Evidente: hace falta un cambio de mentalidad. Porque las ideas dominantes son ampliamente compartidas por los dominados. Por eso a los poderosos les cuesta poco convencerlos de que las cosas comienzan a mejorar. La mayoría no aspira a la emancipación, sino a la cooptación. Todavía creen, porque lo quieren creer, que su situación mejorará si hay un nuevo boom económico, sin ver que no se va a producir si no es a su costa.
Y que será efímero. De burbuja en burbuja el capitalismo se dirige al agotamiento y a su final, y es fácil que en su desastre nos arrastre a la miseria absoluta.
La hybris (desmesura), está sembrada y bien arraigada en las masas, porque en el fondo comparten sus valores (utilitarismo, pragmatismo, deseos insaciables por encima de necesidades reales...), con los dueños del mundo.
Habrá que establecer un inteligente balance entre necesidades, deseos y posibilidades de satisfacerlos sin cargar sobre el planeta lo que no puede dar. Que todavía es suficiente para el verdadero buen vivir.
Y que será efímero. De burbuja en burbuja el capitalismo se dirige al agotamiento y a su final, y es fácil que en su desastre nos arrastre a la miseria absoluta.
La hybris (desmesura), está sembrada y bien arraigada en las masas, porque en el fondo comparten sus valores (utilitarismo, pragmatismo, deseos insaciables por encima de necesidades reales...), con los dueños del mundo.
Habrá que establecer un inteligente balance entre necesidades, deseos y posibilidades de satisfacerlos sin cargar sobre el planeta lo que no puede dar. Que todavía es suficiente para el verdadero buen vivir.
La perpetua invitación a la codicia significa un continuo sabotaje al ejercicio de la libertad. No olvidemos que en el capitalismo la única libertad es la de comprar y vender, y la codicia sin límite incapacita para ejercerla. Mucho más a quien sólo puede venderse a sí mismo y tiene poco que comprar.
El País
Únicamente conozco a un broker que actúe en Wall Street. Se
trata de un antiguo compañero de colegio que ya en la infancia apuntaba
maneras. Era abierto, decidido y, a la que te descuidabas, te devolvía
un lápiz tras haberle prestado una pluma estilográfica. El otro día me
lo encontré por la calle y estuvimos charlando un rato. Estaba contento
porque los negocios le iban bien. Le pregunté si se reproducían las
condiciones —propicias para él, por cierto— que dieron lugar al colapso
financiero de hace algunos años. Me contestó que no sólo se reproducían
sino que dentro de no mucho el colapso sería mayor. Los especuladores,
empezando por él mismo, campaban a su aire, sin freno, y sus ganancias
eran fabulosas. A su alrededor las burbujas fomentadas por la
especulación crecían sin cesar, aunque, como es lógico, nadie pensaba
acabar atrapado por ellas.
Mi antiguo compañero de colegio era feliz: todo volvía a producirse,
corregido y aumentado, ante un mundo ciego y sordo, o, lo que era
todavía más eficaz, cómplice. En definitiva, de creer sus palabras, la
codicia seguía creando fuertes lazos de complicidad entre el engañador y
el engañado, parecidos a los de los colegiales que intercambiaban
lápices y plumas estilográficas. Claro que él no hablaba de codicia sino
de interés y de provecho.
Y creo que no le falta razón. No tengo conocimientos suficientes para
saber, o profetizar, si se avecina un nuevo colapso, pero sí tengo la
sospecha de que no se ha generado un aprendizaje profundo en relación
con lo sucedido estos últimos años. No se ha eliminado el huevo de la
serpiente, ya que dicha eliminación concernía, además de a la economía y
a la política, al espíritu, o, si se teme esa palabra, a la mentalidad.
No ha habido catarsis, no se ha hecho limpieza, y las nuevas
turbulencias pueden presentarse sin que se hayan construido diques de
contención que las detengan.
No ha habido catarsis y las nuevas turbulencias
económicas pueden presentarse sin que se hayan construido diques de
contención que las detengan
A este respecto es muy interesante —incluso literariamente— escuchar
el relato sobre el fin de la crisis que muchos políticos y financieros
están contando. Es en cierto modo simétrico al del inicio de la crisis, e
inevitablemente recuerda las narraciones tejidas en torno al absurdo.
La crisis estalló inexplicablemente, y bastaría recurrir a las
hemerotecas para comprobar la maravillada candidez de los dirigentes
políticos y económicos: nadie podía prever nada porque —como los grandes
fenómenos diabólicos y divinos, o como el absurdo— todo era
imprevisible. Inopinadamente la peste se apoderó de la ciudad. Ahora se
declara que la peste ya ha sido vencida, si bien es cierto que dejando
tras de sí un reguero de cadáveres. Es magnífico ver a los banqueros
proclamar el triunfo sobre la peste, ajenos ellos por completo a la
instalación de la epidemia. También es aleccionador comprobar el
triunfalismo de Rajoy o Montoro, aunque en sus caras se insinúe todavía
un rictus de espanto, como si no estuviesen muy seguros de los augurios,
o simplemente tuvieran dificultades a la hora de jugar su nuevo papel
en la representación teatral.
