En cuanto nacemos, descubrimos que hay algo fuera de nosotros. La vista y el tacto nos orientan para buscarlo. Primero aprendemos a apreciar las direcciones que enfocan nuestros ojos; luego las distancias que podemos abarcar con la mano. Cuando ya nos movemos, el mundo se ensancha. Ahora no hay un único sistema de referencia polar con el que apreciar ángulos y mínimas distancias. Éstas se alargan más y más; aparece la diferencia entre cerca y lejos. Además, un nuevo sistema cartesiano nos enseña que hay un arriba y un abajo, un delante y un detrás, la izquierda y la derecha, referencias todas basadas en nuestro propio cuerpo.
A partir de aquí nuestro punto de vista se mueve con nosotros. Pronto somos capaces de situarnos fuera de donde estamos, lo que es vital para conocer el mundo y aprender a vivir en él, recreándolo en mapas mentales de entornos cada vez más amplios. Entendemos que hay en ellos seres como nosotros, y otros que son más o menos parecidos, o muy diferentes.
Los seres vivos ocupan una parte fundamental de esa puesta en escena. Categorizamos en seguida a humanos y animales, aunque entendemos que el primer grupo se incluye en el segundo. Entre los humanos también distinguimos entre un "nosotros" de amplitud muy variable y un "ellos" que incluye a los demás. Nosotros somos los más parecidos, y compartimos experiencias, conductas y relaciones.
La identificación más cómoda e inmediata es la cultural. Facilita la comunicación, la cooperación y el tratamiento de las diferencias entre quienes comparten un ámbito. Ellos son nuestros prójimos, nuestros semejantes. Si no somos capaces de entender que hay otras identidades podemos pensar que la nuestra es la única que merece la pena conservar. De ahí al etnocentrismo y aún al racismo no hay más que un paso. Un paso muy peligroso hacia el fascismo, cuyas formas no nos son exclusivas. También desde otras culturas puede atentar contra la nuestra.
Conocer "lo que hay fuera" (de mí, pero también de "los míos"), es necesario para evitar encerrarse en una ignorancia ciega pero autocomplaciente.
No solo es importante poner en cuarentena muchas ideas comunes sobre los otros. También lo es saber cómo nos ven ellos. La dialéctica entre relaciones interculturales es básica para conocer el mundo, nuestro único hogar posible. Como dijo Unamuno, «el fascismo se cura leyendo y el racismo se cura viajando».
Es muy conveniente estar dispuesto a cambiar el punto de vista para abordar los hechos desde otro ángulo. En diferentes campos científicos, la triangulación es una técnica y herramienta potente que facilita el uso de múltiples métodos para la articulación y validación de datos a través del cruce de dos o más fuentes.
Emplearé esta técnica para distanciarme de nuestro "nosotros" en tres etapas, cada una de ellas más alejada que la anterior de nuestro "aquí y ahora", un poco a la manera en que Woody Allen se distanciaba del presente en la película Media noche en París, cuando a las doce en punto de la noche, un misterioso vehículo, cada vez más antiguo, lo recogía y transportaba mágicamente a épocas cada vez más remotas.
Distanciémonos pues, de nuestra corta visión del "aquí y ahora".
La primera etapa de este recorrido se sitúa en el campo antropológico, a través de la visión del jefe samoano Tuiavii de Tiuavea.
Tuiavii viajó a Europa a principios del siglo XX y allí descubrió un mundo incomprensible, que no tenia nada que ver con la vida sencilla y despreocupada de los isleños de Samoa. Los samoanos no conocían —ni tampoco necesitaban— el dinero («el metal redondo»), ni los grandes edificios («canastas de piedra»), los cines («locales de pseudovida»), ni periódicos («los muchos papeles»). Tuiavii nunca entendió por qué «los Papalagi» (que significa «los hombres blancos») siempre tienen prisa; o por qué nunca disfrutan de lo que hacen y se pasan el día pensando en lo que harán después; o por qué, con todas las cosas que tienen, todavía quieren tener más.
Años después de su visita a Europa, Tuiavii, jefe de Tiavea, escribió estos discursos para convencer a su pueblo de que no se dejara llevar por las falsas comodidades del mundo occidental. Un amigo alemán, Eric Scheurmann, recopiló los textos y los publicó en Occidente. Desde entonces han sido traducidos a muchos idiomas. Tuiavii transmite a través de estos discursos su sencilla sabiduría, con unas descripciones que tienen la ventaja de contemplar desde fuera nuestra civilización.
Quizá fuera esta la primera vez que se hablaba de «antiglobalización». Además, la cultura occidental se convierte aquí en objeto de estudio por parte de un pueblo que no ha perdido el contacto con la naturaleza. Se trata pues de un documento inestimable, además de una obra enormemente divertida.
