Líbrenme los dioses de cualquier veleidad nacionalista. Enfrentado a un nacionalista es incómodo no serlo. Dado que los nacionalismos se dan unos frente a otros, un auténtico nacionalista verá un nacionalista del polo opuesto en el que no sienta con él ("no con-sienta").
El sentimiento nacional es un sentido de pertenencia entre otros muchos. Puesto que somos animales sociales, sólo un idiota (en su significado original de autista, carente de toda empatía) no tiene algún sentimiento de pertenencia. La pertenencia se articula normalmente en círculos concéntricos. Muchas personas hipertrofian el sentir en alguno de estos círculos de modo que se puede ser "nacionalista" de Cuenca, del barrio de Triana o de la Virgen del Rocío. En mi entorno es habitual serlo del Depor, del Celta o del Pontevedra. Y a otra escala, del Barça o del Madriz...
Los nacionalismos se asocian generalmente al hecho, que puede ser bien real, de que la identidad a que perteneces está en peligro. De ahí el "o conmigo o contra mí" que los acompaña.
De entrada, el nacionalismo no es bueno ni malo. Hay que situarlo en su contexto. Se puede distinguir un nacionalismo de gran potencia, por lo común avasallador y expansivo, del de pequeña nación, defensivo. También existen el de metrópoli explotadora y el de colonia explotada. Es habitual que el pequeño nacionalismo identifique a su país como colonia. Hay que tener mucho cuidado con esto, porque no siempre es verdad.
En el próspero norte de Italia surgió un nacionalismo que piensa al sur empobrecido como ladrón de su prosperidad. Es un ejercicio de depurado cinismo. Suelen las respectivas clases dominantes aliarse entre sí, en un proceso simbiótico, para enfrentarse cuando se les presenta la oportunidad. La que tantas veces coincide con el malestar confusamente identificado producido por una crisis larga, y que acaba enmascarando las verdaderas causas sociales internas del conflicto.
Por otra parte, los estados menores tejen alianzas variables con grandes potencias. El gran aliado tratará de proteger la integridad del estado cliente, mientras sus adversarios procurarán su disgregación. Como la geometría de esas alianzas es variable, el defensor hoy de la patria A puede mañana ser el paladín de la patria B. Todo esto puede acabar en un sangriento desastre, porque pocas estructuras estatales admiten de buenas a primeras su propia disolución. ¿Hará falta poner ejemplos bien recientes?
Neil Faulkner, en su obra "A Marxist History of the World", traducida en España como "De los neandertales a los neoliberales", identifica tres motores de la historia. Por una parte, el progreso tecnocientífico aumenta la productividad cuando el sistema se va agotando, para proseguir la acumulación. Un segundo motor es la pugna entre las clases dirigentes de diferentes estados, que se enfrentan cuando el más poderoso va agotando sus posibilidades y directamente roba a su vecino. El tercero es la lucha de clases.
Tres motores, todos basados en expolios que parten del polo acumulador. El primero, de la naturaleza; el segundo, de la riqueza acumulada por otros (trabajo humano muerto); el tercero, del trabajo humano vivo.
La lucha de clases así entendida es primero la de las clases dominantes frente a los dominados, que solamente responden cuando su situación se vuelve difícilmente soportable, y en la medida en que puedan tener fuerza para ello.
En las pugnas entre naciones las clases dominantes encuentran, gracias al sentimiento de pertenencia, aliados en las clases subalternas, de este modo debilitadas y enfrentadas entre sí. Quien no esté avisado caerá en la trampa de ese enfrentamiento.
Aunque lo habitual es que llegado el caso, sea reclutado a la fuerza.
El sentimiento nacional es un sentido de pertenencia entre otros muchos. Puesto que somos animales sociales, sólo un idiota (en su significado original de autista, carente de toda empatía) no tiene algún sentimiento de pertenencia. La pertenencia se articula normalmente en círculos concéntricos. Muchas personas hipertrofian el sentir en alguno de estos círculos de modo que se puede ser "nacionalista" de Cuenca, del barrio de Triana o de la Virgen del Rocío. En mi entorno es habitual serlo del Depor, del Celta o del Pontevedra. Y a otra escala, del Barça o del Madriz...
Los nacionalismos se asocian generalmente al hecho, que puede ser bien real, de que la identidad a que perteneces está en peligro. De ahí el "o conmigo o contra mí" que los acompaña.
De entrada, el nacionalismo no es bueno ni malo. Hay que situarlo en su contexto. Se puede distinguir un nacionalismo de gran potencia, por lo común avasallador y expansivo, del de pequeña nación, defensivo. También existen el de metrópoli explotadora y el de colonia explotada. Es habitual que el pequeño nacionalismo identifique a su país como colonia. Hay que tener mucho cuidado con esto, porque no siempre es verdad.
En el próspero norte de Italia surgió un nacionalismo que piensa al sur empobrecido como ladrón de su prosperidad. Es un ejercicio de depurado cinismo. Suelen las respectivas clases dominantes aliarse entre sí, en un proceso simbiótico, para enfrentarse cuando se les presenta la oportunidad. La que tantas veces coincide con el malestar confusamente identificado producido por una crisis larga, y que acaba enmascarando las verdaderas causas sociales internas del conflicto.
