martes, 31 de diciembre de 2019

Cantaores mayores

Sentí nostalgia cuando oí estos cantes y los recuerdos que los acompañaban, y aunque el programa se emitió el 30 de julio, es este día de fin de año, cuando miramos hacia atrás, la fecha oportuna para recomendar su audición y la tristeza evocadora que me transmitió su presentador.

Mientras vamos acumulando pasado sentimos la dificultad de trasmitirlo a los más jóvenes. El presentismo que invade estas sociedades del aquí y ahora no ayuda a hacerles sentir el abandono de culturas y valores que quizá algún día echen de menos.

Pero bueno, ahí va:
Tangos de El Piyayo, por Manolillo el Herraor (minuto 17:58) 
Soleares, de Juan Talega (24:36) 
Seguiriyas, del tío Bastián Bacán (31:45) 
Soleares, de Agujetas el Viejo (36:49) 
La caña de Pepe el de la Matrona (44:24) 
Malagueña de Fosforito el Viejo, por Diego el Perote (51:22) 
Rumba de Pepe el de la Matrona (54:07)
Sugiero escuchar con atención estos cantes viejos de cantaores viejos. También las vivencias que relata el presentador. Y si tenéis tiempo y paciencia buscad en los enlaces que dejo las vidas y obras de cantaores que recibieron y enriquecieron el legado de otros más antiguos aún.

Remato con estas seguiriyas del viejo guardagujas:



lunes, 30 de diciembre de 2019

La mano que piensa

El autor de La mano que piensa es arquitecto. Sin embargo, no se trata de un "libro de arquitectura" al uso. Su principal propósito es desplazar la atención, que la teoría arquitectónica, siguiendo un tratamiento conceptualista y descriptivo, suele centrar en lo visual, hacia otro conocimiento sensorial más amplio, basado en la unicidad de la experiencia corporal, de la que la mente es inseparable.

El dualismo dicotómico propio del pensamiento idealista penetra al lenguaje de forma adialéctica y separa artificialmente la mente y el cuerpo. Imaginamos el cerebro como un dictador que gobierna al organismo entero, soslayando que no hay alma sin cuerpo ni pensamiento sin actividad. Conscientemente, y mucho más de forma inconsciente, vivimos el cuerpo en su relación con todo lo que hay afuera. Los sentidos son la parte esencial de esa comunicación, y todo lo que hacemos forma una unidad con cómo lo percibimos. Con todo el cuerpo. Para eso la mano, capaz del trabajo más rudo y del más delicado, es parte esencial.

¡Qué difícil es expresarse verbalmente sin acompañar las ideas con la mímica corporal, y especialmente con el movimiento de las manos! Los predicadores saben mucho de eso.

He aquí dos sinopsis que abundan en esto:
"La mano que piensa analiza la esencia de la mano y su papel crucial en la evolución de las destrezas, la inteligencia y las capacidades conceptuales del hombre. La mano no es solo un ejecutor fiel y pasivo de las intenciones del cerebro, sino que tiene intencionalidad y habilidades propias. Su autor, Juhani Pallasmaa, hace hincapié en los procesos relativamente autónomos e inconscientes del pensamiento y el obrar en la escritura, la artesanía o en la producción de arte y arquitectura. Organizado en ocho capítulos, este estudio explora el entendimiento silencioso que yace oculto en la parte existencial de la condición humana y sus modos de ser y experimentar específicos. En último término, su objetivo es ayudar a sacudir los cimientos del paradigma de conocimiento conceptual, intelectual y verbal, hegemónico en la esfera de la arquitectura, en aras de otro conocimiento: el tácito y no conceptual de nuestros procesos corporales." (Casa del Libro) 
"A lo largo de ocho capítulos, el libro intenta explorar las cualidades que tiene la mano como instrumento para configurar la arquitectura. La mano y todo el cuerpo acumulan unos saberes e inteligencias (que no tienen que ver con la tradición letrada) que intervienen de manera consciente o inconsciente en la elaboración de los proyectos de arquitectura y en la percepción de los espacios. Con este estudio se trataría de dar más consciencia a estos saberes, a veces ocultos, a la hora de hacer o percibir la arquitectura. A través de ejemplos no solo de arquitectura, sino de diseño, arte o música, se va haciendo un repaso a esta modalidad de conocimiento sensorial motriz a lo largo de la historia." (librosebooks.org)
Hace mucho más tiempo, este escrito de Engels ya destacaba el papel de la mano en el proceso de hominización. Todo el sistema nervioso se reconfiguró a partir de la actividad manual, y aventuro que la propia actividad manual y la necesidad de transmitir sus experiencias fue crucial en la aparición del lenguaje hablado (y después, ¡cómo no! del escrito).

Del capítulo séptimo elijo esta sección, en la que se pone el acento en la finalidad de toda acción. De ahí la idea de proyecto. Y el proyecto implica imaginación. Pero el autor señala acertadamente que la actual invasión de imágenes no fomenta precisamente la capacidad de imaginar. Embota los sentidos y la conciencia. La imaginería pasiva nos hace pasivos e impasibles. Como dice el autor:
El dibujo de imágenes creciente que abruma los sentidos y las emociones suprime y embota la imaginación, la empatía y la compasión.

Todo lo contrario de la capacidad de imaginar que proporciona la lectura.



El don de la imaginación


Esta es la singularidad de la condición humana: vivimos en los mundos múltiples de posibilidades que crean y sostienen nuestras experiencias, nuestros recuerdos y nuestros sueños. La habilidad de imaginar y soñar despierto es seguramente la más humana y esencial de todas nuestras capacidades mentales. Quizás, después de todo, somos humanos no gracias a nuestras manos o a nuestra inteligencia, sino gracias a nuestra capacidad de imaginar. En definitiva, no utilizaríamos nuestras manos de un modo significativo sin ser capaces de imaginar el resultado de nuestra acción. No obstante, la invasión de imágenes excesivas, no jerárquicas y carentes de significado en nuestra cultura actual ─"una lluvia interminable de imágenes", en palabras de Italo Calvinoaplasta el mundo de nuestra imaginación. No queda espacio para la imaginación, puesto que todo lo imaginable ya está aquí. En el prólogo de su novela Crash, James Graham Ballard sostiene: "El equilibrio entre realidad y ficción cambió radicalmente en la década de 1970, y los papeles se están invirtiendo. Vivimos en un mundo gobernado por las ficciones de toda índole []. Cada vez es menos necesario que el escritor invente un contenido ficticio. La ficción ya está ahí. La tarea del escritor es inventar la realidad". Asimismo siento que la imaginación arquitectónica actual, asistida y favorecida por el ordenador, está produciendo demasiada ficción arquitectónica y en su lugar necesitamos una "arquitectura de la realidad", parafraseando el título del libro de Michael Benedikt. Ya añoramos una arquitectura que nos devuelva a las realidades concretas de nuestro mundo físico y material. No se trata de una añoranza sentimental por un mundo perdido, sino por un mundo que vuelva a vitalizarse y erotizarse, por una arquitectura que nos haga experimentar el mundo en lugar de sí misma.

