sábado, 31 de octubre de 2020

Regreso a la (a)normalidad

Cuando el confinamiento de la pasada primavera podía haber servido para demostrarnos la diferencia entre lo indispensable y lo superfluo, y dirigirnos a transformar de cabo a rabo este insensato modelo productivo, la "nueva normalidad" a la que se ha querido regresar a toda prisa es en realidad la "vieja anormalidad" de antes.

Con todos sus problemas, a los que se añade que la salud pública regresa rápidamente a la casilla de salida.

Por eso este artículo, que reproduzco parcialmente, insiste en que no olvidemos alegremente cosas que esta experiencia debería habernos enseñado:

  • La presión que la especie humana ejerce sobre los entornos naturales multiplica las oportunidades de contacto entre esta última y las especies de animales salvajes.
  • La agroindustria capitalista contribuye de múltiples maneras a la generación de pandemias virales dentro de la especie humana.
  • Otras pandemias similares, tal vez incluso más graves que la que estamos atravesando actualmente, se producirán en los próximos años.
  • La pandemia no pudo ser contenida en la escala y con la rapidez que hubiera sido posible y deseable debido a los fuertes recortes del gasto público en salud en las décadas anteriores. Hay que poner fin a esta austeridad y poner en marcha un vasto plan público para el sistema de salud.
  • Si bien los investigadores preocupados por la lucha contra las recurrencias de las pandemias virales tienen buenas razones para indignarse, no ocurre lo mismo con algunos de sus colegas que han podido disponer claramente de los fondos necesarios y suficientes para amplificar la virulencia de algunos de esos virus, con el pretexto de estudiar cómo mutan, pero también, más probablemente, para mejorar los arsenales de guerra bacteriológica que poseen los estados mayores de los principales ejércitos, aunque declarando que nunca serán los primeros en utilizarlos…
  • Con la intención de liberarse en principio de la capacidad proletaria de conflicto que ofrecía la fábrica fordista, la “fábrica fluida, flexible, difusa y nómada” posfordista no hizo otra cosa más que extender su fragilidad al conjunto del planeta.
  • El confinamiento de la población ha interrumpido abruptamente la educación a todos los niveles. Sobre todo, la introducción apresurada de soluciones de educación a distancia dejó en claro que la educación a distancia se encuentra todavía en su infancia, al menos dentro de la educación pública, y no ha sido diseñada para que exista una articulación con la enseñanza presencial, que sigue siendo indispensable.
  • La necesidad de preservar el cuerpo social condujo a la paralización de toda producción no inmediatamente necesaria para la sociedad, arbitrando así entre lo útil y lo fútil, si no entre lo benéfico y lo perjudicial.
  • Al haber sido asumida por los distintos Estados, la gestión de la crisis y sus consecuencias no han hecho sino agravar la distorsión entre una economía capitalista mundializada y los centros de poder que siguen siendo esencialmente nacionales y preocupados por los intereses nacionales.
  • No hay que confundir el socialismo con el estatismo; la socialización de la producción que se quiere lograr sólo adopta la forma de estatización mientras se mantengan las relaciones capitalistas de producción; la superación de estas últimas debe hacer que adopte otras formas, combinando la autogestión de las unidades de producción con la planificación democrática de la producción en su conjunto.
  • Esta humanidad no está en la naturaleza como “un imperio dentro de un imperio” (como lo dijo Spinoza) sino que es parte integrante de ella y por lo tanto dependiente de ella, lo que hace que el humanismo revolucionario debe ser también un naturalismo consumado.






Alain Bihr

Incluso si, y sobre todo si la crisis global provocada por la pandemia de Covid-19 terminara dando lugar a un regreso al statu quo anterior, lo que por el momento no es seguro, nos habrá enseñado algo sobre las necesidades (imperativos y urgencias) y las posibilidades (potencialidades y oportunidades) que contiene en sí la actual etapa de desarrollo del modo de producción capitalista. Lecciones que deben alimentar la reflexión crítica de las fuerzas sociales que cuentan aún con los medios para abrir otros caminos, incluido el que puede conducir a su superación por la vía revolucionaria.

1. La pandemia de Covid-19 causada por el virus SARS-CoV-2 forma parte de una larga serie de pandemias virales cuya frecuencia se ha visto acelerada en los últimos decenios. El VIH/SIDA (que apareció en 1981), el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS) entre noviembre de 2002 y julio de 2003 (provocado ya por un coronavirus, SARS-CoV), la gripe aviar en 2004 por el virus H5N1, la gripe por el virus H1N1 en 2009, el MERS-CoV que sigue causando estragos en el Medio Oriente desde 2012, la gripe aviar debida al virus H7N9 en 2013 -sin mencionar los brotes de Ébola en África occidental y del Zika en el Brasil o el dengue, cuya presencia sigue extendiéndose en todo el mundo- son los ejemplos más conocidos de algunas decenas de enfermedades emergentes o reemergentes. La hipótesis más aceptada, y en la mayoría de los casos confirmada, es que se trata de zoonosis, provocadas por la transmisión de agentes infecciosos (esencialmente de naturaleza viral) de especies animales, salvajes o domesticadas, a los seres humanos. Es por eso que, los nombres de muchas de ellas se refieren a especies animales.

(...)

2. Resultó imposible prevenir la actual pandemia porque las investigaciones científicas realizadas a partir de pandemias anteriores (sobre todo el síndrome respiratorio agudo severo SARS en 2002-2003) se abandonaron rápidamente en los años siguientes. En cuanto a la investigación pública, ésta ha sido afectada por la austeridad presupuestal, más severa aún después de la crisis financiera de 2007-2009, que llevó a la restricción e incluso a la supresión de la ya escasa financiación de la investigación pública, tanto a nivel nacional como internacional. En cuanto a la investigación privada, que opera en el marco de las empresas farmacéuticas privadas transnacionales, cuya principal preocupación no es ciertamente la salud pública sino la valorización máxima de su capital, la misma tiene por definición poco interés y menos aún medios para el desarrollo de medicamentos o vacunas cuya rentabilidad es dudosa al ser necesarios largos para su desarrollo, además de la incertidumbre en cuanto a la existencia de una demanda solvente, dado que se desconoce la probabilidad de recurrencia de tales episodios epidémicos o no. Sin embargo, en los últimos años se han alzado muchas voces, no sólo por parte de los investigadores sino también por parte los aparatos de la policía y del ejército, para advertir a los líderes políticos, en particular a los responsables de la salud pública, sobre el riesgo y la casi certeza de tales recurrencias, sin que hayan obtenido resultado alguno. Y la actual pandemia ha demostrado a posteriori que tenían razón.

(...)

3. La pandemia del Covid-19 se propagó como un reguero de pólvora gracias a los intercambios económicos transnacionales. La lección que hay que sacar de esto es evidente: si se quiere evitar o al menos limitar y frenar la propagación de esas pandemias, que muy probablemente se repitan en el futuro dadas las condiciones actuales, es necesario reducir la escala y la velocidad de esos intercambios reubicando las unidades productivas lo más cerca posible de las poblaciones cuyas necesidades se supone que deben satisfacer.

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4. La pandemia no pudo ser contenida en la escala y con la rapidez que hubiera sido posible y deseable debido a los fuertes recortes del gasto público en salud en las décadas anteriores. Aunque esto ya se ha documentado abundantemente en forma de numerosos testimonios, el macabro número de decenas de miles de vidas sacrificadas deliberadamente por los sumos sacerdotes y los bajos clérigos de los ministerios, las administraciones y los organismos de salud pública en el altar de la austeridad presupuestaria, a través del cierre de instituciones y unidades de cuidados intensivos y la restricción de personal. Y esto, pese a las protestas y advertencias de ese mismo personal, que a menudo recibió como única respuesta un silencio arrogante y despectivo y gases lacrimógenos. Todos los (ir)responsables del desastre que acabamos de vivir deben rendir cuentas, en el plano político, por supuesto, pero también, si fuera posible, en el plano judicial.

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5. Una vez desencadenada, la gestión de la crisis sirvió para recordar que el Estado o Estados son y siguen siendo el último recurso para el capital. En este caso eminentemente crítico, asumió esencialmente tres misiones. Por un lado, en lo inmediato, para salvar el capital poniéndolo bajo perfusión financiera: Garantizando los préstamos que las empresas tuvieron que contraer para hacer frente a las pérdidas de explotación; aplazando los plazos de pago de sus contribuciones obligatorias (impuestos y cotizaciones sociales); asumiendo total o parcialmente el costo del paro técnico al que se vieron obligados sus asalariados; prolongando el período de derecho a determinadas prestaciones sociales (subsidios de desempleo) y el pago de los salarios de los funcionarios y otros empleados del Estado; concediendo subvenciones excepcionales directamente a las empresas y a los hogares (esto fue así incluso en los Estados Unidos), etc. Sin duda, mañana habrá otras subvenciones excepcionales, absorciones de deudas, nacionalizaciones, etc., sin hablar de los planes de relanzamiento que serán necesarios para impulsar la recuperación (la reactivación de la economía) estimulando el consumo y la inversión, en particular en los sectores más afectados por el cierre (turismo, hoteles, restaurantes, teatros, transporte aéreo, etc.). Y todo eso a costa de un enorme déficit presupuestario y un fuerte aumento de la deuda pública (en el sentido más amplio del término: la deuda de los Estados, las autoridades locales y las administraciones públicas de bienestar social -no olvidemos el costo de la pandemia para el seguro de enfermedad), sobre todo porque la contracción de la actividad productiva ha dado lugar a una contracción de los ingresos públicos (principalmente impuestos indirectos perdidos y contribuciones sociales aplazadas o canceladas). Según el FMI, la deuda pública podría aumentar en un 13% del PIB mundial, o más de 10 billones de dólares.