Sin embargo, con mayor o menor eficacia, la representación funciona.
Los espectadores —es decir, los ciudadanos— empiezan a aceptar que la
peste se está desvaneciendo, y tienen tantas ganas de que esto suceda
que están olvidando ya las causas del contagio que afectó a la
comunidad. Si hacemos caso de la lógica expuesta por mi antiguo
compañero de colegio, el entero ciclo va a repetirse de nuevo porque
otra vez van a funcionar férreamente los lazos de la codicia: los
especuladores, como corresponde a su papel en la función, buscarán la
complicidad de los ciudadanos para la obtención de unos beneficios que,
aunque a la larga sean catastróficos, a corto plazo brillan con luz
propia.
La repetición del ciclo, de producirse, implicaría una ausencia total
de aprendizaje con respecto a lo que hemos denominado crisis. Si
tuviésemos la voluntad de aprender deberíamos ir, creo, más allá de las
explicaciones económicas y políticas para preguntarnos sobre una
determinada interpretación de la existencia. Dicho directamente:
mientras la vida sea entendida como un objeto de rapiña, de saqueo,
cualquier otra consideración se antoja secundaria. Y esta parece ser la
ideología dominante en estos primeros lustros del siglo XXI en los que
el utilitarismo y el pragmatismo se ven acompañados por una exaltación
permanente de la posesión inmediata de las cosas (y de las personas). La
existencia está ahí para ser tomada, para ser consumida, y no para
llegar a un compromiso con ella. Más importante que el contrato social
del que hablaron los ilustrados es el contrato existencial, del que
carecemos y que supondría entender la vida como un sutil juego de
equilibrios entre deseo y respeto, entre posesión y contención.
Cuando en la tragedia griega los poetas luchaban contra la desmesura y
el desequilibrio, poniéndolos precisamente en escena, era porque
partían de la honda convicción de que el hombre no puede ser libre si
está atenazado por la hybris. Como supo ver muy bien Esquilo,
no puede haber libertad si las fuerzas dominantes son la desmesura y el
desequilibrio. Por importante que sea la urna para la democracia todavía
más importante es la capacidad de mediación y de regulación: entre los
individuos, entre los poderes, entre el hombre y su entorno. No
obstante, el capitalismo que, globalizado, se asienta en el mundo tras
la caída del muro de Berlín, hace ahora 25 años, es una auténtica
civilización de la hybris y, en consecuencia, si aún son
válidas las enseñanzas de Esquilo —y pienso que lo son—, un sistemático
antídoto contra la democracia. La perpetua invitación a la codicia y al fast food vital significan un continuo sabotaje al ejercicio de la libertad.
Por eso es alarmante —no para él, claro— el pronóstico de mi compañero de infancia, el actual broker
de Wall Street, cuando supone que las circunstancias van a repetirse
porque los hombres están predispuestos a que se repitan. Indicaría que
estamos atrapados en esa civilización de la hybris que no
contempla otro camino que el del saqueo vital y la posesión inmediata de
las cosas. Prisioneros de ese sortilegio, lo normal es que marcháramos
de crisis en crisis, de nuevo riquismo en nuevo riquismo, con asombrosas
irrupciones de la peste en la ciudad y no menos asombrosas
desapariciones de esa misma peste. Eso sí, con visionarios, con augures,
con magos, vestidos de ministros o de banqueros, abriendo o cerrando
las puertas del porvenir. Y sin posibilidad de aprender.
Lo contrario sería aprender. Pero eso entrañaría un nuevo concepto de
educación que desborda, con mucho, el marco de las escuelas y las
universidades para afectar, directamente, a la mente del hombre. Al
comprobar los estragos violentos de la Revolución Francesa, un
revolucionario como Friedrich Schiller escribió un breve y valiosísimo
libro, Cartas sobre la educación estética de la humanidad.
En él se afirmaba que ningún cambio era posible, por espectacular que
fuera en su efecto exterior, si no conlleva una modificación de la
sensibilidad. Fue, en cierto modo, una profecía con respecto a las
revoluciones que estaban por venir, especialmente las que tuvieron lugar
en el siglo XX.
Aprender sería aprender a desarticular la civilización de la hybris.
Educar al hombre en un nuevo contrato existencial, con sus derechos y
sus deberes, en que la vida, lejos de ser un objeto de saqueo, fuese un
sujeto de armonía. Claro que eso implicaría hacer una verdadera
revolución espiritual, algo más delicado que cualquier revolución de
otro tipo. La próxima vez que me encuentre con mi antiguo compañero de
colegio voy a preguntarle qué opina al respecto. Quizá ría porque no lo
entienda; quizá se asuste porque lo entienda demasiado.
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