La inundación de imágenes televisivas externaliza las imágenes y hace que sean pasivas cuando las comparamos con la imaginería interior y activa que evoca la lectura de un libro. Existe una drástica diferencia entre mirar pasivamente las imágenes por un lado y, por el otro, las imágenes creadas por la imaginación de cada uno. Las imágenes carentes de esfuerzo del entretenimiento imaginan en nuestro nombre. El flujo de imágenes hipnotizantes de la industria de la conciencia separa las imágenes de su contexto histórico, cultural y humano y "libera" así al espectador de investir con sus emociones y actitudes éticas aquello que percibe. Atontados por la comunicación de masas, ya podemos ver la crueldad más escandalosa sin la más mínima respuesta emocional. El dibujo de imágenes creciente que abruma los sentidos y las emociones suprime y embota la imaginación, la empatía y la compasión.

A medida que nuestra imaginación se debilita, nos encontramos a merced de un futuro incomprensible. Los ideales son proyecciones de una imaginación optimista y, en consecuencia, la pérdida de imaginación está ligada también a la aniquilación del idealismo. En mi opinión, la falta de horizonte, de ideales y de alternativas, incluso en el pensamiento político actual, es consecuencia de una atrofia de la imaginación política. Lo más probable es que el sofocante pragmatismo actual y la falta de visiones estimulantes sean consecuencia de una imaginación empobrecida. Una cultura que haya perdido su imaginación solo puede producir visiones apocalípticas de amenaza como proyecciones de su inconsciente colectivo reprimido. Un mundo vaciado de alternativas imaginables debido a la ausencia de imaginación es el mundo de sujetos manipulados descrito por Aldous Huxley y George Orwell.

La obligación de la enseñanza consiste en cultivar y apoyar las capacidades humanas de imaginación y empatía, pero los valores dominantes de la cultura actual tienden a desalentar la imaginación, reprimir los sentidos y petrificar el límite entre el mundo y el yo. Actualmente la idea de una formación sensorial está ligada únicamente a la educación artística propiamente dicha, pero el refinamiento de una cultura y un pensamiento sensoriales tiene un valor insustituible en todas las áreas de la actividad humana.

El meollo de la cuestión

En esta entrada del blog diario EL OTRO me topo, además de con este hermoso cartel y un enlace interesante sobre la red Gladio, con un escrito de Luis Casado sobre la productividad:
"Laboriosidad, así llamaban en el siglo XVII lo que hoy conocemos como productividad, esa terrible inquietud que corroe a los empresarios y  los economistas que ofician de bufones de su corte. 
Como es sabido, se trata de la intensidad, la aplicación y el entusiasmo con el que un asalariado cualquiera se empeña en trabajar para generar el máximo de riqueza durante las horas que su empleador lo tiene a su disposición a cambio de un salario."
La modernidad que nos corroe tiende a evitar un término de contenido moral para sustituirlo por otro más aséptico, pero la idea es la misma, y curiosamente los autores antiguos que trataron el tema fueron mucho menos hipócritas con su pía "laboriosidad", en la que con toda naturalidad reconocieron crudamente la explotación, que los modernos tecnólatras que la disfrazan como "productividad".

El artículo hace un recorrido histórico por la ideología que desarrollaron las clases dominantes para justificar la succión que siempre hicieron del trabajo ajeno como algo "natural", que no hace más que continuar lo que siempre ha ocurrido en la naturaleza "salvaje".

Por mi parte, quiero reproducir alguna cosa extraída de la sección de comentarios.




“¿Cómo puede el capitalismo fomentar el desempleo como recurso?” –me preguntas–.

Simplemente compeliéndote a trabajar más horas y con la mayor intensidad posible, a fin de que produzcas la mayor cantidad. Todos los modernos esquemas de “eficiencia”, el taylorismo y otros sistemas de “economía” y “racionalización “, sirven solamente para exprimir mayores beneficios del obrero. Es economía que interesa solamente al patrón. Pero en lo que te concierne a ti, al trabajador, esta “economía” supone el gasto más grande de tu esfuerzo y de tu energía, un desgaste fatal de tu vitalidad. Por esta razón, al patrón le conviene utilizar y explotar tu empuje y habilidad con la máxima intensidad. En verdad, ello arruina tu salud y destroza tu sistema nervioso; te convierte en presa fácil de enfermedades y de achaques (existen, incluso, enfermedades profesionales inherentes al obrero) y te invalida y conduce prematuramente a la tumba; pero ¿qué le importa todo eso a tu jefe? ¿No hay millares de “sin trabajo” esperando por el tuyo y listos a tomarlo en el punto en que lo interrumpa tu incapacidad o tu muerte?.

Es por esto por lo que redunda en beneficio del capitalista conservar al alcance de su mano un ejército de desocupados listos para ser utilizados. Ésta es la misión y el papel del sistema de jornales, y una de las inevitables características que le son propias.

Interesaría a las gentes el que no hubiese nadie desempleado, el que todos tuviesen una oportunidad de trabajar y ganarse la vida; el que todos ayudasen, en proporción a su habilidad y capacidad de esfuerzo, a incrementar la riqueza del país, y así, cada uno podría obtener, de ella, una participación mayor.

Sí, sería bueno acabar con él. Pero sólo podría esto cumplirse acabando con el sistema capitalista y su esclavizador salario.

Mientras tengas sistema capitalista –o cualquier otro sistema de explotación del trabajo y de búsqueda de beneficios– tendrás desocupación. El capitalismo no puede existir sin él; es inherente al sistema del salario. Es la condición fundamental del éxito de la producción capitalista.

¿Por qué? Porque el sistema industrial capitalista no produce para las necesidades del pueblo, produce para obtener beneficios. Los fabricantes no producen mercancías porque las gentes las necesiten, y no produce tantas como requieren. Ellos producen lo que esperan vender, y venden por una ganancia.

