámpago, que era un mensaje contra los planes de expansión (entonces acelerados) de la OTAN a la república ex soviética.

El otro aviso fue en Ucrania, donde el golpe de estado de 2014, fraguado por Occidente contra el gobierno prorruso de Viktor Yanukovich, fue contestado por Rusia recobrando Crimea y apoyando el movimiento separatista en el Donbás, territorios ambos, dicho sea de paso, históricamente rusos y habitados mayoritariamente por rusos. La UE y la OTAN (dos caras de la misma moneda, como el Doctor Jekyll y Mr. Hyde) respondieron con una batería de sanciones contra Rusia que, a la postre, sirvieron de catapulta para que Rusia decidiera lanzar el mayor programa de industrialización desde la época de esplendor soviética. Un programa exitoso hasta el momento, que ha convertido a Rusia en un rival de primer orden de EEUU y la UE en campos tan diversos como la agricultura (Rusia ha desbancado a EEUU como mayor exportador de trigo y espera superar a la UE en la exportación mundial de cereales) y la industria aeroespacial (los rivales de Airbus ya surcan los aires). Rusia, incluso, aguijoneada por las sanciones, impulsó el desarrollo de productos de alta tecnología –que antes importaba casi en un 80%–, logrando en los años siguientes reducir a mínimos históricos su dependencia de los productos tecnológicos occidentales.


III

La política de EEUU, a través de la OTAN, pero apoyada entusiásticamente por una mayoría de países europeos, especialmente del Este, de “expulsar” a Rusia de Europa, y “convertirla” en un país asiático tuvo un resultado inesperado. Halford Mackinder había advertido, en 1924, del peligro para los intereses británicos de una alianza entre Rusia y Alemania, pues la suma de ambas potencias crearía en Europa un poder imbatible que superaría la potencia del imperio británico y de su aliada Francia. Hay que entender que Mackinder escribió su famosa tesis en el apogeo del imperialismo europeo y británico y, en ella, no consideró a ningún otro actor salvo las grandes potencias europeas. En el siglo XXI la geografía política ha dado un vuelco tan espectacular como inesperado. Rusia, arrinconada por Occidente, puso sus ojos, no en Alemania –miembro principal de la OTAN–, sino en China e India –dos países que suman el 40% de la población mundial– y procedió a primar las relaciones con los dos gigantes asiáticos. El resultado ha sido demoledor para EEUU y la OTAN.

En el presente, Rusia y China han forjado una alianza que va desde lo político hasta lo tecnológico pasando, obviamente, por lo militar. China se ha convertido en el primer socio comercial de Rusia, sobre todo en el campo energético, y en uno de sus mayores compradores de armas. Juntos consolidaron, en 2002, la Organización de Cooperación de Shanghái, como respuesta a la situación creada por la invasión de Afganistán y la creciente presencia de EEUU en Asia Central. También, en 2009, crearon el foro de los BRICS, que reúne a los más grandes países del mundo no atlantista. La alianza ruso-china es, quizás, el hecho más relevante del mundo postsoviético que, si se mantiene (y nada hacer pensar lo contrario), marcará el devenir del mundo. Como expresó el presidente Vladimir Putin, el 24 de abril de 2019, «la interacción ruso-china en materia de política exterior es un factor estabilizador importante en los asuntos mundiales, especialmente porque nuestros países tienen posiciones coincidentes o muy cercanas sobre los problemas clave de nuestro tiempo». El hecho es que la suma de territorios, población y recursos de todo tipo hacen de la alianza ruso-chino la más poderosa del mundo. Sumando a los países aliados, el binomio Rusia-China representa 33 millones de kilómetros cuadrados y 1.900 millones de habitantes, extendiéndose desde el mar de Barents hasta el Mar de la China Meridional y de los mares Negro y Mediterráneo al Golfo Pérsico. La OTAN, a su lado, es un enano militar pese a quien le pese.

