viernes, 25 de agosto de 2023

«Contra la sostenibilidad»

Este libro de título provocador no va dirigido contra la idea de sostenibilidad, sino contra el empleo de la palabra para confundir, presentando como sostenibles cosas que no lo son.

Este naufragio de las palabras lo causa tanto su propio carácter polisémico basado en analogías como el empleo interesado, cuando no retorcido, que se hace de ellas. Una forma de utilización tendenciosa es dejar de lado el todo para ocuparse de alguna parte, y muchas veces de aquella parte que más nos aleja de una interpretación pertinente. Troceamos así la gran cuestión pendiente (los límites físicos del crecimiento) para tratar por separado aspectos inseparables.

Y un escamoteo muy claro es el que lleva a aplazar una y otra vez el tratamiento diáfano del tema principal.

Sobre el cambio climático, por ejemplo, podemos primero dudar de su realidad, luego admitirla como hecho comprobado, después negar sus verdaderas causas; admitidas finalmente, considerar que está fuera de nuestro alcance evitarlo (obviando que deberíamos frenar sus peores efectos). Con todo ello dejaremos para más adelante el abordaje de inconvenientes no deseados.

Este libro trata de puntualizar todos estos aspectos a los que se buscan habitualmente tratamientos paliativos, y como idea principal está el tema permanente del aplazamiento de las soluciones "para cuando sea posible" abordarlas. Un ejemplo diáfano es el de la "Agenda 2030" que pretende alcanzar ese contradictorio Desarrollo Sostenible para esa fecha (mientras tanto seguiremos desarrollándonos de forma insostenible). Aún más sorprendente  es la fecha propuesta del 2050 para lograr la neutralidad climática (¿cuánto podrá haber empeorado el clima para esa fecha?) Porque ¡hasta alcanzar esa neutralidad la situación seguirá agravándose!.

El autor recuerda en esta entrevista que los próximos 10 años son críticos para disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero, y denuncia el hecho evidente de que «muchas empresas e incluso gobiernos están aumentando sus emisiones». Y nos apunta a todos, a la población en su conjunto, por ocultarnos a nosotros mismos que: 

«a lo que nos resistimos como gato panza arriba es a un cambio de sistema económico que nos obligue a hacer mudanzas de calado en cómo funcionamos socialmente y como personas»

Entretanto, seguimos buscando las llaves bajo la luz de la farola, aunque las hayamos perdido en otro lugar.



Andreu Escrivà: «Queda más por salvar que lo que hemos perdido»

El divulgador y doctor en Biodiversidad publica Contra la sostenibilidad (Arpa Editores), un ensayo en el que rehúye las soluciones simplistas y retardistas contra el cambio climático.

27 enero, 2023

Andreu Escrivà (Valencia, 1983) aparece sonriente en la pantalla. No es para menos. Acaba de publicar su tercer libro, Contra la sostenibilidad. Por qué el desarrollo sostenible no salvará el mundo (y qué hacer al respecto), un ensayo valiente que desmantela los mitos y leyendas que nos han vendido respecto a la crisis climática, y en el que aporta recetas para combatirla. Al fondo, pueden verse montones de estanterías repletas de volúmenes que hablan de su trayectoria: este doctor en Biodiversidad y licenciado en Ciencias Ambientales posee una gran erudición sobre un tema crucial para afrontar el siglo XXI, pero quizá su mayor virtud resida en la claridad de su escritura y esas dotes pedagógicas que lo convierten en un fantástico divulgador. Autor de Y ahora yo qué hago (2020) y Aún no es tarde (2018, Premio Europeo de Divulgación Científica Estudio General), su última obra, publicada con Arpa Editores, tiene visos de convertirse en una referencia para entender la crisis ecosocial y luchar contra el greenwashing. De ella conversamos.

¿Cómo surge el libro y cómo lo fue escribiendo? Cuenta que fue un proceso de años. ¿Ha pasado por distintas fases?

Hace diez años anoté un esquema que se llamaba contra el medioambiente, y ahí había algunos apartados… De hecho, contra el coche eléctrico era en realidad contra el coche híbrido, y había otros como contra el oso panda, pues era la típica conservación basada en especies peluche. Eso se quedó durmiendo en mi ordenador, yo pasé a escribir de cambio climático, y luego en enero de 2019 hice un hilo en Twitter criticando la palabra «sostenibilidad», porque tras una charla a la que asistí yo había cuestionado este término y hubo cierto revuelo. Obviamente, ya había críticas contra la sostenibilidad y el desarrollo sostenible, pero lo que me dio un calambrazo fue que en 2019 hubo mucha gente que reaccionó al hilo. Hasta me llamó un periodista de La Vanguardia, que hizo un tema sobre «palabras banalizadas» y me dio a entender que ahí había un caldo de cultivo interesante. Y así surgió Contra la sostenibilidad, que es una reflexión sobre si realmente estamos enfocando esto bien o no, porque ya tenemos demasiados indicios de que no estamos yendo por el buen camino: estamos planteando la movilidad como coche eléctrico, o el cambio de economía como economía especulativa de finanzas sostenibles… Todavía falta mucha reflexión, pero, así como en el 2017 o 2018 había que hacer un esfuerzo puramente divulgativo de qué es el cambio climático, ahora creo que la sociedad está más madura para participar y alentar debates más profundos, y eso me da esperanza.

«A lo que nos resistimos como gato panza arriba es a un cambio de sistema económico que nos obligue a hacer mudanzas de calado en cómo funcionamos socialmente y como personas»

Insiste en ir a la contra de muchos conceptos: contra el reciclaje, o contra la transición ecológica. De alguna manera, está intentando decirnos que hay que desaprender antes de ponerse en marcha a combatir la crisis climática. ¿Hemos sido engañados?

La palabra es desaprender, sí. Más que «contra» en el sentido de dinamitar un muro, se trata de quitar los ladrillos y construir otra cosa, cambiando algunos. La clave es que nos han hecho pensar que la sostenibilidad es una cosa que no es, que parece que hay que cuidar el envase de algo, o poner un sello verde a un coche que contamina mucho. Entonces, creo que ha habido un engaño. Hay una parte de autoengaño, porque al final nos gusta pensar que podemos cambiar pequeñas cosas y seguir igual; a lo que nos resistimos como gato panza arriba es a un cambio de sistema económico que nos obligue a hacer mudanzas de calado en cómo funcionamos socialmente y como personas. Pero, más allá de nuestras resistencias, creo que ha habido un esfuerzo muy consciente en muchos sectores por engañar. Desde cómo calificas una inversión como sostenible, hasta engaños como el del plástico, es decir, si conseguimos que la gente piense que el reciclaje funciona, seguiremos vendiendo mucho plástico. Y, por supuesto, el de las petroleras, el de Exxon, que hemos visto estas semanas. Ha habido un engaño deliberado, y yo creo que las grandes industrias se dan cuenta de que resulta más rentable, en vez de oponerse frontalmente, desviar la atención y dirigirnos por un sitio haciéndonos pensar que vamos por el buen camino, cuando no es así. Creo que hay un problema enorme con la sostenibilidad, porque se ha vaciado de significado y se ha rellenado con otros que no son positivos, y por lo tanto la palabra no nos sirve. Esa parte central no debe entenderse como una pataleta sino como un ejercicio, como tú has dicho, de desaprender.

Pero es mucho más difícil así, ¿no? Imagínese decirle a la gente: «ahora no sirve reciclar», con todo lo que hay montado alrededor.

