Recordemos, pues.
Recuerdo perfectamente aquel bombardeo. Recuerdo el entierro en la arena del ejército iraquí ya derrotado. Recuerdo el ametrallamiento de los que se retiraban. Recuerdo las muertes que causó el embargo, y a Madeleine Albright declarando que mereció la pena.
Recuerdo todo eso y mucho más. Y veo las consecuencias en toda una amplísima región, y el eco posterior, y la cadena de consecuencias, la cadena de guerras, que ahora rebotan levemente sobre algunos de los Estados cómplices.
También recuerdo el lema del arzobispo Desmond Tutu para la Promoción de la Unidad Nacional y la Reconciliación, en Sudáfrica: "Sin perdón no hay futuro, pero sin confesión no puede haber perdón".
Claro que de poco vale incluso la confesión si no hay arrepentimiento. Y propósito de la enmienda. Por una vez, recordaré el catecismo y sus condiciones para el perdón divino:
1. Examen de conciencia
2. Dolor de corazón
3. Propósito de la enmienda
4. Confesión del pecado
5. Cumplimiento de la penitencia
El perdón humano, más modesto, podría omitir el último punto.
Rebelión
Hace ahora veinticinco años, en la mañana del 13 de febrero de 1991, bombarderos norteamericanos lanzaron por sorpresa bombas de más de novecientos kilogramos sobre un refugio que estaba situado en el barrio de al-Amiriya, en Bagdad. Dentro, había cuatrocientos niños, que se habían refugiado allí para huir de las bombas y la guerra. Nada detuvo a la implacable maquinaria bélica estadounidense: en esas semanas, atacaron hospitales, refugios, plantas de tratamiento de agua, infraestructuras, carreteras, centrales eléctricas, pueblos y ciudades. A lo largo de dos meses, un diluvio de fuego se abatió sobre Iraq, dejando al país postrado. Visité ese refugio de al-Amiriya en 2003, cuando estaba a punto de iniciarse otra guerra: la que lanzó George W. Bush con las mentiras y las manipulaciones vergonzosas de su gobierno, incluso ante el Consejo de Seguridad de la ONU. El refugio olía a muerte, y, en las paredes negruzcas, quedaban restos del infierno en que se convirtió, las huellas de las pequeñas manos que arañaban los muros con desesperación: al-Amiriya fue un gigantesco crematorio, donde los niños murieron abrasados, donde caminábamos en silencio con el corazón encogido.
Transcurría entonces la primera guerra del golfo, lanzada por Estados Unidos contra Iraq después de que Sadam Hussein hubiese invadido Kuwait. Washington bautizó esa masacre como la Operación Tormenta del Desierto. Esos casi cuatrocientos niños iraquíes que perecieron quemados vivos, son sólo algunas de las víctimas de la ferocidad norteamericana: miles de soldados murieron enterrados en las arenas del desierto, y Washington golpeó con saña Bagdad y otras ciudades iraquíes, matando a miles de ciudadanos civiles. Después, vendrían las sanciones, que bloquearon la llegada al país de todo tipo de suministros; desde alimentos, hasta utensilios hospitalarios y medicinas, así como todos aquellos materiales y productos que, a juicio de Estados Unidos, pudiesen tener “aplicaciones militares”. Estados Unidos violó entonces todos los acuerdos internacionales que vigilan y aseguran la protección a la población civil en caso de guerra.
