martes, 27 de octubre de 2020

Resultados racionales de un sistema irracional

Vaya por delante mi agradecimiento a LOAM por ofrecer este contenido en su blog arrezafe.

No es de ahora. Este texto fue escrito en 2009, en pleno desarrollo de la crisis anterior. En esta otra crisis el llamamiento es aún más imperioso, y obliga a tomarse muy en serio (y muy deprisa) la necesidad de arrancar de cuajo este sistema desde sus raíces depredadoras. Es una enorme mentira que la manoseada "mano invisible" sea beneficiosa para la colectividad: que trabajando cada uno exclusivamente para sí la sociedad entera se beneficia.

Un resumen sucinto del artículo sería:

  • el capitalismo y la democracia son antagónicos
  • el capitalismo no engendra prosperidad: la socava
  • el capitalismo se devora a sí mismo

Sobre esto último remito a un enlace, Capitalismo y narcisismo, comentario al importante libro de Anselm Jappe La sociedad autófaga. Capitalismo, desmesura y autodestrucción.

En la actividad del Estado capitalista, se destacan tres funciones principales:

  • Primero, como todo Estado, también debe proveer servicios que no pueden ser desarrollados de un modo fiable por medios privados, como la seguridad pública y un tráfico ordenado.
  • Segundo, el Estado capitalista protege a los poseedores contra los que nada tienen, asegurando el proceso de acumulación de capital para beneficiar a los intereses de los acaudalados, mientras restringe firmemente las demandas de la masa trabajadora.
  • Existe una tercera función del Estado capitalista pocas veces mencionada. Consiste en impedir que el sistema capitalista se devore a sí mismo. 

Las dos primeras funciones son, cuando menos, conflictivas. Si se protege por encima de todo a los poseedores, incluyendo a los dueños de los grandes medios de producción, la provisión de servicios públicos se resiente. El interés particular de los propietarios choca con el interés general, que incluye propietarios y no propietarios. En la actual fase neoliberal se han privatizado, en mayor o menor medida según los países, servicios como la sanidad, la educación o la cobertura social. Los resultados están a la vista.

Otros servicios, como la policía o las fuerzas armadas, no se han debilitado de la misma forma, aunque gran parte de su logística también se ha externalizado. Pero también hay experiencias privatizadoras, como las peligrosas empresas militares privadas.

La contradicción inevitable entre las dos primeras funciones del Estado capitalista lo obligan, cada vez que la situación se descontrola, a ejercer su tercera función, embridando al capital desbocado para evitar que se suicide.

No hay salida definitiva para el Estado dentro de la actual estructura social. Su papel de árbitro que intenta proteger lo público y a la vez la (gran) propiedad privada conduce inevitablemente a dos falsas soluciones:
  • Por una parte, avanzar aún más en el anarcocapitalismo es el suicidio seguro.
  • Por otra, la solución autoritaria, el ecofascismoes la solución (temporal) para una minoría privilegiada.
¿Entonces?




El Apocalipsis autoinfligido del capitalismo

Michael Parenti

Después del derrocamiento de los gobiernos comunistas en Europa Oriental, declararon al capitalismo como el invencible sistema que conduce la prosperidad y la democracia, el sistema que prevalecería hasta el fin de la historia.

Sin embargo, la actual crisis económica ha convencido incluso a algunos destacados neoliberales de que algo va muy mal. Lo cierto es que el capitalismo todavía tiene que enfrentarse a diversas fuerzas históricas que le causan interminables problemas: la democracia, la prosperidad y el propio capitalismo, las mismas entidades que los gobernantes capitalistas proclaman estar fomentando.

Plutocracia contra democracia

Consideremos primero la democracia. En EEUU se nos dice que el capitalismo está vinculado a la democracia, de ahí el enunciado: «democracias capitalistas». De hecho, a través de nuestra historia ha habido una relación fuertemente antagónica entre la democracia y la concentración de capital. Hace unos ochenta años el juez de la Corte Suprema, Louis Brandeis, comentó: «Podemos tener democracia en este país, o podemos tener la inmensa riqueza concentrada en las manos de unos pocos, pero no podemos tener las dos cosas». Los intereses de los acaudalados han sido enemigos, no defensores de la democracia.

La propia Constitución fue hecha por señores adinerados, reunidos en Filadelfia en 1787 para advertir reiteradamente de los efectos niveladores, perniciosos y peligrosos de la democracia. El documento que amañaron estaba lejos de ser democrático, sujeto a controles, vetos, y requerimientos de supremas mayorías artificiales, un sistema diseñado para impedir la materialización de las demandas populares.