No, no. Hay que decirle a la gente: hay que reciclar, y hay que hacerlo mejor, pero no nos pensemos que eso es la sostenibilidad, ni que simplemente reciclando eliminaremos el problema de la producción de plástico, o de la gestión de los residuos plásticos, o de cómo se ha extraído ese petróleo. Al final es tratar a la gente como adultos y no como a niños que coleccionan cromos de sostenibilidad. Evidentemente, si te compras una botella de plástico, hay que ponerla en el contenedor que toca. Igual que te digo que el coche del futuro será un coche eléctrico, y es mejor en términos medioambientales que un coche de combustión. Ahora bien, que sea mejor no implica que sea la solución maravillosa, porque el coche eléctrico lo que hace es bloquear cambios de movilidad a mayor escala: desechar el vehículo privado por el transporte colectivo, reducir el espacio del coche en la ciudad, ganar espacio urbano para renaturalizar, etc. Sé que es un ejercicio complicado, pero hay que diferenciar las cosas que genuinamente la gente hace para intentar disminuir su impacto ambiental, como ahorrar luz, agua, moverse menos, reciclar, etc., con el hecho de que ese sea el camino que tengamos que tomar como objetivo último o que eso sea la sostenibilidad. Un coche eléctrico es insostenible por definición; el consumo que tenemos de plástico, lo reciclemos o no, es insostenible, y ahí hace falta esa pedagogía. Yo espero que con cada capítulo la gente tenga una especie de caja de herramientas…

Hay una desigualdad abismal entre el consumo de recursos naturales por parte de los ricos, digamos el 10%, y el resto del planeta. Sin embargo, advierte que poner ahí el foco puede desincentivar la acción: si fulano viaja X veces en avión privado, yo me puedo ir de vacaciones a República Dominicana. Pero creo que hay que matizar también quién es «el resto», posiblemente en Europa muchos estemos, si no entre el 10% más rico, sí entre el 20%-25% mundial. ¿Cómo activar las conciencias?

Ésa es una de las partes más difíciles. Es verdad que cuando hablamos a nivel mundial, muchos nos asustaríamos de ver en qué porcentaje estamos de riqueza. Hay mucha gente en España que no se lo cree, pero estaría en el 10%, o incluso en el 5%, o aunque estemos en el 20%… Es ahí arriba. Otra cosa interesante es que la desigualdad de emisiones ahora mismo se explica más por la desigualdad dentro del propio país; es decir, ahora hay más diferencia entre los ricos y pobres del propio país en cuanto a emisiones de carbono que entre distintos países. Aquí tenemos un hecho incontestable, y es que cuanto más rico eres, más contaminas, y que los muy muy ricos contaminan muchísimo, con lo cual tenemos a gente que vive ajena a cualquier tipo de limitación y consideración sobre el daño que está haciendo.

Pero lo que yo digo es que el hecho de que Taylor Swift coja su jet privado hasta para comprar el pan no evita que tengamos que hacer transformaciones estructurales, y esa cuestión es fundamental. Ni prohibiendo todos los jets privados evitaríamos tener que hacer transformaciones profundísimas en nuestro modelo productivo, consumo de energía, materiales, etc. Ahora bien, no creo que esos cambios estructurales puedan darse en una sociedad que libremente deja que haya gente que se salte todas las normas y pague por emitir lo que quiera. La gente no se va a sentir impelida a actuar si sigue viendo cómo hay quien pasa de todo esto.

Es una cuestión simbólica, pero al final el cambio climático va también de narrativas, de historias personales y colectivas, de cambios políticos, y todo eso se construye con emociones y con vínculos. Por ejemplo, el mundo tenía el mismo conocimiento de las emisiones de CO2 antes de que Greta Thunberg se pusiera en huelga, pero ahí hay una historia, nos hace sentir partícipes de esta reclamación, de esta rabia. Pues yo creo que no nos vamos a poder sentir partícipes de un esfuerzo colectivo mientras sintamos que hay gente que escapa a él. Y por eso es tan importante limitar esos comportamientos y estilos de vida tan insostenibles de los ricos, para poder hablar de condiciones colectivas de vida.

«Muchas empresas e incluso gobiernos están aumentando sus emisiones. Los años críticos para disminuir emisiones son estos próximos 10 años»

Entre las estrategias fallidas contra las que hay que ir es importante destacar la neutralidad climática porque compone el núcleo de muchas políticas contemporáneas. ¿Puede explicar por qué es tan dañina?

La neutralidad climática suena muy bien: es un término que podemos entender y se puede revestir con mucha pompa. ¿Cuál es el problema? Que la neutralidad climática nos lleva a emitir tanto como lo que podamos absorber de gases de efecto invernadero (GEI): tú emites 10 y tienes que ser capaz de capturar 10. Ahí hay varios problemas. El principal es que estamos pensando en la neutralidad como meta para 2030 o 2050, cuando no debería ser una meta sino un paso, en el sentido de que no querríamos llegar a un estado de neutralidad donde lo que emitimos pueda ser absorbido, porque eso implica que la concentración de CO2 se queda estática.

Ahora mismo deberíamos estar pensando estrategias para disminuir esa cantidad de carbono que hay en la atmósfera, porque mientras esté estable en un nivel superior a las 350 ppm (partes por millón), y ahora estamos en unas 418, el calentamiento superior a 1,5 ºC y a 2 ºC está asegurado. Además, esos objetivos de neutralidad se están publicitando de cara a 2030, 2040 o 2050. Y muchas empresas e incluso gobiernos que publicitan estos objetivos están aumentando sus emisiones, con lo cual te están diciendo: de aquí a 20 años yo seré neutro, pero mientras voy aumentando, cuando justamente los años críticos para disminuir emisiones son ahora, estos próximos 10 años.

Y una última cosa por la que es tan perverso el término es que esa neutralidad climática viene dada por proyectos de captura de carbono que, o bien son experimentales de tecnología que no está a la escala necesaria ni va a estarlo en 20 años, o bien se basan en esquemas neocoloniales de intervención en territorios del Sur Global mediante los cuales se llega incluso a expulsar a la población indígena para plantar, por ejemplo, monocultivos de árboles que capturen CO2 porque le interesa a una empresa holandesa tenerlo en su memoria de sostenibilidad. Por eso creo que es uno de los conceptos que hay que combatir.

Partiendo de las enseñanzas de Erik Olin Wright, dice que hay que «erosionar el capitalismo» y actuar desde los intersticios. ¿Puede darnos ejemplos concretos de esa erosión?

[Cariacontecido – ríe] ¡No porque la esperanza cristalice en ideas abstractas tenemos que desecharlas! Yo creo que esos intersticios pueden surgir sobre todo del cooperativismo y el asociacionismo; es decir, de unirse con otras personas para ir cambiando pequeñas parcelas de realidad. Yo no salvo el mundo, pero soy de Som energia, que es una cooperativa energética. Estamos viendo que hay pequeños resquicios como ése, o las comunidades energéticas, o el autoconsumo, que por fin parece que está despegando. O los huertos vecinales, o que puedan vender los agricultores directamente a kilómetro cero. O, por ejemplo, la recuperación del espacio urbano. Al final son pequeñas utopías, como las superislas de Barcelona: no son perfectas, pero se ha recuperado un espacio que parecía cedido para siempre al coche.

Es verdad que son insuficientes, y a veces uno se siente impotente porque, por mucho que compre de proximidad, sigue viviendo en un sistema capitalista que no tiende a eso, pero sí que creo que hay una capacidad de erosionar desde distintos frentes y de visibilizar alternativas y posibilidades. A mí me gusta recuperar un ejemplo de Valencia. Aquí durante el franquismo, es decir, durante una dictadura fascista en la cual lo de la protesta estaba regular, se paralizó la urbanización del jardín principal, el río Turia, que iba a ser una autopista. Eso se paralizó por una protesta vecinal. Luego la Albufera, parque natural, también se iba a urbanizar y se paralizó por otra protesta vecinal muy fuerte. Ahora los valencianos y valencianas podemos disfrutar de estos espacios fundamentales porque hubo quien pensó que eso era posible en un momento de condiciones políticas mucho más adversas que las actuales. Yo ahí cojo inspiración. Creo que tenemos el deber de visibilizar las cosas buenas, de ver ese cambio. Por ejemplo, la experiencia de la Asamblea Climática, que muestra que la gente, cuando se la sensibiliza y dispone de tiempo para pensar y de diferentes científicos que le transmitan información, tiene muy claro el tipo de medidas por las que apuesta.

«Me posiciono en contra de los que conscientemente alimentan escenarios de miedo […] Eso puede ser cooptado por los ecofascismos»

Habla de ir «contra el catastrofismo»; sin embargo, los datos de emisiones, etc. no son nada halagüeños. En general, en su libro se da una reflexión muy profunda sobre qué términos emplear, qué palabras son más o menos apropiadas, cuáles son sus efectos… ¿La encrucijada de la crisis climática se juega en el lenguaje?

