sábado, 31 de mayo de 2014

Lo existente no es ningún orden

Los "dueños del adjetivo" (y del sustantivo) han creado falsos significados en el imaginario general. Es la confusión organizada. También y prioritariamente la del lenguaje, como denunció Orwell, que tal vez sin sospecharlo fue mucho más profeta del capitalismo que de lo que se llamó "socialismo real".

Desorden es orden. Orden es desorden.

Pues bien: lo existente no es ningún orden. En tiempos de desorden nada debe parecer natural e imposible de cambiar.

«El comunismo no es radical. Lo radical es el capitalismo», recordaba Walter Benjamin evocando este poema de su amigo Brecht.




EL COMUNISMO ES EL TÉRMINO MEDIO


Llamar a derrocar el orden existente
parece espantoso.

Pero lo existente no es ningún orden.

Recurrir a la fuerza
parece malo.

Pero dado que la fuerza se pone en práctica
de modo rutinario, no es nada del otro mundo.

El comunismo no es lo extremo
que sólo puede realizarse en una pequeña porción
sino que antes de que esté realizado del todo
no hay ninguna situación soportable
ni siquiera para los insensibles.

El comunismo es en realidad la exigencia mínima
 lo más inmediato, moderado, razonable.

Quien se opone a él no es un pensador discrepante
sino un irreflexivo o quizá alguien
que sólo piensa en sí mismo
un enemigo del género humano
espantoso
malo
insensible
alguien que quiere lo extremo, eso que si se realiza incluso en una mínima porción
arruinará a la humanidad entera.

Bertolt Brecht (1933)

viernes, 30 de mayo de 2014

Definir un espacio seguro y justo para la humanidad

Nos encontramos situados entre un umbral y un dintel. Hay un umbral por debajo del que es imposible acceder a los recursos necesarios para llevar una vida digna. O simplemente para sobrevivir. El dintel lo constituyen los recursos y los indicadores ambientales, para los que hay niveles críticos insostenibles.

Si dentro de un círculo situamos sectores representando las necesidades sociales mínimas y en otro concéntrico los límites impuestos por la naturaleza a los recursos necesarios para satisfacerlas, es evidente que la vida humana necesita desarrollarse dentro de los límites impuestos por ambos círculos. Únicamente será viable el futuro mientras el círculo de la sostenibilidad sea más amplio que el de las necesidades mínimas.

Dentro de esa corona circular, que es el donut al que se refiere la autora, tenemos que permanecer. Ni es posible estar debajo del suelo de la subsistencia humana, ni por encima de la supervivencia de la vida del planeta.

En los gráficos que incluyo al final se observa que, mientras aún no hemos alcanzado el umbral de la vida humana digna de ese nombre, hay indicadores del dintel sobrepasados y otros próximos a estarlo, mientras algunos ni siquiera han sido evaluados.

La investigadora Kate Raworth ha abordado el tema en la página de Oxfam, en un artículo titulado "¿Podemos vivir dentro del donut? Por qué es necesario establecer límites planetarios y sociales". El documento en PDF puede descargarse aquí.

FUHEM ECOSOCIAL también se hace eco del tema. Así comienza su reseña:



Fuhem



Todo piloto conoce la importancia de la brújula para volar: sin ella correría el riesgo de perder el rumbo. No es extraño que las cabinas de mando de los aviones modernos estén equipadas con toda una serie de diales e indicadores —desde brújulas e indicadores del nivel de aceite hasta altímetros y velocímetros. Es una lástima que los responsables de las políticas económicas no hayan empleado nada semejante para guiar el rumbo de la economía en su conjunto.

La excesiva atención prestada en las últimas décadas al producto interior bruto (PIB) como indicador del rendimiento económico de un país e como intentar pilotar un avión sirviéndose únicamente del altímetro: te indica si estás subiendo o bajando, pero no aporta ninguna información sobre adónde te diriges, o sobre cuánto gasóleo queda en el depósito. Este empeño por centrarse en el resultado económico monetario no ha sabido reflejar la creciente degradación de los recursos naturales, ni el trabajo inestimable pero no remunerado de quienes se encargan de cuidar a los demás y del voluntariado, ni las desigualdades salariales que condenan a la gente a la pobreza y a la exclusión social en todas las sociedades. Hace mucho que el predominio del PIB ha perdido su legitimidad: ya es hora de fabricar un panel de mandos mejor con el que pilotar la travesía del siglo XXI hacia la igualdad y la sostenibilidad. La buena noticia es que ya se están desarrollando formas de medición más adecuadas.

Los economistas galardonados con el premio Nobel, Joseph Stiglitz y Amartya Sen, dirigieron en 2009 una comisión de expertos en economía para estudiar la mejor manera de medir el rendimiento económico y el progreso social. Su conclusión fue que «Cuando los sistemas de medición en los que se basa una acción están mal concebidos o son malinterpretados, andamos prácticamente a ciegas. Necesitamos indicadores más adecuados por muchos motivos. Afortunadamente las investigaciones de los últimos años nos han permitido mejorarlos, y ahora es el momento de incorporar algunos de estos avances a nuestro sistema de medición.»