Si nosotros contásemos con un sistema sensato, produciríamos las cosas que las personas quisieran y en la cantidad que necesitasen. Supongamos que los habitantes de una localidad precisasen mil pares de zapatos; y supongamos que contamos con ochenta zapateros para la tarea de hacerlos. Entonces, en veinte horas de trabajo aquellos zapateros producirían los zapatos que la comunidad de nuestro ejemplo necesita.

Pero el fabricante de zapatos de hoy no está enterado, ni se cuida de saber, cuántos pares de zapatos se necesitan. Millares de personas pueden necesitar nuevos zapatos en tu ciudad, pero no pueden permitirse comprarlos. Así, ¿qué utilidad puede reportarle al fabricante saber quién necesita zapatos? Lo que él quiere saber es quién puede comprar los zapatos que hace, cuántos puede vender con beneficios.

¿Qué sucede? Que hará elaborar tantos pares de zapatos como crea que puede vender. Tratará de hacerlos tan baratos como pueda para venderlos tan caro como le sea posible, para así obtener una buena ganancia. Por consiguiente, para elaborar la cantidad de zapatos que quiera, empleará tan pocos obreros como pueda, y querrá hacerlos trabajar, y los forzará a hacerlo, tan “eficiente” y duramente como le sea posible.

Ves así cómo la producción por lucro precisa de un mayor número de horas y de menos personas empleadas que las que se requerirían en caso de que la producción fuera para el consumo.

El capitalismo es un sistema de producción cuyo fin es el lucro, y por esto, tendrá siempre desempleados.

Al capitalismo no le interesa la prosperidad del pueblo.

Al capitalismo, como anteriormente señalé, sólo le interesan los beneficios o ganancias. Empleando menos personas, y haciéndolas trabajar el doble número de horas, pueden doblarse las ganancias, lo que no puede hacerse proporcionando trabajo a más personas durante menos horas.

Por esto es por lo que le interesa más a tu patrón tener, por ejemplo, cien personas trabajando dieciséis horas diarias, en lugar de emplear doscientas durante cinco horas. Él necesitaría más habitaciones para doscientas personas que para cien, una fábrica más grande, más herramientas y maquinaria, y todo en esta proporción. Esto es, necesitaría invertir mucho más capital.

El empleo de mayor fuerza en menos horas le derivaría menos ganancias y, por esto, tu patrón no quiere poner en marcha en su fábrica un plan así. Lo cual significa que el sistema de buscar beneficios es incompatible con el bienestar del obrero y las consideraciones humanitarias que éste merece. Por el contrario, cuanto más duramente, más “eficientemente”, trabajes, y durante un mayor número de horas conserves tal ritmo, mejor es para tu patrón y más grandes son sus ganancias.

Puedes ver, por consiguiente, que el capitalismo no tiene interés en emplear a todos aquellos que quieren trabajar y que pueden hacerlo. Por el contrario, un mínimo de “brazos” y un máximo de esfuerzos es la máxima y el beneficio del sistema capitalista. Éste es todo el secreto de todos los esquemas de “racionalización”. Y es por esto por lo que encontrarás en cada país capitalista millares de personas queriendo y ansiando trabajar, y no obstante, imposibilitadas de obtener empleo. Este ejército de desempleados es una amenaza constante contra tu nivel de vida. Ellos están prestos a ocupar tu lugar a un precio más bajo, por una paga menor, porque la necesidad los impele. Y esto resulta, desde luego, muy ventajoso para tu jefe, porque pone en sus manos un látigo constantemente suspendido sobre tu espalda, para que trabajes como un esclavo para él y para que te “comportes”.

Puedes ver, por ti mismo, lo peligrosa y degradante que es para el trabajador una situación así, sin hablar de otros males del sistema.

Pero profundiza más aún en este sistema de producción por el lucro y verás que este mal básico provoca otros cien males más.

Vamos a continuar con el fabricante de zapatos de tu ciudad.

Él no tiene forma de enterarse –como ya he señalado de quiénes podrán, o no podrán, comprar sus zapatos. Conjetura toscamente, “calcula”, y decide elaborar –supongamos– cincuenta mil pares. Luego, lleva al mercado sus productos, o sea: al mayorista –o vendedor al por mayor–, al intermediario y al tendero, los cuales los ponen a la venta.

Supongamos que solamente sean vendidos treinta mil pares; veinte mil quedarán almacenados. Vuestro fabricante es incapaz de vender el total en su propia ciudad y entonces trata de colocar el resto en alguna otra parte del país. Pero otros fabricantes de zapatos han hecho ya análogo experimento. No pueden vender todo lo que produjeron. La oferta de zapatos es mayor que la demanda que de ellos hay –te dicen– y reducen su producción.

Esto supone que se desprenden de algunos de sus operarios, que van a aumentar, así, el ejército de desempleados.

“Sobreproducción”, se le llama a esto. Pero, en verdad, esto no es exactamente sobreproducción. Esto es subconsumo, porque existen muchas personas que necesitan zapatos nuevos, pero que no pueden permitirse comprarlos.

¿El resultado? En los almacenes se acumulan los zapatos que las personas quieren, pero no pueden comprar. Tiendas y fábricas han de cerrarse por la “sobreoferta”. Lo mismo sucede en otras industrias.

Te hablan de que hay una “crisis” y que tu salario ha de reducirse. Vuestros jornales son recortados. Te dejan trabajar sólo una parte de la jornada o pierdes tu trabajo definitivamente.

Millares de hombres y mujeres han perdido su empleo de esta forma. Sus jornales se agotan y no pueden comprar el alimento y las cosas que precisan. ¿Es que se carece de tales cosas? No, al contrario: los almacenes y las tiendas rebosan de ellos, hay demasiados, hay “sobreproducción”.

Así, del sistema de producción capitalista por la ganancia se infiere esta demencial situación:
1. Las gentes tienen que morirse de hambre, no porque no haya bastante alimento, sino porque hay demasiado; tienen que pasarse sin las cosas que necesitan porque hay acumuladas demasiadas de éstas. 
2. Porque hay demasiado, la producción se reduce, despidiendo a millares de obreros. 
3. Desempleados y, por consiguiente, no cobrando, aquellos miles pierden su capacidad adquisitiva, y el tendero, el carnicero, el sastre y toda la pequeña burguesía comerciante padecen las consecuencias resultantes. Esto quiere decir que se incrementa la desocupación y que la crisis se agrava.
Bajo el capitalismo sucede esto en cada industria.

Tales crisis son inevitables en un sistema de producción por lucro. Vienen de vez en cuando; retornan periódicamente, y se vuelven peores. Privan de su empleo a miles, a cientos de miles de trabajadores, causando pobreza e incontables calamidades y miserias.