Tengo que decir que tengo muchas dudas sobre cómo comunicar todo esto. Y entiendo que humanamente es difícil enfrentase a la perspectiva de crisis climática, caos ecológico y hasta derrumbe civilizatorio que se pueden vislumbrar en el horizonte. Y creo que no tenemos que tildar de catastrofistas a quienes simplemente están compartiendo datos o dando la voz de alarma, pero hay determinado tipo de divulgación que, de forma consciente o inconsciente, lo que está haciendo es alimentar la inacción mediante la inoculación de la certeza de que no hay nada que hacer.

El problema es que, pese a que el cuerpo nos pida intentar sacudir a alguien, cogerle de las solapas y decirle: «¡¿Es que no lo ves, o qué?!», debemos intentar siempre que la gente se active, se movilice, piense, presione y cambie. Yo lo intento, quizá no lo consigo siempre, pero al final se trata de divulgar realidades y que esa divulgación ayude a la transformación. Creo que hay algunos tipos de comunicación científica o ambiental que no contribuyen a la activación, sino más bien lo contrario. A mí me han llegado algunas personas que me han dicho: oye, me he leído esta entrevista y es que no hay nada que hacer. Yo eso en Ahora yo qué hago lo cuento así: nos vamos a morir todos, y no por eso nos cruzamos de brazos y nos ponemos a reptar por el salón de nuestra casa. Pues esto es lo mismo: al final saber que va a ser difícil y que no va a salir como queremos no tiene que ser un impedimento para intentar hacer las cosas lo mejor posible. Mientras estemos aquí hay que intentar inocular la capacidad de acción.

Además, cuando yo voy contra los catastrofistas no voy a favor de los unicornios, sino de decir: vale, tenemos pérdidas muy graves a nivel de biodiversidad, temperatura, etc., pero queda más por salvar que lo que hemos perdido. Y ahí creo que algunas personas y movimientos tendríamos que hacer un examen de reflexión sobre qué estamos transmitiendo. Asumiendo que siempre transitamos la delgada línea en la cual si te pasas de optimista parece que no haya ningún problema, con lo cual, oye, ya lo vemos en 10 años, y si te pasas de negativo, pues para qué voy a hacer nada si está todo perdido. Eso es muy difícil. Yo me posiciono en contra de los que conscientemente alimentan escenarios de miedo, de no querer ver el futuro y de aversión a cualquier posibilidad de cambio, porque al final todo eso puede ser cooptado por los ecofascismos.

sábado, 19 de agosto de 2023

El naufragio de las palabras

Contra la sostenibilidad es el título de un reciente libro de Andreu Escrivà. Libro iconoclasta de principio a fin. Entiéndase bien: los iconoclastas querían destruir los muñecos, los ídolos, no las ideas que podrían representar. Y son muchos los ídolos a derribar. Los nombres de sus capítulos van desmontando uno a uno términos cuya función analgésica, más que para resolver nada, está sirviendo para marear la perdiz y taponar la herida con emplastos inútiles. A la espera de un desenlace fatal.

Estas son las fórmulas mágicas contra las que arremete el autor:

  • la neutralidad climática
  • la extralimitación y la geoingeniería
  • el mantra de las generaciones futuras
  • la superpoblación y los superricos
  • la huella de carbono
  • la energía que salvará el planeta
  • la transición ecológica
  • la dominación de la naturaleza
  • el ecomodernismo
  • el catastrofismo
  • la economía circular
  • el reciclaje
  • el coche eléctrico
  • las finanzas sostenibles

Heterogéneo conjunto de expresiones que son otras tantas máscaras tras las que el problema de fondo seguirá sin resolverse; sobre todo sin resolverse a tiempo. Pero denunciar esta función cosmética no es despreciar el reciclaje o abandonar el acercamiento a una problemática economía circular. ¿Habrá que dejar de reducir y separar los residuos, de disminuir las emisiones de efecto invernadero, como actos inútiles? En modo alguno. Lo que hay que hacer es centrarse en un análisis que no se desvíe del núcleo del problema, en este caso el crecimiento sin límite, para plantear la urgencia de un abordaje global, más político que individual (que también). Tanto arbolito dicharachero oculta el bosque.

El lenguaje que sirve para todo acaba por no servir para nada. Salvo para utilizarlo de modo intencionado contra enemigos a los que abatir o en defensa de lo indefendible. Esta malsana utilidad ha provocado una verdadera epidemia de significantes vacíos, como observa Manuel Cruz al comentar el libro Sobre el síndrome populista de Giacomo Marramao:

(...) determinados significantes se presentan como algo parecido a eso que los matemáticos definen como “fórmula insaturada”, esto es, un significante susceptible de tomar este o aquel significado, según los casos, pero nunca de totalizar en sí todos los posibles.

El lenguaje matemático sería, o pretendería serlo, ese lenguaje unívoco que impediría la manipulación sesgada de las palabras; bien lejos estamos de ello. Sigue el comentario:

(...) nuestro lenguaje expresa las relaciones de poder existentes en un determinado momento en la sociedad, como acredita de manera concluyente no solo el lenguaje sexista en general, sino el hecho de que puedan haber circulado de manera generalizada durante largo tiempo entre nosotros formulaciones inequívocamente ofensivas para algunas minorías. Sin esfuerzo me vienen a la cabeza en este momento unas cuantas: la palabra judiada, empleada para designar la traición más artera, el término subnormal, tan habitual en su momento que incluso existía una asociación que se denominaba Asociación de Padres de Niños y Adolescentes Subnormales (aspanias), o la expresión, insuperable en su intención peyorativa, “comparar a Dios con un gitano”.

Creo que esa Asociación aún existe. Subnormal, referido objetivamente a la que no alcanza los baremos (estadística y culturalmente) establecidos no debería ser un estigma para nadie. ¿Por qué una judiada no vale lo mismo que una españolada? Una pena es que el uso peyorativo de las palabras haya acabado creando el melifluo lenguaje políticamente correcto. Solo el tiempo dirá si los cambios lingüísticos preconizados, como el lenguaje no sexista, se consolidan y llegan a cambiar la estructura de la lengua o si lo que cambia es la mentalidad que lleva a la categorización moral de las palabras. Termina el comentario:

Podemos hablar sobre la naturaleza del lenguaje durante interminables horas, debatiendo acerca del concepto de “verdad” o del de “significado”. No obstante, para que haya comunicación en la plaza pública, para que esta no quede convertida en el espacio del mero ruido, resulta fundamental que quien pronuncia determinadas palabras tenga claro por qué lo hace y para qué lo hace, y que ambas cosas sean compartidas por quienes las escuchan. Por desgracia, esto va camino de convertirse en una rareza. En todo caso, las palabras, además de referirse a cosas, se deben sujetar en valores. Pues bien, es precisamente esa sujeción la que parece haberse roto. Ahora las palabras, sin realidad alguna a la que anclarse, navegan a la deriva. Y algunos, felices con el naufragio, le llaman a eso significantes vacíos.

En relación con el uso de las palabras que desmonta Escrivà en su libro, lo importante es que  quienes las escuchan tengan claro por qué y para qué sirven a quienes las pronuncian.

Espíritu crítico se llama eso, y lo desarrolla el conocimiento.

*****

La polisemia nos enreda en más usos conflictivos del mismo término. Una palabra puede usarse con sentidos divergentes, o con intenciones opuestas. Y puede atribuirse a alguien uno u otro sentido, una u otra intención.

Sin salir del agobiante tema del agotamiento universal ha surgido una extraña polémica sobre el «colapsismo».

El núcleo de la discusión, simplificando, podría ser: ¿es bueno o es malo asustarse? El miedo ¿paraliza o moviliza? ¿Es mejor tranquilizarse y pensar que ya surgirá "algo" o vendrá "alguien" a resolver el problema?

¡Que no cunda el pánico! Pero miro a mi alrededor y no veo el pánico por ningún lado.

