Quienes hoy
hablan de la pérdida de importancia de la clase obrera en la sociedad tienen
una visión idealizada y esquemática de la mítica “clase obrera” de los siglos
XIX y XX.
Porque en
ningún momento anterior los trabajadores constituyeron una masa homogénea y
compacta, con intereses inmediatamente convergentes y conciencia de clase “para
sí”. El capitalismo es un sistema desigual. También en su propio desarrollo.
Coexiste con los modos de producción anteriores a él, y él mismo mantiene a la
vez, junto a sus formas más evolucionadas, algunas de las más primitivas.
Por eso
mismo, situaciones laborales comparativamente privilegiadas, sueldos relativamente
altos y cierto bienestar, no implican siempre una tasa de explotación menor que
la que sufren quienes trabajan con escasa productividad en condiciones
miserables.
Al
identificar a la clase obrera con el estereotipo del trabajador industrial, se
pierde la perspectiva de lo que la define: pertenecen a ella quienes, para
sobrevivir, están obligados a vender su fuerza de trabajo a los dueños de los
medios de producción.
El
capital, obligado a aumentar incesantemente la productividad del trabajo, lo
consigue mediante cuantiosas inversiones, al alcance solamente de los grandes
capitalistas. Pero en los intersticios del sistema permanecen pequeños
capitalistas que sobreviven a costa de peores condiciones de los trabajadores
que emplean. A una diversa composición de los capitales corresponde también una
dispersa condición de los trabajadores, que enmascara la divisoria entre las
clases sociales.
Es innegable que hay pequeños empresarios que extraen sus mínimas y a veces
precarias plusvalías de trabajadores realmente pobres en condiciones muy poco
productivas. Y que bastantes trabajadores fijos de grandes empresas tienen un
mejor nivel de vida que ellos. En estas condiciones, lo que eran la pequeña
burguesía y la aristocracia obrera confluyen en una mal definida clase media,
concepto en que lo esencial es la percepción del sujeto de pertenecer a ella.
En la
crucial coyuntura actual es esencial deshacer equívocos que confunden las
mentes y con ello las conductas, y llevan a los grupos sociales, sin comprender
los fundamentos de sus problemas, a sectarismos identitarios que impiden afrontarlos
correctamente.
En este
enlace encontraréis un importante y
largo artículo de Chris
Harman, que recomiendo leer detenidamente. Como se desprende de su lectura, no es muy reciente. Por eso mismo no es un escrito más "de moda", y puede entenderse mejor a la luz de los acontecimientos más recientes.
Con rigor analítico, pone
en su lugar los conceptos, y demuestra claramente que, si bien enormemente diversa en su composición y sus situaciones concretas, nunca la clase obrera fue
tan numerosa y con intereses más comunes.
No debe engañarnos el aumento de trabajos no manuales para excluir a sus laborantes de la clase obrera. Un trabajador informático, un autónomo subcontratado, pueden ocupar hoy el lugar del viejo proletariado industrial. Y la dispersión y atomización de las tareas en diversos centros y países puede dificultar las resistencias, pero no debe necesariamente impedirlas.
Así desarrolla el autor lo que algunos analistas
más o menos postmodernos parecen haber olvidado:
(...)
Frecuentemente
parece anti intuitivo decir que los grupos de trabajadores que tienen mejores
condiciones que otros no se benefician a sus expensas: ya sea que este
argumento se use con respecto a los trabajadores occidentales y del tercer
mundo, o en el sector formal de la economía en el tercer mundo y el sector
informal. Pero en este el caso el argumento “anti intuitivo” es correcto. En
muchas industrias cuanto más estable y experimentada es la fuerza de trabajo,
más productiva es. El capital está dispuesto a conceder salarios más altos a
ciertos trabajadores en esas industrias porque, haciendo esto, puede sacar más
ganancias de ellos. De aquí la aparente contradicción: algunos sectores de los
trabajadores del mundo están a la vez mejor pagados que otros pero son más
explotados. Sólo esto explica por qué los capitalistas, motivados sólo por la
sed de la ganancia, usualmente no hacen inversiones a gran escala en regiones
como África, donde los salarios son los más bajos.