Tienen como resultado bancarrotas y quiebras bancarias, que engullen lo poco que el trabajador pueda haber ahorrado en tiempos de “prosperidad”. Causan necesidad e indigencia, conducen a las gentes a la desesperación y al crimen, al suicidio y a la locura.

Tales son los resultados de producir sólo por los beneficios, tales los frutos del sistema capitalista.

Sin embargo, esto no es todo. Hay otra consecuencia de este sistema, una aún peor que todas las demás juntas.

Es la guerra.
Alexander Berkman

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Por qué Marx tenía razón

Por qué Marx tenía razón es un libro de Terry Eagleton publicado en España por Península. Sus diez capítulos refutan diez de las críticas más habituales de los que, prematuramente, han considerado a Marx un autor obsoleto. Así lo explica el autor:
"En este libro tomo diez de las críticas más convencionales formuladas contra el pensador alemán, sin seguir ningún orden concreto de importancia, y trato de refutarlas una por una."
Si Marx hizo en La Sagrada Familia una "crítica de la crítica crítica", tal hace Eagleton con los críticos posmodernos de Marx.

Dejo a continuación el texto completo del primer capítulo, hallado aquí y aquí. 

Y este aviso a navegantes:

“El capitalismo actuará antisocialmente si le resulta rentable hacerlo, y hoy en día eso podría significar una devastación humana de una escala inimaginable”

Terry Eagleton

 I


El marxismo está acabado. Tal vez tuviera cierta relevancia en un mundo de fábricas y de revueltas por hambre, de mineros del carbón y de deshollinadores, de miseria generalizada y de concentración de las masas obreras. Pero no tiene sentido alguno en las actuales sociedades occidentales posindustriales, caracterizadas por una diferenciación por clases cada vez menor y por una creciente movilidad social. No es más que el credo de quienes son demasiado obstinados, temerosos o ilusos como para aceptar que el mundo ha cambiado para siempre y para mejor.

El final definitivo del marxismo sería una noticia que resonaría como música celestial en oídos de los marxistas de todo el mundo. Estos podrían por fin dejar de manifestarse y de organizar piquetes, regresar al calor de sus sufridas familias y disfrutar de una velada hogareña en vez de asistir a otra tediosa reunión de comité. Los marxistas no quieren más que dejar de ser marxistas. En este sentido, ser marxista no se parece en nada a ser budista o ser multimillonario. Es más bien como ser médico. Los médicos son unas perversas criaturas con tendencia a la autoanulación, pues eliminan la fuente misma de su trabajo y su sustento curando a pacientes que, una vez sanos, ya no los necesitan. La tarea de los radicales políticos es similar, pues consiste en llegar a ese punto en el que dejarían al fin de ser necesarios porque se habrían cumplido sus objetivos. Llegado ese momento, serían libres de retirarse, quemar sus pósteres del Che Guevara, retomar aquel violonchelo que llevaban tanto tiempo sin tocar y conversar sobre temas más fascinantes que el modo asiático de producción. Si dentro de veinte años quedan aún marxistas o feministas, será una verdadera pena. En la esencia misma del marxismo está el que sea una empresa estrictamente provisional; de ahí que quien invierta en ella toda su identidad esté cometiendo un claro error de concepto. Que siga habiendo vida después del marxismo es precisamente lo que justifica la existencia del marxismo.

Esta (por lo demás) seductora imagen presenta únicamente un problema. El marxismo es una crítica del capitalismo: concretamente, la más perspicaz, rigurosa y exhaustiva crítica de su clase jamás formulada y emprendida. Es también la única crítica de ese estilo que ha transformado grandes zonas del planeta. De ello se desprende, pues, que mientras el capitalismo continúe activo, el marxismo también deberá seguir en pie. Solo jubilando a su oponente podrá pedir su propia jubilación. Y la última vez que lo vi, el capitalismo parecía estar tan batallador como siempre.

La mayoría de quienes critican actualmente el marxismo no discuten ese punto. Lo que afirman, más bien, es que el sistema se ha transformado hasta extremos casi irreconocibles desde los tiempos de Marx y que, por eso mismo, las ideas de este han dejado de ser relevantes. Antes de que examinemos esta afirmación más a fondo, vale la pena señalar que el propio Marx era perfectamente consciente de la naturaleza siempre cambiante del sistema que él se dedicó a cuestionar. Es precisamente al marxismo al que debemos el concepto de las diferentes formas históricas del capital: mercantil, agrario, industrial, monopólico, financiero, imperial, etc. Así pues, ¿por qué un hecho como el de que el capitalismo haya cambiado de forma en décadas recientes iba a desacreditar una teoría que concibe el cambio como esencia misma de ese sistema? Además, el propio Marx predijo el declive numérico de la clase obrera y el aumento pronunciado del trabajo intelectual. Esto es algo que examinaremos un poco más adelante. También previó lo que hoy llamamos globalización, cosa extraña para un hombre cuyas ideas son supuestamente arcaicas. Aunque tal vez el carácter «arcaico» de Marx es lo que hace que siga siendo relevante hoy en día. Quienes lo acusan de obsoleto son los adalides de un capitalismo que está retrocediendo rápidamente hacia niveles victorianos de desigualdad.

En 1976 eran muchas las personas que en Occidente creían que el marxismo tenía un argumento razonable que defender. En 1986, buena parte de ellas habían dejado ya de considerar que fuera así. ¿Qué fue exactamente lo que sucedió entre tanto? ¿Habían tenido hijos y el peso de la paternidad y la maternidad los había abrumado? ¿O acaso algún nuevo estudio había conmocionado al mundo poniendo de manifiesto el carácter falaz de la teoría marxista? ¿Tropezamos con un viejo manuscrito perdido de Marx en el que este confesaba que todo había sido una broma? Desde luego, no fue por la consternación que nos causó descubrir que Marx trabajó a sueldo del capitalismo, porque eso era algo que ya habíamos sabido todo este tiempo. Sin la factoría textil Ermen & Engels de Salford, propiedad del padre de Friedrich Engels, industrial del ramo, es muy posible que un pobre crónico como Marx no hubiera logrado siquiera sobrevivir para escribir sus invectivas contra los empresarios del textil.