Tuiavii de Tiavea |
La segunda etapa, fuera ya del testimonio real de un ser humano de otra cultura, es la imaginativa, pero plausible, interpretación del punto de vista de un gato:
Vivimos en un planeta infestado de humanos: una especie hábil e inteligente, pero a menudo incomprensible. Sin embargo, nosotros, los felinos, sabemos cómo tratar a esas criaturas. Dormir sobre ellos, obligarlos a adoptar posturas incómodas, despertarlos a altas horas de la madrugada, guiarlos paso a paso hasta la despensa: detrás de cada una de estas acciones, en apariencia casuales, se esconden elaboradas técnicas de adiestramiento. Y, si uno tiene la suerte de adoptar a su ejemplar desde que es un cachorro, puede ganarse al mejor y más fiel compañero.
Esta divertida interpretación del "pensamiento gatuno" no se aleja de nuestra experiencia cotidiana, pertenezcamos o no a uno de los grupos, adoradores y aborrecedores de los gatos, en que al parecer se divide la humanidad.
La tercera etapa de este recorrido nos aleja ya del mundo humano para verlo definitivamente desde fuera. Es el testimonio basado en la historia real de un lobo salvaje llamado OR-7, cuyo largo viaje fue posible seguir:
El eco de un aullido resuena en las montañas de Wallowa. Solo y asustado, Wander, un lobo gris de poco más de un año, trata de encontrar a sus padres o a alguno de sus hermanos, de los que no sabe nada desde que una manada rival los atacara por sorpresa. Finalmente, decide alejarse del que hasta ahora había sido su hogar. Durante su viaje, deberá enfrentarse a cazadores, incendios, carreteras y a su enemigo más temible: la soledad. ¿Encontrará el valor para sobrevivir? ¿Será capaz de crear su propia familia?
De los tres libros citados, elegiré fragmentos significativos de las respectivas interpretaciones. Si el primer relato, y también parcialmente el segundo, se sitúan en el terreno de la antropología, el tercero entra de lleno en el campo de la historia natural y de la conflictiva interacción del hombre con el resto de la naturaleza.
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Encontré el testimonio del jefe samoano en el libro Las cosas del decir, manual de análisis del discurso, primera edición, 1999. pág. 290. Por su interés, diré que el libro está parcialmente recogido aquí, aunque esta edición en internet no llega hasta el párrafo que copio:
Hay descripciones de lugares y situaciones que nos dan una perspectiva diferente a la nuestra y permiten ver bajo otra mirada —sorpresiva e hilarante, las más de las veces— situaciones conocidas. Es el caso de este discurso de un jefe samoano, quien, a principios de siglo, fue invitado a visitar Europa. A su vuelta, a semejanza de los antropólogos que habían visitado su poblado, describe la vida de los hombres blancos a los miembros de su comunidad en Samoa. Veamos a continuación cómo describe el cine (mudo, en la época de su visita):
¡Los locales de la pseudovida! No es fácil describiros un sitio semejante, esa especie de lugar que el hombre blanco llama cine; describirlo de tal modo que os dé una imagen clara. En la comunidad de cada pueblo, por toda Europa, tienen como un misterioso lugar, un lugar que casi hace soñar a los niños y llena sus cabezas de deseos ardientes.
El cine es una gran choza, mayor que la más enorme de las cabañas de un jefe de Upolu; sí, mucho, mucho más grande. Allí está oscuro, incluso de día, tan oscuro que nadie puede reconocer a su vecino. Cuando llegas te quedas cegado y cuando lo dejas lo estás aún más. La gente anda de puntillas en el interior, buscando, tanteando el camino a lo largo de la pared, hasta que una doncella viene con una centella de luz en su mano y les conduce a un lugar que está todavía sin ocupar. Hay allí un Papalagi estrechamente próximo a otro, sin verse los unos a los otros, en una habitación oscura del todo y llena de gente silenciosa. Los presentes se sientan en unos tablones estrechos que están frente a una singular pared.
De la parte más baja de la pared se levantan un zumbido y un fragor fuerte, como si emergiera de un hondo barranco, y cuando vuestro ojos se han acostumbrado ya a la oscuridad, puedes ver un Papalagi luchando con una caja. Él golpea con sus manos, con los dedos extendidos sobre las numerosas, pequeñas lenguas blancas y negras, que gritan cuando son golpeadas, cada una con su propia voz, dando como resultado los salvajes y alborotadores ruidos de una riña de pueblo.
