"Según Hobsbawm, para que suceda una revolución deben combinarse: la sensación de que todas las vías están cerradas, el anhelo de mejorar la vida cotidiana, y un sentimiento de urgencia que supera los llamados a la resignación o a la paciencia. Pero en todo esto hay muchos componentes subjetivos ―estados de ánimo, convicciones o meras creencias circunstanciales― que por lo tanto pueden resultar volubles o descarriarse".
Eric Hobsbawm y las disyuntivas de las izquierdas latinoamericanas
Contexto Latinoamericano
Copio los párrafos centrales y más significativos, aplicables a nuestra propia situación. Aprender a coger en marcha un tren que solamente pasa de vez en cuando.
...uno de los primeros temas que saltan a la vista es el de los tránsitos entre situaciones reformistas y revolucionarias, y las
formas de entender el concepto de situación revolucionaria, cuya
definición usual más de una vez dificultó percibir que esa situación
puede surgir en un momento efímero, que puede darse sin que la hayamos
previsto y desvanecerse antes de que sepamos reaccionar.
Hobsbawn sintetiza cómo esos tránsitos y momentos se han presentado en diferentes circunstancias históricas y lo primero que advierte es que las revoluciones nacen de situaciones políticas, conclusión que encierra varias implicaciones.
“Para Marx ―señala― la cuestión no era si los partidos obreros eran reformistas o revolucionarios, ni siquiera lo que estos términos implicaban. No reconocía conflicto alguno en principio entre la lucha diaria de los obreros para la mejora de sus condiciones bajo el capitalismo y la formación de una conciencia política que presagiaba la sustitución de una sociedad capitalista por una socialista, o las condiciones políticas que conducían a ese fin. Para él la cuestión era vencer los diversos tipos de inmadurez que retrasaban el desarrollo de los partidos proletarios de clase […] desviándolos de la necesaria unidad de la lucha económica y política”.
Pero la política es obra humana. “Marx y Engels ―continúa Hobsbawm― no confiaban en la intervención espontánea de las fuerzas históricas, sino en la acción política dentro de los límites de lo que la historia permitiera”. La política debía concebirse en el marco del desarrollo histórico dado, pues “las perspectivas del esfuerzo político socialista dependían de la fase alcanzada por el desarrollo capitalista, tanto globalmente como en países concretos”.
Según Marx ―prosigue―, la política es crucial, pues para triunfar la clase obrera ha de estar organizada políticamente y apuntar a la transferencia del poder político, a través de una transición a realizarse bajo la autoridad del proletariado. “Así pues, la acción política era la esencia del papel del proletariado en la historia. Operaba a través de la política, es decir, dentro de los límites establecidos por la historia: elección, decisión y acción consciente”.
En consecuencia, ―continúa Hobsbawm― “Marx y Engels rechazaban los modelos programáticos a priori y la tendencia a concebir modelos operativos fijos, por ejemplo, a determinar la forma exacta del cambio revolucionario, declarando ilegítimos a todos los demás”. No se puede en Ecuador o Paraguay hacer la revolución como en Rusia o en China, ni en Uruguay como en Cuba. Por eso ellos colocaron la acción del movimiento en el contexto del desarrollo histórico. “La forma del futuro y las tareas de la acción solo podían discernirse descubriendo el proceso de desarrollo social que conduciría a ellas […] en una cierta fase del desarrollo”.
Por otra parte, una revolución importante ―o un proceso revolucionario significativo― no puede suscitarse sin grandes motivos de malestar social y cultural, prontos a emerger al menor estímulo. Las personas se vuelven revolucionarias cuando empiezan a estimar que sus expectativas de la vida cotidiana son irrealizables sin que ocurra una revolución. Y lo que las lleva a hacerse revolucionarios conscientes no es lo ambicioso de sus objetivos, sino la percepción de que todas las vías alternas fracasan, de que todas las puertas se cierran. Sin embargo, uno se lanza contra una puerta cuando tiene la expectativa de que ella cederá. Es decir, convertirse en revolucionario implica no solo cierto grado de desesperación, sino también de esperanzas fundadas en un nuevo modo de concebir la situación.
