A partir de una distinción elaborada por Benjamín Constant sobre la diferencia entre la "libertad de los antiguos" (democracia directa) y la "libertad de los modernos" (democracia representativa), el autor de este artículo señala cómo la primera se aplicaba a una clase ociosa que podía participar en los asuntos públicos, y la segunda, pues... ¡también!
Constant obvia el hecho real de la existencia de clases sociales, claramente cuando habla de "los antiguos", y por omisión cuando aplica la idea a "los modernos". En una sociedad capitalista es impensable la primera libertad, pero además es imposible la segunda, en la que una clase ociosa puede participar mientras no puede hacerlo una clase trabajadora sin tiempo material para ello.
Por eso se estableció la remuneración para los cargos electos, El sistema parece justo para evitar que sólo participen ("desinteresadamente") las clases ociosas. Ahora se oponen demagógicamente las élites (Ay Dolores, mi linda Dolores, Dolores de Cospedal...) con argumentos sesgados, que van desde un ridículo ahorro económico hasta atribuir a los políticos de izquierda un simple gusto por "las poltronas", cuando no acusándolos directamente de "aspirantes a corruptos".
Frente a esta democracia representativa se intenta llegar a una democracia participativa, que reproduciría en lo posible la libertad de los antiguos, aplicada ahora a toda la sociedad.
En realidad, tanto una como otra requieren tiempo libre. De hecho, es más fácil remunerar a unos representantes de las clases subalternas que permitir la participación en los asuntos públicos de quienes carecen de tiempo para ello.
Claro que remunerar los cargos vuelve a escindir la sociedad entre representantes y representados, pero eso sería menos importante en una sociedad más igualitaria. En todo caso, una democracia será tanto más participativa cuanto menos tiempo secuestre el trabajo a la participación.
Reivindiquemos con más fuerza el derecho a la pereza. Sobre todo en sociedades condenadas a la sobreproducción y el despilfarro.
Constant obvia el hecho real de la existencia de clases sociales, claramente cuando habla de "los antiguos", y por omisión cuando aplica la idea a "los modernos". En una sociedad capitalista es impensable la primera libertad, pero además es imposible la segunda, en la que una clase ociosa puede participar mientras no puede hacerlo una clase trabajadora sin tiempo material para ello.
Por eso se estableció la remuneración para los cargos electos, El sistema parece justo para evitar que sólo participen ("desinteresadamente") las clases ociosas. Ahora se oponen demagógicamente las élites (Ay Dolores, mi linda Dolores, Dolores de Cospedal...) con argumentos sesgados, que van desde un ridículo ahorro económico hasta atribuir a los políticos de izquierda un simple gusto por "las poltronas", cuando no acusándolos directamente de "aspirantes a corruptos".
Frente a esta democracia representativa se intenta llegar a una democracia participativa, que reproduciría en lo posible la libertad de los antiguos, aplicada ahora a toda la sociedad.
En realidad, tanto una como otra requieren tiempo libre. De hecho, es más fácil remunerar a unos representantes de las clases subalternas que permitir la participación en los asuntos públicos de quienes carecen de tiempo para ello.
Claro que remunerar los cargos vuelve a escindir la sociedad entre representantes y representados, pero eso sería menos importante en una sociedad más igualitaria. En todo caso, una democracia será tanto más participativa cuanto menos tiempo secuestre el trabajo a la participación.
Reivindiquemos con más fuerza el derecho a la pereza. Sobre todo en sociedades condenadas a la sobreproducción y el despilfarro.
Rebelión
En el siglo XIX, B. Constant proponía la existencia de dos tipos de
libertad. La primera de ellas, la “libertad de los antiguos”, situada
históricamente en las sociedades de la Antigüedad Clásica, “consistía en
la participación activa y continua en el poder colectivo” (1)
por parte de la ciudadanía. “La parte que cada cual tenía en la
soberanía nacional, no era (…) un supuesto abstracto. La voluntad de
cada uno tenía una influencia real” (2)
era aquello que caracterizaba —por lo menos formalmente— la vida
política, a través de la deliberación pública de los asuntos de interés
general. El segundo tipo de libertad, era aquella que correspondía
—según el criterio del autor, corroborado históricamente— a las
sociedades capitalistas, características a partir de la revolución
francesa y cuyo sistema político predominante ha sido el liberalismo,
hasta el punto de confundirse capitalismo y liberalismo como un único
concepto. Esta libertad, la “libertad de los modernos”, consistía —y ha
consistido— en un “sistema representativo [de] poder otorgado a un
determinado número de personas por la masa del pueblo, que quiere que
sus intereses sean defendidos y que sin embargo no tiene tiempo de
defenderlos siempre por sí mismas” (3),
por la cual, el papel principal de la ciudadanía sería el disfrute de
la “independencia privada y (…) la búsqueda de nuestros intereses
particulares” (4).
