Mi única apostilla es una llamada de atención sobre lo fácil que resulta desviar el interés desde temas subyacentes de calado hacia memoriales de agravios y enemistades históricas. Reales o menos, que eso no hace al caso.
En medio del temporal social, se ofrece (y el hecho es que ha calado) la solución mágica (la poción mágica) de aunar a unos patriotas, dejando de lado a otros patriotas, a los que se considera tan inoperantes que no aciertan a sacudirse su propios yugo. Se desvía la lucha de clases hacia una lucha de nacionalismos.
La receta es una constituyente catalana, puesto que los españoles son tan inútiles que no aciertan a llevar a buen término su propia constituyente. El curioso resultado es hacer independentistas a muchos que nunca han sido nacionalistas.
Pero sí hay un núcleo duro nacionalista, con sentimientos secularmente arraigados, que tapan las abismales diferencias sociales internas con la alucinación de un Estat Català nuevo y justo, que disolverá finalmente en pura armonía la lucha de clases. La experiencia de muchos países que se han independizado es que "la vida sigue igual".
Esto me da un poco de miedo. Me recuerda demasiado a otros nacionalismos a toque de corneta. No es que la escenografía de estas manifestaciones sea la de los fascismos. Su estética es otra. Pero entusiasmar a tanta gente hasta el punto de disfrazarlos de colores y disponerlos disciplinadamente en filas, por un tema sentimental que obvia crudas realidades sociales, repito, me da un poco de miedo.
Sobre la disolución de la izquierda
La Vanguardia
Es una sensación nueva, algo que en más de veinticinco años de escribir artículos en Barcelona, no había sentido nunca. La sensación de sentirse controlado, como si los depositarios del control político estuvieran esperándote para hacerte pagar con palos verbales -de momento sólo verbales- las licencias a que te obliga vivir en una sociedad cada vez más alucinante. Ortega y Gasset solía referirse en la intimidad de sus últimos años a “la erosión de lo cotidiano“. Exactamente eso empieza a ser un lugar común para buena parte de la ciudadanía que no se disfraza de banderas al viento y siente aversión a los himnos patrióticos.
La erosión de lo cotidiano está minando este
país, y es obvio que me estoy refiriendo a Catalunya. Porque la
obligación ética, que apenas si tiene que ver con la moralidad o el
compromiso ciudadano, tan citados hace décadas, ahora se limita a lo
esencial, y lo esencial es la pregunta más estúpida que en apenas dos
años hizo suya la casta para perpetuarse: ¿es usted independentista?
Para los que vivimos el Euskadi de la década de los ochenta, las
conversaciones empezaban, y en ocasiones terminaban, de manera similar: “¿Tú eres abertzale o españolista?“.
Escribir para un público amplio se ha convertido en un ejercicio de
estilo en el que el firmante debería añadir, a nombre y apellido, una
apostilla: “Este texto que ustedes leen está redactado en el benéfico estilo de Tartufo“.
Es decir, no es todo lo que pienso, ni siquiera la mitad de lo que
pienso, pero es la única manera de no tener problemas y que no te
increpen los talibanes de la nueva verdad histórica reforzada por sus
historiadores más eminentes -el viejo maestro Josep Fontana se ha vuelto muecín de mezquita
(almuédano, se decía en castellano antiguo) y ha proclamado que los
catalanes históricamente somos superiores a los castellanos, que no
merecen ni que se les explique su inferioridad; una idea que tuvo ya
gran éxito en África del Sur. Por tanto estamos en el brete de corregir lo intempestivo por lo tartufesco.
A mí me hubiera gustado escribir sobre un magnífico libro que está
pasando sin pena ni gloria. De título poco feliz y además con 500
páginas. Humo humano, del norteamericano Nicholson Baker
(Editorial Debate), una auténtica exhibición de talento literario,
periodístico e histórico sobre cómo los poderes fácticos manejaron la
preparación y extensión de la Segunda Guerra Mundial. Pero por más
fascinante que me parezca este libro, el lector habitual consideraría
este guiño a ampliar los horizontes de nuestros debates, y por tanto de
nuestra cultura, como escapismo. El columnista se arruga y no se atreve a
tocar lo que realmente está pasando: nuestro proceso, que cada vez
tiene menos elementos políticos y cada vez se inclina más hacia lo
kafkiano.
Por tanto, no nos queda más remedio que volver a
nuestras ruedas de molino y soportar la mirada oblicua de los
controladores. Contra el enemigo vale todo, pero ¡ojito con ofender a los nuestros!