Desde que detonó la crisis global iniciada en el 2008 ha reaparecido, como en los tiempos de la Gran Depresión, una percepción de que el sistema se puede derrumbar. El neocapitalismo y el neocolonialismo no han resuelto el problema sino que lo continúan agravando. No obstante, lo que hace atrayente la revolución no es tanto la previsión de una inminente caída de la economía y el orden social, sino la crueldad del creciente abismo entre las personas y los países ricos y los pobres, junto al ostensible fracaso crónico de todas las alternativas de reforma al sistema.
Pero las personas tienen que basarse en sus pasadas experiencias para comprender la nueva situación. Su lucha comienza según viejas costumbres y orientaciones políticas y demandas reformadoras. Esa reacción genera tanto la experiencia de opciones como visiones anticipadas de un futuro factible más que resultados prácticos inmediatos, y eso ayuda a formar una nueva cultura política, una contracultura, en el sentido que Gramsci le dio al concepto.
Al cabo, lo que de hecho convierte a hombres y mujeres al marxismo ―comenta Hobsbawm― es precisamente la acuciante necesidad de una crítica fundamental de la sociedad burguesa y de las formas más evidentes de desigualdad e injusticia existentes en ella, sobre todo en los países del Tercer Mundo. Poniéndolo en términos latinoamericanos, nos enfrentamos a una situación que por motivos morales nos indigna y nos hace tomar la decisión de ayudar a cambiarla. Y lo que le da legitimidad a esa decisión es que tiene una fuerte raíz moral y solidaria.
Según Hobsbawm, para que suceda una revolución deben combinarse: la sensación de que todas las vías están cerradas, el anhelo de mejorar la vida cotidiana, y un sentimiento de urgencia que supera los llamados a la resignación o a la paciencia. Pero en todo esto hay muchos componentes subjetivos ―estados de ánimo, convicciones o meras creencias circunstanciales― que por lo tanto pueden resultar volubles o descarriarse.
Por consiguiente, la función que una ideología revolucionaria tiene en los movimientos de masas consiste en ayudar a sus miembros a reconocer sus mejores objetivos y superar su dependencia de tales fluctuaciones. Les da consistencia y perseverancia.
El sistema cultural vigente, y en particular los mecanismos políticos establecidos y los grandes medios de comunicación, juegan con esas fluctuaciones, con extraviar o disipar la indignación. Así pues, en un proceso revolucionario se entremezclan la lucha social, la lucha política y también una revolución cultural contra las formas de manipulación, integración y control de las conductas personales.
La calidad de una ideología revolucionaria y la calidad de su arraigo en el movimiento son tanto más necesarias cuando el enemigo ya no es una persona o categoría visible, sino el sistema, que carece de rostro y no es siquiera una cosa o institución sino un conjunto de relaciones despersonalizadas, la explotación, la alienación.
Hobsbawn sintetiza cómo esos tránsitos y momentos se han presentado en diferentes circunstancias históricas y lo primero que advierte es que las revoluciones nacen de situaciones políticas, conclusión que encierra varias implicaciones.
“Para Marx ―señala― la cuestión no era si los partidos obreros eran reformistas o revolucionarios, ni siquiera lo que estos términos implicaban. No reconocía conflicto alguno en principio entre la lucha diaria de los obreros para la mejora de sus condiciones bajo el capitalismo y la formación de una conciencia política que presagiaba la sustitución de una sociedad capitalista por una socialista, o las condiciones políticas que conducían a ese fin. Para él la cuestión era vencer los diversos tipos de inmadurez que retrasaban el desarrollo de los partidos proletarios de clase […] desviándolos de la necesaria unidad de la lucha económica y política”.
Pero la política es obra humana. “Marx y Engels ―continúa Hobsbawm― no confiaban en la intervención espontánea de las fuerzas históricas, sino en la acción política dentro de los límites de lo que la historia permitiera”. La política debía concebirse en el marco del desarrollo histórico dado, pues “las perspectivas del esfuerzo político socialista dependían de la fase alcanzada por el desarrollo capitalista, tanto globalmente como en países concretos”.
Según Marx ―prosigue―, la política es crucial, pues para triunfar la clase obrera ha de estar organizada políticamente y apuntar a la transferencia del poder político, a través de una transición a realizarse bajo la autoridad del proletariado. “Así pues, la acción política era la esencia del papel del proletariado en la historia. Operaba a través de la política, es decir, dentro de los límites establecidos por la historia: elección, decisión y acción consciente”.