En los primeros días de la República, los ricos y bien nacidos impusieron cualificaciones de propiedad para votar y ocupar puestos públicos. Se opusieron a la elección directa de candidatos (nota: su Sistema Electoral sigue hoy vigente), y durante décadas se opusieron a extender el derecho a voto a grupos menos favorecidos, como los trabajadores sin propiedades, inmigrantes, minorías raciales y mujeres.

En la actualidad, las fuerzas conservadoras siguen rechazando sistemas electorales más equitativos, como la representación proporcional, segundas vueltas inmediatas y campañas con financiación pública. Siguen obstaculizando la votación mediante requerimientos exageradamente exigentes para el registro, purgas de los registros electorales, instalaciones inadecuadas y máquinas electrónicas de votación que «fallan» regularmente, en beneficio de los candidatos más conservadores.

A veces los intereses dominantes han suprimido publicaciones radicales y manifestaciones públicas, recurriendo a redadas policiales, arrestos, y encarcelamientos –aplicados más recientemente con toda su fuerza contra manifestantes en St. Paul, Minnesota, durante la Convención Nacional Republicana de 2008.

La plutocracia conservadora también quiere hacer retroceder las conquistas sociales de la democracia, como la educación pública, vivienda asequible, atención sanitaria, negociación colectiva, salario mínimo, condiciones seguras de trabajo, un entorno sostenible no-tóxico, el derecho a la privacidad, la separación de la iglesia y el Estado, el aborto libre, y el derecho a casarse con cualquier adulto que consienta y uno/a elija.

Hace cerca de un siglo, el dirigente sindical estadounidense Eugene Victor Debs fue encarcelado durante una huelga. En su celda, llegó a la conclusión de que, en las disputas entre los intereses privados, el capital y la mano de obra, el Estado no es un árbitro neutral. La fuerza del Estado, con su policía, milicia, tribunales y leyes, está inequívocamente de parte de los gerifaltes de las compañías. De ahí, Debs concluyó que el capitalismo no es sólo un sistema económico sino todo un orden social que manipula las reglas de la democracia a favor de los ricachones.

Los gobernantes capitalistas siguen presentándose como padres de la democracia a pesar de que la subvierten, no sólo en EEUU, sino en toda Latinoamérica, África, Asia y Oriente Próximo. Cualquier nación que no es «favorable a las inversiones extranjeras», que intenta utilizar su tierra, su mano de obra, capital, recursos naturales, y mercados de un modo auto-desarrollador, fuera del dominio de la hegemonía corporativa transnacional, corre el riesgo de ser satanizada y atacada como «amenaza para la seguridad nacional de EEUU».

La democracia se convierte en un problema para los EEUU corporativos, no cuando deja de funcionar sino cuando funciona demasiado bien al ayudar a las masas a progresar hacia un orden social más equitativo y más soportable, cerrando la brecha, por poco que sea, entre los súper-ricos y el resto de nosotros. De modo que hay que diluir y subvertir la democracia, sofocarla con desinformación, bombo mediático, y montañas de costos electorales; con contiendas electorales amañadas y un público parcialmente privado de derechos, elaborando falsas victorias para candidatos de grandes partidos más o menos políticamente seguros.

Capitalismo contra prosperidad

El capitalismo corporativo no fomenta la prosperidad ni propaga la democracia. La mayor parte del mundo es capitalista, y la mayor parte del mundo no es ni próspera ni particularmente democrática. Basta con pensar en Nigeria capitalista, Indonesia capitalista, Tailandia capitalista, Haití capitalista, Colombia capitalista, Pakistán capitalista, Sudáfrica capitalista, Letonia capitalista, y varios otros miembros del “Mundo Libre” –para ser más exactos, el Mundo del Libre Mercado.

Una población próspera, políticamente educada, con altas expectativas respecto a su nivel de vida y un sentido agudo de sus derechos, que presiona por un mejoramiento continuo de las condiciones sociales, no es la noción plutocrática de una fuerza laboral ideal y de una forma de gobierno adecuadamente maleable. Los inversionistas corporativos prefieren poblaciones pobres. Mientras más pobre seas, más trabajarás por menos. Mientras más pobre seas, menos equipado estarás para defenderte contra los abusos de los ricos.

En el mundo corporativo de «libre comercio», la cantidad de multimillonarios aumenta más rápido que nunca, mientras la cantidad de gente atrapada en la pobreza crece a una tasa más rápida que la población. La pobreza se propaga mientras la riqueza se acumula.