Entre los partidarios de la esperanza optimista está Emilio Santiago Muiño. Entre los que avisan del peligro inminente Antonio Turiel. Ambos se han enzarzado en una agria polémica. El título y el tema del último libro de Emilio expresan muy bien su línea de pensamiento:

Discrepante con algunas declaraciones de su autor, respondió Turiel con el artículo De colapsistas y ecofascistas. Queriendo puntualizar y poner paz entre los polemistas, Jorge Riechmann publicó en seguida Cuatro observaciones sobre un debate en torno al colapsismo y el decrecimiento que se nos esta yendo de las manos. Después ha escrito lo que sigue, profundizando en los significados equívocos, en busca de los errores semánticos a que puede conducir la interpretación divergente (e interesada) de la palabra:

¿Buscar las llaves bajo la luz de la farola, aunque las hayamos perdido en otro lugar? Algunas reflexiones sobre colapsos y «colapsismo»

El último encontronazo en el debate sobre «colapsismo», entre Antonio Turiel y Emilio Santiago Muíño en el gozne entre julio y agosto de 2023, me ha llevado a actualizar mi crítica de esa (mal planteada) noción de «colapsismo». (...)

Sostengo que este «debate del colapso» es un falso y tramposo debate, entre otras razones, porque los anti-«colapsistas» están operando con dos diferentes conceptos de «colapsismo» a la vez. El primero (llamémoslo colapsismo en sentido estrecho) es preciso: colapsismo sería la creencia en un colapso (casi) inevitable de las sociedades industriales. Bien, sobre esos colapsos se puede discutir. Pero para poder afirmar enfáticamente que «no vamos a colapsar», Emilio, Héctor Tejero y sus amigos llevan a cabo un peculiar juego de manos, redefiniendo «colapso» como colapso del Estado, con peculiares consecuencias. Esa redefinición resulta de escasísimo interés, y tiene sobre todo el sentido político de poder decir a la gente de los países y sectores privilegiados del Norte global: no os asustéis, no vamos a colapsar, hay aún bastante margen de acción.

A la vez, estos anti-«colapsistas» operan con un sentido amplio de «colapsismo», que viene a significar: la amalgama de casi todos los errores que algún ecologista ha podido cometer alguna vez. Y ahí comparecen el determinismo energético, la desconfianza hacia las energías renovables hipertecnológicas, el abuso del concepto de sistema, o incluso fenómenos como el supervivencialismo prepper (que, aunque hayan podido tener alguna relevancia en EE. UU., son del todo anecdóticos en nuestro país). Con esta amalgama de rasgos se construye un tipo ideal (en el sentido sociológico weberiano) de «colapsista»… que tiene la enojosa propiedad de no poder aplicarse honradamente a ninguno de los autores que están siendo estigmatizados como «colapsistas».

De la peligrosa paranoia prepper se ocupa el artículo preparacionismo en la Wikipedia. Pero que nadie se asuste: la mayoría está mucho más preocupada por la inmediatez de su vida cotidiana, con sus necesidades diarias y las distracciones en que ocupar su escaso tiempo libre.

Insisto, para finalizar: no flota en el ambiente un miedo paralizante. Ni un miedo activador.

lunes, 14 de agosto de 2023

Sobre la propiedad privada de los medios

¿Existe el periodismo independiente? Durante 31 años El País se autodenominaba Diario independiente de la mañana, hasta que en 2007 cambió el subtítulo por El periódico global en español. Por lo que se ve, cayeron en la cuenta de que ni siquiera de la mañana era independiente.

Ignacio Escolar, en una entrevista de la Televisión Pública Vasca, declara: "a mí es muy difícil callarme". Pero el dueño del medio siempre puede, si no callarlo, dejarlo sin voz.

Cuando un periódico, radio o televisión de propiedad privada cambia de dueño, puede o no cambiar la línea editorial. A veces, por simple cálculo económico, la mantiene o la modula de forma más o menos reconocible, pero lo que es seguro es que los trabajadores han de tener mucho cuidado con no decir nada que perjudique a la empresa. O que altere su línea ideológica. Los accionistas mayoritarios, las principales empresas que lo mantienen con su publicidad o las instituciones que lo financian son intocables. La destitución fulminante es el riesgo, y el periodista lo sabe.

Ni siquiera es necesario que se lo digan. La autocensura es muy efectiva.

Sin ánimo de ofender a nadie ni compararlo con un pollino, ahí va esta jota burrera:

Soy el amo de la burra
y en la burra mando yo;
cuando quiero, digo ¡arre!
cuando quiero digo ¡so!

viernes, 11 de agosto de 2023

«Apropiación indebida»

Entre las entradas de este blog, una de las más visitadas se titula Propiedad privada = propiedad secuestrada y anulada. Con ella quise llamar la atención sobre aquellos casos en que el derecho de propiedad vulnera otros derechos. Dos ejemplos pueden ser suficientes para entender esto:

Una empresa que comercializa agua mineral descubre un manantial de una pureza y unas propiedades excepcionales. Otra mucho mayor compra la marca y rápidamente lo clausura, porque su explotación iría en perjuicio de su producción propia.

Un investigador patenta un procedimiento industrial que ahorra energía y materiales en un proceso industrial. Como una multinacional ve peligrar lo que ya tiene montado, compra la patente y la guarda en un cajón, retrasando deliberadamente el progreso tecnológico.

La mercantilización de la propiedad produce estas situaciones. La compraventa de la propiedad intelectual ofrece otros ejemplos de secuestro y sustracción del conocimiento, como en el ejemplo citado en el artículo que sigue a estas reflexiones: 

La revista Investigación y Ciencia (...) desde hace casi medio siglo representaba la principal revista de divulgación científica en español. (...) la revista fue adquirida por la multinacional Springer Nature que, en un año, la cerró. Acto seguido, borró casi cincuenta años de archivos, cancelando todo el material que se había publicado tanto en papel como en digital. Lo cual, en nuestra época, corresponde a una verdadera quema de libros.

Aunque no responda a lo definido por las leyes creo que todo esto podría llamarse apropiación indebida. El derecho de propiedad no puede ni debe ser absoluto. Lo fue el de los amos sobre la vida de sus esclavos, e incluso la del padre sobre la de sus hijos.

No se diga que "la propiedad es sagrada": cuando es un obstáculo para el bien común ya existe, y se aplica,  la expropiación forzosa. La legítima propiedad intelectual sirve para proteger los derechos del autor. Considerarla como una mercancía que se compra y se vende es lo que cierra puertas al conocimiento. Las revistas científicas, incluso las más prestigiosas (o sobre todo ellas), se han convertido en un mercado en que los mismos autores pagan por publicar. En una comunidad científica en que se llega a medir la producción por el número de publicaciones y de citas cruzadas, podemos inferir lo que resulta de todo esto.

De las publicaciones en revistas científicas ya me he ocupado en otras ocasiones:

Por qué revistas como ‘Nature’, ‘Science’ y ‘Cell’ hacen daño a la ciencia

Ciencia, publicaciones científicas y cienciometría

Ningún procedimiento de valoración es perfecto, pero el actual, convertido en mercado oligopólico, es un freno para el conocimiento científico y su abierta transmisión.

Sigue el artículo

Publico, ergo sum

Emiliano Bruner

La biblioteca de Babel de Borges, de Erik Desmazieres.

La escritura, aunque sea un hito reconocido en la historia de la evolución humana, sigue siendo probablemente un elemento infravalorado a nivel de evolución cognitiva. En primer lugar, aumentó hasta un tamaño indefinible y abrumador nuestra capacidad mnemónica, ya que representa el invento del disco duro externo de la mente humana. En segundo lugar, proporcionó un medio de transmisión y comunicación en el tiempo y en el espacio sin precedentes. En tercer lugar, generó una nueva y poderosa forma de pensar, donde conceptos e ideas se pueden literalmente visualizar, organizar, distribuir, y exportar fuera de nuestra cabeza. Todo esto en soportes bastante duraderos si los valoramos dentro de la escala de los tiempos históricos, donde los frágiles pendrives pierden de fiabilidad si se comparan con el papiro o con la misma piedra. Scripta, como siempre, manent.