En otras palabras: la preocupación principal de la ciudadanía —el
conjunto de la población de un Estado dado— debería y debe consistir en
la satisfacción de sus aspiraciones “privadas”, que no son otra cosa que
su vida económica y, de manera instrumental, de su vida “personal”.
En esta propuesta —o seguramente constatación— temprana sobre lo que
debía ser el sistema político característico de las sociedades propias
del capitalismo, podemos encontrar dos realidades empíricamente
demostrables, así como un elemento totalmente ausente, imprescindible
para cualquier análisis serio —en términos resolutivos— sobre la
sociedad capitalista. El principal error de Constant —previsiblemente
deliberado— es la analogía que realiza entre el concepto de ciudadanía
propio de las sociedades de la antigüedad y las sociedades propias de la
época contemporánea. La analogía resulta imposible, porque elimina de
su análisis cualquier mención a la división de la sociedad en diferentes
clases sociales. Tomando la parte por el todo, olvida que la
ciudadanía, tal y como estaba constituida en la sociedad clásica,
representaba en sí misma una clase social —o, por lo menos, un
estamento— diferenciada de las demás existentes, tales como las mujeres,
los no ciudadanos, los hombres libres o los esclavos (5),
mientras que en las sociedades del capitalismo, por lo menos y de
manera generalizada con el transcurso de la historia, la ciudadanía es
un concepto bajo el que se integran la práctica totalidad de los
miembros que permanecen de manera más o menos estable bajo la tutela del
Estado. Por este motivo, la “libertad de los modernos” nunca podrá ser
una concepción válida para la resolución de los problemas de las
sociedades contemporáneas, puesto que obvia el elemento central que las
caracteriza. En cualquier caso, este ensayo sobre la “libertad”, nos
sirve para constatar que, como afirmaba el autor 1) A pesar de los
espectaculares avances científico-tecnológicos acaecidos en los siglos
XIX y XX, estos no han repercutido necesariamente en la reducción de la
jornada laboral de la mayoría de la población y el aumento del tiempo
libre de ésta, por lo que una de las premisas de la “libertad de los
modernos”, la ausencia de tiempo libre para la dedicación colectiva a
los asuntos públicos, sigue vigente, de lo que se deriva 2) La sociedad
capitalista, en su formación política más genuina, el liberalismo
político, sigue dividida entre una gran mayoría de ciudadanos sin tiempo
para participar en las deliberaciones políticas y, una “clase política”
que, en representación del conjunto de la ciudadanía, se dedica
profesionalmente y a tiempo completo a los asuntos públicos.
El
sistema político que se deriva de esta realidad, comúnmente llamado
“sistema representativo” o “democracia representativa”, se encuentra
actualmente en franca bancarrota debido a la escisión social existente
por la diferenciación entre “representantes y representados” que el
capitalismo ha sido incapaz de resolver y que está poniendo en tela de
juicio —por lo menos en muchos países de gran tradición democrática— la
esencia misma y los pilares básicos de la democracia liberal y sus
parámetros de legitimación, representación y consenso que,
históricamente, habían funcionado con cierto éxito.
