Estar preparados para la violencia no es buscarla, ni desearla. Pero esconder la cabeza y evadirse de preverla no resuelve el problema de que te la impongan. Es desagradable pensar en estas cosas, y siempre esperamos que el simple sonido de las trompetas derribe las murallas de Jericó. Por otra parte, es innegable la imposibilidad actual de oponer otra violencia a la violencia sistémica.
Lo cierto es que el mecano que ha funcionado hasta ahora se descompone. Pero los tripulantes del Mazinger Z no lo dejarán caer sin hacer mucho daño. La megamáquina es inerte y ciega, pero su tripulación tiene planes. Y todo el tinglado a su servicio
Mientras tanto, si como reflexiona el autor la hegemonía se consigue
naturalmente, por contagio, empatía o resonancia, con modos de hacer que convencen y entusiasman, hagamos pedagogía, tanto para librarnos de falsas ilusiones como para evitar la caída en el fatalismo (muerte dulce y cómoda), suponiendo pasivamente que "cualquier tiempo futuro será peor".
Esto no lo montan cuatro héroes indignados... |
Raúl Zibechi
La Jornada
Parece evidente que estamos ante un recodo de la historia. Lo que suceda en los próximos años, sumado a lo que ya está sucediendo, tendrá efectos de largo plazo. Lo que hagamos, o lo que dejemos de hacer, va a tener alguna influencia en el destino inmediato de nuestras sociedades. Sabemos que es necesario actuar, pero no está claro que seamos capaces de hacerlo en la dirección adecuada.
Los recientes sucesos en Ucrania
y Venezuela intensificaron la sensación de que estamos ante momentos
decisivos. Esta coyuntura devela que la violencia jugará un papel
decisivo en la definición de nuestro futuro. Guerra entre estados, lucha
entre clases, conflictos violentos entre los más diversos grupos, desde
pandillas hasta organizaciones de narcotraficantes. Como sucedió en
otros periodos de la historia, la violencia empieza a decidir coyunturas
y crisis.
La violencia no es la solución, y cuanto más tiempo podamos aplazarla, tanto mejor.
Sin violencia no podemos lograr nada. Pero la violencia, por muy terapéutica y eficaz que sea, no resuelve nada, escribió Immanuel Wallerstein en el prefacio del libro de Frantz Fanon Piel negra, máscaras blancas (Akal, 2009). Estar preparados para la violencia, pero subordinarla al objetivo del cambio social, es parte de los debates estratégicos necesarios.
Menciono la cuestión de la violencia porque de eso se
trata en Venezuela y en Ucrania, en Bosnia, Sudán del Sur, Siria y cada
vez más lugares. Nos guste o no, los conflictos no se están resolviendo
en las urnas, sino en las calles y en las barricadas, mediante artes
insurreccionales que las derechas están aprendiendo a utilizar para sus
fines, apoyadas por las grandes potencias occidentales, Estados Unidos y
Francia en lugar muy destacado. La llamada democracia languidece y
tiende a desaparecer.
No me canso de leer y reproducir la visión que trasmitió el periodista Rafael Poch de la plaza Maidán de Kiev:
En sus momentos más masivos ha congregado a unas 70 mil personas en esta ciudad de 4 millones de habitantes. Entre ellos hay una minoría de varios miles, quizá cuatro o cinco mil, equipados con cascos, barras, escudos y bates para enfrentarse a la policía. Y dentro de ese colectivo hay un núcleo duro de quizás mil o mil 500 personas puramente paramilitar, dispuestos a morir y matar, lo que representa otra categoría. Este núcleo duro ha hecho uso de armas de fuego(La Vanguardia, 25/2/14).
Multitudes
protestando y pequeños núcleos decididos y organizados enfrentándose a
los aparatos estatales a los que suelen desbordar. Lo consiguen por tres
motivos: porque hay decenas de miles en las calles que representan el
sentir de una parte de la sociedad, que legitima la protesta; porque hay
una
vanguardiaa menudo entrenada y financiada desde fuera, y porque el régimen no está en condiciones de reprimirlos, ya sea por debilidad, falta de convicción o porque no tiene un plan para el día siguiente.
Que las derechas hayan fotocopiado las formas de hacer
de los revolucionarios y las utilicen para sus fines, y que cuenten con
abundante apoyo del imperialismo, no hace a la cuestión central: ¿cómo
enfrentar situaciones en las que el Estado es desbordado, neutralizado o
usado contra los de abajo?
Mi primera hipótesis es que las
fuerzas antisistémicas no estamos preparadas para actuar sin el paraguas
estatal. Casi todos los gobiernos progresistas del continente fueron
posibles gracias a la acción directa en las calles, pagando un alto
precio por poner el cuerpo a las balas, pero esa dinámica queda
demasiado lejos y ya no es patrimonio de los movimientos. Poner el
cuerpo dejó de ser el sentido común de la protesta, sobre todo desde que
reapareció el escudo estatal con los gobiernos progresistas.
La
segunda es que la confianza en el Estado paraliza y desarma moralmente a
las fuerzas antisistémicas. A mi modo de ver, la peor consecuencia de
esta confianza es que hemos desarmado nuestras viejas estrategias. Este
punto tiene dos pliegues: por un lado, no está claro por qué mundo
luchamos, toda vez que el socialismo estatista dejó de ser proyección de
futuro. Por otro, porque no está a debate si nos afiliamos a las tesis
insurreccionales o a la guerra popular prolongada, o sea a las
tipologías europea y tercermundista de la revolución.
No quiero
detenerme en la cuestión electoral porque no la considero una estrategia
para cambiar el mundo, ni siquiera un modo de acumular fuerzas.
Entiendo que hay gobiernos mejores y peores, pero no podemos tomar en
serio el camino electoral como una estrategia revolucionaria. En suma,
no estamos debatiendo el cómo. En tanto, las derechas sí tienen
estrategias, en las que lo electoral juega un papel decorativo.
Entre
la insurrección y la guerra popular, el zapatismo inaugura un nuevo
camino, que combina la construcción de poderes no estatales defendidos
armas en mano por las comunidades y bases de apoyo, con la construcción
de un mundo nuevo y diferente en los territorios que esos poderes
controlan.
Puede argumentarse que se trata de una variable de la
guerra popular esbozada por Mao y Ho Chi Minh. No lo veo de esa manera,
más allá de alguna similitud formal. Creo que la innovación radical del
zapatismo no puede comprenderse sin asimilar la rica experiencia del
movimiento indígena y del feminismo, en un punto crucial: no luchan por
la hegemonía, no quieren imponer sus modos de hacer. Hacen; y que los
demás decidan si acompañan o no.
En este argumento hay una trampa. No se puede
luchar por la hegemoníaporque sería trasmutarla en dominación, algo que las revoluciones triunfantes olvidaron muy pronto. La hegemonía se consigue
naturalmente, por usar un término afín a Marx: por contagio, empatía o resonancia, con modos de hacer que convencen y entusiasman. Me parece que recuperar el debate estratégico es más importante para cambiar el mundo que la enésima denuncia contra el imperialismo. Que sigue siendo necesario firmar manifiestos, pero no alcanza.
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