domingo, 25 de enero de 2015

Puntos de no retorno y la metáfora del Titanic

Explicar la situación objetiva de este período histórico es complicado, sobre todo para que sea útil, fomentando prácticas individuales y colectivas que eviten lo peor.

Por un lado, fuertes intereses se oponen a cambios socioeconómicos ineludibles. No solamente grupos privilegiados, sino las clases medias, que mayoritariamente, desean la vuelta imposible a una situación definitivamente pasada.

Porque el hedonismo en que nos hemos (nos han) instalado prefiere un sueño placentero a un despertar inquietante.

Por otra parte, la inercia social hace difícil cambiar las rutinas habituales. La metáfora del Titanic es pertinente, como se explica más abajo.

Aunque haya un punto de no retorno, es incierto el momento en que "ya es tarde". Pero si es o no tarde es un dilema falso. Puede ser tarde para algunas cosas, pero no para otras. Cada vez es más difícil evitar un final catastrófico, pero todavía se pueden eludir las peores consecuencias. No hay un único "momento de no retorno" sino varios escalonados, cada uno menos favorable que el anterior.

Jorge Riechmann, muy consciente de ello, trata de convencer a un tiempo de la gravedad del problema y de la posibilidad y necesidad de hacerle frente.

Afirma que, en las sociedades contemporáneas, “la velocidad se ha convertido en una suerte de enfermedad cultural, cuya destructividad de conjunto se nos escapa”. “También en ello hay un elemento de dominación”, agrega, por eso “ir despacio es contrahegemónico”. 

A la hora de analizar la realidad, Riechmann rehúye el autoengaño y los falsos consuelos, los idealismos bobalicones y las irreales esperanzas. “Si estamos de verdad en una situación catastrófica –y lo estamos-, tratar de analizarla no es un discurso catastrofista, sino un ejercicio de realismo”. Sin incurrir en el desánimo, los motivos de las luchas ecologistas de hace cincuenta años ya no están abiertas. “La revolución (ecologista y feminista) tendríamos que haberla hecho ayer”. 

(Claro que el pánico es receta segura para el desastre, y el pesar por lo no hecho no debería anular lo que falta por hacer, añado yo)

Enric Llopis lo entrevista.


Rebelión
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Si estamos de verdad en una situación catastrófica -y lo estamos-, tratar de analizarla no es discurso catastrofista sino un ejercicio de realismo. Me gustaría luego desarrollar una analogía interesante, la del choque del gran buque transatlántico Titanic contra el iceberg.

Mucha gente cree que los movimientos ecologistas (y otros movimientos sociales de supervivencia y emancipación) tienen sobre todo un problema de discurso, de comunicación: “hablando del colapso no se liga”, apuntando a la crisis ecológica no se ganan votos. Creo que el fondo de nuestros problemas no es comunicativo (aunque haya que tomarse en serio la comunicación): está más bien en las duras realidades contra las que chocamos (la fenomenal masa de poder que tenemos enfrente, y la dinámica productivo-destructiva del capitalismo). No creo que tengamos ya tiempo para alterar sustancialmente estas duras realidades en los perentorios plazos que son los del Siglo de la Gran Prueba (así titulé un libro publicado el año pasado).

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¿Esto resulta desmoralizador? Mi límite es el respeto a la verdad. Si creyera en una “necesaria, difícil, pero posible, transición a la Sostenibilidad” con mayúsculas (como me decía estos días Daniel Gil Pérez, un profesor de la Universitat de Valencia que lleva mucho tiempo trabajando sobre estas cuestiones), lo plantearía en esos términos. Pero me parece que esa trayectoria histórica ya no está a nuestro alcance. Lo argumento en un libro, Autoconstrucción, ahora en imprenta (Catarata). También ahí me esfuerzo en indicar pistas para la acción colectiva y vías para evitar el desánimo: pero ya no pueden ser, creo, las mismas que indicaba yo hace veinte años, o diez. El capítulo primero de ese libro se titula “La revolución (ecosocialista y ecofeminista) tendríamos que haberla hecho ayer”. 

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Colapso, dicho en pocas palabras, significa una reducción rápida de la complejidad social, una disminución del trasiego de energía y de materiales, fenómenos de des-diferenciación... Esto es algo que no sería necesariamente muy negativo en ciertas circunstancias sociales y materiales: las sociedades muy igualitarias y muy resilientes podrán responder mucho mejor a los colapsos que vienen. Esto ya indica dos vías muy importantes de re-construcción y auto-construcción social para hoy mismo.  

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Creo que ésa es nuestra situación ahora: aún no hemos visto del todo el iceberg, desde luego la mayoría de la tripulación y el pasaje no lo han visto, y sin embargo ya no podremos evitar el naufragio. Ahora bien, ¡eso no quiere decir que no podamos hacer nada! Cabe todavía maniobrar para que, por ejemplo, el choque sea algo menos dañino y eso nos deje más tiempo para desalojar el barco. Y cabe emplear ese tiempo para organizar mejor el salvamento. Recordemos que el Titanic histórico sólo llevaba botes salvavidas para 1178 pasajeros, ¡poco más de la mitad de los que iban a bordo en su viaje inaugural y un tercio de su capacidad tota! (En el hundimiento murieron 1514 personas de las 2223 que iban a bordo, estratificadas por clases sociales.) Con tiempo suficiente, podemos construir más botes o balsas salvavidas, a partir de otras estructuras del barco que va a hundirse…

Hay otro aspecto en este paralelismo que quiero destacar –tiene que ver con los problemas de comunicación que evocábamos antes. En un naufragio, hay que evitar causar pánico, o poner en marcha los resortes peores de la interacción humana (la lucha por los recursos escasos, por ejemplo). Si alguien grita “¡estamos hundiéndonos, sálvese quien pueda!” según en qué momentos del proceso, puede provocar estampidas que arruinarán las posibilidades de todos los náufragos, o de la mayoría. Tenemos por delante un camino difícil: se trata de comunicar responsablemente la gravedad de la situación, sin por ello inducir al desánimo o a las reacciones insolidarias.

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En una encuesta llamada “Perspectivas de futuro de la sociedad”, realizada en diciembre de 2013 (a una muestra de 1.200 españoles y españolas mayores de 18 años), Ernest García, Mercedes Martínez Iglesias y otros investigadores de la Universitat de València preguntaban si el calentamiento climático, el “pico” del petróleo o los problemas con los otros combustibles fósiles (carbón y gas natural) podían llevar a dificultades en el abastecimiento de energía. Nueve de cada diez personas consideraba que sí. Pero la siguiente pregunta era si se opinaba que estas carencias energéticas podían traducirse en una merma en el crecimiento económico o en el bienestar, a lo que la gran mayoría de la gente respondía que no. Por tanto, podían fallar los combustibles fósiles y podía haber calentamiento climático, pero la economía seguiría creciendo y el bienestar aumentando. ¿Por qué creían eso? Confiaban en que o bien las energías renovables, o bien éstas más la energía nuclear, o bien estas dos más una tercera, que no se sabe cuál es pero ya está inventada, y que estas grandes corporaciones que conspiran contra el bien común sacarán al mercado cuando hiciera falta, evitarían la crisis energética. Lo cierto es que cuatro de cada cinco encuestados tenían esa confianza irracional en la técnica. Digo irracional porque si analizáramos la cuestión con la objetividad desapasionada del ingeniero, veríamos que ninguna de estas opciones nos resolverá los problemas…

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Hoy vamos hacia grandes discontinuidades históricas: el futuro no se parecerá al pasado –en los decenios próximos menos que nunca.

A corto plazo, advertimos perspectivas de descenso energético y crisis económica prolongada, con elevados niveles de paro y desprotección social. A escala planetaria, la hegemonía del neoliberalismo apenas ha sufrido quebranto. En este corto plazo la capacidad para emprender un cambio de modelo socioeconómico se diría muy limitada. Y las perspectivas de colapso civilizatorio no dejan de hacerse más reales y cercanas. Todo ello aconseja, en mi opinión, una estrategia compleja que incluiría, en primer lugar, prever oleadas de “depresión social” y desencanto e ir ingeniando formas de “vacunar” contra las mismas… En algunas dimensiones muy básicas de las luchas sociopolíticas no hay atajos. Y el fascismo va a ser –ojalá me equivoque— un peligro constantemente presente a lo largo de los decenios que vienen.

En segundo lugar, hemos de potenciar las iniciativas de construcción comunitaria a todos los niveles. Sin grandes avances en las dimensiones de igualdad, cooperación y cuidado resulta difícil imaginar buenas salidas a la crisis presente (o al menos, salidas no tan malas). Construir iniciativas comunitarias de base –siempre que logren esquivar los peligros del particularismo- resulta esencial en este horizonte incierto.

Y en tercer lugar, quizá deberíamos practicar una “estrategia dual”, en el sentido siguiente: por un lado, pelear con fuerza por las máximas cuotas posibles de poder institucional, para democratizar las instituciones (buscando esos avances en las dimensiones de igualdad, cooperación y cuidado). Pero al mismo tiempo, por otro lado, deberíamos no ilusionarnos demasiado con esas perspectivas institucionales y ser bien conscientes de los estrechos límites impuestos al ejercicio de ese poder, y los muchos condicionantes a que estará sometido; y propiciar entonces la “tolerancia” de esas nuevas autoridades electas para formas extensas de experimentación social poscapitalista autoorganizada desde abajo.

Digámoslo metafóricamente: igual que en la resistencia contra la guerra del Vietnam en los años sesenta se coreaba que hacían falta “dos, tres, muchos Vietnams”, nosotros quizá necesitáramos “diez, cien, mil Marinaledas”, tomando este municipio sevillano como modelo de construcción política, que nos propone formas de hacer, pensar y hablar muy diferentes a los de la mayoría social que nos rodea. “Diez, cien, mil Marinaledas” –pero con una dimensión ecológica y feminista mucho más marcada (y sin caer en la ingenuidad de pensar que la “Marinaleda realmente existente” sea una realidad ejemplar en todas sus dimensiones).

(...) 

Soy partidario de una reconstrucción cultural de largo alcance, que nos lleve a vivir bien en el mundo real que habitamos: el planeta Tierra, con todas sus posibilidades de florecimiento y todas sus constricciones. “Una humanidad justa en un planeta habitable” era el lema de la revista mientras tanto que fundaron Manuel Sacristán y Giulia Adinolfi. Hoy por hoy, en el segundo decenio del siglo XXI, la política y la economía dominantes siguen ignorando la segunda ley de la termodinámica –y eso nos está precipitando en un abismo…

El blog de Gail Tverberg se llama Our finite world. “Nuestro mundo es finito” debería ser la premisa básica de cualquier reflexión económica o política, pero la férrea ideología dominante sostiene férreamente lo contrario, y dice todo el tiempo: puesto que nuestro mundo es infinito…

No podemos olvidar la dimensión ecológico-social de la crisis civilizatoria, porque está en la base de todo lo demás. Si la política y la economía, en este segundo decenio del siglo XXI, siguen ignorando la segunda ley de la termodinámica, vamos a un abismo. No es hora sólo de reclamar derechos, sino también de asumir responsabilidades.

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