Por otra parte, los estados menores tejen alianzas variables con grandes potencias. El gran aliado tratará de proteger la integridad del estado cliente, mientras sus adversarios procurarán su disgregación. Como la geometría de esas alianzas es variable, el defensor hoy de la patria A puede mañana ser el paladín de la patria B. Todo esto puede acabar en un sangriento desastre, porque pocas estructuras estatales admiten de buenas a primeras su propia disolución. ¿Hará falta poner ejemplos bien recientes?
Neil Faulkner, en su obra "A Marxist History of the World", traducida en España como "De los neandertales a los neoliberales", identifica tres motores de la historia. Por una parte, el progreso tecnocientífico aumenta la productividad cuando el sistema se va agotando, para proseguir la acumulación. Un segundo motor es la pugna entre las clases dirigentes de diferentes estados, que se enfrentan cuando el más poderoso va agotando sus posibilidades y directamente roba a su vecino. El tercero es la lucha de clases.
Tres motores, todos basados en expolios que parten del polo acumulador. El primero, de la naturaleza; el segundo, de la riqueza acumulada por otros (trabajo humano muerto); el tercero, del trabajo humano vivo.
La lucha de clases así entendida es primero la de las clases dominantes frente a los dominados, que solamente responden cuando su situación se vuelve difícilmente soportable, y en la medida en que puedan tener fuerza para ello.
En las pugnas entre naciones las clases dominantes encuentran, gracias al sentimiento de pertenencia, aliados en las clases subalternas, de este modo debilitadas y enfrentadas entre sí. Quien no esté avisado caerá en la trampa de ese enfrentamiento.
Aunque lo habitual es que llegado el caso, sea reclutado a la fuerza.
Eurasia, patria querida... (¡y aquí no está completa!) |
Rebelión
El fenómeno nacionalista en Cataluña viene utilizando palabras,
conceptos y sucedáneos diferentes desde hace muchos años para mantener
la tensión independentista bajo fórmulas muy dispares. De esta
forma, se activan distintas etapas en función de las necesidades
logísticas y mediáticas del instante político concreto, trasladando la
idea de renovación constante pero también de escasa maduración del
proceso y el proyecto de las fuerzas políticas que sostienen y juegan a
favor de la independencia fuera del Estado español.
Ese vaivén
incesante de palabras y eufemismos intenta alimentar las emociones
catalanistas sin cansar en exceso al electorado ni gastar los conceptos
que subyacen tras las proclamas políticas. Lo importante es oxigenar
externamente las propuestas e iniciativas con el propósito de que la
masa ciudadana no arroje la toalla sentimental y se dé por vencida.
Es la estrategia predilecta de CiU y de las clases capitalistas
hegemónicas para llenar sus alforjas de votos interclasistas entusiastas
con la independencia política. De esta forma rompen el espinazo a la
izquierda real y vacían de contenido fuerte el conflicto social entre
el mundo empresarial y la fuerza de trabajo.
El maquiavélico
escenario hace u obliga a los partidos de la izquierda transformadora a
sumarse al carro de la emoción independentista liderado por la derecha
nacionalista, diluyendo sus mensajes en la gran razón de ser de la
presunta independencia. La problemática social siguiendo estas
directrices marcadas por las emociones a flor de piel que fomenta CiU,
quedan en un segundo plano, permitiendo que las clases altas gobiernen a
su antojo el teatro público desde un neoliberalismo similar al del PP o
de otra derecha homologada del concierto internacional.
La
tensión nacionalista otorga bazas negociadoras ante Madrid a CiU,
apareciendo mediáticamente como los próceres del sentimiento exclusivo
de ser catalán. Cada patria capitalista tiene su propio estandarte e
icono nacionalista: PP-España, los gaullistas-Francia,
conservadores-Reino Unido, democristianos-Alemania…
Las
derechas saben muy bien que las grandes palabras simbólicas movilizan a
las masas más allá de sus intereses de clase, borrando cualquier
diferencia social y política en torno de una idea visceral que nos
remite a pasados gloriosos y singulares. Este condicionante llevado a
extremos radicales ha dado como resultado, en caso de necesidad
imperiosa para la clase dominante, al nazismo, a los fascismos varios, a
dictaduras militares y asonadas golpistas de diverso signo, según cada
contexto histórico (Franco, Hitler, Mussolini, Pinochet, Videla...).
Las palabras esconden tanto como expresan y son excelentes vehículos de
conveniencia para conducir a las masas a objetivos tácticos de
naturaleza muy diferente. El juego de CiU es doble: atizar a la
ciudadanía y poner freno a su capacidad de legítima decisión
democrática; movilizar emociones en su provecho y detener capacidades
críticas en su contra. No es muy distinto a lo que realiza el PP en
España, con ayuda implícita o expresa del PSOE, rol que en Cataluña está
reservado a Esquerra Republicana.