Se están desarrollando ya indicadores con los que evaluar la sostenibilidad ambiental —desde el cálculo de huella ecológica (...) hasta la cuantificación del capital natural. Pero un marco nuevo de medición centrado únicamente en registrar la sostenibilidad ambiental dejaría fuera los aspectos sociales, y pasaría por alto las implicaciones de la búsqueda de sostenibilidad en términos de equidad. Pues cuando la disponibilidad de recursos es limitada, siempre surge la pregunta de cómo deben distribuirse y utilizarse tales recursos. No abordar ese interrogante puede conducirnos a un callejón sin salida política, a la injusticia y al sufrimiento. Resulta crucial por lo tanto introducir explícitamente la cuestión de la justicia social internacional en la distribución de recursos en el marco de cualquier debate de lo que se requerirá para lograr la sostenibilidad ambiental global, inclusive en el análisis de los indicadores que se utilizarán. El concepto de «límites planetarios» es un potente punto de partida para ello.

(...)

























Fuente: Oxfam. Las once dimensiones de los límites sociales son ilustrativas y se basan en las prioridades de los gobiernos para la Cumbre Rio+20. Las nueve dimensiones del techo medioambiental se basan en los límites planetarios establecidos por Rockström et al (2009).


Gráfico 2. Por debajo de la base social: una valoración ilustrativa basada
en las prioridades de Rio+2.


























Fuente: Oxfam. Las dimensiones sociales con dos indicadores están representadas por cuñas divididas, mostrando ambas las brechas de privación. Las tablas en que se basan pueden analizarse en el documento. Obsérvese la insuficiente satisfacción de necesidades básicas. Tres variables no han sido estimadas.


Gráfico 3. Sobrepasar los límites planetarios.




















Fuente: Rockström et al (2009). Gráfico basado en las tablas del documento de Oxfam.
Sobrepasando el techo medioambiental:
  • cambio climático
  • tasa de pérdida de biodiversidad
  • ciclo del nitrógreno
A punto de alcanzarlo:
  • ciclo del fósforo
Aún por debajo:
  • agotamiento de la capa de ozono
  • acidificación de los océanos
  • consumo de agua dulce
  • cambios en el uso del suelo
Por determinar:
  • emisión de aerosoles a la atmósfera
  • contaminación química

¿Somos muchos o es que algunos tragan demasiado?

¿Nos damos cuenta de que si sobran 8 de cada 10 personas para que el planeta sea sostenible y que el 20% que no sobra consume el 80% de los recursos, eliminando al 80% sobrante (los más pobres) sólo habremos resuelto el 20% del problema?

Cualquiera podrá entender que no se trata de eliminar al 20% que consume el 80% para que el 80% lo consuma todo. Ni siquiera para que consuma el 80%, y tampoco que se quede con su 20%, en la miseria y con mucha sostenibilidad. Hay, desde luego otras posibilidades.

Podríamos probar a repartir un poco mejor (o mucho mejor) los recursos, puesto que el mayor problema no es de producción sino de distribución. Una mejor distribución seguro que implicaría un cambio de estilo de vida, y una mejor sostenibilidad.

El coeficiente de Gini es uno de los mejores indicadores de la distribución de la renta (o de la riqueza, o de cualquier otra magnitud a distribuir). La curva de distribución tiene baja pendiente para la población más pobre, y muy alta para los más ricos. Con una línea verde más baja (menos ingresos totales) pero un área A más reducida, esto es, una línea roja más recta, tendríamos un nivel de renta aceptable para la mayoría. Pongamos que todos podrían vivir como la población media con la mitad de producto bruto.


Por países, este era el índice de Gini, antes de los grandes cambios originados por la crisis. ¿Cuál será hoy el índice en España?


Mateo Aguado, investigador del Laboratorio de Socio-Ecosistemas de la Universidad Autónoma de Madrid, escribe esto.


Iberoamérica Social


Recientemente, y aprovechando su paso por España, varios medios de comunicación nacionales han publicado diferentes entrevistas con el famoso periodista científico Alan Weisman, cuyo último libro, La cuenta atrás (Debate, 2014), trata de alertarnos sobre los peligros que podría tener para el ser humano y el planeta el desenfrenado crecimiento poblacional que nuestra especie está experimentando. Weisman nos avisa de que los seres humanos estamos viviendo hoy el más grande y acelerado crecimiento poblacional experimentado en toda la historia de la humanidad. Estamos próximos a alcanzar ya la cifra de 7.200 millones de personas y, según sus propias palabras, cada cuatro días y medio añadimos un millón de personas al planeta, con lo cual podríamos llegar a los 11.000 millones de personas para finales del presente siglo.

Sin embargo, antes de dejarnos impactar por esta clase de datos demográficos es conveniente hacerse la siguiente pregunta: ¿realmente somos demasiados? Para responder esta cuestión es necesario remitirse a dos conceptos clave (y profundamente conectados). El primero es la escala; es decir, considerar el espacio sobre el cual esa población en crecimiento se asienta. En nuestro caso, como resulta evidente, nuestro espacio es el planeta Tierra, el único lugar habitable que hasta la fecha conocemos. Y dado que el planeta no crece (es una esfera de unos 12.700 Km de diámetro y así seguirá siendo), resultará imposible que así lo haga –indefinida y exponencialmente– una sola especie como el Homo sapiens. Y es que nada puede crecer sin parar sobre algo que no crece (al menos no sin experimentar durante el proceso un tajante colapso).

El segundo aspecto clave para comprender si verdaderamente somos o no demasiados es la presión ejercida; es decir, la presión que sobre la naturaleza de nuestro planeta ejercen esos 7.200 millones de seres humanos. Este asunto tiene que ver, en última instancia, con nuestros comportamientos como especie, con nuestra manera de relacionarnos con el resto y con los ecosistemas. Así, la presión de estos 7.200 millones de bípedos no sería la misma si hablásemos, por ejemplo, de chimpancés en vez de humanos (el chimpancé es un homínido anotómicamente muy similar a nosotros pero cuyos comportamientos no ejercen presiones severas sobre los límites ecológicos del planeta). Es decir, más importante que el cuántos somos es el cómo somos (el cómo vivimos).

