martes, 6 de enero de 2015

La historia contra la termodinámica

Las cosas, y también los grandes conceptos abstractos, se personifican al mismo ritmo que las personas se cosifican (*). Al final parece que las esencias adquieren vida y dominan a sus creadores. 

La Nación es la esencia, la sustancia personificada y adorada. Quienes la habitan son, para un verdadero nacionalista, accidentes. Las guerras (ahora se analiza mejor, a un siglo de distancia, una de las más crueles) muestran a los ciudadanos como mera carne de cañón. El cemento patriótico obra al servicio de una clase dominante local, frente a otras "extranjeras".

Como el tema es emocional, y la nación siempre se contrapone a otra, es difícil demostrar que quien rechaza un nacionalismo no defiende algún otro. Rotundamente, declaro que no es mi caso ni lo ha sido nunca. Defenderé con uñas y dientes el derecho a la defensa de cualquier cultura oprimida, el fomento de cualquier lengua amenazada, la defensa de la diversidad, de la variedad, porque la igualdad que deseo es la de personas diferentes. La pluralidad en nuestra especie es su forma de biodiversidad. Y siempre pondré en primer lugar la defensa de las especies amenazadas.

Pero prefiero otro análisis. No puedo aceptar que una cultura o una patria iguale más que la condición social. Sobre todo cuando la nación, la que sea, ha sido construida siempre sobre un modelo de dominación. ¿No fue el Imperio Romano (podéis añadir aquí al Español) el que nos "dio" su lengua? ¿Qué se "llevó" a cambio?

La ilustración del caballo está en el artículo original. Doy por cierto que la imagen del "intelectual equino" no es un insulto, sino una metáfora referida a las orejeras (anteojeras es un término más ajustado) que se ponen a las caballerías para evitarles la visión lateral. El pensamiento lateral, en este caso.

Sigue el texto de Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona. Su último libro publicado es El compromiso del creador (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores).

 

La tentación de explicar las cosas recurriendo a entes esenciales a los que se atribuyen intenciones, voluntad, aspiraciones e identidad colectiva tiene consecuencias desastrosas. Entre ellas, la pérdida del sentido común.


Eduardo Estrada

Entre artistas, o al menos entre algunos artistas, no es raro escuchar la boutade de que el presente determina el pasado. Algunos, campanudos, apelan, con descuido y apresuramiento, a extravagantes interpretaciones de ciertos resultados de la mecánica cuántica, aunque lo más común es referirse a una particular genealogía de genios, siempre estupenda, que inexorablemente conduce a ellos mismos. Su obra iluminaría a los clásicos que, en una suerte de principio antrópico-estético, habrían venido al mundo para que ellos pudieran llegar a cuajar. Una vanidad adolescente que, en todo caso, nada tiene que ver con el extravío según el cual el presente modifica el pasado. Sin ir más lejos, cuando Borges, que medía con precisión de agrimensor el calibre de sus palabras, sostenía que “todo escritor elige a sus predecesores”, se limitaba a constatar que nuestra mirada nos lleva a seleccionar ciertas trazas del pasado. Nuestra mirada presente, la de hoy. El pasado queda intacto. Cosas de las leyes de la termodinámica, las más firmes entre las firmes. Las que nadie se puede saltar.

Tampoco los historiadores. Incluso cuando sostienen, como Josep Fontana en una entrevista reciente, que una manifestación de hace un par de años está en el origen de su reciente libro sobre una identidad colectiva, la catalana, que, según él, se remonta a varios siglos atrás. Una identidad que contrapone a la española. Así, a lo grande. La contraposición la juzga tan rotunda y de principio que, como si hiciera suya la versión más radical de la endeble tesis de Sapir-Wolf, se ha negado a traducir su libro al castellano porque “quería explicar cosas a gente que tiene la misma cultura, que ha tenido las mismas experiencias, que se ha encontrado con los mismos problemas y con la que tenemos una visión del mundo compartida, que es lo que acaba fabricando toda esta identidad”. Para aclarar el sentido de sus palabras precisa: “He escrito este libro pensando en lectores catalanes. Si he de hacer los mismos razonamientos a lectores castellanos, lo tendría que reescribir completamente. Y no sé si vale la pena el esfuerzo”.

