La primera Ley del Suelo, la de 1956, acertaba en sus planteamientos generales (calificar y clasificar el suelo, edificar sólo en zonas permitidas, obligar a cesiones) y proclamaba buenas intenciones (recuperar para la comunidad las plusvalías obtenidas en el proceso urbanizador), pero tuvo desde el principio un pecado original: aunque el ente planificador era público, el agente urbanizador solía ser un promotor privado, beneficiario de su propia actuación. Era hacer dejación de la facultad pública de ejecutar el planeamiento, que en otros países ha frenado abusos, (aunque no tanto en los últimos tiempos, mundialmente liberales).
Este pecado original nos ha llevado a la progresiva degradación del territorio, ya ampliamente reconocida, y a la corrupción urbanística, compañeros de un desarrollo del sector de la construcción que enmascara la decadencia de otras ramas de la industria.
Pero por mal que vayan las cosas, siempre pueden empeorar. La Ley 6/1998 sobre Régimen del Suelo y Evaluaciones, y el posterior Real Decreto-Ley 4/2000 de medidas urgentes de liberalización del sector inmobiliario, dos hermosas perlas del aznarato, han establecido la necesidad de justificar, no dónde se puede edificar, sino dónde no se puede. Ahora, el suelo no protegido expresamente por el planeamiento es territorio libre de caza para la especulación.
Razonan los liberales que "cuanto más suelo haya disponible más barato será". La realidad demuestra lo falaz del razonamiento, que hace del mercado fautor único del precio de las cosas. Pero los suelos bien situados siguen siendo igual de caros. Un suelo sólo es barato por sus inconvenientes: por estar mal comunicado, por tratarse de una zona peligrosa o insalubre, por lo abrupto del terreno y lo caro de urbanizarlo... Así, suelo barato puede querer decir dos cosas: lugar a donde desterrar a quien no puede pagar otro mejor, o suelo que se encarecerá en el proceso urbanizador, al dotarlo de infraestructuras y servicios. Los costes pueden ser diferidos en el tiempo y recaerán en el usuario: transporte privado, tiempo perdido en desplazamientos. En definitiva, son gastos que eliminarán la ventaja inicial, a no ser...
A no ser que el beneficiario especulador no pague esas consecuencias, que las pague otro: el ayuntamiento cuando subsane deficiencias, el comprador de vivienda que tendrá que desplazarse, el tráfico artificialmente creado, que precisará nuevas vías. Eso que se llama externalización de costes y que socialmente es simple despilfarro.
Paradójicamente, nunca hubo tanto suelo protegido como con esta legislación. Tipos y motivos de protección se han multiplicado. Al estudiar los más recientes planes generales se observan buenos análisis del territorio, creciente racionalidad y detalle al definir usos permitidos y prohibidos, protección de áreas naturales, arqueológicas o de valor paisajístico. Junto a eso, lo que en tiempos fue suelo rústico y luego suelo no urbanizable se ha convertido en suelo no protegido del proceso enladrillador, porque es urbanizable todo el suelo no específicamente protegido.
Hemos oído decir a un personaje, responsable del PXOM de Vigo, que "nunca hubo allí tanto suelo protegido". ¡Eso, dicho de un municipio que califica suelo como para edificar otro tanto de lo ya construido! Lo que es más cierto es que nunca hubo tanto suelo... desprotegido, aunque el protegido está más adornado de estudios de lo que nunca había estado.
¿No hay manera de disminuir el precio del suelo sin sobresaturar el mercado? Pues sí. Hay medidas fiscales, como el impuesto sobre solares sin edificar. Hay plazos obligados de ejecución, precios tasados, expropiaciones por razón de utilidad pública o interés social. Pero para el liberal, no. Serían medidas peligrosas, que producirían falta de interés y fuga del capital. En este planeta tan mal globalizado, hay que atraer con prebendas no ya al capital foráneo sino al nuestro, nacional, patria él mismo, para que no huya a donde lo puedan cebar mejor.
Estamos listos.
Juan José Guirado
Diario de Ferrol
ant. 2007
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