(...)

6. La extrema fragilidad de la infraestructura productiva del capitalismo no sólo se debe al carácter transnacional que ha adquirido en los últimos decenios, mencionado anteriormente. La transnacionalización no ha hecho más que acentuar una fragilidad estructural derivada de la propiedad privada de los medios de producción social: al hecho de que estos medios de producción se ejecuten en y por empresas privadas, separadas entre sí e incluso parcialmente opuestas entre sí, viéndose a la misma vez obligadas a cooperar mediante el intercambio comercial de sus productos (bienes o servicios). Si ese intercambio se rompe, por una u otra razón, crisis sanitaria, crisis económica o crisis política, todo el aparato de producción colapsa. Le corresponde entonces al Estado hacerse cargo, siendo que él mismo se encuentra estructuralmente impedido por su naturaleza burocrática y por los límites que le impone la propiedad privada, que pretende preservar y hacer respetar. Por no hablar de la mediocridad habitual de los que gobiernan, tanto intelectual como moral (pues ¿existe acaso una ambición más mediocre que la de querer gobernar a los hombres?), que son a su vez prisioneros de los intereses de clase que representan y de los intereses de los cuerpos a los que pertenecen, con todo lo que esto implica en términos de barreras y anteojeras.

(...)

7. Para terminar, otra lección que se puede extraer de la crisis actual define lo que está en juego en un cambio revolucionario. Al precipitarlas y radicalizarlas, esta crisis ha confirmado las tendencias de larga data y ya conocidas del capitalismo: su incapacidad para preservar incluso sus propias ganancias, ya sea en términos de prosperidad material o de salud pública, la constitución y consolidación del espacio público (incluido el ejercicio de las libertades públicas, así como la simple libertad de moverse sin temor en la calle, de sentarse en la terraza de un café, de intercambiar palabras o sonrisas con los vecinos, apretones de manos y abrazos entre amigos) y la autonomía individual, el estado de derecho y la racionalidad. En otras palabras, ha revelado la amenaza mortal que su perpetuación representa para la civilización humana, para la humanidad y el mundo vivo en general. En estas condiciones, el movimiento revolucionario debe presentarse en lo sucesivo como defensor no sólo de los intereses del proletariado (que, sin embargo, constituye ya la mayor parte de la humanidad contemporánea) sino, más ampliamente y más radicalmente, de los de la humanidad en su conjunto, entendida tanto en extensión como en comprensión.

La crisis actual nos habrá hecho recordar que esta humanidad no está en la naturaleza como “un imperio dentro de un imperio” (como lo dijo Spinoza) sino que es parte integrante de ella y por lo tanto dependiente de ella, lo que hace que el humanismo revolucionario debe ser también un naturalismo consumado. Aquí encontramos una de las intuiciones del joven Marx:

“El comunismo es la abolición positiva de la propiedad privada, de la alienación humana y, por tanto, la apropiación real de la naturaleza humana a través del hombre y para el hombre. Es, pues, la vuelta del hombre mismo como ser social, es decir, realmente humano, una vuelta completa y consciente que asimila toda la riqueza del desarrollo anterior. El comunismo, como naturalismo plenamente desarrollado, es un humanismo y, como humanismo plenamente desarrollado, es un naturalismo. Es la resolución definitiva del antagonismo entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y el hombre. Es la verdadera solución del conflicto entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la autoafirmación, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie. Es la solución del dilema de la historia y sabe que es esta solución.”

viernes, 30 de octubre de 2020

Hiroshima y Nagasaki: el genocidio (y III)

Tercera y última parte del artículo. Las dos primeras, aquí y aquí.

Hoy está claro que los bombardeos atómicos de dos ciudades japonesas apuntaban a la URSS, aunque el daño físico lo sufrieran otros. Para su intención disuasoria disponían de dos bombas, y las emplearon sin demora. ¿Habrían lanzado diez si las hubieran tenido? Queda ahí la sospecha.

Esta parte narra los sufrimientos de los que tuvieron la desgracia de no morir en el primer instante. La censura impidió al principio ocultarlos, pero pronto fue imposible. Quien conserve algo de humanidad en la conciencia sentirá repugnancia hacia quien con tanto entusiasmo había comparado «la nube en forma de hongo con una nueva versión de la estatua de la libertad».

Los causantes de grandes males, si llegan a ser conscientes de su autoría reaccionan de modos diferentes. Unos tratan de olvidar, y algunos lo consiguen, aunque a otros los acompaña el remordimiento durante años. Hay quien lo soporta en silencio, otros demuestran su arrepentimiento denunciando y luchando activamente.

Pero hay otros que persisten en que lo que hicieron estuvo bien. Se justifican con el balance coste-beneficio, demonizan a las victimas de sus actos o se amparan en la doctrina del mal menor; o todo a la vez. Y muchos se llegan a sentir héroes, escudados tras sentimientos patrióticos, religiosos o de superioridad racial.

Tal vez les baste el odio.

La devastada Hiroshima, en imagen del 12 de agosto de 1945 FOTO Ap















La Jornada

Después de las dos explosiones nucleares en Hirioshima y Nagasaki, el mes de agosto de 1945, la investigación sobre los efectos de la radiactividad en los seres humanos se convirtió en un secreto político impenetrable. Por ese entonces, los militares estadunidenses hicieron lo imposible para que Japón rehusara la ayuda de la Cruz Roja Internacional. Durante siete largos años (1945-1952), a los médicos y los científicos japoneses se les prohibió el acceso a los historiales clínicos de las enfermedades producto de la radiactividad, que acaso hubiesen servido para encontrar tratamientos y curaciones más efectivos. Los equipos médicos de Estados Unidos examinaban a las víctimas, pero no las atendían porque, al parecer, significaba reconocer su culpa.

Según el Alto Mando del Pentágono, el propósito del ataque nuclear era convertirse en un poderosísimo medio de disuasión: el imperio japonés debía rendirse sin condiciones y, por ese camino, salvaguardar la vida de miles de jóvenes estadunidenses. No obstante, ningún estratega militar pudo explicar entonces por qué, en menos de tres días, lanzaron la segunda bomba sobre Nagasaki, que incineró a 70 mil personas. Al cabo de 60 años, uno tiene la impresión de que aquel infierno no era un medio persuasivo, sino un asunto de poder implacable: algo que alguien estaba haciendo contra uno, y sólo contra uno: la Unión Soviética. A principios de los 70, los historiadores de la Comisión de Energía Atómica se preguntaron por qué no se habían considerado otros medios de disuasión que no implicaran -esas alternativas las conocían Truman y sus asesores- un asesinato masivo como, por ejemplo, una explosión atómica en una isla desierta ante un público internacional. Los expertos desecharon esa alternativa y argumentaron que sólo tenían dos cargas nucleares. Aun cuando uno aceptara sin conceder este argumento perverso, se impone la pregunta: ¿por qué no se intentó advertir a los japoneses con un mensaje contundente? Los autores del Proyecto Franck así lo demandaban. El ultimátum de rendición estadunidense era tan vago como ambiguo, se hablaba de «una destrucción total en caso de resistirse». Si se trataba de experimentar con el arma nuclear -escribe Gore Vidal- ¿era necesario arrojarla sobre ciudades superpobladas y llenar de horror y sufrimiento sus casas y calles?

A principios de agosto de 1946, John Hersey publicó en la revista New Yorker el reportaje Hiroshima, que significó el gran viraje de esta historia. Por primera vez el mundo conoció a seis de los supervivientes del bombardeo de Hiroshima y sus increíbles testimonios. Los textos de Hersey infunden respeto, admiración, devoción y, por supuesto, una gran solidaridad. Hersey inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos reporteros, pero inspiraba otro menos frecuente: absoluta credibilidad. La gratitud de que nos haya dejado para el mundo una narración ejemplar tal vez llena de horror y espanto pero tan contundente como las voces de sus supervivientes. Fue, tal vez sin proponérselo, el narrador que suscitó la enorme consternación mundial ante el genocidio de Hiroshima y Nagasaki. John Hersey, corresponsal de guerra de la revista Time, nacido el año de 1914 en China, cubrió las batallas de Iwo Jima y Guadalcanal.

Al llegar a Hiroshima unas semanas después de la explosión nuclear, encontró al doctor Sasaki, director del hospital de la Cruz Roja de Hiroshima, rodeado de decenas de miles de pacientes gravemente heridos -la mayoría con terribles quemaduras- y sin más tratamientos que una solución salina. Hersey describió hora tras hora al doctor Sasaki, paseando aturdido por los pasillos malolientes, vendando a los heridos a la luz de los incendios que siguen cubriendo a la ciudad. El techo y los tabiques se han desplomado, el suelo está pegajoso de sangre y vómitos. A las tres de la mañana, el doctor Sasaki y sus colaboradores llevaban 19 horas seguidas de un trabajo espantoso y se refugiaron detrás del hospital para dormir unas horas. Al poco tiempo son descubiertos y rodeados por muertos vivientes que gritan: «¡Doctores, ayúdennos! ¿Cómo pueden dormir mientras nosotros morimos?»