En consecuencia, ―continúa Hobsbawm― “Marx y Engels rechazaban los modelos programáticos a priori y la tendencia a concebir modelos operativos fijos, por ejemplo, a determinar la forma exacta del cambio revolucionario, declarando ilegítimos a todos los demás”. No se puede en Ecuador o Paraguay hacer la revolución como en Rusia o en China, ni en Uruguay como en Cuba. Por eso ellos colocaron la acción del movimiento en el contexto del desarrollo histórico. “La forma del futuro y las tareas de la acción solo podían discernirse descubriendo el proceso de desarrollo social que conduciría a ellas […] en una cierta fase del desarrollo”.
Por otra parte, una revolución importante ―o un proceso revolucionario significativo― no puede suscitarse sin grandes motivos de malestar social y cultural, prontos a emerger al menor estímulo. Las personas se vuelven revolucionarias cuando empiezan a estimar que sus expectativas de la vida cotidiana son irrealizables sin que ocurra una revolución. Y lo que las lleva a hacerse revolucionarios conscientes no es lo ambicioso de sus objetivos, sino la percepción de que todas las vías alternas fracasan, de que todas las puertas se cierran. Sin embargo, uno se lanza contra una puerta cuando tiene la expectativa de que ella cederá. Es decir, convertirse en revolucionario implica no solo cierto grado de desesperación, sino también de esperanzas fundadas en un nuevo modo de concebir la situación.
Desde que detonó la crisis global iniciada en el 2008 ha reaparecido, como en los tiempos de la Gran Depresión, una percepción de que el sistema se puede derrumbar. El neocapitalismo y el neocolonialismo no han resuelto el problema sino que lo continúan agravando. No obstante, lo que hace atrayente la revolución no es tanto la previsión de una inminente caída de la economía y el orden social, sino la crueldad del creciente abismo entre las personas y los países ricos y los pobres, junto al ostensible fracaso crónico de todas las alternativas de reforma al sistema.
Pero las personas tienen que basarse en sus pasadas experiencias para comprender la nueva situación. Su lucha comienza según viejas costumbres y orientaciones políticas y demandas reformadoras. Esa reacción genera tanto la experiencia de opciones como visiones anticipadas de un futuro factible más que resultados prácticos inmediatos, y eso ayuda a formar una nueva cultura política, una contracultura, en el sentido que Gramsci le dio al concepto.
Al cabo, lo que de hecho convierte a hombres y mujeres al marxismo ―comenta Hobsbawm― es precisamente la acuciante necesidad de una crítica fundamental de la sociedad burguesa y de las formas más evidentes de desigualdad e injusticia existentes en ella, sobre todo en los países del Tercer Mundo. Poniéndolo en términos latinoamericanos, nos enfrentamos a una situación que por motivos morales nos indigna y nos hace tomar la decisión de ayudar a cambiarla. Y lo que le da legitimidad a esa decisión es que tiene una fuerte raíz moral y solidaria.
Según Hobsbawm, para que suceda una revolución deben combinarse: la sensación de que todas las vías están cerradas, el anhelo de mejorar la vida cotidiana, y un sentimiento de urgencia que supera los llamados a la resignación o a la paciencia. Pero en todo esto hay muchos componentes subjetivos ―estados de ánimo, convicciones o meras creencias circunstanciales― que por lo tanto pueden resultar volubles o descarriarse.
Por consiguiente, la función que una ideología revolucionaria tiene en los movimientos de masas consiste en ayudar a sus miembros a reconocer sus mejores objetivos y superar su dependencia de tales fluctuaciones. Les da consistencia y perseverancia.
El sistema cultural vigente, y en particular los mecanismos políticos establecidos y los grandes medios de comunicación, juegan con esas fluctuaciones, con extraviar o disipar la indignación. Así pues, en un proceso revolucionario se entremezclan la lucha social, la lucha política y también una revolución cultural contra las formas de manipulación, integración y control de las conductas personales.
La calidad de una ideología revolucionaria y la calidad de su arraigo en el movimiento son tanto más necesarias cuando el enemigo ya no es una persona o categoría visible, sino el sistema, que carece de rostro y no es siquiera una cosa o institución sino un conjunto de relaciones despersonalizadas, la explotación, la alienación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario