El gran nivelador puede ser, en distintos momentos de la Historia, una terrible epidemia, una catástrofe natural o una guerra devastadora. Si como es habitual perecen en mayor número los más indefensos, los señores pueden tener dificultad para encontrar la mano de obra de la que extraen valor. Sus cosechas se perderán, sus industrias cerrarán, sus negocios irán a la ruina.
Entonces pueden mejorar transitoriamente las condiciones de vida de los trabajadores supervivientes mientras los propietarios no logren dominar la situación por la fuerza.
Son muchas las veces en que se presentan alternativas divergentes, bifurcaciones en las que la Historia puede decantarse en uno u otro sentido, bien afianzando una situación anterior en que las clases subalternas queden sometidas de un modo aún más férreo, bien mediante cambios sociales que alteren la anterior composición de las clases, con un nuevo equilibrio de fuerzas. La igualdad y la desigualdad menguan o crecen alternativamente en función de cambios que alteran el modo de producción y la estructura social.
Claro que los privilegiados preferirán siempre mantener el statu quo, y por eso los ricos temen a las pandemias. Aunque muchos, los especuladores aficionados a las apuestas, jueguen, y algunos ganen, aprovechando las nuevas oportunidades de negocio.
Walter Scheidel
En el otoño de 1347, pulgas de rata, las portadoras de la peste bubónica, la introdujeron en Italia a través de unas cuantas naves procedentes del Mar Negro. Durante los siguientes cuatro años, una pandemia avanzó rápidamente a través de Europa y Oriente Medio. El pánico se extendió, cuando los ganglios linfáticos en las axilas de las víctimas y las ingles se hincharon en bubones, las ampollas negras cubrieron sus cuerpos, las fiebres se dispararon y los órganos fallaron. Quizás un tercio de la población europea pereció.
El Decamerón de Giovanni Boccaccio ofrece un informe de un testigo presencial: “Cuando todas las tumbas estuvieron llenas, fueron excavadas grandes zanjas en los cementerios de las iglesias, en las cuales las nuevas llegadas fueron colocadas por centenares, almacenadas grada sobre grada, como cargamento naval”. Según Agnolo di Tura de Siena, “tantos murieron que todos creyeron que se trataba del fin del mundo”.
Y era solo el principio. La plaga volvió una década más tarde y los estallidos periódicos continuaron durante un siglo y medio, extendiéndose por varias generaciones seguidas. Debido a esta “destructiva plaga, que devastó naciones y causó la desaparición de poblaciones enteras”, el historiador árabe Ibm Khaldun escribió, “todo el mundo habitado cambió”.
Los ricos encontraron alarmantes algunos de estos cambios. En palabras de un anónimo cronista inglés: “Tal fue la escasez de mano de obra que los humildes rechazaron el trabajo, y apenas podían ser persuadidos de servir a los propietarios por el triple de salario”. Los empleadores influyentes, como los grandes terratenientes, forzaron a la Corona inglesa a aprobar la Ordenanza de los trabajadores, la cual informaba a los trabajadores de que ellos estaban “obligados a aceptar el empleo ofrecido” por los mismos míseros salarios que antes.
Pero debido a las sucesivas olas de la epidemia, la fuerza de trabajo, los jornaleros y los inquilinos se redujeron “no dándose por enterado el dominio del rey”, como se lamentó el clérigo agustiniano Henry Knighton. “Si alguien quería contratarlos, debía someterse a sus demandas, si no quería echar a perder su fruta y su maíz; o debía complacer la arrogancia y la avaricia de los trabajadores”.
Como resultado de este cambio en el equilibrio entre el trabajo y el capital, sabemos ahora, gracias a la investigación meticulosa llevada a cabo por historiadores económicos, que los ingresos reales de los trabajadores no cualificados se duplicaron en gran parte de Europa durante algunas décadas. Según los registros fiscales que han sobrevivido en los archivos de muchas ciudades italianas, en la mayoría de estos lugares la desigualdad de la riqueza se desplomó. En Inglaterra, los trabajadores comieron y bebieron mejor que como lo hacían antes de la plaga e, incluso, se vistieron con pieles lujosas, que solían estar reservadas para los privilegiados. Al mismo tiempo, los salarios más elevados y las rentas más bajas exprimieron a los propietarios, muchos de los cuales no consiguieron mantener sus privilegios heredados. En poco tiempo, hubo menos señores y caballeros, dotados con menores fortunas, de los que había habido cuando golpeó la primera plaga.
Pero estas consecuencias no fueron un regalo. Durante siglos y, en realidad, milenios, grandes plagas y otros shocks fuertes han moldeado las preferencias políticas y la toma de decisiones de quienes mandan. Las elecciones políticas que resultaron definieron si la desigualdad crece o cae en respuesta a tales calamidades. Y la historia nos enseña que estas elecciones pueden cambiar las sociedades de maneras muy diferentes.
