El fascismo quiere que hablemos (y mucho)
El fascismo quiere que hablemos para minar el principio de jerarquía entre las opiniones a fin de que no se pueda distinguir entre lo verdadero y lo falso en función de quien lo afirma.
Javier F. Ferrero
El fascismo articula la tradición procedente de algún lugar del pasado, normalmente combinada con elementos religiosos; visión mística del orden; interpretaciones nacionalistas; valores de comportamiento tradicionales; y programa económico que puede ligarse tanto a la intervención del Estado como al liberalismo.
La agenda fascista se centra en cuestiones típicamente privadas, tales como la familia, la sexualidad, la religión, la estética, entre otras, paralelamente al énfasis en las instituciones estatales y en los códigos legales/morales que deberían ocuparse de ellas. Las derechas actúan sistémicamente a favor del capital y de los capitalistas por medio de la construcción figurada del “orden”. Se opone con violencia verbal, estética y física a los que, real o imaginariamente, protestan contra el capitalismo y/o contra las desigualdades producidas por ese sistema. Por ello, los trabajadores son, fundamentalmente, las primeras víctimas de las políticas económicas, así como sus organizaciones (sindicatos, partidos y otras formas de representación política) sus víctimas políticas.
«Al convencer a todo el mundo de que sus opiniones valen lo mismo, al final nadie valdrá más que nadie.»
Sin embargo, la clase trabajadora es un nicho de votos demasiado importante para tirarlo exponiendo todo lo indicado de manera clara y debatiendo sus propuestas de una manera abierta. Mientras que en una democracia como la nuestra el sistema de gobierno está fundado en la discrepancia y las opiniones son distintas y variadas, el fascismo, que antes identificaba a los disidentes y los hacía callar metiéndolos en la cárcel (o al estilo español, en una cuneta), ha tenido que adaptarse.
El fascismo quiere que hablemos, que los contrarios muestren su opinión, pero siempre, todos a la vez y acerca de todo. Si millones de personas que antes tenían la televisión y los periódicos como punto de referencia ahora se pasan la vida en redes sociales comentando, compartiendo, asintiendo o discrepando, no hay motivo alguno para impedírselo, porque el hecho mismo de que todo el mundo lo haga convierte sus opiniones en algo indistinto. En definitiva, irrelevante.
El mensaje está claro: al convencer a todo el mundo de que sus opiniones valen lo mismo, al final nadie valdrá más que nadie y todo, ideas y personas, serán perfectamente intercambiables. De esta forma, se mina todo principio de jerarquía entre las opiniones a fin de que no se pueda distinguir entre lo verdadero y lo falso en función de quien lo afirma. Para lograrlo, desacreditan a las figuras públicas que poseen una autoridad moral o científica, es decir, a los que poseen el conocimiento.
Las redes sociales tienen un gran potencial para la difusión del fascismo: se puede hablar directamente a los ciudadanos sin pasar por los mediadores sociales. El mensaje, sea cual sea, puede llegar sin filtros (y sin verdad) con mensajes breves, claros y memorizables.
Sin periodistas, sin preguntas tendenciosas, sin entrevistas… un perfecto caldo de cultivo para los intolerantes. Y sobran los periódicos, Los propios seguidores ultras difunden los mensajes.
Fuentes:
Francisco Pinto da Fonseca, Carmen Pineda Nebot. (2020). Las expresiones de la derecha en Brasil y en España: conservadurismo, neoliberalismo y fascismo.
Michela Murgia. (2019). Instrucciones para convertirse en fascista: Italia. Seix Barral.
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