Tas esa primera guerra del Golfo, las sanciones crearon en Iraq una situación de emergencia, con severos daños en las conducciones de agua, en el medio ambiente, en las ciudades. La Organización Mundial de la Salud, que, antes de la agresión norteamericana, clasificaba a Iraq como un país desarrollado en Oriente Medio, constató después que el índice de mortalidad infantil había aumentado un 25%. Las enfermedades proliferaron: el cólera, que estaba completamente erradicado, volvió a aparecer, igual que ocurrió con la polio, cuyos casos aumentaron de forma vertiginosa. La malaria, que casi estaba eliminada, apareció de nuevo. El uso de uranio empobrecido por la aviación norteamericana hizo aumentar los casos de tumores, leucemias y malformaciones, y los de insuficiencia renal y de esterilidad en las mujeres aumentaron notablemente. La cuarta parte de la población dejó de tener agua potable, cuando, antes, todo el país tenía acceso. Bajo la presión norteamericana, la comisión internacional que controlaba el programa “petróleo por alimentos” se negó a autorizar la importación de materiales para potabilizar el agua. Centenares de miles de personas murieron por el embargo, aunque Estados Unidos nunca se sintió responsable de esa matanza. Jamás se conmovió.
En 2003, los aviones norteamericanos ya estaban bombardeando de nuevo: en esos días en que yo recorría los pobres hospitales iraquíes, con toda nuestra delegación horrorizada ante los niños indefensos en las salas, donde sólo disponían de sangre; ante los casos de malformaciones causados por las bombas de uranio empobrecido; mientras recorríamos los barrios desolados por la pobreza causada por el embargo, veía a los soldados cavar zanjas para protegerse: saludaban, alegres, confiados en resistir, con una ingenuidad que encogía el corazón, creyendo que con aquellas trincheras resistirían al diluvio de bombas que preparaban en Washington. En las afueras de Basora, muy cerca del estuario de Shatt al-Arab, unas bombas cayeron a apenas unos centenares de metros del autobús en que se desplazaba nuestra delegación.
Después, llegó otra vez la guerra. Otra guerra. El 20 de marzo de 2003, Bush lanzó la invasión de Iraq, con la falsedad de las “armas de destrucción masiva” que, supuestamente, tenía Iraq; con las mentiras de la supuesta complicidad del gobierno iraquí con al-Qaeda; sin mandato de las Naciones Unidas, violando las convenciones internacionales, sin que las gigantescas manifestaciones mundiales de protesta pudieran impedir la guerra y la matanza. Derrocado Sadam Hussein, llegó la ocupación, el caos, la rapiña de las riquezas culturales y arqueológicas de Iraq, en la que participaron militares y mercenarios norteamericanos; llegaría también el terrorismo islamista, las bandas de saqueadores y asesinos, la criminal incompetencia del ejército norteamericano para proteger a la población civil tras la guerra; y la miseria, el hambre, en un país que había sido uno de los más prósperos de Oriente Medio. En el caos apocalíptico que la sanguinaria política norteamericana ha creado en Oriente Medio, parecía que nada podía ser peor. Pero faltaba aún la pieza siria, cuyo acoso empezó en 2011.
Tras veinticinco años de guerra, la población iraquí sigue resistiendo; resiste a la destrucción causada por Estados Unidos, al caos creado por su ejército, a las divisiones sectarias que fueron estimuladas por los servicios secretos norteamericanos, a los grupos terroristas creados por la CIA y por sus aliados (Arabia, Qatar, Turquía, Emiratos Árabes Unidos). En un país rico, gracias a su petróleo, los iraquíes se ven hoy obligados a malvivir, con el territorio dividido, controlado por facciones: las milicias kurdas de Barzani y de Talabani, en el norte; los feroces yihadistas de Daesh, las milicias chiítas, las fuerzas del gobierno, los miles de militares estadounidenses que siguen en el país, los mercenarios norteamericanos, las nuevas unidades que Washington destaca allí, preparadas para intervenir en Siria, mientras Iraq cumple veinticinco años de guerra.
Ahora, cuando evocamos a aquellos centenares de niños abrasados en el en el horror del refugio de al-Amiriya de Bagdad, recuerdo uno de los carteles que alguien dejó en las paredes destrozadas por las bombas y la ferocidad de Washington: Let Iraq live. Dejad vivir a Iraq.
Contrastemos el pensamiento imperial con el del arzobispo sudafricano:
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