viernes, 9 de diciembre de 2022

Las ventanas del conocimiento

La cualidad básica de la inteligencia es la capacidad de relacionar. Intuimos que ese mundo que hay fuera de nosotros, pero del que formamos parte, es una totalidad de elementos interconectados. No lo percibimos como un conjunto de piezas separadas sino como una red de elementos interactivos. Desde que nacemos vamos adquiriendo la experiencia sensorial de nuestra relación con las cosas y de las cosas entre sí. Diferenciamos lo activo y lo inerte, y comprendemos que somos semejantes a otros seres humanos, que el soporte social hace posible nuestra supervivencia, y que a través de él multiplicamos nuestra capacidad de conocer.

Aprender a entender el mundo y manejarse en él es consustancial con la animalidad. De ello depende la supervivencia, y todos los animales poseen esta capacidad en mayor o menor medida. En los humanos el lenguaje multiplica las posibilidades de comunicación, propiciando la adquisición de conocimientos y experiencias ajenas, aunque también la entrada de contenidos inexactos e incluso perjudiciales.

Cuanto más aprendemos, más nos damos cuenta de lo mucho que ignoramos. El contacto con lo desconocido crece con el conocimiento. Además, ese conocimiento no es un continuo: está lleno de espacios por rellenar, que completamos con suposiciones inciertas, apoyadas en los recursos de que vamos disponiendo. Para Completar lo incompleto nos valemos de fuentes externas que nos llegan a través de los sentidos, en parte por observación directa, pero mucho por lo que aprendemos de los otros. Todas las agrupaciones humanas, desde la familia hasta la entera humanidad globalizada, son comunidades de comunicación.

Depurar lo que nos llega por esas ventanas del conocimiento es tarea ardua. A no perdernos en el caos contradictorio de mensajes desorganizados nos ayudarán la reflexión, el debate y la escucha atenta a los argumentos del interlocutor. Dejar de atender a sus argumentos, aunque sea para rebatirlos si es el caso, no enriquecerá nuestra mente.

Algunas reflexiones de Francisco Umpiérrez:

"La Felicidad"

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Cuando estudiamos las funciones psicológicas superiores, lo hacemos de forma separada: la sensación, la percepción, la atención, la memoria, el pensamiento y el lenguaje. Pero lo cierto es que en el individuo todas esas funciones se dan de forma mancomunada. Hay además otras fuerzas de la subjetividad que también están presentes: la imaginación, la ilusión, la representación, los intereses, la voluntad y las emociones como el temor, el odio, el amor, etc. Así que la personalidad se nos presenta con una complejidad subjetiva repleta de determinaciones.

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Solo me resta decir que, si cuando leemos los textos ajenos nuestra sensibilidad se activara en toda su variedad de fuerzas, seríamos unos lectores de primera categoría y en nuestro pensamiento predominaría la claridad y la precisión. Pero la realidad no es así: nuestra intelección de los textos siempre estará salpicada de intuiciones y zonas oscuras. Solo con sucesivas lecturas, con detenidos análisis, e ilustrándonos con detalles de la época histórica que refleja el texto, las intuiciones darán paso a los conceptos y las zonas oscuras se volverán claras.


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Hasta ahora he hablado de cosas que todo el mundo conoce, que en su vida corriente usa y percibe, pero en el lenguaje todo no es tan claro. Cuando introducimos términos científicos, propios de las matemáticas, de la biología, de la física y de la lingüística, por ejemplo, las cosas que tenemos que percibir ya no resultan tan fáciles de aprehender. La abstracción, esto es, dejar atrás muchas cosas que se perciben, empieza a dominar el pensamiento. Pero donde la abstracción llega a su máximo nivel, cuando el pensamiento llega a estar alejado de la realidad hasta extremos inauditos, es en el ámbito filosófico. Y cuando el pensamiento especulativo entra en juego haciendo uso de las categorías filosóficas, ya no es solo que podamos saltar de un espacio a otro y de un tiempo a otro con absoluta libertad, sino que además dejamos de ver, oler, tentar y oír. Con el lenguaje filosófico, sobre todo si es el lenguaje de Hegel, se pierden todos los sentidos. Si en este ámbito nos dedicamos a la especulación, no solo producimos un pensamiento desordenado sino además un pensamiento ciego. Cuanto más alto sea el nivel de abstracción en el que nos movamos, más exigentes debemos ser en el orden y en el rigor; y no debemos saltarnos ni el más leve paso.
La contingencia en el pensamiento se produce merced a varias circunstancias. En primer lugar, todas las personas tienen sus propios sistemas de ideas, de sensaciones y de representaciones, de percepciones y de concepciones. En toda cabeza siempre hay unas ideas más latentes que otras, recuerdos de lecturas del pasado más cercano, preocupaciones e intereses ideológicos. Y cuando leen textos ajenos o escuchan a otras personas, sus sistemas de ideas se encienden y se disparan en diversas direcciones.

(...)

Cuando una persona con pensamiento contingente está escuchando a otra persona, al momento se distrae y deja de escucharle como es debido. ¿Por qué? Porque la idea del otro le despierta en su propia cabeza una idea suya que, merced a la asociación de ideas, le lleva a otra idea y a otra idea. Termina por estar pensando en algo que queda muy alejado de la cuestión central que él otro le está planteando. La persona de pensamiento contingente no sabe escuchar y es muy proclive a la distracción y a la pérdida de concentración.

Así que, si quieres ser un pensador riguroso, debes evitar al máximo la contingencia y dejar que te denomine la ley de lo necesario. Lee despacio, deja que el otro domine y te guíe. Ya después tendrás tiempo de objetar, si tienes, claro está, la capacidad para hacerlo.

2 comentarios:

  1. Hay una auténtica epidemia de personas con pensamiento contingente, lo que ha propiciado que hoy en día el arte de conversar se haya vuelto una rareza, tal vez debido, entre otras cosas, al hábito de "dialogar" con las máquinas.

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  2. Como las máquinas no piensan, la "inteligencia artificial" es un oxímoron. Pero tendemos a humanizar todo lo que tenga una apariencia humana, aunque sea remota.

    El hábito de dialogar se pierde, en parte por el ejemplo atroz de las "tertulias televisivas". Otro oxímoron: ¡Si Tertuliano levantara la cabeza!

    José Luis Balbín animaba a los participantes en La Clave a interrumpirse. Sabía que no lo harían desordenadamente.

    Eran otros tiempos.

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