Esta
realidad ha supuesto en los países capitalistas con modelos de
“democracia representativa” más o menos profundos, una perpetuación de
la dominación por parte de la burguesía sobre las demás clases sociales,
especialmente sobre la clase obrera, puesto que su posición inicial en
los procesos de legitimación política —fundamentalmente en el plano
electoral— siempre ha sido y será incomparablemente más ventajosa, entre
otras circunstancias, por su potencial económico —derivado de la
extracción de plusvalía al trabajador—, su “independencia personal” y su
falta de necesidad de trabajar, es decir, de su tiempo libre. No hay
que ser un observador especialmente agudo para comprobar, por ejemplo en
el caso de España (6),
cómo innumerables empresarios “dan el salto” del mundo de la empresa
privada a la política —y viceversa—, precisamente gracias a esa
“independencia” a la que hacíamos referencia y a su falta de necesidad
de acudir a un puesto de trabajo para percibir un salario como medio
fundamental de subsistencia. Por el contrario, los miembros de las
clases subalternas de cualquier sistema capitalista, particularmente los
asalariados, encuentran —los que están predispuestos a ello— tremendas
dificultades para participar en la vida política, puesto que deben la
totalidad de su existencia al trabajo, que es el único elemento que les
provee de lo necesario para sufragar sus necesidades materiales y
espirituales. Igualmente, las condiciones laborales bajo las que se
encuentra, son las que marcan su existencia social más allá de los
límites de la empresa, con evidentes limitaciones como son, por ejemplo,
los horarios, generalmente preestablecidos y con estrechos márgenes de
modificación y adaptación. Seguramente, nadie pueda imaginar a una
recepcionista de un hotel, un camarero de un restaurante o un peón de
una fábrica de automóviles, acudiendo al jefe o al director de recursos
humanos de la empresa, solicitándole flexibilidad horaria o exención de
horas —que en cualquiera de los casos, dejaría de cobrar, suponiendo
igualmente un problema— para poder participar en una reunión del partido
político de turno o en una asamblea de la asociación de vecinos de su
barrio, por poner cualquier ejemplo.
Históricamente, y conforme
el sistema capitalista iba desarrollándose y la clase obrera tomando
consciencia de sus propios intereses, los trabajadores han buscado
fórmulas para mejorar su participación y representación dentro de los
marcos representativos del Estado. De esta necesidad de hacer sentir su
propia voz, de manera independiente de la burguesía, surgieron algunas
de las primeras reivindicaciones obreras básicas como la reducción de la
jornada laboral o la remuneración económica por el ejercicio de cargos
de representación institucional —conquista que vuelve a encontrarse en
el punto de mira, cuando no directamente eliminada, como en el caso de
Castilla-La Mancha—, como mejoras en la posición de los trabajadores
para participar de la toma de decisiones y la vida política en general,
“recortando” así distancias con unas clases pudientes abismalmente más
aventajadas para dedicarse en exclusividad o, por lo menos, con muchas
mayores facilidades, a la vida social y política.
Sin tener aquí
en consideración el carácter del trabajo en el régimen de producción
capitalista, donde el trabajador, según P. Lafargue, está “entregado en
cuerpo y alma al vicio del trabajo, contribuyendo con esto a precipitar
la sociedad entera en esas crisis industriales de sobreproducción que
trastornan el organismo social” (7),
nosotros queremos centrarnos en cuál ha sido la situación de la clase
obrera en relación con la “libertad de los antiguos” y la “libertad de
los modernos”, en las experiencias de construcción socialista realizadas
durante el siglo XX, particularmente en la Unión Soviética, que fue la
base y referencia de los demás regímenes del “socialismo real” de Europa
del Este (8).
No es el objeto de este trabajo analizar cuáles fueron las conquistas
materiales de la clase obrera en los países socialistas, aunque no cabe
duda que éstas no fueron pocas. En este sentido, los países socialistas
consiguieron el pleno empleo, mientras las sociedades capitalistas —con
la excepción de los países del capitalismo “central” durante la “edad de
oro” del tercer cuarto del siglo XX— generaban sin remedio grandes
masas de trabajadores que engrosaban el “ejército de reserva”, que ya
había caracterizado K. Marx en el siglo XIX. También es innegable que
los ciudadanos de la URSS y los países del “socialismo real”
conquistaron amplios derechos económicos y sociales, tales como una
educación y una sanidad universales y gratuitas, estabilidad laboral y
salarial, amplio acceso a la cultura, etc., particularmente destacables
si tenemos en cuenta la realidad anterior de esos países, caracterizados
generalmente por un gran atraso con respecto a los países del
capitalismo “occidental” y con unas masas sumidas en la más absoluta
miseria. Sería arriesgado y polémico intentar enumerar cuáles han sido o
deberían ser los objetivos concretos de la clase obrera en su lucha por
el socialismo, pero podemos afirmar sin temor a equivocarnos que, entre
ellos, está la construcción de una sociedad sin clases o, por lo menos,
de una sociedad en que todos sus miembros estén en igual capacidad y
cuenten con las mismas oportunidades en la vida social y, por lo tanto,
también en la vida política. De ahí las archiconocidas consignas “de
cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades” (9)
o “ni en dioses, reyes y tribunos, está el supremo salvador”,
particularmente interesante en relación con la cuestión de la
“representación” en el marco de la construcción socialista.