No es una rareza la vocación nacionalista de los historiadores, calificados con frecuencia como nation-builders. Está bien documentada la versión turbulenta de ese vínculo, una común genealogía entre romanticismo, nacionalismo étnico-cultural e historicismo. Es seguramente la veta más honda del pensamiento reaccionario, en sentido literal, el que reacciona contra la Ilustración y, al servicio de esa operación, invoca la existencia de un particular espíritu de cada pueblo (Volksgeist), a medio camino entre la biología (la raza) y la cultura (la lengua), como fuente de legitimidad de las comunidades políticas contrapuesta a los principios universales y emancipadores de las revoluciones democráticas.

Aunque tales trazos espesos ya nadie, o casi nadie, los repite, es cierto que, con independencia de los fervores patrióticos de cada cual, hay algo de inevitable en el oficio y la perspectiva que allana el camino a la proliferación de sesgos nacionalistas. La simple idea de biografiar una comunidad conduce con naturalidad a presumir la existencia una entidad esencial que experimenta la historia, una entidad con un origen y un perímetro, unas fronteras. A esa entidad le pasan cosas, pero ella, por así decir, persiste. Le transcurren los acontecimientos, en lugar de ser ella misma un transcurso, o, por mejor decir, una trama de transcursos más o menos deshilachada.

Es la veta más honda del pensamiento reaccionario: el que reacciona contra la Ilustración.

Ese peaje resulta casi inexorable: el acto de elegir el objeto de investigación propicia la disposición a convertirlo en (clase) natural. Viene a ser algo parecido a lo que sucede con quienes investigan asuntos como “el deporte”, “las emociones” o “la enfermedad”, que, si no andan con cautelas, acaban por dar por supuesto que hay una suerte de esencias inmutables compartidas lo bastante relevantes como para justificar teorías generales de deporte (desde la halterofilia al ajedrez), de la emoción (desde el miedo al amor) o la enfermedad (desde la tuberculosis hasta el cáncer).

En todo caso, cuando el investigador se toma en serio su quehacer y se compromete en la búsqueda la verdad, controla ese tributo, se previene frente a las tentaciones esencialistas y matiza el alcance de sus juicios. Desde luego la tarea no es sencilla. Y es que diversas peculiaridades metódicas de la disciplina contribuyen a que se multipliquen las posibilidades de dejarse vencer por las anteojeras y entregarse a unas esencias que facilitan mucho la tarea de levantar “explicaciones”, tan falaces como económicas.

Cualquier acontecimiento es el resultado de un conjunto innumerable de causas. Quien apela al frío para explicar la muerte de unos indigentes omite la pobreza (y mil circunstancias más: estado físico, ignorancia, la termodinámica, etcétera). Normalmente, al explicar destacamos, entre las causas concurrentes, la menos obvia, la que ignora nuestro interlocutor. Pero la mera existencia de la tal diversidad permite que, del saco de las causas, cada uno extraiga la que quiera.

El problema se ahonda cuando se trata de procesos o secuencias de acontecimientos. Entonces el surtido se dispara y cada cual encuentra lo que viene a buscar. No es raro ver cómo se expurgan cuatro informaciones parciales, que pueden ser correctas, para levantar edificios de ficción, sin ponderar si hay otras contrapuestas o su peso real, cualitativo o cuantitativo, porque no es lo mismo una hoja parroquial o un diario personal que una portada de The Economist o el preámbulo de una Constitución.

Caben más posibilidades para cultivar la arbitrariedad, entre ellas la más importante: la identificación del momento cumbre que fija la esencia de la sociedad provista de todas las virtudes que, retrospectivamente, se recrearán. Lo demás, anterior o posterior, sería simple aderezo. Lo hemos visto en este tiempo. La Cataluña de 1700, igualitaria, democrática, cívica, dialogante y pacífica, sería la genuina y, lo que venga después, sobre todo si se juzga mal, aparecerá como resultado de una contaminación “externa”, de España.

En ese relato, la Cataluña de 1700 es la genuina: igualitaria, democrática, dialogante y pacífica.

