Encuentro estas reflexiones en la página Marxismo Crítico.
Y reflexiono y derivo a partir de esa reflexiones.
Edward P. Thompson, en el marco del Programa Historia y Sociedad de la Universidad de Minessota, escribió, en el año académico 1987-88 un working paper que circuló fotocopiado entre los estudiantes, con el título informal de “Reflexiones sobre Jacoby y todo eso”. Parece que fue solicitado como comentario al entonces reciente bestseller de Russell Jacoby The Last Intellectuals: American Culture in the Age of Academe [Los últimos intelectuales: la cultura norteamericana en la edad de la academia].
Lo que copio a continuación, parte de ese escrito, me ha llamado la atención, al recordar mi experiencia docente.
El éxito profesional, o mejor, su búsqueda a cualquier precio, acaba deformando toda una carrera, y el "charcutero intelectual" acaba despachando "cuarto y mitad" de programas, listas y temas, y, en la procura de beneficios profesionales, se amolda a los procedimientos cuantitativos que le exige cada coyuntura del sistema universitario, como parte adherente del sistema de gobierno y, en definitiva, del sistema capitalista.
Hace algunas noches, en un programa de televisión de esos con tertulianos (era Vía V), alguno de ellos observó agudamente cómo el "sistema de cupos" en los nombramientos de vocales para el Consejo General del Poder Judicial propiciaba jueces sumisos que, sí tenían ambiciones de ocupar cargos en su carrera, tenderían a ser menos rigurosos con miembros de los partidos mayoritarios, que a fin de cuentas son los que nombran el gobierno de los jueces.
El acomodo a los deseos del que me juzga se manifiesta en muchos otros campos. Es uno de los mecanismos que acaban haciendo dominante la ideología de la clase dominante, cuyos miembros son los primeros que la sustentan, incluso sin ser conscientes de ello, porque se acomoda a su conveniencia.
Los moriscos y judíos, conversos a la fuerza, acabaron por ser sinceros católicos, si no en la primera, tal vez en la segunda generación. Y algunos llegaron a ser grandes místicos.
Un universitario sabe que para publicar en las revistas científicas tiene que amoldarse a los criterios de los editores, a través de la aceptación por comités de revisión y selección que, en algunos casos, comprenden peor que el autor los contenidos que juzgan.
El vicio sistémico, en verdad muy difícil de evitar, acaba pervirtiendo los mecanismos más razonables. La desigualdad inherente al capitalismo se transmuta fácilmente en algo merecido, y merecidos parecen los privilegios que conlleva y el poder que confiere. Merecidas, también las desgracias y el sometimiento de los otros. Incluso el de los que no se sienten sometidos.
Esta acomodación viciada al poder es patente en muchos otros campos. Los exámenes de selectividad, tan razonables como idea, malbaratan a veces un curso entero, convertido en pura preparación para ellos. Los contenidos importan solamente para pasar la prueba, y el colegio más valorado seguramente no ha enseñado otra cosa que contenidos "de los que caen".
Como ocurre con los tests de inteligencia, que, como observa el paleontólogo Stephen Jay Gould en su libro "La falsa medida del hombre", demuestran más que nada la destreza adquirida por el entrenamiento.
Las ideas de superioridad intelectual justificada por la raza, la clase social o el conocimiento especializado se apoyan en estos mecanismos, que son fácilmente aceptados por los que se sienten superiores y se aprovechan de eso sin pensarlo dos veces. En tiempos lejanos se dudó hasta de que las mujeres o los indígenas americanos tuviesen alma. Como Descartes dudó de que los animales fuesen sensibles al dolor.
Y no hace tanto tiempo de eso: cuando en el bachillerato de mi infancia estudié geografía humana, junto a las tradicionales razas blanca, amarilla y negra, se hablaba de "las razas inferiores". Entre ellas, los aborígenes australianos, los pigmeos y los bosquimanos y hotentotes.