La alianza ruso-china es, quizás, el hecho más relevante del mundo postsoviético que, si se mantiene (y nada hacer pensar lo contrario), marcará el devenir del mundo

India es el otro factor determinante. La gigantesca península asiática es aliada histórica, primero de la URSS y, después, de Rusia, con la que ha firmado decenas de convenios de armas, aeroespaciales, etc., además de ser cliente privilegiado de hidrocarburos rusos. EEUU, cada vez más atemorizado por el creciente poder económico, militar y científico-técnico de China, lleva una década tentando a India para formalizar una alianza antichina, a lo que India, hasta ahora, se ha negado rotundamente. Las razones de tal negativa, de tan obvias, dan medida de la desesperación de EEUU por buscar un socio suicida que haga contrapeso a China en la región, papel que sólo puede desempeñar India. Pero India tiene fronteras larguísimas con China y, sobre todo, con Pakistán, su archienemigo que, al igual que China, es una potencia nuclear. Establecer una alianza antichina con EEUU obligaría a Beijing a fortalecer militar y económicamente a su aliado paquistaní, lo que podría aproximar una guerra con India (ya han tenido tres), situación que amenazaría los planes de desarrollo indios y afectaría el proyecto de convertir a India, en veinte años, en una de las grandes potencias mundiales. Otra consecuencia de una alianza con EEUU es que dicha alianza alejaría a India de Rusia, país que le ha proporcionado el 70% de su material militar y del que depende en buena medida su industria militar y gran parte de su desarrollo aeroespacial. Para rematar la maraña de intereses, hay que mirar a Irán, aliado de Rusia y China, y país esencial para la proyección de India en Asia Central y Oriente Medio, además de ser, con Rusia, su principal abastecedor de petróleo y gas. En suma, que EEUU se está quedando solo en el océano Índico y solo también en el mar de la China Meridional, con Japón como único país –por ahora– con clara vocación suicida.

Irán es el otro actor principal en la nueva geopolítica del mundo. Con 1.750.000 kilómetros cuadrados, su enorme masa territorial domina el Golfo Pérsico y hace al país decisivo en la lucha contra el extremismo islámico, además de ser paso obligado para los países de Asia Central y China que deseen alcanzar el mar Mediterráneo y el Golfo Pérsico. En el presente, Irán es el único apoyo indiscutible del pueblo palestino, sostén de Hezbolá y enemigo declarado de Israel. No es gratuito el odio terminal del sionismo y de EEUU hacia la República Islámica que es, además, poseedora de alguno de los mayores yacimientos gasíferos del mundo. India ha construido un enorme puerto en Irán, para salvar el muro infranqueable que sigue siendo Paquistán (donde China ha construido otro puerto), puerto que será el punto de partida de un corredor comercial que abrirá en abanico. Para China, Irán es pieza indispensable de su megaproyecto de Nueva Ruta de la Seda, que alcanzaría Oriente Medio y Próximo y el mar Mediterráneo. Para Rusia, en fin, Irán es socio indispensable, para neutralizar a la V Flota de EEUU, que tiene su base en Qatar. El eje chií Irán-Iraq-Siria-Líbano constituye la mayor fuerza frente a Israel y los intereses estadounidenses en esa región del mundo. Arabia Saudita, pese a sus inmensas riquezas y al gigantesco arsenal de armas que compra cada año a EEUU, está lejos de poder rivalizar con Irán, por más que EEUU intente erigirla en potencia rival. Su ejército, pese a disponer del armamento más moderno de la región, ha demostrado altos niveles de incompetencia en la criminal invasión de Yemen, pues se ha revelado incapaz de derrotar a las fuerzas hutíes, a pesar del desamparo hutí. Todo análisis de esta estratégica y volátil región debe pasar, necesariamente, por Irán, país al que ni Rusia, ni China ni India pueden permitir que sea ahogado por EEUU (la retirada de EEUU del acuerdo nuclear es el último intento de hundir a Irán, intento que, desde ya, puede darse por fracasado, pues a nadie interesa, por ahora, otra guerra pérsica).

