Jorge Riechmann se hace eco de una reseña que de su libro Ecologismo: pasado y presente hace Raúl Garrobo Robles en la revista Isegoría.
De lejos viene la preocupación por la destrucción de la naturaleza, manifestada sobre todo a partir de los destrozos evidentes causados por la Revolución Industrial. Como reacción frente a ellos, pronto surgió la preocupación ambientalista, con manifestaciones diferentes según el sector social que los sufría. Así, la clase obrera reivindicaba mejores condiciones higiénicas, la burguesía se preocupaba sobre todo por los cordones sanitarios... nuevas alarmas que se unían al sentimiento romántico-aristocrático de preservación de la naturaleza de muy viejo cuño.
Muy pronto se percibió el carácter destructivo del capitalismo industrial, y hace medio siglo saltaron ya todas las alarmas. La respuesta no fue el freno de emergencia que proponía Walter Benjamin, sino pisar fuertemente el acelerador.
"Níégalo todo" es la última línea de defensa del criminal convicto. Y estamos en pleno auge del negacionismo más absurdo. Pocos son los que profesan hoy el terraplanismo o el geocentrismo, pero es mucha la gente que niega hechos probados si los despiertan de su narcótica tranquilidad:
Jorge Riechmann habla de cuatro niveles de negacionismo. El nivel cero —el tradicional— sería aquel que no reconoce el holocausto judío —tal y como el sionismo y sus acérrimos niegan hoy el genocidio palestino—. En el nivel uno, por su parte, tendríamos el recurrente negacionismo del cambio climático, ya sea porque se lo naturaliza, ya porque —sencillamente— se lo considera inexistente. Más sutiles, aunque no por ello carentes de operatividad, serían los dos niveles restantes. En el nivel dos nos las veríamos con una categoría de negacionismo que cuestiona la finitud humana, así como los límites biofísicos que la delimitan, y por cuyos efectos narcóticos nos veríamos acríticamente impulsados a aceptar que, a pesar de la crisis socioecológica extrema, los humanos perduraremos. Para el negacionismo de nivel tres, finalmente, el expansionismo capitalista, con su remanente “ilimitado” de tecnologías salvíficas, sería la cultura que habría de hacernos perdurar. Tiempos desquiciados —out of joint— estos que nos toca vivir.
Para acabar de enredarlo todo, surgen ideas como el "desarrollo sostenible", la panacea del "capitalismo verde" o la tecnociencia que acabará resolviendo todos los problemas, obviando las clamorosas leyes de la termodinámica, aquellas cuya revelación me hizo melancólico en la lejana juventud.
Energía limpia, inagotable, no contaminante. Hasta el carbón y el uranio son "ecológicos", y las "renovables" no tienen contrapartidas.
Ecologismo: pasado y presente bien podría servir de libro de cabecera para una clase política —tomada en términos generales— que a menudo hace gala de un analfabetismo ecológico irreconciliable con la extrema gravedad de la actual crisis ecosocial. En esta obra, el recorrido histórico a través de los hitos del ecologismo y del sentimiento de reconciliación con la naturaleza, desde sus orígenes en la Revolución Industrial hasta nuestros desquiciados y shakespearianos días, así como el esfuerzo de concreción y precisión del léxico asociado a este devenir, facilitan la toma de contacto con un discurso que actualmente no cesa en su proliferación, pero cuya complejidad y amplitud interdisciplinaria dificultan su aprehensión. Uno de los méritos de este libro de Jorge Riechmann es, precisamente, su intención de constituir —según un orden que, salvando las distancias, podríamos identificar como geométrico— una aproximación al ecologismo en términos tanto históricos como sistemáticos, hecho este que supone un hito entre la bibliografía ecologista al uso. Por momentos, la reconstrucción de lo que podríamos denominar la constitución moderna de la episteme ecologista que se lleva a cabo en el libro se asemeja lúcidamente al método arqueológico de Michel Foucault, de suerte que Riechmann nos permite rastrear las circunstancias históricas por las que finalmente se ha logrado pensar lo impensado del capitalismo —que es también una de sus condiciones supremas de posibilidad—: la naturaleza como contexto de producción.