Algo había pasado, sin duda, en el transcurso del periodo en cuestión. A partir de mediados de la década de 1970, el sistema occidental experimentó ciertos cambios cruciales. Hubo una transición desde la producción industrial tradicional a una cultura «posindustrial» de consumismo, comunicaciones, tecnología de la información y auge del sector servicios. Las empresas pequeñas, descentralizadas, versátiles y no jerárquicas pasaron a estar a la orden del día. Los mercados se desregularon y el movimiento obrero fue objeto de una salvaje ofensiva legal y política. Las lealtades de clase tradicionales se debilitaron, al tiempo que otras identidades (locales, de género y étnicas) cobraron mayor relevancia. La política pasó a entrar cada vez más de lleno en el terreno de la gestión y la manipulación.

Las nuevas tecnologías de la información desempeñaron un papel clave en la creciente globalización del sistema, impulsada cuando un puñado de empresas transnacionales optó por distribuir la producción y la inversión por todo el planeta en busca de las fuentes de rentabilidad más fácil. Buena parte de la producción fabril se deslocalizó hacia países de salarios bajos del llamado mundo «subdesarrollado», lo que indujo a algunos occidentales de mentalidad localista a concluir que las industrias pesadas habían desaparecido ya de la faz de la tierra en su conjunto. A raíz de esta movilidad global se produjeron migraciones internacionales de carácter masivo y, con ellas, el resurgimiento del racismo y del fascismo en respuesta a la afluencia torrencial de inmigrantes pobres a las economías más avanzadas. Los países «periféricos» se veían sometidos a un régimen de explotación de su mano de obra, a la privatización de servicios públicos, a recortes en las prestaciones sociales y a una relación real de intercambio comercial desigual hasta extremos surrealistas, mientras que, por otro lado, los nuevos ejecutivos de las naciones metropolitanas cambiaban de imagen con respecto a sus predecesores: con barbas de varios días y cuellos de camisa desabrochados y sin corbata, estos genios de los negocios modernos mostraban su lado sensible desviviéndose por el bienestar espiritual de sus empleados y empleadas.

Nada de esto sucedió porque el sistema capitalista estuviera flotando en la despreocupación y el optimismo, sino más bien por todo lo contrario. Su por entonces recién estrenada belicosidad —como la mayoría de formas de agresividad— obedecía a la profunda ansiedad que lo invadía. Si el sistema se volvió frenético, fue por la depresión latente en que se hallaba sumido. Lo que impulsó aquella reorganización fue, por encima de todo, el repentino apagón del boom de posguerra. La intensificación de la competencia internacional estaba forzando a la baja las tasas de rentabilidad, secando las fuentes de inversión y ralentizando los índices de crecimiento. Hasta la socialdemocracia había pasado a ser una opción política demasiado radical y cara. El escenario era, pues, el propicio para el ascenso de Reagan y de Thatcher, quienes ayudaron a desmantelar el tejido industrial tradicional, a coartar al movimiento obrero, a dejar que el mercado se desatara, a fortalecer el brazo represor del Estado y a capitanear una nueva filosofía social: la de la más descarada codicia. El desplazamiento de las inversiones desde el sector de la industria al de los servicios, las finanzas y las comunicaciones fue la reacción a una crisis económica prolongada, y no el salto que nos sacó de un viejo panorama desolado para impulsarnos hacia un nuevo mundo feliz.

Aun así, es dudoso que la mayoría de los radicales que cambiaron de opinión sobre el sistema entre las décadas de 1970 y 1980 lo hicieran simplemente porque se hubiera reducido el número de fábricas textiles existentes. Eso no fue lo que los indujo a abandonar el marxismo, a la vez que las patillas y las cintas del pelo, sino más bien su convencimiento creciente de que el régimen al que se enfrentaban no iba a dar su brazo a torcer tan fácilmente. No fueron tanto las ilusiones despertadas por el nuevo capitalismo como la desilusión ante las escasas posibilidades de cambiarlo la que resultó decisiva en ese sentido. Hubo, justo es reconocerlo, un número sobrado de antiguos socialistas que racionalizaron su pesimismo proclamando que, si no se podía cambiar el sistema, tampoco había necesidad alguna de transformarlo. Pero lo que resultó concluyente de verdad fue la falta de fe en una alternativa. Porque el movimiento obrero había quedado tan maltratado y ensangrentado, y el retroceso de la izquierda política era tan contundente, que el futuro parecía haberse esfumado sin dejar rastro. Entre algunos de los componentes de las filas de la izquierda, la caída del bloque soviético a finales de la década de 1980 no hizo más que profundizar el desencanto. Tampoco ayudó que la corriente radical más exitosa de la era moderna, el nacionalismo revolucionario, estuviera prácticamente agotado por entonces. El factor que más contribuyó a engendrar la cultura del posmodernismo, con su rechazo de los llamados grandes relatos y su anuncio triunfal del «fin de la historia», fue el convencimiento de que el futuro iba a ser simplemente más de lo mismo que ya teníamos en el presente. O, en palabras de un eufórico posmoderno: «el presente con más opciones».

Lo que contribuyó más que ninguna otra cosa a desacreditar el marxismo, pues, fue la sensación de impotencia política que se había ido apoderando de mucha gente. Resulta difícil mantener la fe en el cambio cuando el cambio mismo parece estar fuera del orden de prioridades, aunque sea en el momento que más se necesita esa fe (a fin de cuentas, si uno no se resiste a lo aparentemente inevitable, jamás sabrá cuán inevitable era en realidad). Si los débiles de ánimo hubieran logrado aferrarse a sus antiguas tesis durante un par de décadas más, habrían sido testigos de cómo ese capitalismo exultante e inexpugnable a duras penas lograba mantener abiertos los cajeros automáticos de las sucursales de los grandes bancos en 2008. También habrían visto todo el continente situado al sur del canal de Panamá desplazarse decididamente hacia la izquierda política. El «fin de la historia» parece haber tocado a su propio fin. Además, y en cualquier caso, los marxistas deberían estar más que habituados a la derrota. Ya habían conocido catástrofes mayores que esta. El sistema en el poder tiene siempre las probabilidades de cara, aunque solo sea porque cuenta con más tanques que quienes se oponen a él. Pero el desplome de tan embriagadores ideales y efervescentes ilusiones como los de finales de la década de 1960 resultó especialmente difícil de asumir por parte de los supervivientes de aquella era.