Observando el registro histórico a lo largo de Europa durante la Baja Edad Media, vemos que las elites no cedían de buena gana, incluso bajo presión extrema después de una pandemia. Durante el Gran levantamiento de los campesinos de 1381, los trabajadores exigieron, entre otras cosas, el derecho a negociar libremente los contratos de trabajo. Los nobles y sus reclutas armados sofocaron la revuelta por la fuerza en un intento de forzar al pueblo a obedecer al viejo orden. Pero los últimos vestigios de las obligaciones feudales pronto se desvanecieron. Los trabajadores podían esperar mejores salarios y los señores y empleadores rompían filas entre sí para competir por la mano de obra escasa.
En otros lugares, sin embargo, prevaleció la represión. Durante el medievo tardío, en la Europa oriental, desde Prusia y Polonia a Rusia, los nobles conspiraron para imponer la servidumbre a sus campesinos para fijar/proteger una mano de obra escasa. Esto alteró las consecuencias económicas a largo plazo de toda la región: el trabajo libre y las ciudades prósperas condujeron a la modernización en Europa occidental, pero en la periferia oriental el desarrollo se retrasó.
Más al sur, los mamelucos de Egipto, un régimen de conquistadores extranjeros de origen turco, mantuvieron un frente unitario para conservar su estricto control sobre la tierra y continuaron explotando al campesinado. Los mamelucos obligaron a la menguante población sometida a entregar el mismo pago de rentas, en metálico y en especie, que se entregaba antes de la plaga. Esta estrategia hizo que la economía cayera en una terrible espiral, a medida que los campesinos se rebelaban o abandonaban sus tierras.
Pero en no pocas ocasiones la represión fracasó. La primera plaga pandémica conocida en Europa y Oriente Medio, que comenzó en el año 541, nos ofrece el ejemplo más antiguo. Adelantándose 800 años a la Ordenanza inglesa de los trabajadores, el emperador bizantino Justiniano despotricaba contra los escasos trabajadores que “exigían el doble y el triple de jornales y salarios contraviniendo las costumbres ancestrales” y les prohibió “ceder a la pasión detestable de la avaricia” – es decir, cobrar el salario de mercado por su trabajo. La duplicación o triplicación de los salarios reales, registrada en papiros de la provincia bizantina de Egipto, no deja ninguna duda de que su decreto cayó en saco roto.
En las Américas, los conquistadores españoles se enfrentaron con retos similares. En la que fue la pandemia más horrorosa en toda la historia, desatada tan pronto como Colón desembarcó en el Caribe, la viruela y el sarampión diezmaron a las sociedades indígenas a lo largo del hemisferio occidental. El avance de los conquistadores fue facilitado por su devastación y los invasores rápidamente tomaron su recompensa con enormes propiedades y pueblos enteros de peones. Por un tiempo, la torpe aplicación del control de salarios establecido por el Virreinato de Nueva España mantuvo a los trabajadores supervivientes apartados de los beneficios procedentes de la creciente escasez de mano de obra. Pero cuando los mercados laborales finalmente se abrieron después del 1600, los salarios reales se triplicaron en el centro de México.
Ninguna de estas historias tuvo un final feliz para las masas. Cuando las cifras de la población se recuperaron después de la plaga de Justiniano, la Peste Negra y las pandemias americanas, los salarios se deslizaron por la pendiente y las élites volvieron a retomar firmemente el control. La América Latina colonial continuó produciendo algunas de las desigualdades más extremas registradas. En la mayoría de las sociedades europeas, las desigualdades de rentas y riqueza crecieron durante cuatro siglos de manera imparable hasta la víspera de la Primera Guerra Mundial. Solo entonces fue cuando una nueva oleada de agitaciones catastróficas socavó el orden establecido, y la desigualdad económica descendió de tal manera como no se había observado desde la Peste Negra, si no desde la caída del Imperio Romano.
En la búsqueda de luz en el pasado para nuestra pandemia actual, debemos ser precavidos con analogías superficiales. Incluso en el peor de todos los escenarios, el Covid-19 matará a una parte mucho más pequeña de la población mundial de lo que lo hicieron algunos de estos desastres antiguos, y afectará a la población activa y a la siguiente generación incluso de una forma más ligera. El trabajo no llegará a ser suficientemente escaso como para incrementar los salarios, ni para hacer que se desplome el valor de los bienes inmuebles. Y nuestras economías ya no se basan en la explotación agrícola y el trabajo manual.
Pero la lección más importante de la historia perdura. El impacto de cualquier pandemia va mucho más allá de la pérdida de vidas y de la restricción del comercio. Hoy, Norteamérica se enfrenta a una elección fundamental entre defender el statu quo o abrazar cambios progresistas. La crisis actual podría impulsar reformas redistributivas similares a las que desencadenó la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, a menos que los “intereses afianzados” sean demasiado poderosos para ser vencidos.
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