El (interesadamente) ideologizado concepto de competitividad carece de sentido fuera de ámbitos muy concretos y solamente entre individuos potencialmente equivalentes. Su empleo en las sociedades de clases tan solo conduce a un éxito relativo dentro del grupo, y en contadas ocasiones (pregonadas y mitificadas) lleva al real ascenso social. Muchas veces por caminos inconfesables.
Y eso en fases expansivas, porque en sociedades estáticas o declinantes (como guste o no es el caso de las nuestras) se vuelve casi imposible. Claro que la moral del éxito conduce a la culpabilización del perdedor, incluso ante sí mismo, y ese es el efecto buscado por quienes sostienen esa falsa ética.
Es falso que la naturaleza sólo ofrezca ejemplos de "libre competencia". La simbiosis es un fenómeno tan extenso como la depredación, y hay ejemplos de sociedades animales y humanas de tipo colaborativo. Nuestro propio cuerpo es un ejemplo de organismo solidario, y el interés compartido no atañe únicamente a las células propias, sino a numerosos microorganismos que lo acompañan con beneficio mutuo.
Porque la lucha de todos contra todos no puede tener buen fin, como se cuenta en este relato que re-publiqué en este blog hace ya tiempo.
Y eso en fases expansivas, porque en sociedades estáticas o declinantes (como guste o no es el caso de las nuestras) se vuelve casi imposible. Claro que la moral del éxito conduce a la culpabilización del perdedor, incluso ante sí mismo, y ese es el efecto buscado por quienes sostienen esa falsa ética.
Es falso que la naturaleza sólo ofrezca ejemplos de "libre competencia". La simbiosis es un fenómeno tan extenso como la depredación, y hay ejemplos de sociedades animales y humanas de tipo colaborativo. Nuestro propio cuerpo es un ejemplo de organismo solidario, y el interés compartido no atañe únicamente a las células propias, sino a numerosos microorganismos que lo acompañan con beneficio mutuo.
Porque la lucha de todos contra todos no puede tener buen fin, como se cuenta en este relato que re-publiqué en este blog hace ya tiempo.
Rebelión
El pensamiento capitalista vive de retales ideológicos. Un poquito de liberalismo estético de Montesquieu y Locke y un mucho del economicismo mercantil de Adam Smith adornado con la socialización de las pérdidas cuando la mano inocente del mercado da al traste con la megalomanía de algunos visionarios instalados en las multinacionales de mayor poderío financiero.
Pero de donde más chupa ideología la derecha reaccionaria para justificar moralmente sus políticas desigualitarias es del denominado darwinismo social, desde cuya teoría, tergiversando sin vergüenza alguna al mismísimo Darwin, ve la lucha de la existencia como una batalla feroz de todos contra todos en la que los más fuertes o listos o hábiles ganan la guerra social por méritos propios incontestables.
De mucha maneras se ha adaptado a contextos
distintos y épocas diferentes esa máxima falsa de que los fuertes
siempre ganan, sancionando una ética bélica en la que los débiles deben
llevarse la peor parte y ser esclavos, siervos o asalariados de los
vencedores. Tal hipótesis se ha naturalizado a todos los efectos,
formando un humus ideológico que atrapa las conciencias de modo
subliminal.
Si no tengo éxito, es mi culpa. Si soy un
marginado, es mi responsabilidad. Si no tengo trabajo, la razón estriba
en que no he competido adecuadamente en la pugna sin tregua por la
asignación de recursos. El mercado nunca se equivoca. Las elites se
conforman bajo una ley inflexible e inamovible: fuertes arriba, débiles
abajo.
Esa competitividad extrema extraída de las
investigaciones de Darwin es espuria. El darwinismo sí dice que en la
lucha por sobrevivir tienen más posibilidades de salir adelante los que
mejor se adaptan a los contextos biológicos y culturales en permanente
cambio, los más aptos, en definitiva, en una situación histórica dada de
millones de años de evolución. Eso sí, a la par con ello también habla
de la ayuda o apoyo mutuo entre especies, incluso distintas, como un
factor indispensable para la socialización de los esfuerzos mancomunados
y el desarrollo de la inteligencia colectiva, incluso de la libertad y
la iniciativa privada.
Es más, estudios posteriores en animales
y culturas primitivas (y no olvidemos que el ser humano es un animal
más dentro de la diversidad de la vida) descubrieron que el factor
“ayuda mutua” era más relevante en la evolución que la guerra de todos
contra todos. De hecho, está demostrado científicamente que la
solidaridad permite un ahorro de energías y fuerzas muy superior al
despilfarro de la competencia pura y dura con el semejante o contra un
adversario de otra especie.