Por lo tanto, ante la frecuente pregunta de cuántos seres humanos caben en el planeta Tierra, la respuesta lógica es depende. Si todos viviésemos como el ciudadano medio de Haití, por ejemplo, la biocapacidad (1) del planeta podría albergar a más de dos veces y media la población mundial actual, es decir unos 18.000 millones de personas. Si por el contrario aspiramos a que todos los seres humanos vivamos como se vive actualmente en EEUU, la cifra límite que podría albergar la Tierra sin sobrepasar su biocapacidad sería aproximadamente de 1.600 millones de personas (casi 4,5 veces menos del total de personas que hoy pueblan nuestro mundo). Esta cifra, para hacernos una idea, es más o menos la cantidad de seres humanos que había en la Tierra a comienzos del siglo XX y un número algo superior a la población actual de China. Dicho de otro modo, si quisiésemos vivir todos los habitantes del mundo como vive hoy el estadounidense medio, o bien “nos sobrarían” casi ocho de cada diez personas vivas, o bien necesitaríamos 3,5 planetas Tierra más del que tenemos.

Esta reflexión –puramente aritmética– reposa, al fin y al cabo, sobre el concepto de estilo de vida; un concepto que desde las ciencias biofísicas se ha tratado de abordar a través de la huella ecológica: un indicador de impacto ambiental que trata de calcular la presión que el ser humano ejerce sobre el planeta a través de la demanda de recursos y de la emisión de residuos; es decir, a través del consumo en último término. Y, como el ejemplo anterior pone de manifiesto, la huella ecológica varía muchísimo en función del país y del tipo de sociedad en donde alcancemos a poner nuestro foco de atención.

Por razones como esta, el profesor y poeta Jorge Riechmann sostiene que, en toda la biosfera, no existen bienes ni espacio ecológico suficiente como para poder satisfacer las necesidades que la cultura capitalista nos ha inculcado; excepto, claro está, si acotamos este opulento estilo de vida a una pequeña fracción de la humanidad (tal y como se está haciendo).

Se trata, al final, de una cuestión de reparto en donde las medias globales enmascaran profundas injusticias, y en donde –parafraseando a Eduardo Galeano– unos mueren de hambre mientras (y porque) otros lo hace de indigestión.

Así, centrar el foco de atención únicamente en el contexto demográfico para tratar de explicar un problema de escala como el que tenemos es algo perverso e irreal, pues ignora las verdaderas razones comportamentales que hacen insostenible tal situación: un estilo de vida basado en el nivel de consumo y alimentado por un modelo económico levantado bajo toneladas de injusticia social y desigualdades ecológico-distributivas.

Nota:

(1) La “biocapacidad”, o capacidad biológica, es la capacidad de los ecosistemas para producir materiales biológicos útiles para los seres humanos, así como para absorber los materiales de desecho generados por sus actividades. Generalmente se expresa en hectáreas globales.

jueves, 29 de mayo de 2014

El partido sin respuestas

El artículo es largo y explica más cosas; el análisis que destaco, sucinto.

A ver si lo entiende más gente y ese partido multicéfalo no obtiene más victorias. Ni con la derecha "europeísta" ni con la "antieuropea" se puede construir la Europa de los Pueblos.





(...)

La crisis tiene raíces viejas que el electorado europeo no ha comprendido. El descalabro económico y financiero en el que vive Europa desde hace cinco años es resultado del neoliberalismo. A su vez, este sistema de política económica es la respuesta a los problemas que presentó la evolución de las principales economías capitalistas. Por eso, desde los años setenta, el neoliberalismo busca por todos los medios abrir nuevos espacios de rentabilidad, primero a través de la expansión del capital financiero y, segundo, por medio de la sobreexplotación de la fuerza de trabajo. El resultado era de esperarse: la peor crisis desde 1930.

Pero el capital supo aprovechar políticamente el colapso, al aplicar las recetas de política económica que siempre ha tenido en su arsenal: la austeridad fiscal y la salvaguarda de los intereses del capital financiero. En lugar de analizar con cuidado los orígenes de la crisis, el electorado escogió la puerta fácil y encontró a los culpables en los inmigrantes y en los tecnócratas en Bruselas. Cabe señalar que muy pocos partidos fueron capaces de llevar un mensaje de claridad y lucidez política: el ejemplo más sonado es el de Syriza en Grecia, caso que merece un análisis por separado.

(...)

miércoles, 28 de mayo de 2014

¿La Revolución ciudadana tiene quién la defienda?

¿Cuándo, cómo y por qué se enfría el fervor de una revolución? Cuando el nuevo poder se enfrenta a dificultades que no son menores por saber de antemano que se han de presentar.

Entonces es probable que el apoyo popular disminuya, al ver retrasarse los logros esperados. Puede que objetivamente no haya más remedio que recurrir a medidas impopulares, o incluso contradictorias con el proyecto, que necesariamente se retrasa a un incierto tiempo futuro.

Pero esas medidas socavan precisamente el necesario apoyo popular, y sin él los gobiernos revolucionarios son sumamente frágiles. Entonces puede iniciarse un retroceso revolucionario.