Palabras o conceptos más usados desde la transición por el nacionalismo catalán: hecho diferencial, proceso participativo, consulta, referéndum, derecho a decidir, elecciones plebiscitarias, enemigo, adversario, independencia, autodeterminación, pueblo, soberanismo, sujeto legal o legítimo… Todas ellas tratan de definir en la superficie un momento histórico determinado sin expresar una voluntad política definitiva.
La capacidad camaleónica de CiU (y del PNV en el País Vasco) para
adaptarse a las circunstancias más adversas del momento político
concreto son casi perfectas. Su nacionalismo recalcitrante deja en
segundo plano su genuina ideología de derechas, captando votos en
cualquier caladero o segmento de población, incluso en aguas
tradicionales de la izquierda.
Y ahí permanecen,
instalados en el poder de manera inamovible, votando con el PP la
mayoría de veces en el Congreso de los Diputados en materias económicas,
de sanidad, educación y orden público, desmarcándose estéticamente
en asuntos sensibles que conciernen a los marcos del autogobierno de sus
respectivas comunidades autónomas o nacionalidades constitucionales.
En ese escenario ad hoc, las izquierdas transformadoras navegan a la
deriva entre las emociones patrióticas alentadas por la derecha y sus
principios clásicos de defensa y representación de la clase trabajadora.
Engancharse al carro sentimental de la independencia obliga a
reducir sus reivindicaciones sociopolíticas profundas, una renuncia que
difumina sus señas de identidad ideológicas de modo muy acusado.
Técnica y moralmente tienen razón democrática todas aquella personas
que solicitan un referéndum para que se exprese con libertad la
ciudadanía acerca de si quiere permanecer ligado a un Estado federal o
supranacional o desea, por el contrario, dotarse de instituciones
propias. Lo que sucede es que echando el resto en esta propuesta
política sin antes haberla madurado en la práctica a través de
soluciones políticas transformadoras, se pierden capacidades y energías
preciosas para elaborar políticas de izquierda que desenmascaren las
soluciones liberales que postulan los nacionalismos de derechas de CiU o
grupos afines.
Hacer patria sin conciencia de clase solo
traerá decepciones y estados ficticios bajo el dominio férreo de la
globalidad capitalista. La independencia en sí misma no resolverá la
dualidad capital-trabajo por arte de magia ni terminará con la crisis
de la noche a la mañana.
Los sujetos legítimos se hacen en la historia cotidiana enfrentados a la realidad social de su época. Las
leyendas solo nutren al imaginario popular de iconos y símbolos
contradictorios ajustados a gregarismos primarios de índole emocional y
pasiva.
En los tiempos que corren, los nacionalismos representan opciones o alternativas trasnochadas. El
origen étnico, cultural o nacional son convenciones, a veces
artificiales, que cumplen una función social y política fundamental:
establecer diferencias en el orden capitalista para crear conflictos de
orden público secundarios.
Por supuesto que hay que dejar
que la gente se exprese con sus rasgos propios y su idiosincrasia
particular desde el respeto escrupuloso al otro. Ahora bien,
exacerbar las diferencias históricas y culturales en detrimento de
causas comunes más elevadas es entrar en el juego de intereses de las
clases altas globalizadas y de los mercados anónimos mundiales.
El verdadero derecho a decidir reside en la autodeterminación de la
clase trabajadora como elemento esencial e indispensable que crea toda
la riqueza de la Tierra. Las diferencias culturales no deben ser jamás
óbice u obstáculo para un mundo solidario y en paz sostenible. Pero
nunca hay que olvidar tampoco que esas “diferencias” son alimentadas y
utilizadas siempre por las derechas en su propio beneficio.
Las clases trabajadoras no van a la guerra (social o militar) por
voluntad propia sino atizadas por los intereses partidarios de la clase
hegemónica, que cuando la competencia entre países o territorios se hace
insostenible dejan que las armas diriman por la tremenda el nuevo statu
quo de conveniencia. Así es el sistema capitalismo desde sus mismos
orígenes. Si las izquierdas continúan en la actitud subalterna de
colgarse de caminos independentistas sin salida hacia la izquierda
coherente e internacionalista, los nacionalismos de derechas seguirán
teniendo la sartén por el mango para presentarse ante el electorado como
paladines de las emociones y sentimientos patrióticos.
La lección catalana puede servir para abrir los ojos a las izquierdas de muchos países. Ni Pujol ni Mas son independentistas. Su
nacionalismo instrumental es una forma de gestionar los intereses de
las clases catalanas dominantes con el concurso pasivo del pueblo de
Cataluña mediante añagazas y tretas de salón que van del derecho a
decidir a la autodeterminación y del proceso participativo a las
elecciones plebiscitarias. Su inventiva semántica no parece tener límites.
PD.
Pregunta al aire: ¿por qué no se introducen por ley en el modelo
educativo constitucional de todo el Estado español las asignaturas
optativas u obligatorias del catalán, el euskera y el gallego? A simple
vista da la sensación de ser una fórmula ideal de poner en contacto las
diferentes sensibilidades culturales y singularidades históricas del
conjunto estatal desde la primera infancia. Ok al inglés u otras lenguas
foráneas, pero tampoco estaría nada mal interconectar a través del
lenguaje a todas las realidades autonómicas o históricas de España.
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