Y cualquier análisis geopolítico, si quiere explicar mínimamente el mundo actual, debe situar en el proscenio del escenario a Rusia, China, India e Irán. A Asia, en suma.


IV

Y la Unión Europea ¿qué pinta en la nueva geografía política? Pues poco, por no decir nada. Para aproximarnos a la patética situación del otrora ombligo del mundo hay que entender una realidad: la Unión Europea no existe, salvo como espacio económico, financiero y comercial y como progenitora de derechos –siempre dentro de un orden– en materia comunitaria. Políticamente, no tiene centro, aunque tenga capital (Bruselas), pues es casi imposible unificar los intereses disímiles de buena parte de sus miembros. Poco en común tiene, por poner un ejemplo, la política alemana hacia Rusia y la que defienden Polonia y los países bálticos. Para Alemania, la relación con Rusia es cada vez más estratégica, como demuestra la construcción del segundo gasoducto –el Nord Stream II– que la une directamente a Rusia por el mar Báltico. Los teutones quieren nadar y guardar la ropa pues, después de dos derrotas catastróficas en otras dos guerras mundiales –perdón, europeas–, preparan su tocata y fuga de Europa y, sobre todo, de EEUU. El paso previo a la tocata es amarrarse energéticamente con Rusia porque –ya se sabe– la energía lo determina todo, desde la luz del pasillo hasta el funcionamiento de un país entero. Para Polonia y los países bálticos, por el contrario, Rusia es El Enemigo y, por eso, quiere convertir sus países en inmensas bases militares estadounidenses. Es tal su amor por EEUU que preferirían ser parte de este país antes que de la UE y que un Séptimo de Caballería multiplicado por un millón guardara su sueño y sus fronteras.

EEUU se está quedando solo en el océano Índico y solo también en el mar de la China Meridional, con Japón como único país –por ahora– con clara vocación suicida

Tampoco hay unidad de criterios comunitarios ante China. Dieciséis miembros de la UE apoyan la Nueva Ruta de la Seda y otros, como Portugal, Grecia e Italia –tómese nota que forman el trío de parias de la UE– se han convertido en partidarios acérrimos de las inversiones chinas en Europa. Razones les sobran. Mientras la UE los estrangulaba económicamente y les imponía brutales recortes sociales, China invertía en ellos. Portugal, en los peores años de su crisis, recibió 6.000 millones de euros en inversiones chinas; a Grecia fueron 1.300 millones, además del arriendo a una empresa china del puerto de El Pireo (lo mismo pasó con el puerto de Lisboa) e Italia recibió 13.700 millones de euros. En otras palabras, mientras la UE los ahogaba, China les rescataba. Alemania y Francia, por el contrario, propugnan limitar severamente esas inversiones y recelan de la ruta de la seda china, mientras la Comisión Europea calificó a China de “rival sistémico” y “competidor estratégico”, algo cierto para los grandes países de la UE, pero no tan cierto para los pequeños y vapuleados. Vista la disimilitud de intereses, ¿de dónde puede organizarse en la UE una política exterior y militar común?

Militarmente, la UE no existe. En la realidad de las cosas, EEUU ya tiene diseñado los escenarios de conflictos en una eventual III Guerra Mundial (y ésta sí que sería una guerra mundial en toda regla). Un escenario es la península europea, donde Washington ha asignado a la UE/OTAN el papel de flanco occidental del Ejército de EEUU, es decir, que los europeítos deberán convertirse en carne de cañón en esa posible –y probable– III Guerra Mundial, combatiendo contra Rusia y sus aliados en territorio europeo. EEUU dedicaría el grueso de sus fuerzas al escenario bélico del Pacífico, en una guerra a muerte contra China y sus aliados, guerra que –dicho sea de paso– EEUU no tiene forma de ganar, a partir del hecho de que tendría que combatir a 12.000 kilómetros de su territorio y, por tanto, depender de su fuerza naval. No hace falta ser genio militar para saber que, en un mundo dominado por satélites y misiles, no hay forma de transportar a millones de soldados por barco desde EEUU a territorio asiático sin que una lluvia –literalmente– de misiles los mande a hacer compañía al Titanic.