Así pues, lo que restó plausibilidad al marxismo no fue un supuesto cambio de pelaje del capitalismo. De hecho, la realidad fue justamente la contraria: en lo que al sistema respecta, las cosas siguieron como siempre, pero más aún que antes. Lo irónico de la situación, por lo tanto, es que los mismos factores que contribuyeron a que el marxismo fuese objeto de rechazo otorgaban renovada credibilidad a sus reivindicaciones. Se vio abocado a la marginalidad porque el orden social al que se enfrentaba, lejos de tornarse más moderado y benigno, se volvió más despiadado y extremo que antes. Y esto hizo que la crítica marxista de ese orden resultara aún más pertinente. A escala global, el capital estaba más concentrado y se comportaba de forma más predatoria que nunca, mientras que el tamaño de la clase trabajadora no hacía más que aumentar en realidad. Empezaba a vislumbrarse la posibilidad de un futuro en el que los megarricos vivieran refugiados y parapetados en sus vecindarios exclusivos de acceso restringido y protegidos por vigilancia armada de los mil millones aproximados de habitantes de los asentamientos urbanos marginales, hacinados en sus fétidas casuchas y rodeados por torres de vigilancia y alambradas. En semejantes circunstancias, afirmar que el marxismo estaba acabado era como decir que los bomberos estaban pasados de moda porque los pirómanos se habían vuelto más hábiles e inventivos que nunca.

Como ya predijera Marx, en nuestra propia época las desigualdades de riqueza se han profundizado hasta niveles extraordinarios. La renta actual de un solo multimillonario mexicano equivale a los ingresos de sus 17 millones de compatriotas más pobres. El capitalismo ha creado más prosperidad de la que nunca antes había contemplado la historia, pero el coste (por ejemplo, en términos de la indigencia casi absoluta de miles de millones de personas) ha sido astronómico. Según el Banco Mundial, en 2001, 2740 millones de personas vivían con menos de dos dólares al día. Nos enfrentamos a un futuro probable de Estados nuclearizados en guerra por el control de unos recursos escasos, escasez que es consecuencia en buena medida del propio capitalismo. Por vez primera en la historia, nuestro modo de vida preponderante tiene el poder no solo de engendrar racismo y propagar el cretinismo cultural, de impulsarnos a la guerra o de conducirnos como ganado a campos de trabajos forzados, sino también de erradicarnos del planeta. El capitalismo actuará antisocialmente si le resulta rentable hacerlo, y hoy en día eso podría significar una devastación humana de una escala inimaginable. Lo que solía ser fantasía apocalíptica no es hoy más que sobrio realismo. El tradicional eslogan izquierdista, «socialismo o barbarie», ya ha dejado de ser una mera floritura retórica: nunca antes fue tan tristemente pertinente. En tan funestas condiciones, como bien ha escrito Fredric Jameson, «es necesario que el marxismo vuelva a hacerse realidad».

Las espectaculares desigualdades de riqueza y poder, las guerras imperiales, la intensificación de la explotación, el creciente carácter represor del Estado: si todas estas son características del mundo actual, no lo fueron menos de la realidad sobre la que el marxismo ha reflexionado tradicionalmente y contra la que lleva actuando desde hace casi dos siglos. Es de esperar, pues, que tenga algunas lecciones que enseñar al presente. De hecho, el propio Marx quedó especialmente conmocionado por el proceso de extraordinaria violencia mediante el que, en su propio país de adopción, Inglaterra, se fue forjando una clase obrera urbana a partir de un campesinado desarraigado de su anterior entorno, y ese es un proceso que Brasil, China, Rusia y la India están viviendo en la actualidad. Tristram Hunt señala que el libro de Mike Davis, Planet of Slums, que documenta las «apestosas montañas de mierda» que son los extensos asentamientos urbanos marginales que nos encontramos en ciudades como las actuales Lagos o Dhaka, puede ser leído como una versión puesta al día de La condición de la clase obrera, de Engels. En un momento en el que China se está convirtiendo en la fábrica del mundo, según Hunt, «las “zonas económicas especiales” de Guangdong y de Shanghai evocan inquietantes reminiscencias del Manchester y el Glasgow de la década de 1840»

¿Y si lo anticuado no fuera el marxismo, sino el capitalismo en sí? Marx creía, ya en tiempos de la Inglaterra victoriana, que el sistema había perdido todo su fuelle. Aunque en su momento de máximo apogeo había favorecido el desarrollo social, pasado este, se había convertido en una rémora, más que en un factor de prosperidad. Para él, la sociedad capitalista derrochaba fantasía y fetichismo, mito e idolatría, por mucho que alardeara de su modernidad. La propia explicación que esta daba a su éxito (una petulante fe en la superioridad de su propia racionalidad) no dejaba de ser una forma de superstición. Si, por una parte, el capitalismo era capaz de progresos asombrosos, en otro sentido estaba obligado a correr denodadamente solo para seguir donde estaba. El límite final del capitalismo, según comentó Marx en una ocasión, es el capital mismo, pues la reproducción constante de este es una frontera más allá de la cual no se puede aventurar. Así pues, este régimen histórico —el más dinámico de todos— exhibe un curioso carácter estático y repetitivo. Y el hecho de que su lógica subyacente se mantenga bastante constante es uno de los motivos por los que la crítica marxista sigue conservando la mayor parte de su validez. Esta crítica solo perdería vigencia si el sistema fuese verdaderamente capaz de romper con sus propios límites y trascenderlos inaugurando algo inimaginablemente nuevo. Pero el capitalismo es incapaz de inventar un futuro que no reproduzca ritualmente su presente (el mismo de siempre, aunque, eso sí, «con más opciones»).

El capitalismo ha propiciado grandes avances materiales. Pero por mucho que su modo de organización ha tenido tiempo de sobra para demostrar esa supuesta capacidad suya para satisfacer todas las necesidades y las reivindicaciones humanas, hoy parece más alejado de conseguirlo que nunca. ¿Cuánto estamos dispuestos a esperar hasta que se muestre a la altura de lo que de él se espera? ¿Por qué continuamos consintiendo el mito que abona la vana esperanza de que la fabulosa riqueza generada por el modo de producción capitalista acabará llegándonos a todos y a todas tarde o temprano? ¿Acaso sería el mundo tan indulgente (tan prudentemente dispuesto a esperar la evolución de los acontecimientos) con parecidas promesas incumplidas si estas vinieran de las filas de la extrema izquierda? Por lo menos, los derechistas que admiten que siempre habrá injusticias colosales en ese sistema, pero que así son las cosas, pues las alternativas son aún peores, son más honestos (a su descarado modo) que quienes predican que todo terminará saliendo bien. Si en el mundo hubiera personas ricas y personas pobres en el mismo sentido en el que las hay negras y blancas, entonces las ventajas de los acaudalados podrían acabar extendiéndose con el tiempo a los necesitados. Pero decir que algunas personas están en la miseria mientras otras llevan vidas económicamente prósperas se parece más bien a afirmar que el mundo está dividido entre policías y delincuentes. El caso es que lo está, pero que si nos quedamos únicamente en ese hecho, estaremos ocultándonos a nosotros mismos la verdad: que es que hay policías precisamente porque hay delincuentes.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Se llamaba Vladimir Ilich

Casi simultáneamente, los blogs EL OTRO y arrezafe recogen este artículo. Yo me uno al coro, preocupado por la repelente infusión (acción de infundir: con frecuencia infundios) que en las cabezas de casi todos, y en todos los tiempos, filtra la propaganda interesada en destruir la imagen de aquellos que las clases dominantes consideran peligrosos.