«Hiroshima es la catástrofe más concentrada y destructora que jamás se haya abatido sobre seres humanos» -escribió Elias Canetti- «minuciosamente calculada y provocada por los mismos seres humanos». Nadie está seguro de haber escapado al peligro y a la muerte; los efectos «secundarios» de la explosión nuclear son más terribles que cualquier otro síntoma, destruyen todos los pronósticos «normales» de la medicina, nadie sabe qué tienen los heridos. Sasaki se dio muy pronto cuenta de que avanzaba a ciegas en medio de la oscuridad más absoluta, como lo describió el australiano Wilfred Burchett. La gran mayoría de los heridos nunca llegará al hospital; al atardecer del 7 de agosto de 1945, el pastor Tanimoto -cuenta Hersey- transporta a los heridos de la explosión de una orilla a la otra, que todavía no está en llamas. Tanimoto se improvisa como barquero, va de un lado al otro, infatigable, toma las manos de una mujer para subirla a bordo y su piel se desprende en grandes pedazos que parecen guantes, la mujer se va deshaciendo por partes hasta desaparecer en el agua. A pesar de su pequeña estatura, Tanimoto logra poner muchos cuerpos en la otra orilla, pero la piel de los heridos está viscosa y azul. El doctor Sasaki se estremece al imaginar todas las quemaduras que ha visto en el día, heridas nunca antes vistas: amarillas, luego rojas e hinchadas, con la piel acostrada, y al final, cuando llega la noche, supurantes y hediondas. Una y otra vez el doctor Sasaki se dice a sí mismo: «son seres humanos, son seres humanos».

En todo caso, Sasaki estaba dispuesto a empezar de nuevo cuantas veces fuera necesario, y trasladarse si era preciso hasta el otro lado del mundo para revelar la destrucción que ocasiona la radiactividad en los seres humanos. No era una metáfora: al término de su actividad en el hospital, enfermo terminal de leucemia, había tomado la decisión de viajar por todo Japón, durante la primavera de 1947, para tratar de poner al tanto a sus compatriotas del peligro. Mientras se enfrentaba al enigma de los síntomas en los enfermos, el propio doctor Sasaki, como el doctor Hachiya, es un paciente. Cada síntoma que descubre en los demás lo preocupa también por él mismo, y en secreto comienza a buscarlo en su propio cuerpo. La supervivencia es precaria y nunca está garantizada.

En El diario de Hiroshima del doctor Michihiko Hachiya, Elias Canetti narra la experiencia de Hachiya, director de otro Hospital de Hiroshima, y habla de su profundo respeto por los muertos, además describe cómo el doctor Hachiya se aterra al ver cómo ese respeto va desapareciendo en los demás. Cuando entra en la cabaña de madera donde un colega está practicando autopsias, Hachiya no se olvida de inclinarse ante el cadáver. Todas las tardes incineran muertos frente a las ventanas de su cuarto en el hospital. Al lado mismo de donde esto ocurre hay una bañera. La primera vez que asiste a una cremación, cuenta Canetti, desde abajo escucha que alguien exclama en voz alta desde la bañera: «¿Cuántos has quemado hoy día?». La total irreverencia de esta situación -por un lado un hombre que poco antes estaba vivo y ahora es incinerado, y más allá otro en una bañera, desnudo- le causa una profunda indignación. Pero al cabo de unas semanas, anota Canetti, Hachiya se hallaba cenando en su habitación del segundo piso con un amigo durante una de esas cremaciones masivas. Siente un olor «como a sardinas quemadas, se da cuenta de que son los muertos y sigue comiendo.

«En aquella ciudad totalmente destruida, Hiroshima, no se sobrevive a enemigos, sino a la propia familia», escribe Canetti, «a colegas y conciudadanos». La guerra sigue y los enemigos cuya muerte se desea están en otro sitio. Uno se siente amenazado por ellos y la desaparición de la propia gente aumenta la amenaza. Con la caída de la bomba la muerte llega desde arriba; sólo es posible contraatacar a la distancia, y haría falta estar prevenido.

Cuando los lectores de John Hersey leyeron en Nueva York los reportajes sobre Hiroshima, ya no quisieron imaginar a «la nube en forma de hongo como una nueva versión de la estatua de la libertad», se llenaron de miedo y horror y discutieron con toda crítica la decisión del presidente Truman. Albert Einstein compró, cuentan sus colegas, mil ejemplares de la revista y los regaló durante algunas semanas. Cuarenta y nueve días después de la catástrofe se celebró en Hiroshima una jornada en memoria de los muertos. El doctor Hachiya se dirigió a la ciudad en bicicleta y visitó todos los lugares consagrados a los muertos, sus propios y aquellos de los que había escuchado hablar. Cerró los ojos para ver a una amiga entrañable que había fallecido, y ésta se le apareció. Al abrirlos la imagen se desvaneció; los volvió a cerrar, asegura Canetti, y la vio otra vez. Hachiya se va abriendo paso por entre las montañas de escombros de la ciudad y no camina al azar, él como el doctor Sasaki saben lo que buscan: los lugares de los muertos. Los imaginan a todos, los vuelven a ver, tienen una imagen clara de los fallecidos. Y ésta quizá sea la única forma del duelo frente al genocidio.

jueves, 29 de octubre de 2020

Hiroshima y Nagasaki: el genocidio (II)

Segunda parte del artículo publicado en La Jornada los días 10, 11 y 12 de agosto de 2005 en el 60 aniversario de los bombardeos atómicos sobre Japón. La primera, aquí.

Algunas cosas a destacar:

  • Los efectos de la radiación atómica
  • Las drásticas limitaciones a la información
  • La justificación de los crímenes mostrando los ajenos
  • Solo importan las vidas de los compatriotas
  • Se niega el sufrimiento de las víctimas
  • La intención de probar todos los efectos del arma
  • La ilusión de mantener el monopolio del arma nuclear
  • Impedir que la URSS ocupara Japón

Estas dos últimas razones sugieren que el arma se utilizó de hecho contra la Unión Soviética. Japón ya estaba vencido, pero debían ser ellos los ocupantes. Si la guerra en España había sido el primer capítulo de la Segunda Guerra Mundial, el final de esta era el comienzo de la Guerra Fría.

Guerra permanente por el dominio del mundo.

Imagen proporcionada por la Asociaciación e Fotógrafos de la Destrucción de Hiroshima que muestra las ruinas del área residencial de la ciudad. FOTO Ap

















La Jornada 

Wilfred Burchett, periodista australiano, escribió el 6 de septiembre de 1945 en el London Daily Press un artículo que se publicaría después en los principales diarios del mundo: «Treinta días después de que la bomba atómica destruyera la ciudad de Hiroshima y estremeciera al mundo, la gente que sobrevivió al cataclismo sigue muriendo en forma enigmática y aterradora, de síntomas desconocidos; sólo puedo describir ese síndrome como la plaga atómica». Burchett había visitado el único hospital fuera de la ciudad y vio a cientos de pacientes en el suelo: sus cuerpos estaban demacrados y despedían un hedor insoportable, muchos sufrían graves y profundas quemaduras.

Al principio los médicos y cirujanos trataban las quemaduras como cualquier otra, pero los pacientes se licuaban por dentro y morían. Ningún médico había visto nada igual. «Sin alguna razón aparente, su salud comienza a deteriorarse -escribía Wilfred Burchett en su reportaje-, se presentan fallas multiorgánicas, pierden el apetito y el pelo de la cabeza, sus cuerpos se cubren de manchas azules y, antes de morir, sangran por los ojos, la nariz y la boca. Los médicos japoneses les inyectan vitaminas, pero la carne de los enfermos se pudre al contacto con la aguja. Hay algo que acaba con los glóbulos blancos, pero no sabemos qué es. ¿Cómo podemos detener -se preguntaba el doctor Katsuba, director del Hospital- esta aterradora enfermedad?»

Los servicios de inteligencia estadunidenses se informaron unas semanas antes de que el reportaje de Burchett estaba a punto de salir -cuenta el historiador Florian Coulmas-, y publicaron en esa misma fecha un informe sobre 200 atrocidades perpetradas por los militares japoneses a prisioneros de guerra estadunidenses, incluidos canibalismo y soldados enterrados con vida. Unos días después, William Laurence, periodista al servicio de la Casa Blanca, escribió el carácter maravilloso del bombardeo en Nagasaki. Respecto de la bomba atómica, escribió lo siguiente: «Estar cerca de la bomba y contemplarla mientras se convertía en un ente vivo, tan exquisitamente modelada que cualquier escultor se sentiría orgulloso de haberla creado, lo transporta a uno al otro lado de la frontera que separa la realidad de la irrealidad y nos hace sentir la verdadera presencia de lo sobrenatural».

Una semana después el general Robert Farell invitó a 12 científicos a Hiroshima, y les «demostró» que la explosión nuclear no había dejado rastros de contaminación radiactiva. Ya para entonces el general Groves aseguraba al Congreso que la radiación no causaba «sufrimiento inhumano» a sus víctimas, «por cierto», afirmaba el general, «es una manera muy placentera de morir». Nadie vio las imágenes de esa muerte placentera. Durante muchos años se prohibió la exhibición de las fotografías de las víctimas. Además, se confiscó un documental japonés de tres horas de duración sobre Hiroshima, cuyas imágenes sólo fueron difundidas 20 años después, y que formaron el centro de la extraordinaria película Hiroshima y Nagasaki, de Eric Barnouw.