Lo más llamativo de la situación que vivimos en Catalunya es la
desaparición de la izquierda. Desde la más ortodoxa, que representaba el
propio Josep Fontana, conspicuo estalinista y rojo oficial, al que en su momento sus colegas universitarios, siempre tan solidarios, negaron la categoría de “catedrático emérito”
-deberían volver a reunirse y corregir la pifia ahora que es de los
nuestros y en grado superlativo-. Sugiero la lectura de su reciente
entrevista en El Periódico de Catalunya, de la que aún me cuesta
dar crédito, pero que quizá ayude a adentrarse en la paranoia que
vivimos y de la que va a ser difícil salir. Porque el nacionalismo, en
general, no sería nada sin la aportación de los historiadores. Y ahí
está una diferencia capital que coloca a la literatura en un lugar de
excepción. Un escritor de fuste que pretenda representar a un país debe
escribir bien, un historiador académico, por la esencia de su ser, puede
pensar con las orejas y escribir con el culo.
La disolución de
la izquierda en Catalunya viene de lejos. El pujolismo la trabajó con
esmero, aunque, para ser objetivos, se lo pusieron tan fácil que bastaba
una oferta y ya se convertían en intelectuales transversales. Es un fenómeno que no sólo ocurrió aquí sino en toda España. La traición de los clérigos, el libro tan citado y sobrevalorado de Julien Benda, felizmente muy poco leído, aquí debería denominarse La fragilidad de las conciencias intelectuales.
Catalunya, que fue con toda seguridad el semillero más importante de la
inteligencia española durante varias décadas, habría de sufrir, o de
gozar, depende del ángulo con que se mire, las más llamativas
transformaciones. Si me pusiera a citar nombres, además de que
aumentaría algebraicamente el número de indignados, apenas si tendría
espacio para más (con minúscula). Baste citar uno, emblemático, que
además ocupa la Conselleria de Cultura, Ferran Mascarell, que pese a ser un intelectual ágrafo, sin obra, especie abundante en nuestra cultura local, representa perfectamente lo que quiero expresar.
No es sólo una cuestión de las élites de la inteligencia, lo que sería grave pero no letal, sino que afecta a los militantes de formaciones radicales y no digamos a los sindicatos, auténticos sustentos del poder hasta grados insospechados; aquí y allá. Con la diferencia de que aquí eran más potentes y estaban más imbricados en las luchas de clases -disculpen el arcaísmo-, ya fuera en fábricas que hoy no existen o en asociaciones de vecinos hoy devenidas en “amicales de excursionistas“.
No es sólo una cuestión de las élites de la inteligencia, lo que sería grave pero no letal, sino que afecta a los militantes de formaciones radicales y no digamos a los sindicatos, auténticos sustentos del poder hasta grados insospechados; aquí y allá. Con la diferencia de que aquí eran más potentes y estaban más imbricados en las luchas de clases -disculpen el arcaísmo-, ya fuera en fábricas que hoy no existen o en asociaciones de vecinos hoy devenidas en “amicales de excursionistas“.
La izquierda en pleno de Catalunya, la que aparece en los papeles, no
me refiero a lo oculto que aún está por ver lo que puede dar de sí, esa
izquierda reconocida no tiene otra preocupación que la institucional.
¿En qué se diferencia Convergència de la CUP, por ejemplo? En
nada que sea fundamental, porque para ambas en este momento el objetivo
es el mismo, la independencia; lo demás es letra pequeña.
Fíjense si esto es así, que ninguno de los supuestos implicados en la estafa económico-moral de Jordi Pujol y su Sagrada Familia ha tenido el más mínimo inconveniente en que sea el máximo dirigente de la CUP, David Fernández,
el que presida la investigación parlamentaria. Eso no sería posible si
fuera un adversario, pero resulta pertinente cuando se trata de un
colega solidario.
Y qué decir del grupo más enraizado en la historia de la izquierda catalana, el heredero del PSUC,
el partido más importante que tuvo Catalunya durante más de 40 años de
historia reciente. Basta decir que su reconversión le llevó a
denominarse Iniciativa por Catalunya, un apelativo que haría las delicias de la Liga Norte
italiana y que revela algo muy simple: para ser aceptado en la nueva
sociedad que fue creando CiU y el oasis pujoliano, había que pagar el
peaje de la hegemonía nacionalista y conservadora, y eso exigía ser más
nacionalista que los propios dominadores de las instituciones de la
Generalitat.