La operación se complementa mediante un uso incontrolado de los contrafácticos: lo que no sucedió no se utiliza como la inevitable herramienta para explicar lo que sucedió, sino para conjeturar historias fantásticas que como consecuencia de la contaminación, no llegaron a puerto y que, de no haberse frustrado, habrían conducido al mejor mundo posible. Una secuencia de (falaces) cadenas de plausibilidad (esto habría llevado a lo otro, lo otro a lo de más allá, etcétera) refuerzan un delirio que aumenta con el número de eslabones intermedios entre el recreado pasado glorioso y el fascinante mundo posible que pudo haber sido y no es y que ahora sirve para cultivar un inacabable reproche retrospectivo: ¡con lo que nosotros podríamos haber sido! Está de más decir que, en esta operación, resulta muy conveniente disponer de un arsenal de palabras que hoy designan realidades diferentes de —si no opuestas a— las que designaron en otro tiempo: constituciones, libertades, parlamentos.

En ese relato el marco conceptual no es un entramado de clases, relaciones económicas o luchas de poder, sino un conflicto entre entes esenciales (España y Cataluña) a los que se atribuyen intenciones, aspiraciones, voluntad y, sobre todo, identidad colectiva. El guión se repite en estos días cuando se utilizan fórmulas como “España odia a Cataluña” o —la mejor intencionada, pero no menos imbécil— “España ha de resultar atractiva para Cataluña”.

En disciplinas con protocolos imprecisos la falta de cautela autocrítica, como de otras virtudes epistémicas, tiene desastrosas consecuencias, incluso entre los mejores. Entre ellas, la pérdida del sentido común. La tesis de la identidad de los pueblos quiere decir, operacionalizada, que yo tengo más que ver con un tipo vestido de sayo de velarte o calzas de velludo, incapaz de entender cosas como el derecho al voto de la mujer, la luz eléctrica, el alcantarillado, el transporte público y hasta la idea misma de identidad cultural, que con otro con el que discuto en Facebook, comparto el miedo al ébola, el cambio climático o el IS y, juntos, hemos visto cambiar hasta tal punto nuestro país que ni siquiera nuestros abuelos entenderían lo que acabo de contar.
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(*) Nota del bloguero:

El trabajo humano se cosifica, se convierte en mercancía, en dinero, las cuales parecen cosas pero en realidad son una relación social. El trabajador también se cosifica, se convierte en mercancía con valor de cambio, o sea, en máquina-mercancía. El capital se personifica, se convierte en persona hostil hacia nosotros. Por otro lado, las mercancías se convierten en ídolos para adorar, en fetiches, en modelos que nos esclavizan, y más aún, las personas se relacionan entre sí como mercancías para su uso, como objeto de placer u objeto erótico. O sea, el trabajo humano, así como también la persona misma se cosifican como mercancías.

Marx ejemplifica el fetichismo en la mercancía. La metáfora, real o inventada, del becerro de oro, es mucho más antigua (Marx, realmente, inventó pocas cosas: sólo las reunió, como un nudo, en un conjunto coherente, y de ese nudo no deriva una cuerda única, sino un manojo de trayectorias, como se empieza a reconocer).

Pero aunque se ajuste a la mercancía como anillo al dedo, el concepto de fetichismo es aplicable a todos los productos humanos. Sea o no cierto que Miguel Ángel pidió a su Moisés que hablase, son muchos los artistas piadosos que se han postrado luego ante una imagen que era su obra.

La Nación se construye como obra humana colectiva. En los peores casos se cimenta en un supuesto racial, en los mejores en la lengua y la cultura. En todos se apoya en la resistencia frente a otros. Quienes sean esos "otros" y por qué hemos de resistirlos es la piedra de toque para que un nacionalismo sea racionalmente aceptable. Pero el nacionalismo construye su pasado,  lo fija en momentos idealmente interpretados. Antes, en mitos fundacionales. Ahora, en hitos coyunturales, muchas veces también mitificados, sean victorias como Covadonga o Aljubarrota o derrotas como Kosovo o Barcelona.

La realidad es más compleja.

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