Consideremos EEUU. Sólo en los últimos ocho años, mientras las grandes fortunas aumentaron a tasas récord, otros seis millones de estadounidenses cayeron bajo el nivel de la pobreza; el ingreso medio familiar disminuyó en más de 2.000 dólares; la deuda del consumidor se más que duplicó; más de siete millones de estadounidenses perdieron su seguro de salud, y más de cuatro millones perdieron sus pensiones, mientras la cantidad de personas sin hogar aumentó y las ejecuciones hipotecarias llegaron a niveles pandémicos.

Sólo en los países en los que el capitalismo ha sido, hasta cierto punto, frenado grado por la socialdemocracia la gente ha podido asegurarse cierta prosperidad. Vienen a la mente naciones del norte europeo como Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca. Pero incluso en esas socialdemocracias las mejoras populares corren siempre riesgo de ser revertidas.

Es irónico dar crédito a que el capitalismo posee el genio de la prosperidad económica, cuando la clase capitalista se ha resistido vehementemente y a veces violentamente a la mayor parte de los intentos de mejora material. La historia de las luchas sindicales proporciona una ininterrumpida ilustración de estos intentos.

El que la vida sea aún soportable bajo el actual orden económico de EEUU, se debe a que millones de personas han librado duras luchas de clase para mejorar sus estándares de vida y sus derechos como ciudadanos, incorporando una cierta medida de humanidad a un orden político-económico despiadado.

Una bestia que se devora a sí misma

El Estado capitalista tiene dos papeles que los pensadores han reconocido hace tiempo. Primero, como todo Estado también debe proveer servicios que no pueden ser desarrollados de un modo fiable por medios privados, como la seguridad pública y un tráfico ordenado. Segundo, el Estado capitalista protege a los poseedores contra los que nada tienen, asegurando el proceso de acumulación de capital para beneficiar a los intereses de los acaudalados, mientras restringe firmemente las demandas de la masa trabajadora, como antaño observara Debs en prisión.

Existe una tercera función del Estado capitalista pocas veces mencionada. Consiste en impedir que el sistema capitalista se devore a sí mismo. Consideremos la contradicción central señalada por Karl Marx: la tendencia a la sobreproducción y a la crisis del mercado. Una economía dedicada a la aceleración del ritmo de trabajo y a recortar los salarios, a hacer que los trabajadores produzcan cada vez más por cada vez menos, siempre está en riesgo de quiebra. Para maximizar los beneficios, los salarios deben ser mantenidos a bajo nivel. Pero alguien tiene que comprar los bienes y servicios producidos. Para eso, hay que mantener altos los salarios. Hay una tendencia crónica –como estamos viendo hoy en día– hacia la sobreproducción de bienes y servicios del sector privado y un infra-consumo de necesidades de la población trabajadora.

Además, existe la autodestrucción frecuentemente pasada por alto, creada por los propios potentados. Si se la deja actuar sin supervisión alguna, la cúpula más activa del sistema financiero comienza a devorar fuentes menos organizadas de riqueza.

En lugar de tratar de ganar dinero a través de la ardua tarea de producir y vender bienes y servicios, los depredadores sangran directamente los flujos de dinero de la propia economía. Durante los años noventa presenciamos el colapso de toda una economía en Argentina, cuando el libre-mercado descontrolado despojó a las empresas, embolsándose sumas inmensas, y dejando la capacidad productiva del país en el caos. Engullido por una dieta saturada de ideología de libre mercado, el Estado argentino vaciló en su función de salvar al capitalismo de los capitalistas.

Años después, en EEUU, vino el multimillonario saqueo perpetrado por conspiradores corporativos de Enron, WorldCom, Harkin, Adelphia y una docena de otras importantes compañías. Oportunistas de información privilegiada como Ken Lay convirtieron exitosas empresas corporativas en ruinas totales, eliminando los puestos de trabajo y los ahorros de toda la vida de miles de empleados para embolsarse miles de millones de dólares.

Esos ladrones fueron atrapados y condenados. ¿No demuestra eso la capacidad de autocorrección del capitalismo? En realidad no es así. El enjuiciamiento de fechorías semejantes –que en todo caso llegó demasiado tarde– fue producto del rendimiento de cuentas y la transparencia en la democracia, no del capitalismo. El mercado libre es de por sí un sistema amoral, sin constricción alguna más allá de la advertencia de suspensión [default].

En la catástrofe de 2008-2009 el creciente excedente financiero creó un problema para la clase acaudalada: no había suficientes oportunidades para invertir. Con más dinero del que sabían cómo emplear, los grandes inversionistas vertieron inmensas sumas en mercados inexistentes de la vivienda y en otras operaciones problemáticas, un juego de manos de hedge funds, derivados, elevado apalancamiento, credit default swaps, préstamos depredadores y lo que sea.