La prueba del nueve fueron los dos gobiernos tripartitos,
de cuyos polvos salieron estos lodos, siguiendo esa tradición histórica
común a la izquierda europea en los momentos de debilidad: los mejores
liquidadores de aquellos que ambicionan cambiar la sociedad son los que
salieron de sus mismas filas. Son perfectos, porque asumiendo el papel
de padres de la patria, nueva o vieja, no tienen ningún rubor en
convertirse en implacables ejecutores de lo que los más conservadores no
se atreverían a hacer. Por eso les contratan como verdugos con pedigrí.
No les bastan los motivos, se sienten orgullosos de haber ido más lejos
de lo que cualquier conservador hubiera podido llegar sin saltarse las
reglas del juego y la legalidad vigente. Y así tenemos lo que podríamos
llamar la paradoja catalana: los que por principio deberían defender los
pisoteados derechos de los parados, de la sanidad, de los barrios
abandonados, de la libertad de expresión… son los más fieros defensores
de una independencia que manejarán los amos.
El dilema del PSOE y del PSC se reduce a cómo refundar un partido con las mismas personas que lo hundieron
Llevo tiempo
pensando en escribir una pequeña narración que no me resisto a
contarles. Imagínense un chaval, apenas veinteañero, que una mañana de
otoño, tal que ayer, se acerca a la sede del PSOE en la calle Ferraz de
Madrid o a la del PSC de la calle Nicaragua y, tras pasar los
intimidantes controles, aborda a la primera funcionaria que encuentra. Y
antes de que le pregunte: “Tú, con quién has quedado”, él le espeta:
“Vengo a afiliarme al Partido Socialista porque quiero cambiar la
sociedad injusta y corrupta en la que vivo”.
No hace falta mucha
imaginación para seguir el hilo de la historia. Primero se lo hará
repetir como mínimo dos veces y, cuando la empleada socialista -en
general las sedes de los partidos políticos suelen tener mayoría
femenina, y no voy a explicar por qué para evitar problemas de
interpretación- mire al joven con cierta desconfianza, con toda
probabilidad avisará al equipo de seguridad interior para que le someta a
un leve interrogatorio sobre sus verdaderas intenciones y el grado de
lucidez del muchacho. En definitiva, cerciorarse de si se trata de
alguien con alteraciones mentales o, simple y sencillamente, de un
provocador.
Siempre imagino esa historia cuando contemplo a los
jóvenes que aparecen en los mítines, socialistas o no socialistas,
haciendo pared de fondo de la intervención de sus líderes, y por los que
hasta el día de hoy ningún periodista curioso se ha interesado: ¿Son
hijos, primos, parientes, paniaguados de funcionarios del partido o,
sencillamente, empleados por horas tras un casting militante? Lo único
que me cabría asegurar es que ninguno de ellos, palmeros del que
mitinea, tendrán el problema de haberse preguntado por qué carajo están
allí si no fuera por su propio interés. O por exhibicionismo perruno,
como en los programas televisivos.
¿Cuándo se interrumpió el
fluido entre el PSOE-PSC y la base popular votante pero no afiliada?
¿Con Felipe González? Intuyo que no. El periodo de Zapatero fue como una
coda entre cómica y patética de un frívolo cuya experiencia política no
iba mucho más allá de la complicidad en la sonrisa y su aspecto de
chico bueno incapaz de maquiavelismos. Fíjense en el buen rollito del
PP, sus medios de comunicación y los periodistas de pago, que acabaron
convirtiendo a Zapatero en una figurita de Lladró. Cuando el enemigo no
te odia ni se lanza a tu cuello es que no mereces el esfuerzo. Esto es
un principio social tan vivo como políticamente incorrecto de decir. La
gente es muy simple, tanto que aún repite como un disco de vinilo que si
Franco, Suárez, González, Pujol, Zapatero, el ex rey Juan Carlos (qué
denominación más singular) y hasta Rajoy -¡santo cielo!-, de saber lo
que se cocía entre sus subalternos lo hubieran frenado. Es imposible que
entiendan que gracias a eso gobernaban plácidamente.
El cómico
dilema del PSOE y del PSC, tan parecidos en sus fondos y tan diferentes
en sus formas, se reduce a cómo se puede refundar un partido con las
mismas personas que lo hundieron en el fango. De ahí la invención de
personajes de zarzuela, género castizo y trascendente porque está en
nuestro ADN, como Pedro Sánchez y Susana Díaz, máximos dirigentes de ese
feto informe en el que ha devenido el PSOE. La deriva del PSC hacia el
cadalso, con notable gasto funerario y una corrupción esencial que ya se
gestó en su propia fundación; un tejido de intereses. Si prefieren
entrar en detalles, podríamos empezar con los Juegos del 1992 y haríamos
una pausa en el Fòrum de les Cultures antes de seguir hasta el
desvergonzado “Quim” Nadal, un producto acabado del socialismo catalán.