En este punto es obligatoria una –otra– aclaración. Aunque el cuasi monopolio cinematográfico de Hollywood hace creer que EEUU está a la vuelta de la esquina, no es así. Está al otro lado del océano, de los dos océanos. Durante las dos guerras mundiales, sus factorías y agricultura alimentaron a Europa y sus soldados pudieron cruzar la mar océana merced a que Alemania perdió la guerra naval y no tenía medios para romper las líneas de suministros que venían de América (el continente). Por esa razón fue posible trasladar a medio millón de soldados de EEUU a Europa. Hoy, una operación de esa envergadura sería, sencillamente, suicida. Un buque de transporte se mueve a una velocidad media de 20 nudos (37,2 kilómetros/hora). Un misil hipersónico puede hacerlo a 10.000 kilómetros/hora. Construir un buque de guerra lleva, de media, dos años. Construir un misil, semanas. Creer que EEUU podría poner un millón de soldados en Europa o Asia es como creer que mañana podremos desayunar en Plutón. En otras palabras, en caso de conflicto general, los europeítos se quedarían solos, dependiendo de los recursos naturales y humanos que tengan a su alcance.

¿Qué recursos? La UE importa casi todas las materias primas, desde gas y petróleo hasta mineral de hierro. Si se interrumpieran las comunicaciones, si Rusia e Irán cortaran los suministros energéticos y los misiles hipersónicos rusos destruyeran las centrales nucleares ¿qué pasaría? Simplemente, el colapso general. ¿Apocalíptico? No. Tampoco integrado, parafraseando a Umberto Eco. Conocimiento básico de los niveles de armamento y desarrollo tecnológico actuales y de física elemental. Europa depende de los suministros energéticos de Rusia y del Golfo Pérsico. En caso de conflicto, Rusia cortaría de inmediato los suyos e Irán, desde su control del Estrecho de Ormuz, haría lo mismo con los que proceden del Golfo Pérsico. Si algo fallara, no hay nada más fácil que obstruir el Canal de Suez, para lo que basta hundir dos o tres barcos. Lo hizo Egipto en 1956 y, otra vez, en 1967. ¿Podría EEUU suplir esos suministros? Sí, si existiera la liga de superhéroes de Marvel, pero sabemos que no es así. Nada hay más fácil –salvo quitarle el chupete a un niño– que paralizar un supertanquero de combustible. Se vio en la guerra Irak-Irán de los ochenta que bastaban helicópteros con lanzagranadas para inutilizar a estos buques. La península Europa se quedaría seca, sin energía y… sin nada.

En ese mundo estamos. Las guerras comerciales lanzadas por el gobierno Trump contra China y la guerra de sanciones contra Rusia, Irán, Venezuela o Siria son parte de una estrategia dirigida a debilitar sus economías y golpear –sobre todo en el caso de Rusia– su industria militar, con miras a un conflicto mayor que, en EEUU, sitúan en 2025. Pero en política –como en la vida– una cosa son los deseos y otras las realidades. No tiene EEUU, ni la suma de EEUU y la UE, fuerza suficiente para detener el proceso en marcha. El siglo XXI marca el retorno de Asia y el fin de la hegemonía de Occidente. La única duda que hay es si ese tránsito se hace en paz o en guerra. Lo sabremos, aproximadamente, entre 2025 y 2030. En esos años, los arsenales de Rusia y China habrán superado en poder al de EEUU y la OTAN. Tiempo queda para evitar ese escenario si la gente en Europa se moviliza. Si no, pues, adiós Europa, adiós.