Contra la sostenibilidad es el título de un reciente libro de Andreu Escrivà. Libro iconoclasta de principio a fin. Entiéndase bien: los iconoclastas querían destruir los muñecos, los ídolos, no las ideas que podrían representar. Y son muchos los ídolos a derribar. Los nombres de sus capítulos van desmontando uno a uno términos cuya función analgésica, más que para resolver nada, está sirviendo para marear la perdiz y taponar la herida con emplastos inútiles. A la espera de un desenlace fatal.
Estas son las fórmulas mágicas contra las que arremete el autor:
- la neutralidad climática
- la extralimitación y la geoingeniería
- el mantra de las generaciones futuras
- la superpoblación y los superricos
- la huella de carbono
- la energía que salvará el planeta
- la transición ecológica
- la dominación de la naturaleza
- el ecomodernismo
- el catastrofismo
- la economía circular
- el reciclaje
- el coche eléctrico
- las finanzas sostenibles
Heterogéneo conjunto de expresiones que son otras tantas máscaras tras las que el problema de fondo seguirá sin resolverse; sobre todo sin resolverse a tiempo. Pero denunciar esta función cosmética no es despreciar el reciclaje o abandonar el acercamiento a una problemática economía circular. ¿Habrá que dejar de reducir y separar los residuos, de disminuir las emisiones de efecto invernadero, como actos inútiles? En modo alguno. Lo que hay que hacer es centrarse en un análisis que no se desvíe del núcleo del problema, en este caso el crecimiento sin límite, para plantear la urgencia de un abordaje global, más político que individual (que también). Tanto arbolito dicharachero oculta el bosque.
El lenguaje que sirve para todo acaba por no servir para nada. Salvo para utilizarlo de modo intencionado contra enemigos a los que abatir o en defensa de lo indefendible. Esta malsana utilidad ha provocado una verdadera epidemia de significantes vacíos, como observa Manuel Cruz al comentar el libro Sobre el síndrome populista de Giacomo Marramao:
(...) determinados significantes se presentan como algo parecido a eso que los matemáticos definen como “fórmula insaturada”, esto es, un significante susceptible de tomar este o aquel significado, según los casos, pero nunca de totalizar en sí todos los posibles.
El lenguaje matemático sería, o pretendería serlo, ese lenguaje unívoco que impediría la manipulación sesgada de las palabras; bien lejos estamos de ello. Sigue el comentario:
(...) nuestro lenguaje expresa las relaciones de poder existentes en un determinado momento en la sociedad, como acredita de manera concluyente no solo el lenguaje sexista en general, sino el hecho de que puedan haber circulado de manera generalizada durante largo tiempo entre nosotros formulaciones inequívocamente ofensivas para algunas minorías. Sin esfuerzo me vienen a la cabeza en este momento unas cuantas: la palabra judiada, empleada para designar la traición más artera, el término subnormal, tan habitual en su momento que incluso existía una asociación que se denominaba Asociación de Padres de Niños y Adolescentes Subnormales (aspanias), o la expresión, insuperable en su intención peyorativa, “comparar a Dios con un gitano”.
Creo que esa Asociación aún existe. Subnormal, referido objetivamente a la que no alcanza los baremos (estadística y culturalmente) establecidos no debería ser un estigma para nadie. ¿Por qué una judiada no vale lo mismo que una españolada? Una pena es que el uso peyorativo de las palabras haya acabado creando el melifluo lenguaje políticamente correcto. Solo el tiempo dirá si los cambios lingüísticos preconizados, como el lenguaje no sexista, se consolidan y llegan a cambiar la estructura de la lengua o si lo que cambia es la mentalidad que lleva a la categorización moral de las palabras. Termina el comentario:
Podemos hablar sobre la naturaleza del lenguaje durante interminables horas, debatiendo acerca del concepto de “verdad” o del de “significado”. No obstante, para que haya comunicación en la plaza pública, para que esta no quede convertida en el espacio del mero ruido, resulta fundamental que quien pronuncia determinadas palabras tenga claro por qué lo hace y para qué lo hace, y que ambas cosas sean compartidas por quienes las escuchan. Por desgracia, esto va camino de convertirse en una rareza. En todo caso, las palabras, además de referirse a cosas, se deben sujetar en valores. Pues bien, es precisamente esa sujeción la que parece haberse roto. Ahora las palabras, sin realidad alguna a la que anclarse, navegan a la deriva. Y algunos, felices con el naufragio, le llaman a eso significantes vacíos.