Tras la revolución soviética, las necesidades del comunismo de guerra impusieron duras condiciones a los trabajadores, por la necesidad de "tener algo que ofrecer" y proseguir (más bien reiniciar) la acumulación. En definitiva se produjo una vuelta a estructuras capitalistas, en parte privadas, y a inversiones extranjeras, y la tendencia a un explícito capitalismo de estado. La explotación de los trabajadores del presente continuó para construir la sociedad socialista del futuro. Algo similar ocurre ahora en China.

Por el camino, de concesión en concesión, el propio nuevo estado se transformó.

Mantener el entusiasmo en tales condiciones era muy difícil, y en definitiva se consolidó una suerte de despotismo ilustrado. Paradójicamente, la colectivización soviética se hizo en su mayor parte ya sin el pueblo. Cuando el poder soviético viró al capitalismo más salvaje, no hubo quien defendiera siquiera las conquistas más esenciales, que eran del pueblo. Pero el pueblo no las sentía ya como propias, sino como algo ajeno e impuesto.

Instaurado un poder alejado del pueblo, incluso si los ciudadanos comulgan con las políticas de los gobiernos, no se sienten partícipes ni responsables de ellas, y no las defenderán llegado el caso. Entonces el poder, sin base sólida, puede derivar su búsqueda de apoyos hacia las viejas (o nuevas) clases dominantes, que no han dejado realmente de serlo.

En suma, para llegar a una sociedad mejor en el futuro hay que sacrificar algo en el presente. Las revoluciones del siglo pasado sacrificaron a las clases trabajadoras y a la naturaleza. Las de nuestro siglo corren el peligro de sacrificar la naturaleza, y precisamente por parte de quienes quieren defenderla.

El buen vivir (sumak kawsay) de los pueblos andinos en armonía con la naturaleza es una de las mayores aspiraciones de la revolución ciudadana del Ecuador. La realidad de la inserción en un mercado mundial en que sólo puede ofrecer sus materias primas obliga a una flagrante contradicción. El parque nacional Yasuní, considerado algo precioso a conservar, puede ser ahora objeto de daños irreparables por la necesidad de exportar petróleo.

El riesgo ahora es la demonización de las protestas, que no se produce sólo en Ecuador, sino en Bolivia y otros lugares, mientras se intenta salvar la continuidad (económica) de los cambios necesarios, a costa de enfriar y dividir a los defensores de esos cambios.

Y a costa de socavar el apoyo popular a la revolucion, sin el cual podría darse por perdida.

¿Quién defenderá entonces la revolución ciudadana?




Blog Público


Los intelectuales de América Latina, entre los que me considero por adopción, han cometido dos tipos de errores en sus análisis de los procesos políticos de los últimos cien años, sobre todo cuando contienen elementos nuevos, ya sean ideales de desarrollo, alianzas para construir el bloque hegemónico, instituciones, formas de lucha, estilos de hacer política. Por supuesto, los intelectuales de derecha también han cometido muchos errores, pero aquí no me ocuparé de ellos. El primer error ha consistido en no hacer un esfuerzo serio para comprender los procesos políticos de izquierda que no encajan fácilmente en las teorías marxistas y no marxistas heredadas. Las primeras reacciones a la Revolución cubana son un buen ejemplo. El segundo tipo de error ha consistido en silenciar, por complacencia o temor de favorecer a la derecha, las críticas de los errores, desviaciones y hasta perversiones por las que han pasado estos procesos, perdiendo así la oportunidad de transformar la solidaridad crítica en instrumento de lucha.

Desde 1998, con la llegada de Hugo Chávez al poder, la izquierda latinoamericana ha vivido el período más brillante de su historia y tal vez uno de los más brillantes de la izquierda mundial. Obviamente, no podemos olvidar los primeros momentos de las Revoluciones rusa, china y cubana ni tampoco los éxitos de la socialdemocracia europea durante la posguerra. Pero los gobiernos progresistas de los últimos quince años son particularmente notables por varias razones: se producen en un momento de gran expansión del capitalismo neoliberal ferozmente hostil a proyectos nacionales en divergencia con él; son internamente muy diferentes, dando cuenta de una diversidad de la izquierda hasta entonces desconocida; nacen de procesos democráticos con una elevada participación popular, ya sea institucional o no institucional; no exigen sacrificios a las mayorías en nombre de un futuro glorioso, sino que tratan, por el contrario, de transformar el presente de quienes nunca tuvieron acceso a un futuro mejor.

Escribo este texto siendo muy consciente de la existencia de los errores mencionados y sin saber si tendré éxito en evitarlos. Además, me centro en el caso más complejo de todos los que constituyen el nuevo período de la izquierda latinoamericana. Me refiero a los gobiernos de Rafael Correa en Ecuador, en el poder desde 2006. Para empezar, algunos puntos de partida. En primer lugar, se puede discutir si los gobiernos Correa son de izquierda o de centroizquierda, pero me parece absurdo considerarlos de derecha, como pretenden algunos de sus opositores de izquierda. Dada la polarización instalada, creo que estos últimos sólo reconocerán que Correa fue en última instancia de izquierda o centroizquierda en los meses (o días) siguientes a la eventual elección de un gobierno de derecha. En segundo lugar, es opinión ampliamente compartida que Correa ha sido, “a pesar de todo”, el mejor presidente que Ecuador ha tenido en las últimas décadas y el que ha garantizado mayor estabilidad política después de muchos años de caos. En tercero, no cabe duda de que Correa ha emprendido la mayor redistribución de la renta de la historia de Ecuador, contribuyendo a la reducción de la pobreza y al fortalecimiento de las clases medias. Nunca tantos hijos de las clases trabajadoras llegaron a la universidad. ¿Pero por qué todo esto, que es mucho, no es suficiente para tranquilizar al “oficialismo” y convencerlo de que el proyecto de Correa, con o sin él, proseguirá después de 2017 (próximas elecciones presidenciales)?

