miércoles, 7 de octubre de 2020

Hegemonía

Antonio Olivé, en Marx desde Cero, publica un artículo de Javier Balsa, quien partiendo de las reflexiones de Gramsci esboza un análisis sistemático del concepto de hegemonía.

Javier Balsa es magister en Ciencias Sociales por FLACSO y doctor en Historia por la Universidad Nacional de La Plata. Profesor Titular en las universidades nacionales de Quilmes y de La Plata e Investigador Adjunto del CONICET. El artículo se publicó en el nº 3 de la Revista Nuevo Topo. Revista de Historia y pensamiento Crítico, que ofrecía el siguiente resumen: 
“Este artículo intenta precisar la definición del concepto de hegemonía a fin de aportar a una teoría de la hegemonía de carácter sistemático. Para ello se parte de una definición minimalista y se van desarrollando los distintos términos en ella incluidos. A lo largo de este ejercicio conceptual, también se ha procurado esbozar lineamientos para la operacionalización de la hegemonía, cuestión ésta poco abordada por los estudios previos. Para finalizar, se reflexiona acerca de las situaciones de dominación no hegemónicas y la relación entre democracia y hegemonía”.

La clave de la hegemonía, que siempre es de un grupo, es la aceptación de su dominio por parte de quienes no pertenecen a él, que formarán otro grupo más o menos amplio.

Hay así Estados hegemónicos a nivel planetario; o sobre una parte del planeta: un conjunto de países, aliados o directamente sometidos. Dentro de un Estado puede haber territorios, partidos, grupos sociales hegemónicos, y dentro de cada uno de estos habrá fracciones o individuos cuyo dominio sea aceptado por los demás. La extensión de la hegemonía es muy variable, tanto referida a quien la ejerce como a quien la acepta.

También es muy variable el grado de aceptación, que puede ser más o menos voluntaria, abarcando desde la imposición por el terror hasta la convicción profunda. Entre ambas hay un proceso de doma y amaestramiento, eficaz porque la rebeldía interna permanente es difícil que dure siempre. Este proceso puede resultar muy eficaz si combina hábilmente la represión con el adoctrinamiento y produce, real o aparentemente, un clima adecuado de "adhesión inquebrantable". Místicos sinceros eran hijos de conversos a la fuerza, y del terror y el silencio de la dictadura de Franco surgió una generación de admiradores convencidos (aún siguen ahí). Muchos hijos de víctimas del régimen, víctimas ellos mismos, culparon a sus progenitores de sus males.

La hegemonía se adquiere y se consolida en el campo de las ideas y de las prácticas. Las religiones combinan hábilmente ambos espacios. No hay hegemonía sin ideología, sea religiosa o no, y sin plasmación práctica en las conductas de dominadores y dominados.

El dominio oscila así entre la fuerza y la convicción. La lucha ideológica es fundamental, desde el momento en que el propio uso de la fuerza requiere consolidar al grupo que lo ejerce. Dentro de él la hegemonía es dirección, y hacia afuera dominación. Las clases subalternas tendrán que crear contrahegemonía, Y también en su seno el grupo activo tiene que ejercer su dirección contra la dominaciónEn la democracia, por imperfecta que sea, adquiere esta lucha ideológica su mayor importancia.

Esta es la definición que despliega el artículo:

Hegemonía es la capacidad de un grupo o sector social para lograr la aceptación de su dominación y dirección por parte de otros grupos o sectores.

Dejo los subrayados del autor en color rojo. El resto, mejores o peores, son míos. Los cuadernos citados en el texto son los cuadernos de la cárcel, escritos por Gramsci en la prisión que sufrió bajo la dictadura fascista.

Si Gramsci apareciera en la TV...



Javier Balsa
(...)

Podríamos comenzar con una definición provisional de “hegemonía” como “la capacidad de un grupo o sector social para lograr la aceptación de su dominación y dirección por parte de otros grupos o sectores”. A pesar de esta aparente simplicidad, en esta definición ya contamos con una serie de términos que requieren todo un desarrollo conceptual.

La cuestión de la “aceptación”

En la. definición provisional hablábamos de “aceptación” y creemos que este concepto merece un breve análisis. En la mayoría de los trabajos encontramos una lógica binaria en relación a la “aceptación” (que deriva en forzadas descripciones en términos de ausencia/presencia de hegemonía). En primer lugar, la hegemonía se caracteriza, justamente, por no poder suturar el espacio social. Su aceptación es siempre una cuestión de grados que encierra dos dimensiones: la extensión social y la profundidad de la aceptación. En segundo lugar, el término “aceptación” puede dar lugar a equívocos en su interpretación, en cuanto al carácter “voluntario” de dicha aceptación.

Los grados de la aceptación

La extensión social de la aceptación de la dominación y dirección por parte de la clase dominante, hace referencia a la cantidad de sujetos hegemonizados. Sin embargo, no es una mera cuantificación del porcentaje del total de ciudadanos, sino del porcentaje de los integrantes de las distintos sectores sociales (en el caso de las clases, de sus fracciones).