Bert V. A. Röling, historiador holandés, afirma que, después de la lectura de los protocolos del Consejo de Ministros y del Consejo Imperial japoneses, las explosiones nucleares no pueden considerarse la causa directa de la rendición incondicional de Japón. La guerra del Pacífico habría terminado antes del primero de noviembre de 1945 sin el uso de las bombas atómicas, según un informe militar estadunidense de marzo de 1946. Después de la derrota de Alemania, José Stalin había aprobado en Yalta la guerra contra los japoneses, por esa razón muchos militares estadunidenses ya no contaban con los dos proyectos de invasión: el de noviembre de 1945 y el de marzo de 1946. A principios de julio, el general Dwight Eisenhower consideraba que la rendición del imperio japonés era inmediata. ¿Harry Truman evitó las negociaciones de paz con Japón -se preguntaba Röling- porque le habrían impedido lanzar las bombas? El argumento principal del presidente Truman -una parte del repertorio histórico de Estados Unidos- consistió en afirmar que las bombas atómicas salvaron una gran cantidad de vidas, sobre todo estadunidenses. Después de las explosiones nucleares en Hiroshima y Nagasaki, Truman insistió en dos puntos esenciales: a partir de ese momento los jóvenes de Estados Unidos estarían a salvo y, sobre todo y ante todo, ningún país tendría el poder nuclear en sus manos.

Los estrategas del Pentágono calculaban un sinnúmero de bajas en la invasión de las islas japonesas; las batallas de Iwo Jima y Okinawa les habían costado 9 mil 600 soldados. La invasión y la ocupación de Tokio les costaría un millón de bajas estadunidenses.

(continúa)

Hiroshima y Nagasaki: el genocidio (I)

Al cumplirse 60 años de los bombardeos sobre estas ciudades japonesas, La Jornada publicó tres entregas de un artículo que luego reprodujo Rebelión en una sola. Ahora ya han pasado tres cuartos de siglo, pero nunca está de más recordar estas cosas, recrearlas en la mente y sentirlas como si nos ocurrieran a nosotros mismos. Eso es lo primero, si queremos impedir que se repitan.

Las viejas heridas de la Historia no pueden cerrarse sin más. El olvido no vacuna contra el horror. Por eso, continuando lo que traje a la memoria en el muchachito y el gordo, ofreceré ahora las tres publicaciones del periódico mexicano.

Destacaré algunas consideraciones extraídas de esta primera parte:

  • La elección del blanco: eligieron Hiroshima porque, salvo algunos edificios de cemento armado, el centro de la ciudad contaba sólo con edificios de madera y, según sus cálculos, sería más fácil levantar una tormenta de fuego.
  • La mentira y la ocultación: de lo primero es muestra que se dijera que Hiroshima era «una importante base militar»; de lo segundo, que no se pudo informar sobre los efectos de la bomba atómica.
  • La desfachatez: «los objetivos militares serán soldados, marinos, pero nunca mujeres o niños. Aunque los japoneses sean unos salvajes, crueles, implacables y fanáticos, nosotros somos los líderes del mundo y los defensores del Estado de bienestar».
  • La argucia jurídica: «los bombardeos aéreos de ciudades y fábricas se han convertido en práctica habitual y reconocida por todas las naciones». 
El bombardeo de civiles se había convertido en derecho común.

El hongo atómico en Nagasaki. Reuters

























La Jornada

E l lunes 6 de agosto de 1945, el Servicio Meteorológico de Japón anunció un día soleado, con temperaturas entre 26 y 32 grados en Tokio y sus alrededores; sobre el Pacífico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este, frente a un máximo estacionado sobre China que se desplazaba rumbo al norte. A las 2:45 de la mañana, un bombardero estadunidense B-29 despegaba de la base aérea de Tinian. Paul Tibbets, el capitán de la nave, había bautizado un día antes a la superfortaleza B-29 con el nombre de su madre: Enola Gay, iba ligero de equipaje, sin ametralladoras a bordo, llevaba una tripulación de 12 hombres y a Little Boy, una bomba atómica. Su destino final: Hiroshima. A las 7 de la mañana, una hora antes de llegar a Japón, el sistema de vigilancia aérea descubrió no sólo al Enola Gay, sino también a sus dos aviones escolta, el Bockscar y The Great Artiste; las estaciones de la radio interrumpieron su programación y se activaron las sirenas de alarma en todo el país.

A las 8:06 de la mañana, la vigilancia aérea de Hiroshima advirtió que se trataba sólo de un vuelo de reconocimiento a gran altura y no de un bombardeo masivo. Por esa razón la gente no se trasladó a los refugios antiaéreos; el estado de emergencia y la evacuación se ordenaba sólo cuando atacaban grupos de cazas y bombarderos. Nadie imaginaba, pues, al Enola Gay y su funesto mandato. Cuatro días antes, la fuerza aérea estadunidense había empleado la misma táctica disuasiva: enviaron varias veces al día vuelos de reconocimiento sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, el mismo día de la explosión nuclear tres aviones estadunidenses de reconocimiento sobrevolaron el área al amanecer. Cuando las sirenas de alarma dejaron de sonar, comenzó el infierno de Hiroshima.

A las 8:15 de la mañana, el Enola Gay lanzó desde una altura de 9 mil 450 metros una bomba de tres metros de largo y cuatro toneladas de peso sobre la isla de Hiroshima. La fortaleza voladora B-29 dio un giro y regresó a su base sin contratiempos. A una altura de 580 metros sobre el centro de la ciudad y sobre el hospital Shima estalló la primera bomba nuclear de la historia con una fuerza de 12 mil 500 toneladas de trinitrotolueno. A las 8:17, en plena hora pico matutina, una enorme esfera de fuego envolvió al centro de la ciudad, la temperatura alcanzó 300 mil grados celsius en una millonésima fracción de segundo; las personas que estaban en el hospital se evaporaron y una onda expansiva de 6 mil grados de calor carbonizó los árboles a 120 kilómetros de distancia; de las 76 mil casas y edificios de Hiroshima, 73 mil desaparecieron. Mientras tanto se había levantado un hongo atómico de 13 kilómetros de altura que expandía material radiactivo por toda la región y, 20 minutos después, comenzó la lluvia atómica contaminando de muerte a las personas que habían escapado del calor y las radiaciones. A 560 kilómetros de distancia, uno de los artilleros del Enola Gay vio todavía al hongo expandirse en el espacio. Dos horas después habían muerto entre 90 mil y 200 mil personas, y el 80% de la ciudad había desaparecido.

Durante la cruenta guerra del Pacífico (1941-1945), Hiroshima era una de las pocas ciudades japonesas que se había librado de un bombardeo masivo. El consorcio Mitsubishi fabricaba en sus astilleros los buques de guerra de la flota japonesa. Además, en la ciudad se encontraba el cuartel general del Segundo Ejército Imperial bajo las órdenes del mariscal de campo Hata Shunroku, responsable de la defensa del sur de Japón. Hiroshima era entonces un centro importante de reunión militar y contaba con grandes almacenes donde conservaban «bienes» de guerra. Al igual que la la ciudad de Dresde -destruida meses antes por la Fuerza Aérea británica- la mayoría de los habitantes de Hiroshima eran civiles, entre ellos 30 mil coreanos, 10 mil chinos y algunos estadunidenses prisioneros de guerra. Tres días después, el jueves 9 de agosto, la fuerza aérea de Estados Unidos lanzó otra bomba atómica sobre Nagasaki. Por causas que se desconocen la bomba se desvió y no estalló en el centro de la ciudad, las víctimas fueron 70 mil personas, una cantidad menor que en Hiroshima; sin embargo, sus efectos radiactivos siguen siendo devastadores en Nagasaki.

El comité para elegir los blancos nucleares, el target committee, en los Alamos valoró las siguientes ciudades como objetivos posibles: Kyoto, Yokohama, Kokura, Nigata y el palacio imperial de Tokio. Sus estrategas militares eligieron Hiroshima porque, salvo algunos edificios de cemento armado, el centro de la ciudad contaba sólo con edificios de madera y, según sus cálculos, sería más fácil levantar una tormenta de fuego. Los centros industriales se encontraban fuera de la ciudad, pero estaban también construidos con cedro y su destrucción sería inevitable. A principios de 1942, la ciudad de Hiroshima tenía 380 mil habitantes; unos años después las emigraciones disminuyeron la población. En el verano de 1945, Hiroshima contaba con 225 mil habitantes. Después de la explosión sobrevivieron sólo 25 mil. Dos días más tarde, el 8 de agosto, la Unión Soviética invadió Manchuria y declaró el estado de guerra con Japón. El 14 de agosto el imperio japonés anunció su rendición incondicional y los políticos y líderes estadunidenses interpretaron la victoria como una consecuencia inmediata de «esa arma milagrosa». Al día siguiente se levantó la censura vigente durante todos los años de guerra, con una excepción. No se podía informar sobre los efectos de la bomba atómica que estalló en Hiroshima.

Por esos días, Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia firmaron el Acuerdo de Londres, que convertía los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad en actos punibles ante un tribunal internacional. El acuerdo corría el riesgo de fracasar en el pantano florido de las propios crímenes y exterminios. En ese sartal de monólogos emergía un serio conflicto jurídico internacional. ¿Cómo evitar la condena de las naciones que bombardearon de forma sistemática las poblaciones civiles de Alemania y Japón? De acuerdo con las normas del derecho internacional vigente, los aliados eran tan culpables como la Luftwaffe alemana. En su exposición final, el Tribunal declaró inocentes a los alemanes y a los aliados porque «los bombardeos aéreos de ciudades y fábricas se han convertido en práctica habitual y reconocida por todas las naciones». El bombardeo de civiles se había convertido en derecho común. Cuando el 16 de julio se llevó a cabo el primer ensayo de la bomba nuclear, Leo Szilard y otros 69 científicos enviaron una carta al presidente Truman solicitándole que no se arrojara la bomba sin antes prevenir al adversario. Los militares interceptaron la petición y se ocuparon de que no llegara nunca a manos del presidente Truman.