Aunque Ecuador vivió en el pasado algunos momentos de modernización, Correa es el gran modernizador del capitalismo ecuatoriano. Por su amplitud y ambición, el programa de Correa tiene algunas similitudes con el de Kemal Atatürk en la Turquía de las primeras décadas del siglo XX. Ambos están presididos por el nacionalismo, el populismo y el estatismo. El programa de Correa se basa en tres ideas principales. La primera es la centralidad del Estado como conductor del proceso de modernización y, vinculada a ella, la idea de soberanía nacional, el antiimperialismo estadounidense (cierre de la base militar de Manta; expulsión de personal militar de la embajada de Estados Unidos; lucha agresiva contra Chevron y la destrucción ambiental que ha causado en la Amazonia) y la necesidad de mejorar la eficiencia de los servicios públicos. La segunda, “sin perjudicar a los ricos”, es decir, sin alterar el modelo de acumulación capitalista, consiste en generar con urgencia recursos que permitan llevar a cabo políticas sociales (compensatorias, en el caso de la redistribución de la renta, y potencialmente universales, en el caso de la salud, la educación y la seguridad social) y construir infraestructuras (carreteras, puertos, electricidad, etc.) con el fin de volver la sociedad más moderna y equitativa. En tercer lugar, por estar todavía subdesarrollada, la sociedad no está preparada para altos niveles de participación democrática y ciudadanía activa, que pueden resultar disfuncionales para el ritmo y la eficacia de las políticas en curso. Para que esto no ocurra, hay que invertir mucho en educación y desarrollo. Hasta entonces, el mejor ciudadano es aquel que confía en el Estado, que conoce bien cuál es su verdadero interés.

¿Este vasto programa choca o no con la Constitución de 2008, considerada una de las más progresistas y revolucionarias de América Latina? Veámoslo. La Constitución apunta a un modelo alternativo de desarrollo (e incluso a una alternativa al desarrollo) fundada en la idea de buen vivir, una idea tan nueva que sólo puede formularse correctamente en una lengua no colonial, el quechua: sumak kawsay. Esta idea presenta desdoblamientos muy interesantes: la naturaleza como ser vivo y, por tanto, limitado, sujeto y objeto de cuidado, y nunca como recurso natural inagotable (los derechos de la naturaleza); la economía y la sociedad intensamente pluralistas, orientadas por la reciprocidad, la solidaridad, la interculturalidad y la plurinacionalidad; Estado y política con un carácter altamente participativos, involucrando diferentes formas de ejercicio democrático y de control ciudadano del Estado.

Para Correa (casi) todo esto importante, pero se trata de un objetivo a largo plazo. A corto plazo, y de manera urgente, es necesario crear riqueza para redistribuir los ingresos, realizar políticas sociales e infraestructuras esenciales para el desarrollo del país. La política tiene que asumir un carácter sacrificial, dejando de lado lo que más valora para que un día pueda rescatarlo. Así, es necesario intensificar la explotación de recursos naturales (minería, petróleo, agricultura industrial) antes de que sea posible depender menos de ellos. Para ello, es preciso llevar a cabo una agresiva reforma de la educación superior y una vasta revolución científica basada en la biotecnología y la nanotecnología para crear una economía del conocimiento a medida de la riqueza de la biodiversidad del país. Todo esto sólo dará frutos (tenidos como ciertos) muchos años después.

A la luz de esto, el Parque Nacional Yasuní, tal vez el más rico en biodiversidad del mundo, tiene que ser sacrificado y la explotación petrolera realizada, a pesar de las promesas iniciales de no hacerlo, no sólo porque la comunidad internacional no colaboró en la propuesta de no explotación, sino sobre todo porque los ingresos previstos derivados de la explotación están vinculados a inversiones en curso y su financiación por países extranjeros (China) tiene como garantía la explotación petrolera. En esta línea, los pueblos indígenas que se han opuesto a la explotación son vistos como obstáculos al desarrollo, víctimas de la manipulación de dirigentes corruptos, políticos oportunistas, ONG al servicio del imperialismo o jóvenes ecologistas de clase media, ellos mismos manipulados o simplemente inconsecuentes.

La eficiencia exigida para llevar a cabo tan amplio proceso de modernización no puede verse comprometida por el disenso democrático. La participación ciudadana es bienvenida, pero sólo si es funcional y eso, de momento, sólo puede garantizarse si recibe una mayor orientación del Estado, es decir, del Gobierno. Con razón, Correa se siente víctima de los medios de comunicación que, como ocurre en otros países del continente, están al servicio del capital y la derecha. Trata de regular los medios de comunicación y la regulación propuesta tiene aspectos muy positivos, pero a la vez tensa la cuerda y polariza las posiciones de tal modo que de ahí a la demonización de la política en general hay un corto paso. Periodistas son intimidados, activistas de movimientos sociales (algunos con una larga tradición en el país) son acusados ​​de terrorismo y la consecuente criminalización de la protesta social parece cada vez más agresiva. El riesgo de transformar adversarios políticos, con los que se discute, en enemigos que es necesario eliminar, es grande. En estas condiciones, el mejor ejercicio democrático es el que permite el contacto directo de Correa con el pueblo, una democracia plebiscitaria de nuevo tipo. Al igual que Chávez, Correa es un comunicador brillante y sus habituales apariciones semanales en los programas de radio y televisión de los sábados (“sabatinas”) son un ejercicio político de gran complejidad. El contacto directo con los ciudadanos no tiene como objetivo que estos participen en las decisiones, sino más bien que las ratifiquen mediante una socialización seductora que se presenta desprovista de contradicción.