En
consecuencia, no tiene sentido hablar de la “libertad de los modernos”
en el marco de una sociedad socialista, ya que su premisa básica es la
escisión de la sociedad en dos cuerpos distintos. Por un lado, el cuerpo
de los “representantes”, que ya no requieren del trabajo manual para su
subsistencia, mientras que los “representados” necesitan todavía de su
trabajo para mantenerse con vida y satisfacer sus necesidades, lo que
constituye una quiebra de la pretendida igualdad —que no igualitarismo—
que constituye la característica central del socialismo. Por lo tanto,
la conclusión lógica, sería que la “libertad de los antiguos” debería
ser el tipo de “libertad” característica del socialismo. Muchas voces se
han alzado por la consecución de este tipo de “libertad” en los países
capitalistas, particularmente del capitalismo “occidental”, desde la
irrupción de los “nuevos movimientos sociales” a partir de los años
sesenta. Estas voces, abogan por convertir la “democracia
representativa” en “democracia participativa”, es decir, una sociedad
donde la diferenciación entre “representantes y representados” quedaría
abolida o paliada por la participación activa y en igualdad de
condiciones en los asuntos públicos de los diferentes miembros de la
sociedad. Pero la “democracia participativa” tiene un problema en el
capitalismo: la existencia de las clases sociales y, por lo tanto, la
desigualdad en términos de tiempo libre de los diferentes miembros del
cuerpo social. La instauración de un modelo de “democracia
participativa” bajo condiciones de producción y distribución
capitalistas, no sería más que un nuevo artificio de legitimidad
política, en el que los trabajadores seguirían dedicando la mayor parte
de su tiempo vital al trabajo asalariado, mientras las clases
parasitarias y más acomodadas, coparían nuevamente los espacios de
deliberación y decisión política.
Por lo tanto, y partiendo de
la premisa que la “libertad de los modernos” es incompatible con el
socialismo como lo es al capitalismo la “libertad de los antiguos”,
¿podemos afirmar que las experiencias socialistas del siglo XX se regían
por la “libertad de los antiguos”? La respuesta, evidentemente, es que
no. La Unión Soviética —a la que tomaremos a partir de ahora como única
referencia—, desarrolló un extenso entramado institucional, tanto para
el Estado como para el partido —que a menudo se confundían entre sí—,
caracterizado por un modelo “representativo” que, incluso en ocasiones,
apelaba a valores clásicos de la democracia liberal, como la elección de
representantes a través del sufragio universal y secreto o el
establecimiento de cámaras de diputados —tanto congreso como senado— a
nivel nacional con arreglo a criterios territoriales. El socialismo
proclamó el poder de la clase obrera —con la consecuente eliminación de
la burguesía como clase social, que efectivamente se realizó, puesto que
en la Unión Soviética, por lo menos durante la mayor parte de su
existencia, ésta no existía— pero
El propósito del socialismo,
no consiste solamente en proclamar el poder del pueblo trabajador, sino
en dar al pueblo trabajador la posibilidad real y práctica de ejercer
ese poder. Si un trabajador debe pasar ocho horas frente a las máquinas y
puede participar en la gestión del Estado sólo terminada su jornada
laboral, cuando ya las puertas de los Soviets y de Comités Ejecutivos,
Comités de Partido distritales y municipales están cerradas, entonces el
poder popular es solo un término proclamado. Ahí nos queda sólo esperar
que el aparato de funcionarios públicos contratados (por alguna razón)
no actúe en su propio beneficio, sino en interés de la clase trabajadora
y de la sociedad en general (10).