Por
supuesto, eso no evita que el capital intente continuamente disminuir lo que
tiene que pagar: aprovechando las nuevas tecnologías y la reestructuración de
la producción para reducir drásticamente sus costos laborales. Así que, en gran
parte del mundo, el modelo de una fuerza de trabajo “formal” sigue más o menos
intacto, aunque se va desgastando en los márgenes, y muchos nuevos empleos
están en el sector “informal”.
La
gran masa de la fuerza de trabajo informal en los países “en desarrollo” hoy
está compuesta de personas que son nuevos en la fuerza de trabajo urbana, ya
sean “inmigrantes” del interior (como por ejemplo los más de 100 millones de
campesinos que buscan empleo en las ciudades chinas) o mujeres y jóvenes que
buscan un empleo asalariado por primera vez. Pero el patrón de la acumulación
capitalista en las últimas dos décadas implica que no se ha expandido la
demanda de trabajo de la industria moderna y productiva a la escala necesaria
para absorberlos dentro de su fuerza de trabajo. La competencia a escala global
ha causado un giro hacia formas de producción intensivas en capital (con lo que
Marx llamó la creciente “composición orgánica del capital”) que no requieren
cantidades masivas de nuevos trabajadores. Como resultado, las únicas vías de
entrada a la fuerza de trabajo para ganar un sustento son a través de las
formas más exiguas de autoempleo o a través de vender la fuerza de trabajo a un
precio tan bajo y en condiciones tan arduas que los pequeños capitalistas en
los márgenes del sistema pueden beneficiarse de explotarlos.
Como
señala un informe sobre el empleo en América Latina:
Los
empleos informales per se representan casi un tercio de los trabajadores no
agrícolas en la región… La mayor parte del incremento en el sector informal
está concentrado en trabajadores por cuenta propia… El resultado de este
proceso ha sido una tendencia hacia tasas de desocupación más bajas, pero a un
costo de un marcado deterioro en la productividad promedio del trabajo.
En
general el sufrimiento de una gran parte de las masas urbanas en estos países
no se debe a una superexplotación por parte del gran capital, sino por el hecho
de que el gran capital no ve la forma de sacar unas ganancias suficientes
mediante su explotación. Esto es incluso más claro en África subsahariana.
Después de exprimir la riqueza del continente durante el período desde el
comienzo del comercio de esclavos hasta el fin del imperio en los ‘50, los que
dominaban el sistema mundial (incluyendo gobernantes locales que llevaban su
dinero a Europa y Norteamérica) están dispuestos ahora a descartar a la mayoría
de su gente como “marginal” para sus requerimientos.
Marx
describió muy bien el proceso por el cual crece el sector informal, observando
la sociedad británica hace 150 años:
Los
capitales adicionales formados a lo largo de la acumulación normal, sirven
preferentemente de vehículo para la explotación de nuevos inventos y
descubrimientos, y en general de perfeccionamientos industriales.
Pero también el viejo capital llega con el tiempo al momento de su renovación de
cabeza y miembros, momento en que cambia de piel y vuelve a renacer en forma
técnica perfeccionada, en que una masa menor de trabajo se basta ya para poner
en movimiento una masa mayor de maquinaria y materias primas.
…El
capital adicional formado en el curso de la acumulación, en proporción a su
magnitud, atrae cada vez menos obreros… El capital viejo… repele cada vez más
obreros ocupados antes por él.
Así,
pues, la población obrera produce, junto con la acumulación del capital
producida por ella misma y en volumen creciente, los medios de su propio exceso
relativo.
Tan
pronto como la producción capitalista se adueña de la agricultura… la demanda
de población obrera agrícola disminuye en términos absolutos… Por eso, una
parte de la población agrícola rural se halla continuamente a punto de pasar al
proletariado urbano.
Esta
dinámica produce un componente “estancado” del “ejército activo de
trabajadores” con “empleo extremadamente irregular”:
Su
nivel de vida desciende por debajo del nivel normal medio normal de la clase
trabajadora y es eso lo que la convierte precisamente en amplia base de ramas
propias de explotación del capital… Sus características son el máximo de
trabajo y el mínimo de salario… Su volumen se extiende a medida que con el volumen
y la energía de la acumulación quedan “sobrantes” mayor número de obreros.
La
fuerza de trabajo disponible se desarrolla por las mismas causas que la fuerza
expansiva del capital. La magnitud relativa del ejército industrial de reserva
aumenta, pues, con las potencias de la riqueza. Mas cuanto mayor sea este
ejército de reserva en proporción al ejército obrero activo, tanto más masiva
será la superpoblación consolidada, cuya miseria se halla en razón inversa a
los tormentos de su trabajo… Ésta es la ley general, absoluta, de la
acumulación capitalista.