Con razón, Correa considera que las instituciones del Estado nunca han sido social o políticamente neutrales, pero es incapaz de distinguir entre neutralidad y objetividad en base a procedimientos. Por el contrario, piensa que las instituciones estatales deben involucrarse activamente en las políticas del Gobierno. Por eso es natural que el sistema judicial sea demonizado si toma alguna decisión hostil al Gobierno y celebrado como independiente en caso contrario; que la Corte Constitucional se abstenga de decidir sobre cuestiones polémicas (como en el caso de la comunidad de La Cocha en materia de justicia indígena) si las decisiones pueden perjudicar lo que se juzga el interés superior del Estado; que un dirigente del Consejo Nacional Electoral, encargado de verificar las firmas para una consulta popular sobre la no explotación de petróleo en Yasuní, promovida por el movimiento Yasunidos, se pronuncie públicamente contra la consulta antes de efectuar la verificación. La erosión de las instituciones, típica del populismo, es peligrosa sobre todo cuando estas no son fuertes desde el principio debido a los privilegios oligárquicos de siempre. Y es que cuando el líder carismático abandona la escena (como ocurrió trágicamente con Hugo Chávez), el vacío político alcanza proporciones incontrolables debido a la falta de mediaciones institucionales.

Y esto resulta aún más trágico en cuanto es cierto que Correa ve su papel histórico como la construcción del Estado-nación. En tiempos de neoliberalismo global, el objetivo es importante e incluso decisivo. No obstante, se le escapa la posibilidad de que este nuevo Estado-nación sea institucionalmente muy diferente del modelo de Estado colonial o Estado criollo y mestizo precedente. Por eso la reivindicación indígena de la plurinacionalidad, en vez de ser manejada con el cuidado que la Constitución recomienda, es demonizada como peligro para la unidad (es decir, la centralidad) del Estado. En lugar de diálogos creativos entre la nación cívica, que consensualmente es la patria de todos, y las naciones étnico-culturales, que exigen respeto por la diferencia y autonomía relativa, se fragmenta el tejido social, centrándose más en los derechos individuales que en los colectivos. Los indígenas son ciudadanos activos en construcción, pero las organizaciones indígenas independientes son corporativas y hostiles al proceso. La sociedad civil es buena siempre que no esté organizada. ¿Una insidiosa presencia neoliberal dentro del postneoliberalismo?

Se trata, por tanto, del capitalismo del siglo XXI. Hablar del socialismo del siglo XXI es, por el momento, y en el mejor de los casos, un objetivo lejano. A la luz de estas características y contradicciones dinámicas que el proceso dirigido por Correa contiene, centroizquierda es quizá la mejor manera de definirlo políticamente. Tal vez el problema resida menos en el Gobierno que en el capitalismo que él promueve. Paradójicamente, parece componer una versión postneoliberal del neoliberalismo. Cada remodelación ministerial ha producido el fortalecimiento de las élites empresariales vinculadas a la derecha. ¿Será que el destino inexorable del centroizquierda es deslizarse lentamente hacia la derecha, tal y como ha sucedido con la socialdemocracia europea? Si esto ocurriese, sería una tragedia para el país y el continente. Correa generó una megaexpectativa, pero perversamente la manera en que pretende que no se convierta en una megafrustración corre el riesgo de apartar a los ciudadanos, como quedó demostrado en las elecciones locales del pasado 23 de febrero, en las que el movimiento Alianza País, que lo apoya, sufrió un fuerte revés. Cuesta creer que el peor enemigo de Correa es el propio Correa. Al pensar que tiene que defender la Revolución ciudadana de ciudadanos poco esclarecidos, malintencionados, infantiles, ignorantes, fácilmente manipulables por políticos oportunistas o enemigos procedentes de la derecha, Correa corre el riesgo de querer hacer la Revolución ciudadana sin ciudadanos, o lo que es lo mismo, con ciudadanos sumisos. Los ciudadanos sumisos no luchan por aquello a lo que tienen derecho, sólo aceptan lo que les es dado. ¿Puede aún Correa rescatar la gran oportunidad histórica de llevar a cabo la Revolución ciudadana que se propuso? Pienso que sí,pero el margen de maniobra es cada vez más reducido y los verdaderos enemigos de la Revolución ciudadana parecen estar cada vez más cerca del Presidente. Para evitar esto, y en solidaridad con la Revolución ciudadana, todos debemos contribuir a impulsarla.

A tal efecto, identifico tres tareas básicas. En primer lugar, hay que democratizar la propia democracia, combinando democracia representativa con verdadera democracia participativa. La democracia que se construye únicamente desde arriba siempre corre el riesgo de convertirse en autoritarismo en relación a los de abajo. Por mucho que le cueste, Correa tendrá que sentirse suficientemente seguro de sí mismo para, en lugar de criminalizar el disenso (siempre fácil para quien tiene el poder), dialogar con los movimientos, las organizaciones sociales y con los jóvenes yasunidos, aunque los considere “ecologistas infantiles”. Los jóvenes son los aliados naturales de la Revolución ciudadana, de la reforma de la educación superior y de la política científica, si esta se lleva acabo con sensatez. Alienar a los jóvenes parece un suicidio político.