Toda explicación de la ciencia, de
la hipótesis a la teoría, busca generalizaciones elegantes y sencillas
donde la economía en los planteamientos ofrezca resultados óptimos sin
complejidades o adherencias superfluas. Y que el gasto de energía es
menor en una empresa mancomunada frente a cientos, miles o millones de
esfuerzos individuales con el único propósito de salvar el propio culo,
salta a la vista sin necesidad de elucubraciones demasiado sofisticadas.
En la realidad animal (insectos, aves, roedores y mamíferos
principalmente) se ha comprobado fehacientemente que ante las
inclemencias del tiempo y otros desastres naturales, la especie activa
una conciencia primaria de carácter solidario que hace las veces de
llamada general para intentar solventar la crisis al grito de todos a
una. Y salen soluciones inteligentes, como dijera Kropotkin.
Inteligentes sí, algo que no es privativo del género humano según Frans
de Waal. De Waal sostiene que las diversas inteligencias del reino
animal son incomparables, cada cual responde a sus necesidades de una
manera particular y eficiente.
Cierto es que todos estos
argumentos se la trae al pairo a las elites del capitalismo global.
Resulta más hermosa la competitividad sin freno, siempre y cuando los
ganadores se sitúen en la misma clase social, la de los poseedores, los
grandes empresarios, la nobleza de los negocios.
Nos asombramos
cuando algunas noticias de enorme calado pasan el filtro de los medios
de comunicación y salen a la palestra noticias de corrupción, evasión
fiscal o trabajadores explotados en negro. No reparamos en que toda esa
delincuencia sigue con fidelidad milimétrica la máxima apuntada antes
del darwinismo social en sentido estricto: son los más listos de la
clase, los más fuertes, los que llevan la moral de la lucha por la
existencia a su expresión más extrema, es decir, acaparar todo lo que se
pueda por cualquier medio a su alcance.
Pero, claro, es obvio
que esa moral no debe aplicarse a la sociedad en su conjunto porque las
relaciones se convertirían en un caos incontrolable. Es preciso pues una
moral adaptada a los perdedores, una ética estricta que introduzca el
miedo y la resignación en las amplias y mayoritarias capas de los
obligados a trabajar para ganarse la vida, desde las clases medias a las
trabajadoras pasando por los marginados y pobres de solemnidad.
Y esa moral de rapiña para la crema social encontró en la religión un
aliado excepcional. Sobre todo en las advocaciones monoteístas, que
priman con el más allá deslumbrante el silencio cómplice y alienado de
los corderos, de aquellos que se juzgan a sí mismos como culpables de
los pecados de la estructura ideológica, política y social.
Desde las derechas y sus compañeros de viaje de la izquierda nominal
hace largas décadas que se vienen denostando las alternativas
ideológicas al régimen capitalista, dejando únicamente los marcos
políticos y sociales como cauces controlados para la participación de
las masas, conductos reglamentados para servir al orden establecido.
Y mientras las izquierdas se doblegan al relato único de la
posmodernidad, el cual predica a diestro y siniestro el fin de las
ideologías, la globalización neoliberal triunfa por doquier a costa de
explotar aún más los recursos naturales y el factor trabajo humano con
una merma de derechos alarmantes.
El futuro, sin alternativas
ideológicas críticas, se llama Nueva Edad Media: masas consumiendo sin
parar fruslerías a toneladas y pobres desharrapados muriendo de hambre
en la periferia del mundo o ahogándose en los mares que los separan de
la riqueza de cartón piedra capitalista.
Compitiendo hasta la
extenuación por las migajas sobrantes que caen desde los mercados
financieros no es una solución digna. Sigamos el ejemplo de las
distintas inteligencias animales: la ayuda mutua ofrece luz al final del
túnel. De hecho, el ser humano ya ha explotado esta vía en múltiples
ocasiones: la rebelión antiesclavista de Espartaco, la Comuna de París,
la penicilina de Pasteur, llegar a la Luna… (sume y siga) son hitos
memorables de la concatenación de esfuerzos para hallar caminos
solidarios hacia el porvenir.
La competitividad solo da
beneficios a unos pocos. Dentro de la estructura mental de la lucha por
la existencia de todos contra todos, solo ganan los más inmorales,
aquellos, parafraseando a Groucho Marx, que tienen principios… y si no
les va bien con ellos, guardan otros en su alforja ambivalente. De ese
fariseísmo beben sus vientos morales y su doctrina ideológica los
poderes de este mundo. Y lo peor de todo es la idolatría del éxito que
profesan las masas menos politizadas: sus iconos venerados les quitan
hasta la última gota de razón crítica para pensar su realidad por sí
mismos.
La industria del "deporte" representa la lucrativa sublimación del imperante y alienante concepto de competitividad.
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