(...)
La falta de una perspectiva correcta ante la imposible
situación actual entraña el gravísimo peligro de que luchas sectarias entre las
víctimas sustituyan la lucha contra el enemigo común de clase:
…hay dos
direcciones distintas en las que puede encaminarse la desesperación y el
encarnizamiento que existe entre las “multitudes” de las grandes ciudades del
tercer mundo. Una dirección involucra colectivamente a los trabajadores en
lucha y atrae a millones de otros sectores empobrecidos detrás de ellos. La
otra implica que los demagogos explotan la sensación de desesperanza,
desmoralización y fragmentación para dirigir el encarnizamiento de un sector de
las masas empobrecidas contra otro.
Por esto
la clase trabajadora no puede simplemente ser vista como un agrupamiento más
dentro de la “multitud” o del “pueblo” sin una importancia intrínseca para la
lucha contra el sistema.
Así
concluye este artículo tan estimulante:
Conclusión
El
cuadro de conjunto no es de desintegración o de declive de la clase trabajadora
sino que, a escala mundial, la clase trabajadora es más grande que en cualquier
otro momento, incluso si la tasa de crecimiento se ha desacelerado con las crisis
sucesivas en la economía mundial y la tendencia en todas partes es hacia formas
de producción intensivas en capital que no emplean a nuevas personas en
cantidades masivas.
Tampoco
es el cuadro en el cual el empleo obrero es transferido a gran escala de las
viejas economías industriales del “norte” a las economías previamente agrarias
del “sur”. La nueva división internacional del trabajo se está
desarrollando principalmente dentro de la “tríada” de Norteamérica, Europa y
Japón, con un papel menor de los NICs del este de Asia y la costa este de
China. También hay una expansión del empleo industrial dentro de algunas de las
ciudades florecientes del “sur”— pero la expansión es desigual, no alcanza a
regiones enteras y no se debe principalmente a la transferencia de empleos
desde el norte.
En
el norte y en el sur han ocurrido repetidas crisis con reorganización de las
estructuras de acumulación. Esto está produciendo una recomposición de la clase
trabajadora similar, en escala, a las recomposiciones que ocurrieron en la
última mitad del siglo XIX cuando la industria pesada empezó a superar a la
textil como centro de la acumulación y en los años de entreguerras cuando las
industrias ligera y automovilística empezaron a ocupar un lugar central.
Estamos asistiendo a un cambio doble. La producción de ciertas mercancías
“inmateriales”, lo que usualmente se clasifica como parte del sector servicios,
tiene una importancia creciente, pero involucra formas de trabajo muy similares
a las de la industria. Y tienen una importancia creciente ciertas formas de
trabajo que en sí mismas no producen mercancías, pero que sirven para mantener
y aumentar la productividad de los productores directos.
Como
estos sectores son cada vez más importantes para el capital, éste reacciona
intentando recortar sus costos laborales, produciendo una creciente
proletarización de sectores que tradicionalmente se consideraban de “clase
media”. Mientras tanto, hay una mayor presión también sobre los productores
directos, con una mayor intensidad del trabajo (disfrazada de “flexibilización)
y, en algunos casos, un aumento en la jornada laboral: el número más alto de
horas trabajadas por año se encuentra en Estados Unidos, con 1.991 para los
trabajadores de producción en la manufactura, contra 1.945 en Japón, 1.902 en
Gran Bretaña, 1.672 en Francia y 1.517 en Alemania.
La
clase trabajadora no está desapareciendo ni se está aburguesando. No se está
transformando en una capa privilegiada. No se está beneficiando del
empobrecimiento de amplios sectores del tercer mundo, especialmente África.
Está creciendo aunque a la vez está siendo reestructurada a nivel global.
La
mayoría de la población del mundo todavía pertenece a otras clases
subordinadas. En China, el subcontinente indio y gran parte de África, los
campesinos superan numéricamente a los trabajadores. Hay casos en África y
partes de América Latina de personas que intentan reestablecerse como pequeños
campesinos porque no pueden encontrar trabajo en las ciudades. En algunas de
las ciudades más grandes del mundo, los trabajadores permanentes son superados
numéricamente por una población flotante de autoempleados, de desocupados y de
los que tienen empleo casual y ocasional. En los países industriales avanzados
todavía existe la vieja pequeña burguesía de los pequeños comerciantes, dueños
de bares, pequeños empresarios y profesionales, y junto a ella una nueva clase
media de gerentes.