Comenzando por los primeros pasos de la concienciación medioambiental durante el siglo XIX, Jorge Riechmann repasa las aportaciones del ambientalismo obrero en su prosecución de mejores condiciones higiénicas, la preocupación burguesa por los cordones sanitarios, el sentimiento romántico-aristocrático de preservación de la naturaleza... todos ellos impulsos pioneros de un ambientalismo y un proteccionismo emergentes.
Asimismo, siguiendo de cerca a los historiadores de la ciencia Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz, a quienes Riechmann les tiene “echado el ojo”—con lo que ello significa en cuanto a su positiva recepción en España—, el filósofo y poeta madrileño insiste en que, ya desde sus orígenes, la capacidad destructiva del capitalismo industrial no pasó desapercibida para sus coetáneos. Así, el economista inglés William S. Jevons fue perfectamente consciente de la disyuntiva que los avances técnicos de la Primera Revolución Industrial abría para la humanidad: “tenemos que hacer una elección trascendental entre una breve, pero verdadera opulencia, y un período más largo, pero de continuada mediocridad”. Paradójicamente, Jevons optó por la vía de la hýbris, esto es, por la vía de la extralimitación, aunque es de suponer que, en posesión del bagaje clásico promedio para todo autor decimonónico, conocía perfectamente cómo acabó Aquiles ante un dilema no muy diferente.
Desde Jevons hasta nuestros días —especialmente desde los años ochenta—, ha sido esta misma vía —la vía aquílea de la denegación, podríamos llamarla— la que ha logrado imponerse. En este contexto, Jorge Riechmann habla de cuatro niveles de negacionismo. El nivel cero —el tradicional— sería aquel que no reconoce el holocausto judío —tal y como el sionismo y sus acérrimos niegan hoy el genocidio palestino—. En el nivel uno, por su parte, tendríamos el recurrente negacionismo del cambio climático, ya sea porque se lo naturaliza, ya porque —sencillamente— se lo considera inexistente. Más sutiles, aunque no por ello carentes de operatividad, serían los dos niveles restantes. En el nivel dos nos las veríamos con una categoría de negacionismo que cuestiona la finitud humana, así como los límites biofísicos que la delimitan, y por cuyos efectos narcóticos nos veríamos acríticamente impulsados a aceptar que, a pesar de la crisis socioecológica extrema, los humanos perduraremos. Para el negacionismo de nivel tres, finalmente, el expansionismo capitalista, con su remanente “ilimitado” de tecnologías salvíficas, sería la cultura que habría de hacernos perdurar. Tiempos desquiciados —out of joint— estos que nos toca vivir.
A pesar de la tendencia histórica negacionista, Riechmann nos recuerda que el ecologismo, tras la Gran Aceleración capitalista de los años sesenta, tuvo en la década siguiente su particular eclosión primaveral. Los setenta son los años en los que la reflexión ecológica adquiere plena consciencia de la deriva ecocida asociada a la maquinaria capitalista, son los tiempos del informe al Club de Roma sobre dinámica de sistemas conocido como Los limites del crecimiento y de la primera Conferencia Mundial sobre el Medio Ambiente Humano de la ONU. Atendiendo tan solo a los primeros años de esta década, Barbara Ward y René Dubos redactan Una sola Tierra; Barry Commoner publica El círculo que se cierra; Murray Bookchin, Ecología y pensamiento revolucionario; Nicholas Georgescu-Roegen, La ley de la entropía y el proceso económico... Si en algún momento el movimiento ecologista tuvo la oportunidad de permear con sus conocimientos y propuestas la mentalidad social de la ciudadanía en las democracias occidentales, fue entonces, en los setenta. Pero la reacción neoliberal desde los años ochenta —la década de Ronald Reagan y Margaret Tatcher— contaría con una poderosa baza: el “apetitoso bocado” del desarrollo sostenible.