La primera noticia que Estados Unidos tuvo de la explosión en Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, cuarenta y cuatro meses después del bombardeo de Pearl Harbor, fue la declaración del presidente Harry S. Truman: «Hace dieciséis horas un avión norteamericano lanzó una bomba sobre Hiroshima, una importante base militar japonesa». Con todo, la opinión casi unánime del Departamento de Estado, al término de la conferencia de prensa, era que los resultados fueron mejores de lo que todos esperaban. En Hiroshima: la última historia (2005), Florian Coulmas escribe que Truman «olvidó mencionar que Hiroshima no era una base militar, sino una ciudad de más de 300 mil habitantes, y que la bomba no estaba destinada a destruir la base militar, sino el corazón de la ciudad». En el diario que escribía en Potsdam, Alemania, durante las negociaciones con Stalin y Churchill, Truman escribió: «Hemos desarrollado la más devastadora de las armas en la historia del género humano (…) La vamos a emplear contra Japón (…) Los objetivos militares serán soldados, marinos, pero nunca mujeres o niños. Aunque los japoneses sean unos salvajes, crueles, implacables y fanáticos, nosotros, los líderes del mundo y los defensores del Estado de bienestar, no debemos arrojar esta bomba terrible sobre la antigua o la nueva capital». Sin embargo, Wilfred Burchett, un periodista australiano, publicó el 6 de septiembre de 1945 en el London Daily Press un reportaje sobre Hiroshima que demolió la censura y reveló el verdadero horror de las armas nucleares.

martes, 27 de octubre de 2020

Resultados racionales de un sistema irracional

Vaya por delante mi agradecimiento a LOAM por ofrecer este contenido en su blog arrezafe.

No es de ahora. Este texto fue escrito en 2009, en pleno desarrollo de la crisis anterior. En esta otra crisis el llamamiento es aún más imperioso, y obliga a tomarse muy en serio (y muy deprisa) la necesidad de arrancar de cuajo este sistema desde sus raíces depredadoras. Es una enorme mentira que la manoseada "mano invisible" sea beneficiosa para la colectividad: que trabajando cada uno exclusivamente para sí la sociedad entera se beneficia.

Un resumen sucinto del artículo sería:

  • el capitalismo y la democracia son antagónicos
  • el capitalismo no engendra prosperidad: la socava
  • el capitalismo se devora a sí mismo

Sobre esto último remito a un enlace, Capitalismo y narcisismo, comentario al importante libro de Anselm Jappe La sociedad autófaga. Capitalismo, desmesura y autodestrucción.

En la actividad del Estado capitalista, se destacan tres funciones principales:

  • Primero, como todo Estado, también debe proveer servicios que no pueden ser desarrollados de un modo fiable por medios privados, como la seguridad pública y un tráfico ordenado.
  • Segundo, el Estado capitalista protege a los poseedores contra los que nada tienen, asegurando el proceso de acumulación de capital para beneficiar a los intereses de los acaudalados, mientras restringe firmemente las demandas de la masa trabajadora.
  • Existe una tercera función del Estado capitalista pocas veces mencionada. Consiste en impedir que el sistema capitalista se devore a sí mismo. 

Las dos primeras funciones son, cuando menos, conflictivas. Si se protege por encima de todo a los poseedores, incluyendo a los dueños de los grandes medios de producción, la provisión de servicios públicos se resiente. El interés particular de los propietarios choca con el interés general, que incluye propietarios y no propietarios. En la actual fase neoliberal se han privatizado, en mayor o menor medida según los países, servicios como la sanidad, la educación o la cobertura social. Los resultados están a la vista.

Otros servicios, como la policía o las fuerzas armadas, no se han debilitado de la misma forma, aunque gran parte de su logística también se ha externalizado. Pero también hay experiencias privatizadoras, como las peligrosas empresas militares privadas.

La contradicción inevitable entre las dos primeras funciones del Estado capitalista lo obligan, cada vez que la situación se descontrola, a ejercer su tercera función, embridando al capital desbocado para evitar que se suicide.

No hay salida definitiva para el Estado dentro de la actual estructura social. Su papel de árbitro que intenta proteger lo público y a la vez la (gran) propiedad privada conduce inevitablemente a dos falsas soluciones:
  • Por una parte, avanzar aún más en el anarcocapitalismo es el suicidio seguro.
  • Por otra, la solución autoritaria, el ecofascismoes la solución (temporal) para una minoría privilegiada.
¿Entonces?




El Apocalipsis autoinfligido del capitalismo

Michael Parenti

Después del derrocamiento de los gobiernos comunistas en Europa Oriental, declararon al capitalismo como el invencible sistema que conduce la prosperidad y la democracia, el sistema que prevalecería hasta el fin de la historia.

Sin embargo, la actual crisis económica ha convencido incluso a algunos destacados neoliberales de que algo va muy mal. Lo cierto es que el capitalismo todavía tiene que enfrentarse a diversas fuerzas históricas que le causan interminables problemas: la democracia, la prosperidad y el propio capitalismo, las mismas entidades que los gobernantes capitalistas proclaman estar fomentando.

Plutocracia contra democracia

Consideremos primero la democracia. En EEUU se nos dice que el capitalismo está vinculado a la democracia, de ahí el enunciado: «democracias capitalistas». De hecho, a través de nuestra historia ha habido una relación fuertemente antagónica entre la democracia y la concentración de capital. Hace unos ochenta años el juez de la Corte Suprema, Louis Brandeis, comentó: «Podemos tener democracia en este país, o podemos tener la inmensa riqueza concentrada en las manos de unos pocos, pero no podemos tener las dos cosas». Los intereses de los acaudalados han sido enemigos, no defensores de la democracia.

La propia Constitución fue hecha por señores adinerados, reunidos en Filadelfia en 1787 para advertir reiteradamente de los efectos niveladores, perniciosos y peligrosos de la democracia. El documento que amañaron estaba lejos de ser democrático, sujeto a controles, vetos, y requerimientos de supremas mayorías artificiales, un sistema diseñado para impedir la materialización de las demandas populares.

En los primeros días de la República, los ricos y bien nacidos impusieron cualificaciones de propiedad para votar y ocupar puestos públicos. Se opusieron a la elección directa de candidatos (nota: su Sistema Electoral sigue hoy vigente), y durante décadas se opusieron a extender el derecho a voto a grupos menos favorecidos, como los trabajadores sin propiedades, inmigrantes, minorías raciales y mujeres.

En la actualidad, las fuerzas conservadoras siguen rechazando sistemas electorales más equitativos, como la representación proporcional, segundas vueltas inmediatas y campañas con financiación pública. Siguen obstaculizando la votación mediante requerimientos exageradamente exigentes para el registro, purgas de los registros electorales, instalaciones inadecuadas y máquinas electrónicas de votación que «fallan» regularmente, en beneficio de los candidatos más conservadores.

A veces los intereses dominantes han suprimido publicaciones radicales y manifestaciones públicas, recurriendo a redadas policiales, arrestos, y encarcelamientos –aplicados más recientemente con toda su fuerza contra manifestantes en St. Paul, Minnesota, durante la Convención Nacional Republicana de 2008.

La plutocracia conservadora también quiere hacer retroceder las conquistas sociales de la democracia, como la educación pública, vivienda asequible, atención sanitaria, negociación colectiva, salario mínimo, condiciones seguras de trabajo, un entorno sostenible no-tóxico, el derecho a la privacidad, la separación de la iglesia y el Estado, el aborto libre, y el derecho a casarse con cualquier adulto que consienta y uno/a elija.

Hace cerca de un siglo, el dirigente sindical estadounidense Eugene Victor Debs fue encarcelado durante una huelga. En su celda, llegó a la conclusión de que, en las disputas entre los intereses privados, el capital y la mano de obra, el Estado no es un árbitro neutral. La fuerza del Estado, con su policía, milicia, tribunales y leyes, está inequívocamente de parte de los gerifaltes de las compañías. De ahí, Debs concluyó que el capitalismo no es sólo un sistema económico sino todo un orden social que manipula las reglas de la democracia a favor de los ricachones.

Los gobernantes capitalistas siguen presentándose como padres de la democracia a pesar de que la subvierten, no sólo en EEUU, sino en toda Latinoamérica, África, Asia y Oriente Próximo. Cualquier nación que no es «favorable a las inversiones extranjeras», que intenta utilizar su tierra, su mano de obra, capital, recursos naturales, y mercados de un modo auto-desarrollador, fuera del dominio de la hegemonía corporativa transnacional, corre el riesgo de ser satanizada y atacada como «amenaza para la seguridad nacional de EEUU».

La democracia se convierte en un problema para los EEUU corporativos, no cuando deja de funcionar sino cuando funciona demasiado bien al ayudar a las masas a progresar hacia un orden social más equitativo y más soportable, cerrando la brecha, por poco que sea, entre los súper-ricos y el resto de nosotros. De modo que hay que diluir y subvertir la democracia, sofocarla con desinformación, bombo mediático, y montañas de costos electorales; con contiendas electorales amañadas y un público parcialmente privado de derechos, elaborando falsas victorias para candidatos de grandes partidos más o menos políticamente seguros.

Capitalismo contra prosperidad

El capitalismo corporativo no fomenta la prosperidad ni propaga la democracia. La mayor parte del mundo es capitalista, y la mayor parte del mundo no es ni próspera ni particularmente democrática. Basta con pensar en Nigeria capitalista, Indonesia capitalista, Tailandia capitalista, Haití capitalista, Colombia capitalista, Pakistán capitalista, Sudáfrica capitalista, Letonia capitalista, y varios otros miembros del “Mundo Libre” –para ser más exactos, el Mundo del Libre Mercado.