Pero, a pesar del poder increíble de la escritura, y de su rol totalmente fundamental en casi todas las sociedades del planeta, tampoco ha tenido el éxito esperado: incluso entre los que han pasado por un proceso de escolarización, los que leemos y escribimos de una forma cotidiana y consistente hemos sido, en todas épocas, una minoría. En general, la escritura se suele usar más bien para fines prácticos o administrativos, y la mayoría de las veces su potencial se extingue en una lista de la compra, en la redacción de una multa, o en anuncio de alquileres, más que como crisol mental de un ensayo o de un poema. Pero eso sí, lo escrito se queda, y es la única forma de compartir un conocimiento en los almacenes de la consciencia colectiva.

No es de extrañar entonces que la ciencia también haya optado por este tipo de soporte, a la hora de tener que construir y transmitir un corpus de contenidos y de datos reconocidos y compartidos por la comunidad de estudiosos e investigadores, un corpus que es la base del conocimiento corriente público, así como de las discrepancias que (se supone) serán el motor de su propia evolución. Tanto para almacenar ideas como para ponerlas en discusión y propiciar su desarrollo, necesitamos una mesa común, donde poder recopilar y comparar el material disponible en un preciso momento, así como todos los elementos de su historia, o sea, del proceso que lo ha llevado hasta su forma actual. Fue así como, desde los albores de la investigación, la publicación se volvió el repositorio del saber y de la información científica global.

El método científico, empírico y experimental, necesita un documento publicado para avalar lo que se ha hecho, y lo que no. Un experimento no puede solo ser efectivo o elegante: si no se ha publicado en un medio reconocido y oficial, no existe para el saber colectivo. Y esto, como es de esperar para una especie conflictiva e incoherente como la nuestra, ha generado problemas desde el principio. La publicación requiere una criba, y esta criba puede estar sujeta a factores que no son científicos, sino que están asociados a jerarquías, políticas, estado económico, clase social o influencias institucionales. Para unos el acceso a la publicación es más sencillo que para otros, lo cual crea un amplio margen para injusticias sociales y abusos de todo tipo. Para los que piensan que este es un problema reciente, recomiendo leer las Reglas y consejos sobre la investigación científica, donde ya en 1899 Santiago Ramón y Cajal se quejaba de los mismos chanchullos que bien conocemos hoy en día. O Cazadores de dinosaurios, de Deborah Cadbury, donde se ve cómo desde sus orígenes la paleontología y la geología ya estaban manchadas por juegos de poder y de acceso institucional que dependían de rangos académicos y de recursos privados.

Pero, al fin y al cabo, entrando en los detalles, descubrimos que nada de esto es algo exclusivo del mundo de la investigación, sino parte de un paquete de miserias y de fragilidades propio del género humano, que arrastra por todos sus caminos e inquietudes, como sello de la casa. Así que, si por un lado tenemos que comprometernos para mejorar esta situación (o, por lo menos, para no empeorarla), al mismo tiempo no podemos pretender resolver el problema eliminando de cuajo la publicación científica como herramienta de valoración y de conocimiento. Sería como intentar arreglar la corrupción de nuestras democracias restaurando las dictaduras, o solucionar la mala gestión de los hospitales eliminando el servicio de salud pública. Juzgar a los científicos (o a la misma ciencia) por sus publicaciones no es un método perfecto de evaluación, pero sigue siendo el único que tenemos, con lo cual más vale cuidarlo, y hacer lo posible para minimizar el impacto de los abusos propios de la raza humana.

En realidad, digamos que, en este preciso momento, la cosa no está saliendo muy bien. Por un lado, la edición científica se está concentrando en las manos de unas pocas multinacionales. Al mismo tiempo, se está generando un mercado descarado, donde el investigador tiene que pagar por ver publicado su trabajo. No hablamos de calderilla, sino de cientos o miles de euros por cada artículo, que no paga el investigador mismo sino su institución, con el dinero que el investigador le ha aportado trabajando como un comercial que va buscando financiación año tras año. El investigador entonces ya no es autor de la revista, sino un cliente, y el cliente, como sabemos, siempre tiene la razón. Rechazar un artículo por parte de la multinacional quiere decir perder dinero. Mucho dinero. Y entonces cabe la duda de si el sistema de valoración de estas publicaciones no estará profundamente sesgado por factores de ganancia, que pueden pasar por alto la calidad del trabajo a la hora de decidir si publicarlo o no.

En este nuevo negocio internacional, por un lado, tenemos nuevas empresas bien estructuradas, que tiran de un maquillaje social bien diseñado, y que han generado colosos económicos presentando este negocio como una innovación guay para compartir el saber con todo el mundo: la empresa cobra sus gastos a los autores, y «regala» la publicación a todo el mundo. ¡Todo sea por el bien del planeta! Por supuesto, la publicación es solamente online, con lo cual estos gastos no parecen justificar los precios absurdos de los artículos. Luego, tenemos una cantidad asombrosa de pequeñas empresas improvisadas que aparecen de la nada y que se sujetan en redes poco trazables de misteriosos proveedores cibernéticos, generalmente orientales. En este caso no se mantiene ni siquiera la decencia editorial, y los «artículos» son casi documentos de texto editados de aquella manera con un portátil y colgados en la red. Finalmente, tenemos a grandes revistas históricas que, visto el banquete, no han querido renunciar a su cacho de tarta, y han montado revistas paralelas donde desvían, previo pago, todos los artículos que rechazan por el canal formal de aceptación de los trabajos. En todo este convite de carroñeros están los investigadores, o por lo menos una gran mayoría de ellos, que primero se quejan y luego pagan, porque al final más vale subir al carro que quedarse a pie y fuera de la fiesta. Evidentemente, la única que sale perdiendo es la ciencia, porque la calidad de las publicaciones cae en picado, ahogada en un mercado capitalista que estruja el sistema en nombre del conocimiento. Y la cosa aún ha empeorado recientemente, cuando alguien ha tenido la brillante idea de empezar a vender incluso los artículos ya aceptados y en publicación: si me das un par de miles de euros, pongo tu nombre en un trabajo que está a punto de salir en una revista de impacto y ¡hala, a fardar en Twitter! 

Afortunadamente, muchas revistas siguen utilizando el método de publicación tradicional, donde el artículo lo paga la institución que se subscribe al periódico, y no el autor. Es un método que evidentemente no está libre de defectos, pero desde luego tiene muchas más garantías de control y de calidad. En realidad, la mayoría de las revistas ofrecen un método híbrido, donde el autor decide si pagar y dejar que su artículo sea descargable para cualquiera, o seguir el método tradicional. Como hemos dicho, se defiende el primer método, de «acceso abierto» (open access), diciendo que así el conocimiento será un bien colectivo. Pero basta un poco de sentido común para entender que es una ética postiza, que prospera gracias a las nuevas tendencias de vender abusos en el falso nombre del derecho social. Son artículos que solo tienen interés para los especialistas, o sea, investigadores que trabajan para alguna institución. Así que el dinero viene de la misma fuente, con una diferencia: en el caso de un acceso abierto, el precio es exorbitante, la pasta la tiene que buscar el autor y, como ya se ha dicho, su nueva posición de cliente expone el sistema a todos los fallos mencionados arriba.

El número de revistas de pago está aumentando vertiginosamente, así como el número de artículos publicados con estos postulados. Esta burbuja editorial ya huele mal desde hace tiempo, y empieza a ser difícil esconder todo este barro debajo de la alfombra. Ahora bien, en lugar de apuntar el dedo contra las editoriales, las instituciones y los investigadores que fomentan este tipo de proceso, en muchas situaciones el hipócrita Homo sapiens llora diciendo que es inocente, y que toda la culpa es del cruel sistema de evaluación, que valora a los científicos por su número de publicaciones y los obliga a publicar para seguir adelante con su carrera. Es el «publish or perish», mecanismo infernal que obliga al bueno y sabio investigador a corromperse para ganarse el salario.