Entre las víctimas hubo otros capitalistas, pequeños inversionistas, y los numerosos trabajadores que perdieron miles de millones de dólares en ahorros y pensiones. Tal vez Bernard Madoff haya sido el bandido estrella. Descrito como «líder de larga trayectoria en la industria de los servicios financieros», Madoff dirigió un fondo fraudulento que se embolsó 50.000 millones de dólares de inversionistas adinerados, y les pagó «con dinero que no existía», como el mismo lo dijo. La plutocracia devora a sus propios hijos.

En medio de la catástrofe, en una audiencia en el Congreso en octubre de 2008, el expresidente de la Reserva Federal y ortodoxo devoto del libre mercado, Alan Greenspan, confesó que se había equivocado al esperar que intereses millonarios –gimiendo bajo una inmensa acumulación de capital que había que invertir en alguna parte– ejercieran repentinamente autocontrol.

La teoría clásica del laissez-faire [dejar hacer] es aún más disparatada que como la describió Greenspan. De hecho, la teoría pretende que cada cual debiera seguir sus propios intereses egoístas sin limitación. Esa competencia irrestricta producirá supuestamente máximos beneficios para todos, porque el libre mercado es gobernado por una «mano invisible» milagrosamente benigna, que optimiza los resultados colectivos. («La codicia es buena»)

¿Es causada la crisis de 2008-2009 por una tendencia crónica hacia la sobreproducción y la híper-acumulación financiera, como diría Marx? ¿O es el resultado de la avaricia personal de gente como Bernard Madoff? En otras palabras ¿el problema es sistémico o individual? En los hechos, las dos cosas no se excluyen mutuamente. El capitalismo engendra los perpetradores venales, y recompensa a los menos escrupulosos entre ellos. Los crímenes y las crisis no son desviaciones irracionales de un sistema racional, sino todo lo contrario: son los resultados racionales de un sistema básicamente irracional y amoral.

Peor todavía, los resultantes rescates multimillonarios de los gobiernos son convertidos ellos mismos en una oportunidad para el pillaje. No sólo el Estado no regula, se convierte él mismo en una fuente de saqueo, sacando vastas sumas de la máquina federal del dinero y dejando que sean los contribuyentes los que se desangren.

Sede de la Reserva Federal (al más puro estilo nazi)



















Los que nos fustigan por «correr hacia el gobierno para que reparta dádivas» corren hacia el gobierno para conseguirlas. EEUU corporativo ha gozado siempre de subvenciones mediante ayuda, garantías de préstamos y otras subvenciones estatales y federales. Pero la «operación de rescate» de 2008 y 2009 ofreció un pienso récord en el abrevadero público. Más de 350.000 millones de dólares fueron repartidos a diestro y siniestro a los mayores bancos y firmas financieras, sin supervisión, por un Secretario del Tesoro derechista que terminaba su mandato –para no hablar de los más de 4 billones de dólares provinientes de la Reserva Federal. La mayoría de los bancos, incluidos JPMorgan Chase y Bank of New York Mellon, declararon que no tenían la menor intención de informar a nadie sobre dónde iba el dinero.

Los grandes banqueros utilizaron parte del rescate, como sabemos, para comprar bancos más pequeños y fortalecer bancos en el extranjero. Directores ejecutivos y otros altos ejecutivos bancarios están gastando fondos del rescate en fabulosas bonificaciones y espléndidos retiros corporativos en spas. Mientras tanto, grandes beneficiarios del rescate como Citigroup y Bank of America despidieron a decenas de miles de empleados, lo cual, para empezar, nos lleva a preguntarnos: ¿para qué recibieron todo ese dinero?

Mientras cientos de miles de millones de dólares eran repartidos a la misma gente que había causado la catástrofe, el mercado inmobiliario se mantuvo débil, el crédito siguió paralizado, el desempleo aumentó y los gastos de los consumidores bajaron a niveles abismales.

Resumiendo, el capitalismo corporativo de libre mercado es por su naturaleza un desastre a la espera de suceder. Su esencia es la transformación de la naturaleza viva en montañas de mercancías y las mercancías en montones de capital muerto. Cuando se le deja hacer lo que quiera, el capitalismo endosa sus deseconomías y su toxicidad al público en general y al entorno natural, y termina por devorarse a sí mismo.

La inmensa desigualdad en el poder económico que existe en nuestra sociedad capitalista se traduce en una formidable desigualdad del poder político, que hace que sea tanto más difícil imponer regulaciones democráticas.

Si los paladines de EEUU Corporativo quieren saber lo que amenaza realmente «nuestro modo de vida», es su propio modo de vida, su modo ilimitado de robar a su propio sistema, destruyendo el fundamento mismo sobre el que se encuentran, la comunidad misma de la cual se alimentan tan fastuosamente.

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