En relación con el uso de las palabras que desmonta Escrivà en su libro, lo importante es que quienes las escuchan tengan claro por qué y para qué sirven a quienes las pronuncian.
Espíritu crítico se llama eso, y lo desarrolla el conocimiento.
La polisemia nos enreda en más usos conflictivos del mismo término. Una palabra puede usarse con sentidos divergentes, o con intenciones opuestas. Y puede atribuirse a alguien uno u otro sentido, una u otra intención.
Sin salir del agobiante tema del agotamiento universal ha surgido una extraña polémica sobre el «colapsismo».
El núcleo de la discusión, simplificando, podría ser: ¿es bueno o es malo asustarse? El miedo ¿paraliza o moviliza? ¿Es mejor tranquilizarse y pensar que ya surgirá "algo" o vendrá "alguien" a resolver el problema?
¡Que no cunda el pánico! Pero miro a mi alrededor y no veo el pánico por ningún lado.
Entre los partidarios de la esperanza optimista está Emilio Santiago Muiño. Entre los que avisan del peligro inminente Antonio Turiel. Ambos se han enzarzado en una agria polémica. El título y el tema del último libro de Emilio expresan muy bien su línea de pensamiento:
Discrepante con algunas declaraciones de su autor, respondió Turiel con el artículo De colapsistas y ecofascistas. Queriendo puntualizar y poner paz entre los polemistas, Jorge Riechmann publicó en seguida Cuatro observaciones sobre un debate en torno al colapsismo y el decrecimiento que se nos esta yendo de las manos. Después ha escrito lo que sigue, profundizando en los significados equívocos, en busca de los errores semánticos a que puede conducir la interpretación divergente (e interesada) de la palabra:
El último encontronazo en el debate sobre «colapsismo», entre Antonio Turiel y Emilio Santiago Muíño en el gozne entre julio y agosto de 2023, me ha llevado a actualizar mi crítica de esa (mal planteada) noción de «colapsismo». (...)
Sostengo que este «debate del colapso» es un falso y tramposo debate, entre otras razones, porque los anti-«colapsistas» están operando con dos diferentes conceptos de «colapsismo» a la vez. El primero (llamémoslo colapsismo en sentido estrecho) es preciso: colapsismo sería la creencia en un colapso (casi) inevitable de las sociedades industriales. Bien, sobre esos colapsos se puede discutir. Pero para poder afirmar enfáticamente que «no vamos a colapsar», Emilio, Héctor Tejero y sus amigos llevan a cabo un peculiar juego de manos, redefiniendo «colapso» como colapso del Estado, con peculiares consecuencias. Esa redefinición resulta de escasísimo interés, y tiene sobre todo el sentido político de poder decir a la gente de los países y sectores privilegiados del Norte global: no os asustéis, no vamos a colapsar, hay aún bastante margen de acción.
A la vez, estos anti-«colapsistas» operan con un sentido amplio de «colapsismo», que viene a significar: la amalgama de casi todos los errores que algún ecologista ha podido cometer alguna vez. Y ahí comparecen el determinismo energético, la desconfianza hacia las energías renovables hipertecnológicas, el abuso del concepto de sistema, o incluso fenómenos como el supervivencialismo prepper (que, aunque hayan podido tener alguna relevancia en EE. UU., son del todo anecdóticos en nuestro país). Con esta amalgama de rasgos se construye un tipo ideal (en el sentido sociológico weberiano) de «colapsista»… que tiene la enojosa propiedad de no poder aplicarse honradamente a ninguno de los autores que están siendo estigmatizados como «colapsistas».
De la peligrosa paranoia prepper se ocupa el artículo preparacionismo en la Wikipedia. Pero que nadie se asuste: la mayoría está mucho más preocupada por la inmediatez de su vida cotidiana, con sus necesidades diarias y las distracciones en que ocupar su escaso tiempo libre.
Insisto, para finalizar: no flota en el ambiente un miedo paralizante. Ni un miedo activador.
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