¿Se nos ha embotado la capacidad de gritar? ¿Será que nos resignamos a lo que parece inevitable?
Dos escenarios a contemplar. Un falso estoicismo, el sentimiento de ocultación de los propios males, tal vez la vergüenza, nos hace ocultar el dolor propio. La educación recibida nos disciplina para resistir sin quejarnos, muchas veces, las injusticias qie padecemos.
Esta soledad en la queja, compartida por todos pero ocultada por la mayoría, da una falsa sensación de inferioridad al que podría quejarse, y aísla los gritos de protesta tanto como pueda hacerlo la represión.
Pero hay un escenario peor, que es la ausencia del grito ante las injusticias que sufren otros. Porque si bien cada uno es dueño de su vergüenza, es una vergüenza la indiferencia ante el dolor de los demàs.
Esta ausencia de empatía únicamente es natural en las mentes psicópatas.
A no ser que hayamos interiorizado tanto la idea de lo inevitable de los males, que al creernos en un callejón sin salida, prefiramos, siguiendo a los conductistas, no llorar, porque es lo que nos pone tristes.
Luis García Berlanga, ya muy enfermo, grabó este vídeo para la campaña, de Médicos sin Fronteras, "Pastillas contra el dolor ajeno".
Aprendamos de nuevo a gritar, por nos-otros y por los-otros.
Rebelión
Si te pisan, gritas. Gritas si te golpean; ante un peligro inminente también gritas. Es casi natural gritar para pedir ayuda, para evitar un dolor mayor, para solidarizarse con el propio cuerpo maltrecho. El grito inicia una socialización de la injusticia individual, el reconocimiento de que otros asimismo viven una situación similar. Cuando el grito pretende cambiar el estado de cosas y revertirlas se convierte en un acto político consciente.
De ahí que John Holloway otorgue al grito enojado y expresivo de una constitución primigenia e iniciática hacia un mundo diferente. El grito transforma la realidad, dotando de sustancia al sujeto que padece y estableciendo una dialéctica con el sistema opresor. Sin grito no existe capacidad de resistencia: todo se queda en el vacío del sufrimiento sublimado.
Tiene razón Holloway, donde el grito brilla por su ausencia la vida
social y política se queda en nada, mera repetición de rutinas y de
sometimiento acrítico al orden establecido. Todo fluye como una
eternidad sin acontecimientos relevantes ni historia que hacer ni contar
en la que la eternidad se instala como un todo ideológico compacto y
circular.
Romper ese círculo exige un esfuerzo extraordinario, ir
contracorriente, deseducarse a conciencia, volver a pensar y pensarse
de otra manera poniendo en jaque las verdades absolutas que pasan por
certezas inamovibles. Ya lo dijo Noam Chomsky desde el Norte: el sistema
educativo cumple en Occidente y sus colonias culturales asimiladas una
función decisiva para conformar mentes clónicas que solo piensen lo que
se puede pensar dentro de una dinámica capitalista que no deja
alternativas ni posibilidades para oponer discursos contrarios a sus
tesis y visiones interpretativas del mundo: el capitalismo se piensa a
sí mismo como una verdad cerrada y omnicomprensiva.
Desde el Sur,
Boaventura de Sousa Santos incide en esta perspectiva de actuar desde
la deseducación rigurosa y filosófica, tanto en la práctica como en la
teoría, dando voz a los gritos invisibles del universo contemporáneo. Un
mundo sin centros neurálgicos ni jerarquías intelectuales; un mundo que
debe hacerse haciéndose en la cooperación y el diálogo a varias bandas
alejándose del patriarcado del conocimiento académico sancionado por la
superioridad de Europa y EE.UU. En definitiva, hay que re-vestirse,
desmadejando el tejido cultural construido en los últimos siglos por la
prepotencia y preponderancia del hombre blanco. Tenemos que des-pensar
lo pensado al tiempo que tenemos que pensar cómo des-pensarnos.
El callejón sin salida del neoliberalismo ha borrado de la lucha
política el futuro porque toda la realidad se ha transformado en un
futuro permanente: no hay porvenir alguno al ser la lucha por la
supervivencia feroz, meramente deseante de momentos evasivos, sin
presente que vivir. Urge evadirse del instante para des-hacerse en el
siguiente momento, siempre igual al precedente. No edificamos futuro
jamás, solo huimos de futuros en futuros de blanda consistencia. Se hace
imposible habitarnos cuando no residimos en ningún presente.
En
ese viaje de nada sirve gritar. El grito se encuentra sublimado,
encajonado en la existencia mediante controles sibilinos del régimen
ideológico y cultural que nos provocan parálisis a través de miedos y
prejuicios casi insalvables. Ser diferente no tiene premio, en la masa
está la salvación. Gritar es un signo de inferioridad manifiesta,
debemos competir hasta la extenuación. El silencio recompensa con el
éxito, el éxito reside en ser más silencioso que el prójimo, en agachar
la cabeza y hacer el mayor acopio posible de sucesos de consumo:
consumir tiempo, sumarse a experiencias estereotipadas, adquirir
habilidades técnicas y funcionales para competir mejor y con mayor
ahínco.