No se trata de hacer hagiografía, reacción muy humana ante las calumnias pero que provoca muchas veces dudas razonables: el que ha sido engañado tiene derecho a recelar de quien lo desengaña. Los grandes hombres, antes de ser grandes, son simples mortales, con virtudes y defectos. Espero que aceptéis que esta forma de expresarme incluye a las grandes mujeres.

Pero sí quiero poner las cosas en su sitio, y para eso lo mejor es partir de hechos comprobables. Como los avances sociales que supuso aquella revolución, adelantada en décadas a políticas que mucho más tarde siguieron otros países. Los retrocesos recientes en muchos campos ¿tendrán algo que ver con la caída de la Unión Soviética?

Es falaz achacar a Lenin los excesos autoritarios que vinieron después, en tan gran medida, además, motivados por las durísimas condiciones de un cerco implacable. O atribuir al leninismo que la traición, setenta años después, de los dirigentes crecientemente enrocados en sus privilegios echara por tierra los mejores logros de aquella inolvidable experiencia.

Hay que reivindicar la memoria de los que lucharon contra los poderes que esquilman el planeta y a sus gentes. Si tal hicieron sus motivaciones fueron las más nobles.

Este torvo personaje que nos presentan ¿tendría por lo menos tanto aprecio por su gato como el que sentía el implacable Churchill por sus perros?






Luis Casado

El torrente de infamias y de mentiras con el que sus enemigos cubrieron a Robespierre, Saint Just, Marx, Engels, Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Lenin y otros revolucionarios, hace que la huella que dejaron en la Historia vaya atenuándose. Hoy por hoy, pocos se atreven a mencionar a Lenin. Es lo que buscan. Lamentablemente para ellos, su memoria sigue viva y su ejemplo señala el camino.


Ningún viento es favorable para quien no sabe dónde ir. (Seneca)


La cuestión está de moda. Allá y acá, por todas partes: ¿Cómo reconstruir la izquierda?

Servidor suele recordar el origen de la noción política, para evitar malos entendidos. La izquierda nació con la Revolución Francesa para designar a quienes reconocen un único e irrenunciable soberano: el pueblo. De entrada se reduce el ámbito de quienes merecen el epíteto.

Afuera quedan los advenedizos que se arrimaron a un carro al que no se identifican ni hacen suyo. Quienes pergeñan entidades constituyentes a geometría variable que gozan de un único elemento estable: su propia presencia. Quienes oscilan entre lo posible, lo razonable y lo rentable. Quienes renunciaron brutal o gradualmente al mensaje original porque vieron la luz del mercado y se rindieron ante el “cambio de paradigma”. Quienes no ven su redención (recompra) sino en la conservación de lo que hay.

De Santiago a París, de Moscú a Washington, de Berlín a Uagadugú, Brasilia o New Delhi, la cuestión, lancinante, es la misma: ¿Cómo reconstruir la izquierda?

Si uno la jugase filosófica, estimaría necesario examinar la deconstrucción de la izquierda, es decir el proceso de perversión acelerada que la degradó a tal punto que hoy no la reconoce ni la madre que la parió.

La técnica es antigua como los cuentos para niños. En el siglo XVII Charles Perrault publicó su célebre Pulgarcito, la historia de un niño abandonado en el bosque junto a sus seis hermanos. Encontrar el sendero de regreso le fue fácil visto que, previsor, Pulgarcito lo había sembrado de guijarros blancos dejando una huella imborrable. Pulgarcito se perdió solo cuando le impidieron identificar el camino recorrido.

Es el método que han utilizado la derecha y los izquierdistas de pacotilla: borrar las huellas. Ello reposa mayormente en la difamación de quienes se han puesto a la cabeza de las diferentes revoluciones que en el mundo han sido, comenzando por Robespierre y sus compañeros de la Revolución de 1792.

Lo mismo ocurrió con Lenin y la revolución rusa de 1917, con los cabecillas de la revolución alemana de 1919, sin olvidar las revoluciones de 1830, de 1848 y por cierto la Comuna de París de 1781. De esta última he tenido la ocasión de rescatar la figura inmensa de Louise Michel que, junto a Olympe de Gouges, constituyen un zócalo granítico sobre el cual edificar un feminismo digno de ese nombre.

En 1919, el asesinato de Rosa Luxemburgo y de Karl Liebknecht por la soldadesca a las órdenes del socialdemócrata Friedrich Ebert, unido a la masacre de buena parte de los líderes obreros que habían sobrevivido a la Primera Guerra Mundial, marcó la destrucción del movimiento obrero alemán y el debilitamiento de la democracia que, algo más tarde, le allanarían la llegada al poder a Adolph Hitler.

Los girondinos habían usado el mismo método durante la Revolución Francesa: enviar a los sans-culottes a la guerra para deshacerse de ellos, y poder complotar en París –y enriquecerse en negociados– a sus anchas.

El caso de Lenin es una pieza de joyería. Durante décadas las burguesías del mundo entero le cargaron todos los crímenes imaginables, sin mencionar que desde la toma del Palacio de Invierno en adelante sometieron al régimen soviético a todo tipo de agresiones militares, invasiones territoriales, brutales sanciones económicas y financieras, una campaña de difamación sin precedentes, sumada a la violenta oposición interna que desató una guerra civil con el apoyo de Francia e Inglaterra.

Sin contar que el armisticio con Alemania –la paz de Brest-Litovsk en 1918– se soldó por la pérdida de territorios occidentales que formaban parte del Imperio Ruso: Finlandia, Polonia, Estonia, Livonia, Curlandia, Lituania, Ucrania y Besarabia, que quedaron bajo el domino de los Imperios Centrales. Como si fuera poco, la Rusia soviética tuvo que cederle Ardahan, Kars y Batumi al Imperio Otomano.

El fin de la Primera Guerra Mundial, cuyo centenario conmemoramos hoy, no solo le permitió a los aliados humillar a Alemania: también sirvió para debilitar al extremo la naciente revolución conducida por Lenin. Rusia solo recuperó esos territorios, excluidos Finlandia, Ardahan, Kars y Batumi, hacia 1940, antes de que se produjera otra redistribución de influencias territoriales al término de la Segunda Guerra Mundial.