Una población próspera, políticamente educada, con altas expectativas respecto a su nivel de vida y un sentido agudo de sus derechos, que presiona por un mejoramiento continuo de las condiciones sociales, no es la noción plutocrática de una fuerza laboral ideal y de una forma de gobierno adecuadamente maleable. Los inversionistas corporativos prefieren poblaciones pobres. Mientras más pobre seas, más trabajarás por menos. Mientras más pobre seas, menos equipado estarás para defenderte contra los abusos de los ricos.

En el mundo corporativo de «libre comercio», la cantidad de multimillonarios aumenta más rápido que nunca, mientras la cantidad de gente atrapada en la pobreza crece a una tasa más rápida que la población. La pobreza se propaga mientras la riqueza se acumula.

Consideremos EEUU. Sólo en los últimos ocho años, mientras las grandes fortunas aumentaron a tasas récord, otros seis millones de estadounidenses cayeron bajo el nivel de la pobreza; el ingreso medio familiar disminuyó en más de 2.000 dólares; la deuda del consumidor se más que duplicó; más de siete millones de estadounidenses perdieron su seguro de salud, y más de cuatro millones perdieron sus pensiones, mientras la cantidad de personas sin hogar aumentó y las ejecuciones hipotecarias llegaron a niveles pandémicos.

Sólo en los países en los que el capitalismo ha sido, hasta cierto punto, frenado grado por la socialdemocracia la gente ha podido asegurarse cierta prosperidad. Vienen a la mente naciones del norte europeo como Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca. Pero incluso en esas socialdemocracias las mejoras populares corren siempre riesgo de ser revertidas.

Es irónico dar crédito a que el capitalismo posee el genio de la prosperidad económica, cuando la clase capitalista se ha resistido vehementemente y a veces violentamente a la mayor parte de los intentos de mejora material. La historia de las luchas sindicales proporciona una ininterrumpida ilustración de estos intentos.

El que la vida sea aún soportable bajo el actual orden económico de EEUU, se debe a que millones de personas han librado duras luchas de clase para mejorar sus estándares de vida y sus derechos como ciudadanos, incorporando una cierta medida de humanidad a un orden político-económico despiadado.

Una bestia que se devora a sí misma

El Estado capitalista tiene dos papeles que los pensadores han reconocido hace tiempo. Primero, como todo Estado también debe proveer servicios que no pueden ser desarrollados de un modo fiable por medios privados, como la seguridad pública y un tráfico ordenado. Segundo, el Estado capitalista protege a los poseedores contra los que nada tienen, asegurando el proceso de acumulación de capital para beneficiar a los intereses de los acaudalados, mientras restringe firmemente las demandas de la masa trabajadora, como antaño observara Debs en prisión.

Existe una tercera función del Estado capitalista pocas veces mencionada. Consiste en impedir que el sistema capitalista se devore a sí mismo. Consideremos la contradicción central señalada por Karl Marx: la tendencia a la sobreproducción y a la crisis del mercado. Una economía dedicada a la aceleración del ritmo de trabajo y a recortar los salarios, a hacer que los trabajadores produzcan cada vez más por cada vez menos, siempre está en riesgo de quiebra. Para maximizar los beneficios, los salarios deben ser mantenidos a bajo nivel. Pero alguien tiene que comprar los bienes y servicios producidos. Para eso, hay que mantener altos los salarios. Hay una tendencia crónica –como estamos viendo hoy en día– hacia la sobreproducción de bienes y servicios del sector privado y un infra-consumo de necesidades de la población trabajadora.

Además, existe la autodestrucción frecuentemente pasada por alto, creada por los propios potentados. Si se la deja actuar sin supervisión alguna, la cúpula más activa del sistema financiero comienza a devorar fuentes menos organizadas de riqueza.

En lugar de tratar de ganar dinero a través de la ardua tarea de producir y vender bienes y servicios, los depredadores sangran directamente los flujos de dinero de la propia economía. Durante los años noventa presenciamos el colapso de toda una economía en Argentina, cuando el libre-mercado descontrolado despojó a las empresas, embolsándose sumas inmensas, y dejando la capacidad productiva del país en el caos. Engullido por una dieta saturada de ideología de libre mercado, el Estado argentino vaciló en su función de salvar al capitalismo de los capitalistas.

Años después, en EEUU, vino el multimillonario saqueo perpetrado por conspiradores corporativos de Enron, WorldCom, Harkin, Adelphia y una docena de otras importantes compañías. Oportunistas de información privilegiada como Ken Lay convirtieron exitosas empresas corporativas en ruinas totales, eliminando los puestos de trabajo y los ahorros de toda la vida de miles de empleados para embolsarse miles de millones de dólares.

Esos ladrones fueron atrapados y condenados. ¿No demuestra eso la capacidad de autocorrección del capitalismo? En realidad no es así. El enjuiciamiento de fechorías semejantes –que en todo caso llegó demasiado tarde– fue producto del rendimiento de cuentas y la transparencia en la democracia, no del capitalismo. El mercado libre es de por sí un sistema amoral, sin constricción alguna más allá de la advertencia de suspensión [default].

En la catástrofe de 2008-2009 el creciente excedente financiero creó un problema para la clase acaudalada: no había suficientes oportunidades para invertir. Con más dinero del que sabían cómo emplear, los grandes inversionistas vertieron inmensas sumas en mercados inexistentes de la vivienda y en otras operaciones problemáticas, un juego de manos de hedge funds, derivados, elevado apalancamiento, credit default swaps, préstamos depredadores y lo que sea.

Entre las víctimas hubo otros capitalistas, pequeños inversionistas, y los numerosos trabajadores que perdieron miles de millones de dólares en ahorros y pensiones. Tal vez Bernard Madoff haya sido el bandido estrella. Descrito como «líder de larga trayectoria en la industria de los servicios financieros», Madoff dirigió un fondo fraudulento que se embolsó 50.000 millones de dólares de inversionistas adinerados, y les pagó «con dinero que no existía», como el mismo lo dijo. La plutocracia devora a sus propios hijos.

En medio de la catástrofe, en una audiencia en el Congreso en octubre de 2008, el expresidente de la Reserva Federal y ortodoxo devoto del libre mercado, Alan Greenspan, confesó que se había equivocado al esperar que intereses millonarios –gimiendo bajo una inmensa acumulación de capital que había que invertir en alguna parte– ejercieran repentinamente autocontrol.

La teoría clásica del laissez-faire [dejar hacer] es aún más disparatada que como la describió Greenspan. De hecho, la teoría pretende que cada cual debiera seguir sus propios intereses egoístas sin limitación. Esa competencia irrestricta producirá supuestamente máximos beneficios para todos, porque el libre mercado es gobernado por una «mano invisible» milagrosamente benigna, que optimiza los resultados colectivos. («La codicia es buena»)

¿Es causada la crisis de 2008-2009 por una tendencia crónica hacia la sobreproducción y la híper-acumulación financiera, como diría Marx? ¿O es el resultado de la avaricia personal de gente como Bernard Madoff? En otras palabras ¿el problema es sistémico o individual? En los hechos, las dos cosas no se excluyen mutuamente. El capitalismo engendra los perpetradores venales, y recompensa a los menos escrupulosos entre ellos. Los crímenes y las crisis no son desviaciones irracionales de un sistema racional, sino todo lo contrario: son los resultados racionales de un sistema básicamente irracional y amoral.

Peor todavía, los resultantes rescates multimillonarios de los gobiernos son convertidos ellos mismos en una oportunidad para el pillaje. No sólo el Estado no regula, se convierte él mismo en una fuente de saqueo, sacando vastas sumas de la máquina federal del dinero y dejando que sean los contribuyentes los que se desangren.

Sede de la Reserva Federal (al más puro estilo nazi)



















Los que nos fustigan por «correr hacia el gobierno para que reparta dádivas» corren hacia el gobierno para conseguirlas. EEUU corporativo ha gozado siempre de subvenciones mediante ayuda, garantías de préstamos y otras subvenciones estatales y federales. Pero la «operación de rescate» de 2008 y 2009 ofreció un pienso récord en el abrevadero público. Más de 350.000 millones de dólares fueron repartidos a diestro y siniestro a los mayores bancos y firmas financieras, sin supervisión, por un Secretario del Tesoro derechista que terminaba su mandato –para no hablar de los más de 4 billones de dólares provinientes de la Reserva Federal. La mayoría de los bancos, incluidos JPMorgan Chase y Bank of New York Mellon, declararon que no tenían la menor intención de informar a nadie sobre dónde iba el dinero.

Los grandes banqueros utilizaron parte del rescate, como sabemos, para comprar bancos más pequeños y fortalecer bancos en el extranjero. Directores ejecutivos y otros altos ejecutivos bancarios están gastando fondos del rescate en fabulosas bonificaciones y espléndidos retiros corporativos en spas. Mientras tanto, grandes beneficiarios del rescate como Citigroup y Bank of America despidieron a decenas de miles de empleados, lo cual, para empezar, nos lleva a preguntarnos: ¿para qué recibieron todo ese dinero?

Mientras cientos de miles de millones de dólares eran repartidos a la misma gente que había causado la catástrofe, el mercado inmobiliario se mantuvo débil, el crédito siguió paralizado, el desempleo aumentó y los gastos de los consumidores bajaron a niveles abismales.