Ante tal planteamiento, si estuviéramos en un sistema racional y sensato, deberíamos considerar dos cuestiones. La primera: ¿es realmente así? ¿Hay una correlación entre producción científica y carrera laboral? Aquí habría que echar cuentas de una forma u otra, pero por lo menos en mi experiencia personal apostaría a que no. En veinticinco años de profesión no me ha parecido que esta correlación, si es que existe, sea determinante. Para acceder a la docencia universitaria se pide una cantidad de publicaciones bastante escasa, porque prima la enseñanza. Para una gran mayoría de centros de investigación, hoy en día cuenta muchísimo más la habilidad empresarial y el dinero asociado a los proyectos financiados, que la cantidad de artículos. Y por lo que atañe a estas mismas subvenciones, me puedo equivocar, pero he visto demasiadas veces entregar mucha pasta a proyectos con un escaso y pobre bagaje de publicaciones, o rechazar propuestas avaladas por una larga serie de artículos publicados. Así que, aparentemente, la publicación de artículos no tiene una gran relevancia a la hora de establecer quién sigue y quién no, elección que, por justa o inicua que sea, suele sufrir el efecto de muchos factores distintos. Es decir, si es que hay una correlación entre número de publicaciones y logros laborales, tiene que ser de todas formas bastante débil.

La segunda cuestión es menos subjetiva y más lógica: ¿qué hay de malo en valorar a un científico por su producción científica? El «publish or perish» se menciona como una medida injusta y atroz (publica o… ¡muere!), que quita a los que no tienen una producción científica suficiente la posibilidad de llevarse a casa una plaza en una universidad o una subvención millonaria. ¿Y? ¿Es esto injusto? ¿Habría que entregar plazas de investigadores o proyectos financiados a quien no ha logrado aportar resultados científicos a la comunidad? Evidentemente, quien critica la publicación de artículos como parámetro de evaluación no suele proponer alternativas.

Entonces, en el momento en que las multinacionales empiezan a tratar a los científicos como clientes, haciéndoles pagar precios inaceptables para publicar sus trabajos, en el momento en que los investigadores aceptan este sistema, y en el momento que, viéndose desenmascarados, ponen ojitos de cachorro diciendo que se han visto obligados por el malvado sistema de evaluación profesional que exige que produzcan cienciaalgo va tremendamente mal. Y, siendo este un sistema que hoy en día cuenta con el apoyo sustancial de todas las partes implicadas (una gran mayoría de editores, instituciones e investigadores), tampoco es saludable para uno meterse en una cruzada, y sería más recomendable quedarse al margen, dejando que la historia y la sociedad recoja el fruto de sus propias decisiones democráticas. Eso sí, como decía al principio, si no se puede mejorar la cosa, por lo menos hay que intentar no empeorarlas, e intentar dar ejemplos alternativos

Tengo la sensación que los que hablamos abiertamente de estos problemas, que denunciamos estas dinámicas, y que intentamos transitar y promocionar, en la medida de lo posible, caminos alternativos, no somos muchos. Curiosamente, yo ya he hablado de muchos de estos temas en otros artículos, y en particular en tres publicaciones que delataban por un lado los abusos de las editoriales científicas, y al mismo tiempo la complicidad de una buena mayoría de instituciones científicas y de investigadores, que están fomentando el valor de la capacidad económica (mover dinero) a expensas de la capacidad científica. Los artículos se publicaron en la página web de la revista Investigación y Ciencia, que desde hace casi medio siglo representaba la principal revista de divulgación científica en español. Fatalmente, mira tú por dónde, la revista fue adquirida por la multinacional Springer Nature que, en un año, la cerró. Acto seguido, borró casi cincuenta años de archivos, cancelando todo el material que se había publicado tanto en papel como en digital. Lo cual, en nuestra época, corresponde a una verdadera quema de libros. La misma multinacional controla quizás la loncha principal del mercado, y en sus fabulosas redes sociales farda de hermosos compromisos con el saber y con la promoción de la investigación. Valga para la ciencia, como para todo, el famoso y sencillo lema del sabio: «Si quieres entender a las personas, no tienes que escuchar lo que dicen, sino mirar lo que hacen».

martes, 8 de agosto de 2023

Mercenarios, contratistas...

Durante la guerra de Irak se empezó a oír la palabra "contratista" para referirse a unos individuos que hacían la guerra por cuenta de la potencia invasora, que así eludía cualquier responsabilidad sobre la posible conducta "impropia" de estos sujetos.

Me chocó el término, porque para mí, hasta entonces, el contratista era el empresario contratado por un propietario para construir un edificio. Caí en la cuente de que el contratado era también contratante: de obreros, que eran los que realmente lo construían.

Contratista, contratado, contratante...

Este doble papel de contratado y contratante se da igualmente en las llamadas "empresas de seguridad", desde la que emplea vigilantes en los supermercados hasta la gigantesca Blackwater.

¿Contratistas o mercenarios? La primera palabra encubre mejor toda una serie de servicios que incluso pueden ser de protección civil o tareas humanitarias. Su ambigüedad deja en la sombra la principal función. Por eso hasta la aparición del grupo Wagner en la guerra de Ucrania apenas se había vuelto a utilizar abiertamente el término mercenarios.

En tiempos pasados estos soldados de fortuna fueron alabados y enaltecidos, a pesar de que una de sus motivaciones fuera el saqueo. El servicio y la lealtad al príncipe contratante y la valentía como virtud máxima eran suficientes para admirarlos.

Los conquistadores de América ¿eran mercenarios? ¿Se embarcaban por amor a su rey y a su fe, que eran entonces el único cemento que unificaba el imperio, o pensaban prosperar con los despojos de la conquista?

Miguel de Cervantes, ¿fue un mercenario? La capa del patriotismo cubre muy bien a los militares profesionales, pero a fin de cuentas se trata de una profesión, no siempre elegida (y menos por los más pobres) por una fuerte vocación guerrera. Él mismo, en un encuentro de Don Quijote con un mozo que iba a alistarse, le hace cantar lo que podemos considerar una autojustificación:

A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros
no fuera en verdad.

Comprendemos a Cervantes. Incluso entre clases acomodadas, la institución del mayorazgo no dejaba muchas opciones a los segundones:

Iglesia, Mar o Casa Real.

Lo que en otro tiempo era visto como normal fue luego puesto en cuestión. Los ejércitos permanentes, el servicio militar obligatorio y el patriotismo crearon una visión desfavorable de quienes a fin de cuentas se alistan para matar por dinero.

Maquiavelo consideraba a las tropas mercenarias costosas, inútiles y peligrosas; porque, movidas por la recompensa, su único interés es cobrarla, y abandonan o traicionan fácilmente a quien las contrata. Lo pudieron comprobar tantos emperadores romanos, encumbrados y asesinados luego uno tras otro por la guardia pretoriana.

En la estructura militar actual, sin embargo, este riesgo parece minimizado, aunque casos como el de Wagner deben tenerse en cuenta. 

Hoy, los mercenarios se alistan en esas compañías privadas de seguridad, y los Estados se desentienden de muchas de sus responsabilidades hacia las poblaciones y sus soldados propios.

Encuentro en Arrezafe un artículo que el escritor Luis Britto García ha publicado en su propio blog, en el que explica las ventajas que los Estados imperialistas encuentran en estas empresas. Así que aquellos peligros que Maquiavelo veía en las tropas mercenarias son hoy compensados porque ocultan los riesgos para los soldados propios, que en las guerras ofensivas las hacen altamente impopulares. Analiza el caso de las empresas contratadas por el Pentágono:

"Costo: los mercenarios pueden costar más inicialmente, pero permiten ahorrar en entrenamiento y pensiones posteriores.

Vidas: El ejército estadounidense gasta enormes cantidades en formar un soldado, y las pierde si éste muere o es lisiado, en cuyo caso se vuelve una carga; si el mercenario muere, no registra tal pérdida.

Desinformación: Generalmente, EEUU usa mercenarios para evitar declarar bajas en combate. Cuando mueren, sus bajas no son reportadas.

Irresponsabilidad: EEUU utiliza contratados que no están bajo una cadena de mando formal para cumplir misiones que requieren una denegabilidad plausible.