En segundo lugar, hay que desmercantilizar la vida social, no sólo a través de políticas sociales, sino también a través de la promoción de economías no capitalistas, campesinas, indígenas, urbanas, asociativas. Ciertamente, no está en consonancia con el buen vivir entregar bonos a las clases populares para que se envenenen con la comida basura que inunda los centros comerciales. La transición al postextractivismo se hace con cierto postextractivismo y no con la intensificación del extractivismo. El capitalismo, abandonado a sí mismo, sólo conduce a más capitalismo, por trágicas que sean las consecuencias.

En tercer lugar, hay que compatibilizar la eficiencia de los servicios públicos con su democratización y descolonización. En una sociedad tan heterogénea como la ecuatoriana, hay que reconocer que el Estado, para ser legítimo y eficaz, tiene que ser un Estado heterogéneo, conviviendo con la interculturalidad y, de manera gradual, con la propia plurinacionalidad, siempre en el marco de la unidad del Estado garantizada por la Constitución. La patria es de todos, pero no tiene que ser de todos de la misma manera. Las sociedades que fueron colonizadas todavía hoy están divididas en dos grupos de poblaciones: los que no pueden olvidar y los que no quieren recordar. Los que no pueden olvidar son aquellos que tuvieron que construir como suya la patria que comenzó siéndoles impuesta por extranjeros; los que no quieren recordar son aquellos a los que les cuesta reconocer que la patria de todos tiene en sus raíces una injusticia histórica que está lejos de ser eliminada y que es trabajo de todos eliminarla gradualmente.

martes, 27 de mayo de 2014

Una pesadilla sin retorno

Sin retorno, si seguimos sin actuar como hay que hacerlo: urgentemente.

Lo que se presenta como terremoto político no es más que una lenta tectónica de placas, que se toma su tiempo para transformar la realidad. Un tiempo del que no se dispone, porque el desmoronamiento social avanza.

Para cuando una mayoría se decida a reparar los cimientos, ya se habrá caído el edificio.

Bueno, esto que digo no es la única posibilidad. Quizá la urgencia obre milagros y haya cambios más rápidos de lo que pensamos.

Héctor Illueca Ballester, Inspector de Trabajo y Seguridad Social y portavoz del Frente Cívico somos Mayoría, explica cosas que muchos sabemos y otros muchos más parecen ignorar.

O prefieren ignorar, porque es más sencillo, y se es más feliz si los problemas se obvian y las soluciones se aplazan.



Una pesadilla sin retorno: la Europa neoliberal


Héctor Illueca Ballester
Cuarto Poder


La obra de Milton Friedman constituye una referencia ineludible para comprender la auténtica naturaleza del denominado neoliberalismo. Laureado con el Premio Nobel de Economía en 1976, es sin lugar a dudas el referente más importante de la teoría política monetarista, que orienta e inspira la política económica adoptada en muchos países del mundo y muy especialmente en la Unión Europea. Sus ideas y opiniones, ancladas en la prehistoria de la ciencia económica, han adquirido una influencia cada vez mayor en nuestro continente a medida que la crisis se ha ido transformando en una recomposición capitalista en clave autoritaria y conservadora. Por decirlo claramente: la teoría elaborada por Milton Friedman y otros ideólogos conservadores como Hayek, constituye la sustancia vertebradora de la tentativa reaccionaria que se proyecta en la actualidad sobre el teatro político de Europa. Su apelación al mercado como principio rector de la organización social y económica ocupa un lugar preponderante en la praxis económica de los gobiernos europeos, tanto de las potencias centrales como de los países periféricos que comparten el espacio económico de la eurozona. 

El razonamiento básico de Milton Friedman, expresado en su obra Capitalismo y libertad, es que sólo hay dos maneras de coordinar las actividades económicas de millones de personas: una forma política, que se basa en la coerción de un aparato especializado y se desarrolla mediante la intervención del Estado; y una forma extrapolítica, que se basa en la cooperación voluntaria de los individuos y se desarrolla a través del mercado. La forma política, o sea, el Estado, representa la coerción, la opresión y el autoritarismo; la forma extrapolítica, o sea, el mercado, representa la cooperación, la autonomía y la libertad individual. Bien entendido que éste es un modelo teórico y, en consecuencia, se presenta en la realidad bajo diversas formas, nunca en estado puro. El Estado y el mercado constituyen principios antagónicos que se entremezclan y coexisten en una sociedad determinada, pero uno de ellos acaba por imponerse y contamina con su lógica a todo el cuerpo social. Para Friedman, la victoria del Estado implica la claudicación definitiva de las libertades individuales. El triunfo del mercado, en cambio, garantiza el disfrute de las posesiones terrenales sin interferencias coercitivas de ninguna especie. 