Resumiendo, el capitalismo corporativo de libre mercado es por su naturaleza un desastre a la espera de suceder. Su esencia es la transformación de la naturaleza viva en montañas de mercancías y las mercancías en montones de capital muerto. Cuando se le deja hacer lo que quiera, el capitalismo endosa sus deseconomías y su toxicidad al público en general y al entorno natural, y termina por devorarse a sí mismo.

La inmensa desigualdad en el poder económico que existe en nuestra sociedad capitalista se traduce en una formidable desigualdad del poder político, que hace que sea tanto más difícil imponer regulaciones democráticas.

Si los paladines de EEUU Corporativo quieren saber lo que amenaza realmente «nuestro modo de vida», es su propio modo de vida, su modo ilimitado de robar a su propio sistema, destruyendo el fundamento mismo sobre el que se encuentran, la comunidad misma de la cual se alimentan tan fastuosamente.

sábado, 24 de octubre de 2020

Pincelada ajena, ¡merece la pena!

Lo acabo de publicar aquí:

Una mentira repetida mil veces no se convierte en verdad, pero sí en creencia. Llega un momento en que la idea ajena inculcada se antoja pensamiento propio. Por eso, también hay que repetir las verdades incómodas. 

Y ahora mismo encuentro esta imagen en el blog arrezafe:












No os perdáis el resto de las imágenes en este enlace. Valen por un Tratado de Manipulación.

Futuro imperfecto

Cada presente tiene su visión del futuro, imaginada proyectando hacia él experiencias pasadas. También esas experiencias son vistas desde el presente, interpretadas de forma cambiante según el momento (y la cultura y la sociedad; y dentro de ellas según el grupo social). La experiencia acumulada y la olvidada van modulando la percepción del tiempo.

Paul Valéry dijo que “el problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que solía ser”, al observar que las representaciones y percepciones de los intelectuales de su época sobre el futuro habían cambiado de manera dramática al comenzar el siglo XX. Lo veía como un problema mientras otros se aferraban entusiasmados a la idea del progreso indefinido.

También ahora se enfrentan las dos visiones opuestas, aunque los nubarrones en el horizonte vienen primando una visión poco optimista.

El conocimiento que la ciencia va acumulando rectifica errores del pasado, aunque no puede evitar que la inercia del pensamiento y las rutinas cotidianas hagan muy difíciles los cambios radicales de rumbo. Como dije al comenzar este blog, aunque lo importante sea cada vez más urgente lo urgente no nos deja hacer lo importante.

Ocurre que muchas veces se sabe lo que se quiere saber, y se ignora, o se finge ignorar, lo que no conviene a los intereses inmediatos. ¿Acaso quienes propugnan el crecimiento continuo no conocen los límites que la naturaleza finita opone a sus ilusiones de expansión infinita? Si los terraplanistas son ya pocos y absurdos y los negacionistas del cambio climático se van rindiendo a la evidencia, los desarrollistas a ultranza siguen empeñados en su idea, porque con ella se les hundiría la esperanza en el único modo de producción que consideran viable: el capitalismo.

Los conocimientos dispersos no construyen saber. Eligiendo entre ellos los que apuntalen la ideología propia e ignorando, o haciendo como que se ignora, lo que no interesa se construye la ideología.

Una mentira repetida mil veces no se convierte en verdad, pero sí en creencia. Llega un momento en que la idea ajena inculcada se antoja pensamiento propio. Por eso, también hay que repetir las verdades incómodas. Yo lo hago decenas de veces, Antonio Turiel centenares. En formato desarrollado y en versiones cortas, para mentes muy ocupadas. Es lo que hace en este artículo, que también puede descargarse en PDF.

Emma Gascó












El futuro ya no es lo que era

ANTONIO TURIEL

Cuando se habla de sostenibilidad y de la necesaria Transición Ecológica, se aceptan una serie de ideas, un paradigma de la discusión con conceptos clave: ahorro, eficiencia, renovables, descarbonización, Green New Deal, crecimiento… Sin embargo, la sostenibilidad que debemos alcanzar es mucho más que eso, nuestros esquemas mentales se quedan cortos delante de la verdadera envergadura del reto. Hablemos de ello. Y debatámoslo.

 

El año 2019 ha marcado sin duda un hito en la concienciación ecológica global, sobre todo en lo que se refiere al cambio climático. Sin duda, gracias al trabajo de Greta Thunberg y de movimientos como Fridays for Future, pero también por la concatenación de eventos meteorológicos de gran impacto a lo largo de los últimos años. La gente de la calle acepta, porque lo ve con sus propios ojos, que un cambio de gran calado se está dando en el clima, y también en el medio ambiente en sentido más amplio. El problema es ahora conocido y, más importante, reconocido.

La degradación ambiental de nuestro planeta no solo tiene una seria repercusión en la seguridad de las personas, sino también y directamente sobre su salud. Como explica el profesor Fernando Valladares, la actual pandemia de COVID-19 ha sido favorecida por la pérdida de biodiversidad (cuantas más especies, más barreras a la transmisión de enfermedades desde los animales); además, las zonas donde la infección ha tenido mayor incidencia y letalidad, como Lombardía o Wuhan, son zonas de alta contaminación atmosférica, donde sus residentes tienen ya afectados los mecanismos de defensa de sus pulmones. La proliferación de plásticos en toda la cadena de alimentación y en el agua, el aumento de los metales pesados, la presencia de dioxinas en todo el ambiente y muchos otros problemas completan el cuadro del impacto en la salud de la actividad humana desbocada.

Es evidente que hace falta reaccionar rápidamente y de una manera eficaz, so pena de convertir nuestro planeta en un lugar inhabitable, al menos para nuestra especie. Gobiernos y empresas han recogido el guante y están preparando los paquetes de medidas adecuados para hacer frente a la emergencia climática, y, en menor medida, al problema ambiental general. Se habla repetidamente de transición ecológica, y ya son muchos los estados que han creado sus propios departamentos y hasta ministerios para preparar esa transición.

Pero, ¿qué es la transición ecológica? ¿En qué consiste esa transición? Sabemos cuáles son sus fines últimos: combatir el cambio climático y, en menor medida, otros problemas ambientales como por ejemplo la contaminación por plásticos. La pregunta pertinente es cómo pretenden llevar a cabo una tarea grandiosa.

¿Quién no querría una reducción de emisiones al tiempo que se genera empleo y disminuye la pobreza?

Comencemos por lo más básico: aunque obviamente hay que dirigir los esfuerzos de la sociedad a luchar contra el problema que plantea el cambio climático (y demás problemas ambientales), hay que saber que ya no estamos a tiempo de detenerlo. El balance radiativo [1] de la Tierra no está equilibrado ahora mismo, y le llevará por lo menos un par de siglos antes de que llegue a una nueva temperatura en la que la emisión infrarroja que escapa al espacio tenga la misma energía que la radiación solar absorbida por la Tierra. Eso quiere decir que, aunque detuviéramos hoy, de golpe, las emisiones de gases de efecto invernadero, la temperatura de la Tierra seguiría subiendo aún un par de siglos antes de estabilizarse, aunque ciertamente lo haría cada vez más lentamente. Con la cantidad de gases de efecto invernadero ya acumulados en nuestra atmósfera, la inercia climática podría ser suficientemente grande como para alcanzar alguno de esos puntos críticos que desencadenarían un calentamiento incontrolado del planeta por la liberación de grandes masas de gases de efecto invernadero hoy retenidas en la superficie del planeta. No tenemos ninguna seguridad de que no sea ya demasiado tarde, y no tenemos capacidad de parar el calentamiento global; solamente podemos no agravarlo más y rezar para que no superemos ningún punto de inflexión.

Habida cuenta de la extrema gravedad del problema, se podría pensar que se van a proponer medidas radicales y drásticas para hacerle frente. Nada más lejos de la verdad. El discurso oficial sobre la transición ecológica, a ambas orillas del Atlántico y extendiéndose por todo el globo, está basado en el Green New Deal (GND), el Nuevo Pacto Verde que nos ha de permitir descarbonizar nuestra economía, al tiempo que crea millones de puestos de trabajo y reduce la pobreza global. Como idea de principio, no hay mucho que objetar: ¿quién no querría una reducción de emisiones, al tiempo que se genera empleo y disminuye la pobreza? Solamente hay dos problemas. El primero, que el GND es físicamente imposible. El segundo, que sus proponentes lo saben de sobra.

El planteamiento del GND es, esencialmente, una recuperación de la idea del capitalismo verde que empezó a impulsarse hace unas dos décadas.

El leit motiv del capitalismo verde es que es posible reconvertir los modos de producción del actual capitalismo para conseguir que sean “verdes”. Es muy importante el uso del adjetivo verde, porque se pretende eludir la cuestión de fondo, y es que lo que se le debería pedir a nuestro sistema económico y productivo es que sea sostenible. Como formuló la comisión Bruntland en 1991 [2], “sostenibilidad es utilizar los recursos actuales de manera que las generaciones futuras puedan seguir usándolos de la misma manera”. Hay, en el concepto de sostenibilidad, una idea de autocontención, de no exceder los límites de los recursos que de manera renovable nos proporciona el planeta, y de no generar residuos a un ritmo mayor de lo que el planeta pueda absorber. Pero es bien conocido que el capitalismo no es un sistema autocontenido, pues la base del mismo es el crecimiento —sin crecimiento económico la tasa de regeneración del capital es cero o negativa, lo cual destruye el beneficio del capital y con ello al capitalismo—. Por eso mismo, capitalismo verde es un oxímoron o contradicción en términos, del mismo que lo fue y lo ha sido siempre crecimiento sostenible —nada que crezca siempre puede ser sostenible a largo plazo—.

