lunes, 7 de julio de 2014

La carga del hombre blanco

Hace cien años, la imparable decadencia y el previsible derrumbamiento del Imperio Otomano creaban un vacío de poder en el Oriente Próximo. Mientras los pueblos árabes de la zona aspiraban a su independencia, las potencias de entonces tenían sus propios planes para este nuevo espacio disponible.

Entre las aspiraciones de unos y otros había un largo trecho. El Nuevo Orden impuesto entonces es el Nuevo Desorden actual. De aquellos polvos, estos lodos.

Porque como escribió William Faulkner en su novela Requiem para una mujer (1951), "el pasado nunca está muerto, ni siquiera es pasado”. La cita se autorrealizó otra vez, y regresó del pasado al presente, recordada por Barack Obama cuando aspiraba a la presidencia de Estados Unidos.

Si el presente es pasado acumulado, el Obama ya electo no es más que el nuevo Atlas que porta la pesada carga colonial. ¿La carga del "hombre blanco"?





Más guerra en la actual crisis en Medio Oriente perpetuará lo que las potencias imperiales se propusieron: despedazar totalmente una región del mundo


Information Clearing House

 
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En 1915, el principal objetivo de las potencias imperiales en Medio Oriente era sofocar cualquier expresión de nacionalismo árabe e impedir toda resistencia unificada a los propósitos de París y Londres. Francia quería Gran Siria, Gran Bretaña el control de los puentes terrestres a India. La competencia era tan intensa que incluso mientras cientos de miles de soldados franceses y británicos morían en el Frente Occidental, sus servicios secretos estaban hostilizándose mutuamente de Samarra a Medina, maniobrando a fin de ganar posiciones para cuando el Imperio Otomano terminara por colapsar. 

El Acuerdo Sykes-Picot fue el compromiso que apuntaba a terminar la guerra mutuamente destructiva. Francia obtendría Gran Siria (que dividiría para crear el Líbano), más zonas de influencia en el norte de Iraq. Gran Bretaña obtendría el resto de Iraq y Jordania y establecería el Mandato en Palestina. Todo esto, sin embargo, debía ser mantenido secreto ante los locales, a los que británicos y franceses incitaban a rebelarse contra el régimen imperial otomano, a pesar de que complotaban para imponer el suyo.

Los árabes pensaban que estaban luchando por la independencia, pero Londres y París tenían otros planes. En lugar de las tierras entre los ríos Tigris y Éufrates y del acceso al Mediterráneo que habían prometido a los árabes, obtuvieron los desiertos abrasados por el sol de Arabia y el régimen de monarcas, quienes fueron fáciles de comprar o intimidar.

Sin embargo, el control de una empresa tan vasta a través de la fuerza directa iba más allá del poder hasta de Londres y París. Por lo tanto ambos imperios trasplantaron sus estrategias de explotación de la religión, la secta, la tribu, y las etnias –que habían funcionado tan bien en Indochina, India, Irlanda, y África– para dividir y conquistar, agregándoles una porción de caos.

Los franceses pusieron a la minoría cristiana a cargo del Líbano para oprimir a la mayoría de suníes y chiíes. Reclutaron a la minoría alauí en Siria para dirigir el ejército y gobernar a la mayoría suní, mientras los británicos instalaban a un rey suní en Iraq para gobernar a la mayoría chií del país. En Palestina, los británicos utilizaron el sionismo de un modo similar a cómo estaban usando el protestantismo en Irlanda del Norte para controlar a los nativos irlandeses católicos y mantuvieron la división de ambas comunidades. Las comunidades terminaron por combatirse mutuamente en lugar de luchar contra sus amos imperiales, lo que, por supuesto, era el objetivo.

Ahora esos demonios andan sueltos. 

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