Los Estados, las empresas y cualquier otra organización disciplinada y jerárquica esconden —por debajo de una unidad más o menos impuesta, más o menos libremente aceptada, incluso entusiásticamente proclamada por la mayoría de sus miembros en momentos de euforia patriótica o futbolística— tensiones internas producidas por su propia dinámica. A veces se reducen a un malestar que no va más allá, pero cuando se acumulan pueden estallar en conflictos tanto más agudos cuanto mayores han sido las fuerzas capaces de contenerlos hasta llegar al punto de ruptura.
La complejidad de una estructura tan férreamente articulada como es el Estado crea contradicciones en muchos frentes. Continuamente hay conflictos en alguna de sus partes, y si afectan gravemente a grupos muy grandes, sectores laborales o grupos ciudadanos, pueden pasar de la protesta pacífica a la rebelión abierta.
La Historia va dejando en las sociedades capas de memoria que solo parcialmente ocultan las situaciones heredadas del pasado. Las luchas de clases en las metrópolis se entrecruzan con las coloniales, de forma frecuentemente contradictoria. El caso francés es particularmente significativo. La República que tomó la forma de Imperio una y otra vez ha dejado su impronta en los conflictos actuales. El caso no es único, porque todos los países capitalistas se han desarrollado sobre la doble explotación de su clase obrera y la rapiña colonial. Pero no es fácil armonizar la indignación de dos grupos tan separados como los trabajadores que un día estuvieron mejor y los que nunca lo han estado.
Cuando esos trabajadores en retroceso han perdido en gran medida la conciencia de clase pueden ver el enemigo donde no está y aplaudir, o al menos ver con indiferencia, la represión si no se ejerce directamente contra ellos. El miedo al extraño alimenta la intolerancia reaccionaria y produce ese fenómeno no tan extraño del "fascista pobre", ese que pide mano dura contra los alborotadores. De la clase obrera proceden los matones de discoteca y gimnasio, muchos de los cuales acaban nutriendo las filas de los "cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado", especialmente de los cuerpos de élite.
Leído en un artículo de Ana Pardo de Vera en Público:
Este domingo, en una entrevista de Patricia Simón a Sami Naïr en La Marea, el prestigioso político, sociólogo y filósofo francés, especializado en derechos humanos y migraciones, alerta con precisión de todas las coordenadas que han ido trayendo a Francia al momento actual, donde, sobre todo, franceses descendientes de la migración de las antiguas colonias en África, tras varias generaciones ya, reivindican su lugar en la República de la (no)égalité mostrando su rechazo hacia los símbolos de ésta. Caldo de cultivo perfecto para los postulados xenófobo-populistas de la ultraderecha, la cual, tal y como alerta Naïr, campa a sus anchas en las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado francés. ¿Les suena?
"La Policía se ha vuelto cada vez más brutal y violenta, y no vacila a la hora de provocar a los jóvenes. Y es muy fácil hacerlo. Se encuentran en la boca de un metro a tres chicos con facciones magrebíes o de piel negra y despliegan un grupo grande de agentes, les piden los papeles, los ponen contra la pared, los esposan...", cuenta el filósofo en una narración empapada de violencia que, siguiendo la máxima, solo genera cada vez más violencia.
La Francia de primera clase tendrá un respiro mientras no se pongan de acuerdo los que viajan en segunda y tercera.
Y esto vale también para nuestro país.
DPA | EUROPAPRESS |
Estalla de nuevo Francia. Será indivisible, como presumen. Pero en su interior hay fronteras, costuras que se rompen más allá del eje territorial. Está esa Francia encantada de conocerse porque vive en el mejor país del mundo, el que parió la madre de todas las revoluciones, el de la libertad, igualdad, fraternidad. Como si bastara con decirlo. La que cabalga sobre el cine, la moda, la literatura, el lujo. La que agita con orgullo su bandera cultural (ojalá algunos copiaran esto). La que se mueve en coche oficial, transporte verde y velero. La que vende diversidad y oportunidades, pero sigue estando en manos de los mismos, los políticos y empresarios que producen su fábrica de líderes, la Escuela Nacional de Administración, a la que Macron, que también pasó por allí, ha transformado para intentar que no entren y salgan solo los de siempre.
Hay una segunda Francia que vivió momentos mejores, con trabajos dignos, bien remunerados, y con la sensación de ir en un vagón cómodo del tren, no con la de estar perdiéndolo. Esa parte del país que ha sufrido la deslocalización y que acabó enfundándose el chaleco amarillo. Amarillo de rabia por una forma de vida perdida o amenazada. Porque, lo que para otros es discurso y postureo, para ellos es frustración y sacrificio. Y está la Francia de los banlieues, una palabra imposible de traducir porque va mucho más allá del suburbio o de la periferia. Allí crecen los hijos de nadie. Tanto para la República como para su país de origen, siempre son los huérfanos del otro. Zonas olvidadas, sucias, como extirpadas del cuerpo. Allí donde apenas está presente el Estado o el Ayuntamiento. Tierra arada para la revuelta. Otra.
Mientras Europa no se cure del cáncer otanista que padece...
ResponderEliminarEs una sumisión total. Viendo la foto de familia de los reunidos a toque de corneta creí ver el coro de un colegio de curas.
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