El GND recupera las ideas caras al capitalismo verde, a saber, que se puede conseguir una sustitución de las actuales fuentes de energía fósiles por energías renovables, y eso, combinado con el ahorro y la eficiencia, nos van a permitir mantener el actual sistema económico y productivo, el capitalismo, que está orientado al crecimiento. Por eso, todos los planes internaciones (el GND europeo) como la nacionales (la ley española de Transición Ecológica) están orientados a estos principios: renovables, electrificación, ahorro y eficiencia.

La realidad es que todos esos principios están completamente errados si el objetivo real fuera conseguir un sistema capitalista basado en las energías renovables. Sé de sobras que esto que ahora digo choca radicalmente con el discurso principal en nuestra sociedad hoy en día, y por eso he dedicado mucho tiempo para discutirlo en extenso en múltiples artículos y ensayos, sobre todo en mi propio blog [3]. Aunque la extensión de este artículo no permitirá explicar con todo detalle por qué es imposible el capitalismo basado en renovables, intentaré enunciar de manera breve las cuestiones más relevantes.

Sostenibilidad es utilizar los recursos actuales de manera que las generaciones futuras puedan seguir usándolos de la misma manera

La primera cuestión a tratar es la de los límites a la producción renovable. A pesar de que la energía que nos llega del Sol equivale a casi 10.000 veces el consumo energético de toda la Humanidad, esta energía llega dispersa sobre toda la superficie del planeta y con poca exergía —capacidad de hacer trabajo útil—: es preciso concentrarla y capitalizarla con los sistemas adecuados —presas hidroeléctricas, aerogeneradores, placas fotovoltaicas— para poderla aprovechar. Esa necesidad de concentración y procesamiento es lo que impone límites al aprovechamiento renovable: no todas las localizaciones son idóneas, no en todas ellas se consigue un buen rendimiento —relación entre la energía que se usa para el despliegue y la que finalmente recupera—, no todas las soluciones tecnológicas son adecuadas —por el uso de materiales escasos o de extracción/producción altamente contaminante—, y la cantidad de energía finalmente aprovechable es finita en última instancia. Sobre cuál es el máximo potencial renovable hay todavía bastante discusión: existen grupos de investigación muy optimistas, como el del Mark Jacobson en la Universidad de Stanford, que opinan que podríamos producir varias veces la energía que se consume hoy en día en el mundo usando medios renovables; y otros bastante más pesimistas, como el Grupo de Energía, Economía y Dinámica de Sistemas (GEEDS) de la Universidad de Valladolid [4], que muestran que el potencial renovable de la Tierra se sitúa, en el mejor de los casos, en torno al 30-40 por ciento de la energía que se consume hoy en día, y eso sin contar con otros problemas como la escasez de recursos, la dependencia en los combustibles fósiles o el bajo retorno energético. Justamente GEEDS es el modelizador principal en los proyectos europeos MEDEAS [5] y LOCOMOTION [6], y los resultados de su trabajo de modelización es que hay muchos obstáculos en el camino para la transición y que, en todo caso, la cantidad de energía renovable que se podrá explotar es finita y mucho más limitada de lo que se piensa. Sea como fuera, ni los investigadores más optimistas niegan que haya un límite a la energía renovable aprovechable, y eso significa que nuestro consumo de energía no podrá crecer por siempre y forzosamente el capitalismo, tal y como se entiende hoy en día, deberá terminar en algún momento.

Hay infinidad de otros problemas que van a limitar en la práctica el aprovechamiento renovable: que éste se dirija a la producción de electricidad cuando en nuestra sociedad solo un 20 por ciento de la energía final es eléctrica y el otro casi 80 por ciento es de difícil o imposible electrificación; que se necesitan grandes cantidades de combustibles fósiles para su despliegue y mantenimiento, cosa que es comprometida no solo por las emisiones, sino también de la próxima escasez de combustibles fósiles; que los rendimientos son muy bajos en algunos casos; que se necesitan grandes cantidades de materiales a extraer, con un gran impacto ambiental y con dificultad de provisión en el futuro; y así un largo etcétera.

Ahorro y eficiencia

La otra gran falacia del capitalismo verde tiene que ver con el ahorro y la eficiencia, conceptos que se engloban en la noción más amplia de la desmaterialización de la economía. La tesis desmaterializadora sostiene que, gracias a las ganancias en eficiencia, cada vez se consume menos energía y materiales por unidad de PIB producida, y que por tanto, siguiendo esta tendencia histórica, se llegará a un momento en que el consumo energético y material disminuirá mientras el PIB sigue creciendo. Lo cierto es que ningún país ha podido disminuir de manera persistente su consumo material y energético y al tiempo seguir creciendo. Lo único que se ha visto, en países como EE. UU., es que el PIB ha crecido más deprisa de lo que crecía el consumo energético, mejorando la llamada “intensidad energética”; pero aquí lo que ha pasado es la externalización de las actividades más contaminantes y energéticamente costosas hacia países como China, donde ahora se producen los bienes que se consumen aquí, gastando más energía en el transporte. De hecho, si se analiza el consumo tanto de energía como de materiales implicado por los países occidentales —contando lo que se gasta en otros países aunque se acabe consumiendo aquí—, en realidad no ha dejado de aumentar y de hecho lo ha hecho vertiginosamente durante las dos últimas décadas por culpa de la globalización. En realidad, toda la entelequia de la desmaterialización no resiste un análisis económico serio: como muestra el economista Gaël Giraud, de cada punto que sube el PIB, 0,6 puntos corresponden al aumento del consumo de energía y aún 0,1 puntos más vienen de las mejoras en eficiencia, suponiendo trabajo y capital solo los 0,3 puntos restantes.

No vamos a abandonar los combustibles fósiles. Los combustibles fósiles nos están abandonando a nosotros

La realidad de nuestro mundo es que el capitalismo, de hecho, se está muriendo; de una muerte lenta y agónica, pero se está muriendo. De lo que nadie está hablando es que nosotros no vamos a abandonar de grado a los combustibles fósiles, sino que son los combustibles los que nos están abandonando a nosotros. La producción de petróleo crudo cae lentamente desde 2005 porque ya no quedan yacimientos rentables que explotar, y los malos sucedáneos de petróleo con los que hemos intentado compensar esta caída son ruinosos —que se lo expliquen a Repsol, qué le pasó con Talisman [7]—. El carbón y el uranio también han comenzado su proceso de declive, el gas natural se espera que empiece su declive final antes de que acabe la década. La grave crisis económica que se está desatando por la crisis sanitaria del COVID-19 hará que aún se invierta menos en exploración y desarrollo de pozos de petróleo, lo cual acelerará aún más el proceso de declive de los combustibles fósiles. Durante los próximos años veremos que el precio del petróleo oscila salvajemente mientras la producción petrolera decae de manera precipitada e irrecuperable. Estamos ya en la era del declive energético inevitable, y nos va a faltar energía cuando más falta nos hacía para financiar la transición.

No va a haber un capitalismo verde, porque ni las energías renovables van a dar una energía ilimitada, ni las energías fósiles, ya en retroceso, van a aportar excedentes para construir un nuevo modelo. Pase lo que pase, vamos a decrecer, vamos a ir a menos. Podemos pretender que eso no está pasando y mantener la entelequia de que vamos a mantener este sistema pero con energía verde, que tras la COVID-19 vamos a volver a la normalidad: la consecuencia será que solo los ricos podrán beneficiarse y el resto de la población se empobrecerá y será desposeída. La alternativa es explicar correctamente a qué le tenemos que hacer frente y organizar un decrecimiento ordenado y lo más igualitario posible.

¿Por qué apuestan ustedes?


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NOTAS

[1] El balance radiativo, también llamado balance energético, es la diferencia entre la radiación solar entrante y la radiación terrestre saliente.

[2] El Informe Brundtland es un informe que enfrenta y contrasta la postura de desarrollo económico actual junto con el de sostenibilidad ambiental.

[3] Antonio Turiel es autor del blog The Oil Crash. Disponible en: http://crashoil.blogspot.com

[4] Grupo de Energía, Economía y Dinámica de Sistemas (GEEDS) de la Universidad de Valladolid. Disponible en: http://www.eis.uva.es/energiasostenible

[5] MEDEAS se define como “una herramienta para diseñar la transición a un sistema de energía 100% renovable en Europa”. Más información disponible en: https://www.medeas.eu

[6] LOCOMOTION es un acrónimo de Low-carbon society: an enhanced modelling tool for the transition to sustainability, un proyecto europeo de investigación liderado por el Grupo de Energía, Economía y Dinámica de Sistemas (GEEDS).

[7] En 2015 Repsol compró la petrolera canadiense Talisman, un movimiento fallido que le ha llevado a recortar el valor de sus activos debido a la falta de rentabilidad de estos yacimientos. Más información en: https://www.merca2.es/repsol-brufau-imaz-talisman-canada-estados-unidos/

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Bibliografía

Acurio Vasconez, V.; Giraud, G.; Mc Isaac, F. y Pham, N. S. (2014): “The Effects of Oil Price Shocks in a New-Keynesian Framework with Capital Accumulation” en New Ecomomics Papers.

Castro, C.; Mediavilla, M.; Miguel, L. J. y Frechoso, F. (2011): “Global wind power potential: physical and technological limits” en Energy Policy 39.

Maggio, G. y Cacciola, G. (2012): “When will oil, natural gas, and coal peak?” en Fuel 98, páginas 111-123.

Prieto, P. y Hall, C. (2013): Spain’s Photovoltaic Revolution. The Energy Return on Investment. Nueva York, Springer