¿Para qué gritar si el que inicia el griterío será
tachado de inadaptado y sobre su persona recaerá el estigma del
monstruo? El que grita tiene perspectivas ante sí poco halagüeñas, puede
ser un perdedor de por vida. Por ello la sublimación, ese sumidero
donde la impotencia social y política deviene en autojustificaciones de
conductas neuróticas y conservadoras a ultranza. Con sobrevivir, basta y
sobra.
Ese mundo es el siglo XXI, en tierras de Occidente al
menos, ese vasto espacio de globalidad que se cuela por cualquier
intersticio de la realidad produciendo esterilidad en el pensamiento
crítico y autónomo. Las vanguardias sindicales y de izquierda presentan
en el mundo rico un agotamiento de ideas colosal. Ya no se puede pensar
la realidad objetiva ni el presente ni el futuro con las herramientas
tradicionales de otros tiempos no tan lejanos.
El neoliberalismo
rampante, los pasados estados del bienestar y la negociación colectiva
de épocas pretéritas han tocado techo: desde la socialdemocracia
pactista no hay soluciones viables para las grandes mayorías ni para los
países emergentes ni para los sumidos en una pobreza estructural.
Paradoja donde las haya: hay más hambre y sed que nunca en el mundo
mientras avanzamos a velocidades estratosféricas en los campos de los
dispositivos teconológicos y los conocimientos científicos. La gente se
muere por falta de comida en simultáneo con un ingenio sofisticado
lanzado a cualquier galaxia de nombre estrafalario.
Ese contraste
absurdo de desigualdad debiera provocar gritos ensordecedores, pero no
es así. Transigimos: la realidad que nos llega no sirve de resorte para
gritar desaforadamente. Ya no gritamos ni por impotencia. Somos
incapaces de pensarnos como sujetos libres y activos. El otro también
calla: callamos en una sinfonía de silencios transidos de pánico.
Y cuando algún grito ponderado nos llega de algún remoto rincón del
planeta, su señal nos alcanza con debilidad levantando una polvareda de
sospechas infundadas: son seres inferiores, son gentes atrasadas, son
aborígenes, son animales con forma humana. Nada más. Pero esos gritos
son nuevos y debieran aportar a aquellos que quieran escucharlos un
mensaje diáfano: la soledad del hombre blanco occidental está hecha de
miedos atávicos a pensar de otro modo, a mirar más allá de su propio
solipsismo de autosuficiencia.
Jamás llegará ningún futuro sin
pensar el presente desde otra perspectiva radical. O deseducamos nuestra
sublimaciones y despensamos nuestras certezas o todo seguirá igual,
renqueando hacia un Norte quimérico desde el Sur de nuestra indigencia
vital.
Lecturas recomendadas:
Cambiar el mundo sin tomar el poder, John Holloway.La (des)educación, Noam ChomskyDescolonizar el saber, reinventar el poder, Boaventura de Sousa Santos
"Prohibido cantar", rezaba un cartel situado, en los bares, junto a las botellas de anís y de brandy. Poco a poco, a medida que nos fuimos "civilizando", esos carteles fueron desapareciendo y el prohibido cante fue dando paso al horrendo "hilo musical". Una vez más el tentáculo capitalista. La voz enlatada y sometida al canon de la SGAE, la voz embalsamada que nadie escucha pero que es obligado oír, la voz desactivada... convertida en ruidosa mercancía.
ResponderEliminarQue alguien, con más o menos talento y con mayor o menor fortuna, se arranque espontáneamente a cantar, resulta que es poco menos que un delito. Pero, amigo, ¡hay que aguantar hilos "musicales" y televisiones a donde quiera que vayas! Claro... ¡pagan el canon!
Y, así, nos han ido robando la vida y el modo de compartirla. Donde había hombres y mujeres alegremente cantando, hoy hay un trasto carísimo emitiendo ruidos que no quisiéramos oír, impidiéndonos conversar... y prohibiéndonos cantar.
Hoy, más que un grito, va siendo imperativa la necesidad de un poderoso rugido colectivo que diga ¡basta!
Como dijo Rafael Sánchez Ferlosio: "... en fin, para rematar, en el oído cuatro o cinco compases de El gato montés o de Marcial, tú eres el más grande, allá en la lejanía para que, literalmente, me prendan fuego cuerpo y alma a la vez en medio de la calle y clame a toda voz, no sé si al cielo, a la tierra o al infierno, como si fuese mi último suspiro '¡¡¡Odio España!!!' (Os juro, amigos, que no puedo más).