Esta concepción del orden social abona la consideración del Estado como un agente externo a la sociedad, una respuesta patológica del orden social que debe separarse de la economía para proteger la libertad y la autonomía individual. La separación de política y economía, he aquí el núcleo duro del pensamiento neoconservador progresivamente difundido a partir de la II Guerra Mundial. La clave es excluir al Estado de la economía para consagrar el imperio del mercado, la ley del más fuerte, el darwinismo social que se reproduce en el mercado. La abstención del Estado en la economía permite que la explotación capitalista se reproduzca sin turbulencias, viabilizando un programa abiertamente reaccionario y favorable a los sectores más privilegiados de la sociedad. A veces, hay que decirlo, son necesarias ciertas dosis de despotismo político para imponer planes de ajuste estructural a las poblaciones, pero eso nunca ha representado un problema para los ideólogos del neoliberalismo. Milton Friedman lo admitía con una naturalidad pasmosa, casi con desparpajo, afirmando que sus recetas económicas sólo podrían aplicarse si el Estado disponía de suficiente fuerza política para imponerlas. 

Pues bien, el proceso de construcción europea concentra y resume los principales postulados de la doctrina neoliberal arriba enunciada: crear un marco político que reduzca a la mínima expresión la gestión de la economía a través de las políticas macroeconómicas, bajo la premisa de que el mercado constituye un sistema estable que tiende a autorregularse. Esta ha sido la constante desde sus primeros pasos en el Tratado de Maastricht, cuando se aprobaron los criterios de convergencia, hasta las reformas más recientes que pretenden reforzar la gobernanza de la zona euro (Pacto por el Euro, Pacto Fiscal). Esta realidad pudo permanecer oculta mientras el crecimiento económico extendía un velo de silencio sobre las destrucciones sociales que estaba provocando el mercado único, pero la crisis ha revelado de manera despiadada la auténtica naturaleza del proyecto europeo: una gigantesca operación política orientada a secuestrar la soberanía popular y sustraer las políticas económicas al control democrático de la ciudadanía. 

En efecto, la implantación del euro hizo desaparecer las monedas nacionales, que constituían uno de los principales símbolos de la soberanía. De este modo, los Estados renunciaron al principal instrumento del que disponían para afrontar los desequilibrios comerciales internacionales: la devaluación de la moneda. Ello tenía especial importancia en países periféricos como España e Italia, que tradicionalmente habían recurrido a esta medida para equilibrar la balanza comercial y mejorar su posición en el esquema europeo, reduciendo los diferenciales de competitividad con Alemania y otros países. Paralelamente, la creación de un Banco Central Europeo independiente permitió aislar la política monetaria de cualquier interferencia democrática, ignorando las necesidades específicas de cada país en la determinación de los tipos de interés, que pasó a vincularse a la situación registrada en la media de la Eurozona. 

La existencia de la moneda única y de un Banco Central independiente definieron un espacio económico progresivamente liberado de las interferencias y regulaciones que tradicionalmente han caracterizado el modelo europeo, alumbrando un nuevo tipo de capitalismo puro, hipercompetitivo y plenamente mercantilizado. A modo de corolario, la capacidad de los Estados para realizar políticas fiscales se limitó estrictamente en el Tratado de Maastricht, primero, y en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, después, que establecieron objetivos sumamente rigurosos en materia económica y presupuestaria. Atados de pies y manos, los gobiernos de la periferia quedaron atrapados en la trampa del mercado autorregulado, sin apenas margen de maniobra. Al desencadenarse la crisis, vieron reducirse sus ingresos e incrementarse sus gastos por el juego de los estabilizadores automáticos, haciendo imposible cumplir el objetivo de déficit máximo, fijado en el 3 por ciento del PIB. Acosados por los mercados y abandonados por el BCE, los países del sur de Europa emprendieron drásticos recortes en el gasto público para satisfacer aquel objetivo. Sin embargo, los recortes no han hecho sino agravar los problemas de crecimiento y alejar los objetivos de reducción del déficit, provocando una espiral diabólica que agudiza y empeora la situación de crisis. 

Llegados a este punto del razonamiento, se entiende mucho mejor la verdadera naturaleza del proceso de construcción europea, en la que conviene insistir de nuevo: separar al Estado de la economía para que la explotación capitalista se desarrolle sin turbulencias. Lógicamente, si el tipo de cambio ha desaparecido, la política monetaria ha sido transferida y la política fiscal se encuentra limitada por una estricta disciplina presupuestaria, la única variable que puede servir de base para un ajuste económico en una situación de crisis es la flexibilidad de los salarios. Esto es lo que explica que las actuaciones estatales de control sobre el mercado y de protección de los derechos sociales estén siendo destruidas al ritmo de los dictados de la unión económica y monetaria. El dumping social no sólo no se ha combatido, sino que se ha fomentado, situando la regulación del trabajo asalariado como único factor de competitividad y desencadenando un feroz darwinismo normativo para reducir los estándares laborales y de protección social. 

En este contexto, salir del euro constituye una alternativa posible y deseable para nuestro pueblo, que se enfrenta a la necesidad de recuperar la soberanía para superar la gravísima crisis que atravesamos. Como he defendido en otro lugar, ello sería el primer paso de una estrategia constituyente que pretenda el reequilibrio de la economía en el marco de un desplazamiento del poder económico y social hacia el Trabajo. Una estrategia que empieza con el impago de la deuda soberana y se amplía a una salida unilateral del euro que permita a nuestro país escapar del cataclismo de la devaluación interna impuesta por la Unión Europea. La solución no pasa por un europeísmo débil y subordinado al diktat de Berlín, sino por trabar relaciones de solidaridad entre las clases populares del Estado con la finalidad de impulsar una alternativa general para romper con la Europa de Maastricht. Es la hora de abolir el euro, recuperar la soberanía y encarar una reconstrucción europea al servicio de los pueblos y no de los poderosos. Mañana podría ser demasiado tarde.