Entre 1917 y 1923, atacado en todos los frentes, con el este del país invadido por Japón, con una guerra civil financiada y apoyada desde el exterior, con millones de pérdidas humanas en el curso de la Primera Guerra Mundial, Lenin logró estabilizar el poder soviético y hacer aprobar medidas democráticas que los países occidentales no lograron sino muchos años más tarde, cuando lo lograron. Démosle una mirada:
La nacionalización de la banca, por ejemplo, que Charles de Gaulle impuso al fin de la Segunda Guerra Mundial en Francia (1945). 
La separación de la Iglesia y el Estado que –para dar un ejemplo– aún le ocasiona problemas a Chile en donde las iglesias se inmiscuyen en los asuntos civiles, impiden o estorban la aplicación de la Ley civil en diferentes materias, y el presidente de la República jura por Dios y declara su fe día por medio. 
La supresión de la enseñanza religiosa obligatoria en la escuela, y la prohibición de los castigos corporales a los alumnos. 
La jornada de trabajo de 8 horas, que hasta ese momento era de 12 – 14 horas no solo en el campo sino también en la industria. 
▪ La instauración de dos semanas de vacaciones pagadas anuales para todos los asalariados. 
▪ La creación de la Inspección del Trabajo, y la prohibición del trabajo nocturno para las mujeres, – que la unión Europea le impondrá a Francia solo… ¡en el año 2001! –, así como para los menores de 16 años. 
La prohibición de trabajos subterráneos (minería) y de horas suplementarias para los menores de 18 años, y la supresión de la discriminación entre obreros rusos y obreros extranjeros (que la Unión Europea aún no resuelve del todo en el año 2018…). 
▪ La instauración del matrimonio civil, y la creación de un estado civil. 
▪ La instauración de una Licencia de Maternidad de ocho semanas antes y después del parto (16 semanas en total). 
La abrogación del Código Penal zarista que condenaba a trabajos forzados a los homosexuales masculinos, despenalizando así la homosexualidad, abrogación que la muy monárquica Inglaterra no hará sino en el año 1967, y la rígida Alemania Federal en el año 1969. 
▪ El divorcio por consentimiento mutuo, y el derecho al aborto (“la más triste de las libertades” comentaba Trotsky…), derecho que la Francia laica y democrática no aprobará sino en el año 1975, y que sigue siendo negado en países dizque democráticos entre los cuales Chile (las famosas “tres causales”, limitadas por la “objeción de consciencia”, no son sino una tapadera vergonzosa).
Todo eso entre 1919 y 1923, en un país que salía devastado de la Primera Guerra Mundial, que soportaba una guerra civil, cuyos hospitales estaban o destruidos o saturados, sin el equipamiento necesario en razón del bloqueo franco-inglés, amenazado por la hambruna, el tifus y el cólera…

Si Lenin concitó el odio de las burguesías planetarias se debe a que afirmó muy tempranamente que el capitalismo es irreformable, y que la única solución consiste en borrarlo del mapa.

¿Qué? ¿Terminar con el capitalismo? Sí, precisamente. Terminar con el capitalismo. Ese fue su objetivo, el que le granjeó la enemistad de los poderosos.

En el verano europeo de 1898, mientras Lenin estaba relegado por el zarismo en el lejano pueblito de Chouchenskoïe (Krasnoiarsk), a más de 4.300 km de Moscú y a 8.000 km de las capitales en que tenía lugar el debate, Edouard Bernstein, ejecutor testamentario de Friedrich Engels, publicó una serie de artículos dando a entender que la revolución como agente de cambio político y social estaba obsoleta, y que el socialismo sería el producto de una serie ininterrumpida de pequeñas reformas sociales.

Había nacido (o más bien resucitado) la ciénaga del reformismo, del parlamentarismo, de la colaboración con el enemigo. En ese momento, Karl Kautsky (el futuro “renegado”), Gueorgui Plekhanov (que terminaría abogando por la colaboración con la burguesía) y Rosa Luxemburgo, asesinada más tarde por los “progresistas”, salieron al paso de Bernstein, criticándolo.

Lenin se consiguió los textos, que leyó con un profundo desprecio, prometiéndose dedicar toda su actividad política a la organización del movimiento obrero y a la revolución que le pusiese fin al capitalismo en Rusia y Europa. Corría el año 1898… Diecinueve años más tarde Lenin llegaría al poder para hacer realidad su proyecto político. Al lado de los Soviets, la «democracia participativa» pasa por lo que es: una consigna para incautos. La paz para todos y la tierra para los campesinos fueron las dos primeras promesas que cumplió Lenin.

Como sabemos, con dos balas en el cuerpo recibidas en un atentado en 1918, enfermo al final de su vida, en el año 1923 Lenin perdió el control del partido bolchevique. Más tarde la nomenklatura, después de haberlo endiosado y momificado, arrojó su memoria a las hienas, al tiempo que dislocaba y saqueaba la propiedad del Estado soviético.

Un cierto Anatoly Latychev, ex profesor de la Escuela Superior del Partido Comunista de Moscú y del Instituto Superior Político-social del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, tocado por la gracia de la economía de mercado escribió un libro titulado “Lenin al descubierto” (Moscú 1996). Allí dice: “Lenin, desde el inicio de la revolución de octubre, planificó la exterminación de más de la mitad de la población de Rusia (¡o sea más de 70 millones de habitantes!), exterminó capas enteras de la sociedad rusa: los empresarios y los agricultores ricos, la elite intelectual y los servidores del culto” (sic).

No fue el único. Dmitri Volkogonov, ex jefe adjunto de la dirección política de las fuerzas armadas soviéticas, declaró: “Vladimir Ulianov (Lenin) desencadenó el Anticristo en los espacios de Rusia” (Moscú. Novosti. 1994).

Nada nuevo bajo el sol. Otros antes que Lenin fueron sepultados bajo toneladas de infamias. Pero, curiosamente, la investigación histórica, el acceso a una masa de archivos hasta hace poco restringidos, el trabajo de profesionales que ni siquiera simpatizan con el socialismo, restablecen poco a poco la verdad histórica.

De ese modo, como Pulgarcito, piedra a piedra, podemos encontrar el sendero en el que nos perdimos, o nos perdieron. Y retomar el camino que conduce a la eliminación del capitalismo que hoy amenaza hasta la supervivencia de la especie humana en la Tierra.