El
pool de cerebros de Badalona, nuestro Princeton mediático, suele hacer
comparaciones inquietantes y pretendidamente agudas, casi cosmopolitas,
sobre el final del Partido Socialista italiano de Bettino Craxi y lo que
está ocurriendo con el PSOE y sus afines del PSC. Nada que ver. Craxi
heredó un pequeño partido con grandes posibilidades financieras,
mientras que aquí partimos de quienes en el PSOE gobernaron el Estado e
hicieron de él almoneda, o en el caso del PSC, el dominio municipal,
auténtica base de poderío en las urnas y los beneficios. Una evocación
de lo que había sucedido con el hermano de Alfonso Guerra: era tanto el
dinero que hacía ganar a los amigos, que al final impuso unas tarifas.
Una
aproximación a la izquierda resultaría disparatada sin referirnos al
Partido Socialista en todas sus variantes, incluida la catalana y ese
melanoma incurable de los asturianos, dirigidos durante décadas por un
sindicalista que probablemente nunca viajó a Nueva York pero que conocía
perfectamente el espíritu de sus muelles. Fernández Villa, como los
grandes del mundo de la extorsión y la mafia portuaria, aprendió muy
rápido lo que se llama presión intimidante y, por encima de todo, que
una clase trabajadora corrupta es un ejército disciplinado y agresivo.
No sólo porque participa del reparto sino porque tiene la buena
conciencia de extorsionar a los extorsionadores de Estado.
El
PSOE-PSC son partidos en trance de extinción, y líderes como Pedro
Sánchez y Susana Díaz, reinventados por los suyos para alargar la agonía
hasta la jubilación, no representan absolutamente nada fuera de la
cantidad de empleados en toda España que dependen de ellos y cuyo futuro
quieren imaginar que está en sus manos. Nunca personajes tan inanes
tuvieron tanto eco en unos medios de comunicación que han atado su
suerte, es decir sus deudas, a que les salven de nuevo las equívocas
ayudas del Estado en sus mil formas. Que las hay, y cuya sola mención
significaría eso que los romanos llamaban damnatio memoriae; la
desaparición social en vida de tu nombre y tu persona.
Bastaría un
leve análisis sobre el PSC de aquellos muchachos, ya talludos pero
cargados de futuro, de títulos y de la vanidad de elegidos por los
dioses, cuando no por los vecinos de tropecientos pueblos de Barcelona y
alrededores. Al final han de llamar al servicio de fontanería, Miquel
Iceta. Ninguno de los tenores y las primadonnas se acordaba de Iceta
salvo para consumar tal o cual maldad o problemas de tuberías, lo que
podríamos denominar servicios a domicilio, discretos y a bajo precio.
Los solteros, en un partido como el PSC donde han primado desde su
fundación las familias, tienen un papel aleatorio; fueron
imprescindibles pero desdeñados. Está muy bien, nada que objetar; ellos
no tenían otra opción, desbordados por tantos ganapanes sin control y
sin vergüenza.
Ahora bien un hombre como Iceta es un político de
fontanería y servicios internos, que conoce las tuberías y la fauna
desnortada y corrupta con la que ha convivido durante muchos años.
Mantendrá mientras pueda la casa familiar dosificando la crisis total y
tratando de evitar el desahucio. Un administrador agudo de un patrimonio
hipotecado y a punto del concurso de acreedores. Ahora bien, si alguien
piensa que un hombre como Miquel Iceta puede ganar un voto es que se
han olvidado de que la política, en Catalunya y fuera de ella, ha de
hacerse a cielo abierto y que se acabaron los oasis. Ahora estamos en el
circo y en un espectáculo de tales características donde el único
puesto en el que un tipo astuto y con recámara sólo sería eficaz como
portero, el que corta las entradas de los innumerables empleados que
viven de eso. Sin ánimo de ofender: como los antiguos acomodadores en
los cines tronados de sesión doble. Garantizar que se respete el
mobiliario.
Lo más divertido, por decirlo de algún modo, es que no
hay nadie que dude de que el mundo ha cambiado, que la sociedad ha
cambiado, que la infinita paciencia de la ciudadanía también. Y sin
embargo, siguen los mismos. Y nos creen idiotas. Y no hacemos ningún
esfuerzo para demostrarles lo contrario.
Nota correctora. En la anterior sabatina
se animaba al viejo profesor Fontana a replantearse la categoría de
“emérito” que sus colegas le negaron. Un gazapo. Léase “doctorado
honoris causa” y estaríamos en lo cierto.
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