Los
trabajadores frecuentemente viven, trabajan y tienen familias ligadas a
miembros de estas otras clases. Pueden estar influidos por su estado de ánimo,
pero también pueden ejercer una influencia decisiva sobre el estado de ánimo de
éstas, como vimos en el caso de los trabajadores textiles de Bombay.
Ciertas
cuestiones alientan a estos distintos grupos a pelearse entre sí. Hay luchas
comunitarias que unen a todos los que viven en ciertas localidades de clase más
baja, independientemente de la forma en la que se ganan la vida. Pueden
compartir la experiencia de tomar las calles y de enfrentarse juntos a los
estratos más altos de la sociedad. En estas luchas parecen más adecuadas las
nociones de “masa”, “pueblo”, “multitud” o las coaliciones arcoiris que la
noción de clase. El ejemplo más reciente de estos ascensos de masas
policlasistas fue la ola de cacerolazos de los barrios de la ciudad de Buenos
Aires que barrió a los gobiernos de De La Rúa y Rodríguez Saá del poder en
Argentina a finales de 2001, y las asambleas barriales que surgieron de ellos.
El
mismo movimiento anticapitalista tiene algunas características similares. Su
base inicial, como la del primer movimiento de finales de la década de 1960, no
estaba compuesta de personas arraigadas en el proceso productivo: eran
estudiantes, jóvenes sin empleo permanente, trabajadores que participaron de
sus actividades como individuos sin ningún sentimiento claro de identidad de
clase, profesionales… Como descripción de estos movimientos, el término
“multitud” no es completamente equivocado. Una coalición de fuerzas dispares se
ha unido para dar una nueva y masiva importancia a la lucha contra el sistema,
tras dos décadas de derrota y desmoralización.
Pero
la glorificación de la disparidad encarnada en el término evita que la gente
vea lo que se debe hacer para construir el movimiento. No reconoce que lo que
hizo tan importante las movilizaciones en Génova y Barcelona fue el hecho de
que los trabajadores organizados comenzaron a involucrarse en las protestas. No
identifica la deficiencia más importante del movimiento en Argentina hasta la
fecha: la capacidad de las burocracias sindicales de levantar una pared entre
los trabajadores ocupados por un lado y las asambleas barriales y los
movimientos de desocupados por el otro.
El
error es ver a los movimientos de grupos sociales dispares como “sujetos
sociales” capaces de llevar adelante la transformación de la sociedad. No son
capaces de esto. Debido a que no se basan en la organización colectiva
arraigada en la producción, no pueden desafiar el control sobre la producción
que es la clave del poder de la clase dominante. Pueden crear problemas a
gobiernos particulares. Pero no pueden comenzar el proceso de reconstrucción de
la sociedad desde abajo. Y en la práctica, los trabajadores que podrían
comenzar a hacer esto juegan sólo un papel marginal dentro del movimiento.
Hablar de “coaliciones arcoiris” o de “multitud” oculta la poca participación
en el movimiento de los que trabajan durante largas jornadas en empleos
manuales o rutinarios de cuello blanco (y con horas extras de trabajo no pagado
de crianza de los niños). Subestima el grado en el que este movimiento sigue
dominado por aquellos cuyas ocupaciones les dejan más tiempo libre y energías
para ser activos. Las teorías de moda sobre la “sociedad postindustrial” se
vuelven así una excusa para justificar una estrechez de miras y de acción que
ignora a la gran mayoría de la clase trabajadora.
Lo
que ha sido maravilloso en los últimos dos años y medio desde Seattle es la
forma en la que una nueva generación de activistas se ha levantado para
enfrentarse al sistema. Pero lo que cada vez importa más ahora es que esta
generación encuentre las vías para relacionarse con la gran masa de
trabajadores que sufren bajo el sistema pero que tienen también la fortaleza
colectiva para combatirlo. Ésta es la lección de Génova. Ésta es la lección de
Buenos Aires. Ésta es la lección ignorada por aquellos que dan una visión
distorsionada de la realidad de la producción bajo el capitalismo actual,
descartando a la clase cuya explotación mantiene funcionando al sistema.