Con estas dos últimas poblaciones sudafricanas están emparentados los xhosa. La etnia de Nelson Mandela, recién desaparecido. ¿Quién iba a pensar que Mandela pertenecía a alguna raza inferior?
Quiero dejar claro que mi alusión fotográfica a la charcutería entelectual se limita a estas consideraciones, y no tiene nada que ver con alusión irónica alguna a la existencia de chorizos en las instituciones. Aunque algunos habrá, como parece evidente...
Dejo el comentario de Thompson que suscitó mis reflexiones:
Charcutería intelectual |
Volvamos a Russell Jacoby, aunque supongo que ya os habéis hecho una idea
suficiente de su posición durante el seminario. A mí, en general, me gusta su
libro. Con una prosa viva y abundancia de ejemplos, presenta a la cultura
académica, no como una solución, sino como un problema. Tal vez me gusta el
libro porque yo mismo he venido sosteniendo tesis parecidas durante años. En una discusión sobre el papel de la universidad en la educación de adultos,
escribí (en 1968) lo que sigue:
“La cultura educada superior no está ya aislada de la cultura popular
conforme a las viejas fronteras de clase: pero sigue estando aislada dentro de
sus propios muros de autoestima intelectual y soberbia espiritual. Hay, huelga
decirlo, más gentes que nunca que atraviesan los muros y entran. Pero es un
gravísimo error –en el que sólo pueden caer quienes miran la universidad desde
fuera— suponer que, dentro de los muros, se hallan ardientes protagonistas (…)
de valores intelectuales y culturales. En la buena clase de adultos, la crítica
de la vida se lleva al trabajo o al objeto de estudio. Es natural que esto
resulte menos común entre los estudiantes universitarios corrientes; y buena
parte del trabajo del profesor universitario es del tipo de un charcutero
intelectual: pesar y medir programas de estudio, listas de lecturas o temas de
ensayo en pos del entrenamiento profesional que se pretende. El peligro es que
ese tipo de necesaria tecnología profesional se confunda con la autoridad
intelectual: y que las universidades –presentándose a sí mismas como sindicato
de todos los ‘expertos’ en todas las ramas del conocimiento— expropien al pueblo
su identidad intelectual. Y en eso se ven secundadas por los grandes medios
centralizados de comunicación –señaladamente, por la televisión—, que suelen
presentar al académico (¿o tal vez debería hablar de ciertos académicos
fotogénicos?), no como un profesional especializado, sino, precisamente en ese
sentido, como un verdadero ‘experto” en la Vida.” (“Education and Experience,”
págs. 21-22)
Esta no es exactamente la misma queja que la de Jacoby, porque lo que a él le
preocupa es la incapacidad de los académicos para proyectarse como intelectuales
públicos, mientras que lo que a mí me preocupaba era la expropiación de la vida
intelectual de la nación por parte de las universidades. Pero ambos estamos
radicalmente interesados en el intercambio, en el diálogo entre la academia y el
público. Sin embargo, Jacoby presenta el problema de manera demasiado fácil. A
pesar de las salvedades, su libro parece presentar un autoaislamiento voluntario
en el que los intelectuales comprometidos han terminado optando por el progreso
profesional en el cuadro de los mefíticos vocabularios de las carreras
académicas. Es verdad que eso se da ahora, como se dio en el pasado. En momentos
materialistas y horros de heroísmo eso se dio ya antes. Pero seguramente no es
sino la mitad del proceso. Jacoby no se molesta en inquirir más allá, en indagar
en las razones “estructurales” del autoaislamiento de una categoría de
intelectuales: no se pregunta si ese aislamiento y ese autoencarcelamiento con
jerga autopromocional es consecuencia no menos que causa. ¿No será que las
relaciones políticas e intelectuales entre los intelectuales y el gran público
se han visto interrumpidas por cambios en las tecnologías de la comunicación, o
tal vez que, como consecuencia de ulteriores cambios políticos e ideológicos,
los intelectuales se han quedado hablando consigo mismos o sin tener mucho que
decir que sea de interés general?
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