Riesgo: los contratados pueden ser colocados en situaciones de excesivo riesgo directo, o de ejecutar actos que no sean del agrado de los políticos, pues los medios estadounidenses han convencido a una generación de idiotas de que su país debe pelear guerras en las cuales nadie es muerto y ni siquiera herido.

Extraterritorialidad: Los paramilitares son como mercenarios corporativos. Son contratados por los poderes fácticos. La CIA tiene unidades paramilitares fuera de la ley pero pagadas por el gobierno de Estados Unidos. Definitivamente fuera de su Ley tradicional. Definitivamente trabajando fuera de los límites estadounidenses. Outsourcing es la moda con las grandes compañías, y nuestros gobiernos son administrados como grandes compañías de accionistas. Así, tanto Trump como Putin outsource (subcontratan) soldados, y alquilan mercenarios (…). Las principales compañías contratistas están en Estados Unidos y Gran Bretaña; es un negocio de 250 billones de dólares al año".

Esta extraterritorialización contractual de los productores de destrucción y muerte corre paralela con la extraterritorialización contractual de los productores de vida y bienes económicos contratados en Zonas Económicas "Especiales" donde no rigen leyes ni tribunales locales, y Estados y corporaciones eluden las responsabilidades hacia sus ciudadanos.

Sigue el artículo completo:




MERCENARIOS 

Luis Britto García
24/07/2023

Según Clausewitz, la guerra es la continuación de la política. Pero ésta es prolongación de la economía, por lo cual la privatización de la economía lleva consigo la de la guerra.

El objetivo de toda contienda, advertía Voltaire, es ante todo el robo. Durante siglos se disfrazaron los conflictos armados con los más extravagantes pretextos religiosos, políticos o ideológicos. Hoy en día, salvo en las luchas defensivas o las de liberación, que son lo mismo, detrás de cada campaña opera el latrocinio corporativo.

A tal guerra, tales medios. Si se las emprende para pillar recursos, para explicarlas se puede robar ideas. Decía el irrecusable Maquiavelo que hay tres categorías de tropas: las nacionales, las aliadas y las mercenarias. Serían estas últimas las más costosas, inútiles y peligrosas, porque sólo se mueven por la recompensa; su único interés es cobrarla, y abandonan o traicionan a quien las contrata.

La Historia confirma todas y cada una de estas afirmaciones de manera contundente: desde la caída del Imperio Romano a manos de los mercenarios que lo abandonaron, hasta la ramplona huida de los estadounidenses de Afganistán, la circense invasión a Venezuela contratada con Silvercorp y la bufa incursión contra Rusia cómicamente desorganizada por Yevgeni Prigozhin.

Estados Unidos eliminó la recluta obligatoria desde su colosal fiasco en Vietnam, pues sus jóvenes se resistían a invadir países desconocidos para ser muertos por patriotas anónimos. Tsam Gurkham, experto en la materia, nos informa que hoy en día 50% de las personas en el esfuerzo bélico estadounidense son "contratados civiles" (https://www.quora.com/Why-does-the-US-Army-use-mercenaries-though-their-soldiers-are-very-much-capable-of-fighting-wars). Ello quiere decir que más de la mitad de los 1.258.472 efectivos estadounidenses que operan o apoyan sus 750 bases en 70 países son mercenarios contratados a sueldo. O más, pues mercenario no aparece en estadísticas.

Tras amplia encuesta nos explica Gurkham por qué Estados Unidos prefiere usar mercenarios en lugar de soldados regulares:

"Costo: los mercenarios pueden costar más inicialmente, pero permiten ahorrar en entrenamiento y pensiones posteriores.

Vidas: El ejército estadounidense gasta enormes cantidades en formar un soldado, y las pierde si éste muere o es lisiado, en cuyo caso se vuelve una carga; si el mercenario muere, no registra tal pérdida.

Desinformación: Generalmente, EEUU usa mercenarios para evitar declarar bajas en combate. Cuando mueren, sus bajas no son reportadas.

Irresponsabilidad: EEUU utiliza contratados que no están bajo una cadena de mando formal para cumplir misiones que requieren una denegabilidad plausible.

Riesgo: los contratados pueden ser colocados en situaciones de excesivo riesgo directo, o de ejecutar actos que no sean del agrado de los políticos, pues los medios estadounidenses han convencido a una generación de idiotas de que su país debe pelear guerras en las cuales nadie es muerto y ni siquiera herido.

Extraterritorialidad: Los paramilitares son como mercenarios corporativos. Son contratados por los poderes fácticos. La CIA tiene unidades paramilitares fuera de la ley pero pagadas por el gobierno de Estados Unidos. Definitivamente fuera de su Ley tradicional. Definitivamente trabajando fuera de los límites estadounidenses. Outsourcing es la moda con las grandes compañías, y nuestros gobiernos son administrados como grandes compañías de accionistas. Así, tanto Trump como Putin outsurce sus soldados, y alquilan mercenarios (…). Las principales compañías contratistas están en Estados Unidos y Gran Bretaña; es un negocio de 250 billones de dólares al año".



Esta colosal suma de recursos y seres humanos fuera del imperio de la ley y de la responsabilidad corporativa y gubernamental inspira varias reflexiones.

Hay dos categorías de personas: las que producen vidas y bienes económicos, y las que destruyen bienes económicos y vidas. El segundo tipo de actividades sólo reviste legitimidad cuando el Estado, en representación y defensa de la colectividad, inviste explícitamente de manera soberana a algunos de sus miembros de la competencia legal para ejercer la violencia en la defensa común contra infractores internos o agresores externos.

En el empleo de mercenarios resalta una turbia elusión de responsabilidad. El Estado encomienda de manera indirecta, mediante contrato e intermediarios, y fuera de la ley, a particulares y corporaciones para que destruyan vidas y bienes, mientras evade la responsabilidad por ellos y sus actos colocándolos en situación "Especial" de outsourcing o extraterritorialidad, como no personas situadas fuera de la obligatoriedad y protección de las leyes.

Esta extraterritorialización contractual de los productores de destrucción y muerte corre paralela con la extraterritorialización contractual de los productores de vida y bienes económicos contratados en Zonas Económicas "Especiales" donde no rigen leyes ni tribunales locales, y Estados y corporaciones eluden las responsabilidades hacia sus ciudadanos.

Es obvio que el trabajador así "extraterritorializado", al igual que el mercenario, sale más barato que el protegido por las leyes, es sustituido sin costos cuando fallece o queda inválido, puede ser sometido a labores riesgosas o inhabilitantes y desechado sin que nadie responda por los daños que sufra.




El gran capital corporativo arriba así al punto culminante de su dominación colonialista, al disponer tanto de fuerzas de trabajo "extraterritoriales" enteramente desechables, sin derechos laborales ni sociales, como de fuerzas represivas igualmente extraterritoriales, baratas y desechables sin límite de legalidad ni responsabilidad judicial o política por sus actuaciones.

La proliferación de ejércitos mercenarios sin más estatuto que contratos privados multiplica el número de actores violentos y posiblemente antagónicos en el campo social y el estratégico, a la vez que brinda a sus promotores la posibilidad de eludir toda responsabilidad por sus actos. Tanto los productores de vida y de bienes como los productores de muerte no son más que carne de cañón sin derechos.

Volvemos a un feudalismo con infinidad de ejércitos manejados por entes distintos del Estado. Se avecina una Edad Media Bélica peleada con las armas del Apocalipsis.

martes, 1 de agosto de 2023

«El desarrollo sostenible ha debilitado la visión radical del ecologismo»

Gabriel Tobar García, en una charla a la que dediqué una entrada al empezar este blog (la segunda entradahace ya más de doce años, señalaba la incoherencia de la expresión «desarrollo sostenible». 

«O es desarrollo, o es sostenible», decía.

A veces se interpreta que desarrollo no es exactamente sinónimo de crecimiento; así, podemos hablar de desarrollo cultural o civilizatorio, pero lo cierto es que se suele emplear la palabra para referirse al «desarrollo económico», y en la práctica eso significa «crecimiento económico», que en la jerga económica al uso es inseparable del «crecimiento material».

Pero desarrollo y progreso no son lo mismo.