Una confusión así tiene que narcotizar y engañar a nuestros sentidos, de modo que creamos las cosas que veamos y no dudemos de la realidad de las cosas que están sucediendo. Justo enfrente de nosotros un haz de luz golpea la pared como si la luna llena brillara sobre ella, y en ese resplandor va apareciendo gente; gente real, que se parece y viste como un Papalagi normal. Se mueven y caminan, se ríen y saltan exactamente igual a como lo hacen por toda Europa. Es como la luna reflejándose en una laguna. Podéis ver la luna, pero en realidad no está allí. Así es como sucede con esas imágenes. La gente mueve sus labios y juraríais que está hablando, pero no puedes oir ni una sílaba. No importa cuán atentamente escuches, y esto es horrible. No puedes oír ni una palabra. Es ésa probablemente la razón por la que el Papalagi golpea en la caja como lo hace. Por eso aparecen de vez en cuando letras en la pantalla, letras que enseñan lo que el Papalagi acaba de decir o va a decir.
Pero aún esa gente son pseudogente y no reales. Si intentarais agarrarlos comprobaríais que están completamente hechos de luz y es imposible ponerles la mano encima. La única razón para su existencia reside en que muestran al Papalagi su propia alegría y tristeza, su necesidad y su debilidad. De este modo el Papalagi puede ver de cerca a los más bellos hombres y mujeres. Pueden ser silenciosos, pero él todavía puede ver sus movimientos y la luz en sus ojos, puede imaginar que le miran y hablan con él (Tuiavii de Tiuea [jefe samoano], Los papalagi [los hombres blancos], Integral, 1981, editado por E. Scheuermann en 1929).
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Del libro Cómo domesticar a un humano tomo una simpática y sagaz observación. Como en la anterior cita (sin ánimo de deshumanizar al jefe samoano comparándolo con un gato) se observa la sorpresa del animal ante la cositis, ese afán por poseer y manipular cosas que caracteriza a nuestra civilización:
Los humanos son animales sociales y viven por lo general en grupos familiares.
Cuando las crías alcanzan la madurez sexual, a veces abandonan el núcleo de origen y se reúnen en pequeñas manadas de jóvenes que comparten la misma madriguera.
Con los años tienden a buscarse una pareja y a formar su propia familia, aunque no siempre. También existen individuos solitarios, y estos suelen ser los más predispuestos a dejarse domesticar.
Algunos ejemplares pasan la mayor parte de su vida dentro de las madrigueras, que son grandes, cómodas y más que deseables.
Otros pasan casi todo el tiempo fuera procurándose el alimento y regresan al caer la noche. De hecho, son sobre todo cazadores diurnos.
Se trata de criaturas inquietas y, una vez en la madriguera, están casi siempre en constante movimiento, realizando actividades que consisten precisamente en manipular y mirar cosas. Sin lugar a dudas podemos afirmar que la vista y el tacto son los sentidos más importantes para estos mamíferos y hay quien considera que ese es uno de los motivos de nuestro éxito con ellos.
Según algunas teorías, los utensilios servían originariamente para facilitarles la existencia a los humanos. Existen tradiciones orales que se remontan a cuando estos primates habitaban en cavernas y un puñal de sílex y una lanza eran sus fieles aliados y podían salvarles la vida. Hoy los roles se han invertido, los hombres están al servicio de los objetos y se ocupan de cientos y miles de cosas.
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La última visión, tomada del libro Un lobo llamado Wander, es mucho más alarmante, como corresponde a una especie amenazada que evita en lo posible el contacto con la civilización. Su interpretación de los humanos, a diferencia de la del gato, es la de quien los ve como seres extraños a su mundo:
Mamá me enseñó una vez el terreno de un humano desde muy lejos. Estaba cubierto de unas artificiales líneas rectas de plantas que se alternaban con grandes parches de tierra pelada.
—Los humanos hacen cosas sin sentido— me dijo.
Un humano se sentó en un artefacto que hacía ruido y sin motivo alguno, arrastró la espalda de aquello en amplios círculos por la tierra. Tenía mucha agua un lado, y al otro, una hembra de ciervo y su cría se escondían bajo la sombra moteada de un álamo temblón.
—Los humanos hacen muchas cosas con la tierra —me explicó Mamá—. Y pueden matar con la mirada y un ruido muy fuerte. Mantén la distancia. No intentes entenderlos.
Las hileras me ponen nervioso, erizo el pelaje de mis hombros para demostrarlo, pero eso no impide que el cuervo me arrastre hasta allí (*). Al menos encuentro agua en una zanja. Más cerca, veo un río negro. Un río negro como la noche y completamente inmóvil, congelado en pleno verano. Los humanos bajan montados en unas ruidosas máquinas por este río negro congelado más rápido de lo que yo correré jamás.
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(*) El cuervo guía al lobo hacia sus presas para aprovechar los restos del festín.
Otra impresionante historia del viaje de un lobo:
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