De nuevo, la disyuntiva adquiría resonancias clásicas. Dentro de los movimientos ambientalistas y ecologistas —evoca Riechmann—, eran dos las principales estrategias. Por un lado, la vía del replegamiento y la autocontención, es decir, el reconocimiento colectivo de nuestra condición terrenal, el reencuentro con nuestra Madre Tierra. En términos simbólicos, esta opción contaba con la ventaja de conducir a Aquiles de regreso al hogar, junto a su padre y su joven hijo, para disfrutar de una prolongada y modesta vida, sin excesos heroicos y, por lo tanto, también sin la melosa tentación de una fama inmortal. De otro lado, la fáustica y voraz vía de la tecnociencia, que aspiraba a esquivar satisfactoriamente el escollo de los límites biofísicos del planeta Tierra por intervención del desarrollo sostenible y su prometida ecoeficiencia: un Aquiles desbocado dispuesto a enfrentarse a las sacrosantas fuerzas de la naturaleza. Como bien sabemos, finalmente fue la vía ecorreformista la que se impuso. Pese a todo, el aumento de la eficiencia no trajo consigo una reducción de la producción, sino mayores índices de oferta y demanda. Es lo que se conoce como la paradoja de Jevons.
Durante un par de décadas, buena parte del movimiento ecologista quedaba atrapado en la red del desarrollo sostenible. A través de sus capacidades proteicas, el capitalismo “verde” reabsorbía la representación de las condiciones objetivas de la realidad para generar así una reconformada superestructura más acorde con las nuevas evidencias. Pero el imaginario ecorreformista resultante no dejaba de ser un discurso vacío: el sosteniblablá. Visto en retrospectiva —confiesa Riechmann—, la apuesta por el desarrollo sostenible ha venido funcionando desde entonces como una colosal maniobra de distracción cuyo resultado ha sido la derrota histórica del movimiento ecologista. Si el problema de fondo es la extralimitación, la ecoeficiencia reformista no podía traer consigo sino procesos aún mayores de extractivismo, sobreproducción y ultraconsumo. Cuando de lo que se trataba era de generar formas de vida alternativas a las que proliferan dentro del sistema capitalista, la vía tecnológica lo único que nos ha permitido ha sido el perfeccionamiento de estas últimas de conformidad con los fines del capitalismo. Ante esto, ¿cómo pueden ciertos intelectuales del movimiento ecologista de nuestros días perseverar en la vía de la ecoeficiencia como si en lugar de encontrarnos en la tercera década del tercer milenio —con lo que ello implica— nos halláramos aún en los años noventa, ochenta e incluso setenta del siglo pasado —se pregunta Jorge Riechmann—? ¿Cómo puede Emilio Santiago Muíño tildar de mito al colapso ecosocial en curso? “Apenas puede uno imaginar algo más tóxico que ese optimismo mentiroso”.
Una mirada honesta sobre la realidad ecosocial actual, por muy doloroso que nos resulte lo que vemos, solo puede llevarnos a afirmar que nos hallamos en la trayectoria que conduce hacia “sociedades inviables en una Tierra inhabitable”. El colapso ecosocial ya ha comenzado. Algunos de sus rostros son fácilmente reconocibles. Por ello, debido al escaso margen de que disponemos, es apremiante aprender a colapsar mejor. Para ello, no debemos obviar que el colapso en curso es tan solo el efecto de nuestro modo capitalista de producción. Ponerle remedio no puede consistir en modular esos mismos efectos. De hecho, no existe solución alguna que pretenda atajar el problema pasando de largo ante una urgente salida del capitalismo. Desgraciadamente, como viene repitiendo Riechmann desde hace algunos años, lo ecosocialmente necesario resulta hoy políticamente imposible. La humanidad ha comenzado un ominoso camino que nos conduce hacia la desesperanza. Precisamente por ello, antes de que el fascismo enarbole su estandarte a ritmo de marcha militar, el ecologismo político debe trabajar para reemplazar las falsas esperanzas ecorreformistas por el único y viable principio de realidad: el urgente abandono del capitalismo. Si imposible, no es menos cierto que también es absolutamente necesario. Trabajar en lo imposible continuará siendo durante los próximos años la tarea crucial de nuestro tiempo.