Este
fragmento, escrito por un autor nada sospechoso de heterodoxia en el
campo del marxismo, sitúa brillantemente el principal problema que
encontró la construcción socialista en el marco de su estructuración
política. En la Unión Soviética, la jornada laboral nunca se vio
reducida más allá de las ocho horas diarias, por lo que la
compatibilización de la vida laboral con la participación directa en los
asuntos públicos, nunca fue más posible para un trabajador soviético de
lo que lo fue —por lo menos hablando de participación en abstracto, sin
considerar la incidencia ideológica de su clase sobre las decisiones
institucionales, claramente diferente entre los sistemas socialistas y
capitalistas— para un trabajador alemán o estadounidense. La
argumentación habitual contra esta crítica, sería sacar a colación —y
seguramente con parte de razón— la necesidad del poder soviético de
desarrollar rápidamente la totalidad de las fuerzas productivas del país
para defenderse del cerco capitalista, para después competir e incluso
intentar superar el potencial económico del mundo capitalista, en algo
que acabaría llamándose la “emulación socialista”. El problema de esta
dinámica consistente en “desatar las fuerzas productivas” en un intento
de competir en cuanto a resultados económicos con el capitalismo, es que
no tomaba en consideración la distinta naturaleza de los dos sistemas
sociales, sin entender que un sistema comprometido en la satisfacción de
las necesidades de todos sus miembros por igual, nunca podrá competir
en pie de igualdad con un sistema que explota sus propias capacidades de
desarrollo a costa de la miseria de su propia población, el expolio, la
rapiña internacional y la guerra.
Si tomamos como válido todo
lo expuesto anteriormente, nos inclinaremos a aceptar que uno de los
principales problemas de la construcción socialista en el siglo XX, fue
precisamente su incapacidad de superar la dicotomía entre
“representantes y representados”, generando además una “clase” de
burócratas que, con el paso del tiempo, ya ni siquiera debían sentirse
como “representantes” de la clase obrera —como no se sienten
representantes de nadie muchos funcionarios en el sistema capitalista—,
sino simplemente como funcionarios del Estado en el que les había tocado
nacer, que casualmente era socialista.
Si queremos que las
próximas experiencias socialistas culminen en un éxito definitivo,
“tenemos que plantear y solucionar la cuestión de la participación de
los trabajadores en el proceso de su poder (…) no desde el punto de
vista idealista, sino materialista. No basta con convocar a los
trabajadores a participar en la gestión del Estado, sino que,
primeramente, es necesario asegurar que tengan tiempo para ello” (11).
Por lo tanto, es necesario que los trabajadores reivindiquen
definitivamente el viejo sueño de “el derecho a la pereza”, la reducción
constante de su jornada laboral, como elemento central que les
permitirá gozar de tiempo libre para ser partícipes de su propio poder
en el socialismo, no solamente de manera formal, sino real, participando
aquellos que así lo quieran en todos los procesos de toma de
decisiones, de manera democrática.
Notas:
(1) Constant, Benjamin, Escritos políticos. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989, pp. 267-268.
(2) Ibídem, p. 268.
(3) Ibídem, p. 282.
(4) Ibídem, p. 282-283.
(5) “Los ciudadanos [en Atenas] eran verdaderos nobles, que no debían
ocuparse más que de la defensa y de la administración de la comunidad,
como los guerreros salvajes de los cuales descendían. Debiendo tener
todo su tiempo libre para velar con su fuerza intelectual y corporal
por los intereses de la República, encargaban todo trabajo a los
esclavos”. Heródoto cit. por Lafargue, Paul, El derecho a la pereza [en línea]. 1848. [Consulta: 31 de marzo 2014].
(6)
El caso del actual gobierno español es especialmente significativo,
cuando la mayoría de sus ministros son destacados empresarios en
diferentes sectores económicos del país.
(7) Lafargue, Paul, El derecho a la pereza [en línea]. 1848, pp. 11-12 [Consulta: 31 de marzo 2014].
(8) Por países de “socialismo real”, nos referimos a todos aquellos
Estados que instauraron el socialismo con anterioridad a 1949, a
excepción de la URSS y Mongolia. Entre ellos encontramos a Polonia, la
República Democrática Alemana, Checoslovaquia, Rumania, Bulgaria,
Hungría, Albania y, en menor medida, ya que rompió con el resto del
mundo comunista en 1948, a Yugoslavia.
(9) Marx, Karl, Crítica al Programa de Gotha. Pekín: Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1979.
(10) Popov, Mikhail V., Cambio del carácter de la producción en el proceso de construcción y desarrollo del socialismo. En: Revista Comunista Internacional. Partido Comunista de los Pueblos de España, 2011, nº 2, pp. 103-104.
(11) Popov, Mikhail V., Cambio, op. cit., p. 104.
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