La idea engañosa de hacer compatibles el crecimiento económico y la conservación del medio natural ha servido sobre todo para un "greenwashing" que ahora se atreve a teñir de verde hasta al negro carbón.

El mismísimo día de las elecciones, el diario Gara publicaba una entrevista de Gorka Castillo a Jorge Riechmann, que señalaba el peligro para el ecologismo (y para el mundo) de dar por buena esta idea tranquilizadora, cuando lo que urge es no estar tranquilo.


«El desarrollo sostenible ha debilitado la visión radical del ecologismo»

El filósofo y ecologista Jorge Riechmann asegura que «cuando hay un horizonte de posible extinción humana a lo mejor ha llegado el momento de que los científicos y científicas asuman un papel social mucho más activo». Él está suficientemente involucrado.

En abril del pasado año participó en una protesta pacífica en las escalinatas del Congreso de los Diputados, donde arrojaron un líquido que simulaba sangre. Él era uno de los 15 activistas del colectivo Rebelión Científica arrestados y ahora se enfrenta, como sus compañeros detenidos, a posibles penas de cárcel.

Consciente de la crítica situación climática, Riechmann considera que el avance de paradigmas como el desarrollo sostenible, «una forma de ‘capitalismo verde’ que no nos puede llevar muy lejos», ha debilitado las visiones radicales del movimiento ecologista originario. Por eso, cree que «hemos fracasado aunque esto no signifique que vayamos a dejar la lucha»

 

Usted y otros 14 científicos han sido acusados de “daños contra el Patrimonio” por una protesta en las escaleras del Congreso. ¿De qué les acusan?

El juez de instrucción considera que hay indicios de un delito por daños al patrimonio histórico y estamos a la espera de conocer la decisión de la fiscalía. Será entonces cuando los 15 miembros de Rebelión Científica, entre los que me encuentro, sepamos si hay una acusación formal contra nosotros. El problema es que la resolución de la fiscalía se está alargando demasiado y eso siempre genera incertidumbre.

¿Teme que si la derecha gana las elecciones pueda endurecer su posición?

No necesariamente: ya hemos visto como la ultraderecha judicial va imponiendo una corriente de fondo contra las protestas de los movimientos sociales. Pero no tengo miedo.

En Reino Unido, dos activistas climáticos han sido condenados a 3 años de cárcel por una acción no violenta. En Francia, el gobierno de Macron ha aprobado la disolución de la coalición ecologista ‘Soulèvements de la Terre’. ¿Se han convertido en los enemigos del Estado?

Estamos asistiendo a un endurecimiento de la represión y el control en casi todo el mundo. No sólo en sus formas obvias (estados cada vez más autoritarios) sino también en un plano digital que es realmente preocupante. Y recalco lo de inquietante porque estamos normalizando una clase de control social a través de internet que es incomparable con nada de lo que ha existido en el pasado o con lo que ningún dictador jamás ha podido soñar. Somos testigos de una militarización creciente, de ese control a través de la “pantallización” del mundo y de reacciones cada vez más represivas a medida que se desarrollan nuevas formas de protesta, por ejemplo contra el cambio climático. En Reino Unido, Alemania y Francia se están aprobando legislaciones ‘ad hoc’ muy pensadas para desalentar estas clases de protestas.

Da la sensación de que el activismo social se ha vuelto cada vez más incómodo para las instituciones del estado. ¿Qué opina?

Esa incomodidad es el resultado de la existencia de cierto déficit democrático. Cuando las instituciones tienen sensación de fragilidad tienden a percibir cualquier tipo de contestación social como algo problemático. Si tuvieran más músculo democrático, esas protestas no serían vistas con preocupación.

El movimiento ecologista lleva medio siglo proponiendo cambios y denunciando violaciones medioambientales que pocas veces han prosperado. ¿Cree que ha fracasado?

Creo que sí hay que hablar de fracaso, matizando a la vez esta afirmación. Hay quien dice que si analizamos con perspectiva histórica el movimiento ecologista no puede decirse que hayamos fracasado. Por ejemplo, el combate en los años 70 era contra la contaminación y hoy estaríamos en un mundo menos contaminado. Pero para mí ésta es una mirada un tanto miope: la lucha ecologista era mucho más profunda, ya que abarcaba el modelo energético (en concreto, la energía nuclear) y las formas de vida. Ahora bien, si hablamos del modelo energético no puede decirse que hayamos triunfado. Cierto es que hemos logrado limitadas e importantes victorias, como la contención del programa nuclear, pero hemos perdido la guerra: el sistema energético sigue siendo completamente insostenible y sus efectos han empeorado (caos climático). Y en la cuestión de la contaminación se puede decir tres cuartos de lo mismo: la pauta básica ha sido diluirla en espacios más amplios. Cuando se hizo evidente en Europa y EEUU que era necesario mitigar las grandes emisiones de azufre que producían las centrales térmicas (y que causaban la muerte de los bosques por lluvia ácida), la primera respuesta fue levantar chimeneas más altas, y luego introducir dispositivos anticontaminación que no cambian lo esencial de los procesos productivos. Empezamos con la ‘Primavera silenciosa’ de Rachel Carson en 1962 y hemos llegado hoy a otra primavera silenciosa con el uso de biocidas que está provocando el desplome de las poblaciones de aves e insectos a un nivel estremecedor. ¿Podemos decir, ante tales evidencias, que hemos ganado? Por desgracia, no; aunque esto no significa que vayamos a dejar la lucha.

¿Por qué algunos poderes políticos y económicos menosprecian las aportaciones del movimiento ecologista?

Porque los movimientos ecologistas, cuando son consecuentes, cuestionan de forma radical el capitalismo. En los años 70 era aún más claro. Los movimientos antinucleares, por ejemplo, establecieron con nitidez el nexo del sistema con la matriz energética. Y no sólo eso. También confrontaron contra sus bases normativas desde un plano más profundo, como cuando cuestionan el antropocentrismo. Pero aquellas visiones radicales empezaron a perder peso en los años 80 y 90 ante el avance de paradigmas como el desarrollo sostenible, una forma de “capitalismo verde” que no nos puede llevar muy lejos.

¿Echa de menos una mayor implicación de la comunidad científica en la lucha contra el cambio climático, más allá de la difusión de datos e informes?

Sin duda. Por una parte, porque estamos en un momento donde valores como la importancia de la verdad y el respeto por la realidad (que es la base de la ciencia) están siendo cuestionados con más fuerza que nunca. Esto debería interpelar a científicos y científicas, creo yo. Y por otra parte, porque nos encontramos en una etapa histórica singular por la clase de amenazas a la que estamos haciendo frente. Cuando hay un horizonte de posible extinción humana, no dentro de milenios sino de decenios, a lo mejor ha llegado el momento en el que los investigadores asuman un papel social mucho más activo. Tengo la sensación de que hemos ido perdiendo esa gramática de la protesta que una sociedad viva y democrática tiene incorporada.

A veces, se habla de ‘ecofascismo’ con poca sutileza porque el término parece una contradicción en sí mismo.

Sí, se habla de ecofascismo de forma laxa cuando se debería hablar de fascismo a secas, muchas veces. Porque se trata de reacciones autoritarias ante las crisis entrelazadas en las que nos encontramos. El ecofascismo en sentido propio no es otra cosa que estas reacciones de dominación social pero con conciencia cabal de la crisis ecológica. Y cuando se tiene conciencia de esto, de la extralimitación del planeta, de que hemos ido demasiado lejos en la explotación de los recursos y que ya no hay para todos (sin cambios sistémicos), su respuesta es que hay población sobrante y entran en el terreno de las necropolíticas. En los años 60 y 70 hubo corrientes minoritarias de extrema derecha, en Francia por ejemplo, que asumían que la crisis ecológica era real pero que tenía que resolverse de esa forma.

¿Alberga alguna esperanza?

Cultivo lo que llamo esperanza contrafáctica, pues la esperanza es más un hacer que un tener o un estar. Sin saber cuál va a ser el desenlace de estas luchas, no hay que dejar de luchar. Lo que no soy es optimista, pues no tengo confianza en que, sin más, las cosas vayan a salir bien. Así que cultivo una esperanza sin optimismo (por decirlo con Terry Eagleton).