Luego tenemos la dimensión de la profundidad en dicha aceptación. Gramsci menciona la búsqueda, desde el Estado, de la obtención de un “consenso activo de los gobernados” y, en otro fragmento, sostiene indirectamente que la “hegemonía social”, a diferencia del “gobierno político”, se basa en el “consenso “espontáneo” y [que] los grupos “consienten’ […] activa [o] pasivamente”. Podríamos pensar un gradiente que comenzase con el “consenso pasivo”, que se caracterizaría porque los sujetos no manifiestan, ni directa ni indirectamente, su acuerdo con la situación, si bien piensan que no existen alternativas mejores y viables. Por debajo del “consenso pasivo” está la inacción por el temor a la violencia física (es decir, una situación de “no aceptación”). Por encima del “consenso pasivo” se encuentra un “consenso activo”, en el cual los sujetos sí manifiestan su valoración positiva de la situación de dominación (en cuyo extremo se encontraría el proselitismo abierto).

Surgen entonces dos primeras indicaciones metodológicas: debería estimarse cuántos de los miembros de cada fracción de clase aceptan la dominación y/o la dirección de la clase dominante, y habría que analizar cuál es la profundidad que tiene esa aceptación en cada uno de los individuos analizados.

El carácter “voluntario” de la aceptación

La idea de aceptación implica algún plano de conducta “voluntaria”, en el sentido de diferenciarla de conductas determinadas sólo “por coerción”. Sin embargo, se debe tener cuidado con sobrevalorar el carácter “voluntario” de la adhesión a determinadas ideologías. La “voluntad” es socialmente construida, por múltiples procesos de socialización que nos enseñan lo que “debemos” querer. Y en estos procesos de socialización no está ausente la coacción. Los padres, la escuela y otros mediadores nos ponen límites a nuestros deseos de diversos modos que muchas veces incluyen una dosis de coacción física, aunque más no sea en carácter de amenaza.

Este papel de la coacción en el proceso de formación de la “voluntad” también está presente en la dinámica macro-social. En primer lugar, en la construcción de las bases de la sociedad capitalista, a través de la expropiación de los medios de producción y luego en la prohibición totalmente violenta de la vagancia: los procesos de “inclusión forzada” en la construcción de una sociedad capitalista (y esta violencia no tuvo nada de “simbólica” ). De este modo se fijan límites claros a las posibilidades de desear con cierto realismo un tipo de vida independiente de las relaciones sociales capitalistas.

Y luego, la burguesía implementa permanentes recordaciones de que existen límites objetivos para los sueños de nuestras voluntades de salir de la sociedad capitalista, como nos enseñaron nuestras clases dominantes latinoamericanas en los años setenta con extensas y salvajes dictaduras militares. En las últimas décadas los mecanismos de coacción viraron a métodos de menor violencia física, pero no por ello menos explícitos, con los llamados “golpes de mercado”. Si los políticos no entienden dónde están los límites para su voluntad, “el mercado” se encargará de recordárselos, pero no sólo a ellos sino, especialmente, a las clases subalternas.

En síntesis, el carácter “voluntario” de la aceptación de la dominación, no implica una idea naif, que niegue las determinaciones más profundas que el poder (no sólo de clase, sino, por ejemplo, el patriarcal) imprime al deseo utilizando coacciones más explícitas o más implícitas, presentes o guardadas en la memoria de las sociedades. En este sentido tampoco significa pensar en términos solamente de aceptación consciente, ya que presenta planos inscriptos en las propias formas de vida de los sujetos.

Hecha esta aclaración. tampoco debemos negar por completo este carácter “voluntario”, que nos permite diferenciar la dominación hegemónica de la dominación basada en el simple terror a la represión. En este último caso, no se la acepta, sino que se la rechaza, pero en un plano íntimo o en un plano social que no puede ser públicamente explicitado (en cofradías, vecindades, sindicatos, por ejemplo).

Es cierto que resulta difícil conocer por qué cada individuo tolera su posición subordinada, pero, en principio, ésta es una cuestión metodológica y no debería limitar nuestra reflexión conceptual. En todo caso, como una primera aproximación, la presencia de fuertes y salvajes mecanismos de coacción puede ser un indicador de que los dominados no están aceptando “voluntariamente” su posición. En otro extremo, situaciones de amplias posibilidades de participación política (posibilidad de votar sin ser vigilado, de formar cualquier tipo de partido político, de expresarse públicamente sin ser reprimidos, etc. ), es decir, la existencia de una democracia representativa debería ser entendida como un indicador de que la aceptación de la dominación es “voluntaria” (con toda la presencia más mediada de la coacción por detrás que ya hemos mencionado).

¿Dominación o dirección?

En nuestra definición minimalista también surge el problema de qué es lo que se acepta, que en principio resumimos con las palabras “dominación” y “dirección”. Existen una serie de diferentes conceptualizaciones sobre estos dos términos. Así, por ejemplo, “dirección” puede ser entendida en un sentido meramente político, como sinónimo de “gobierno”; y, en oposición, “dominación” implicaría un plano más ideológico. Otras veces dominación es considerada el resultado de la coacción, mientras que dirección sería el resultante del consentimiento. Sin embargo, entendemos que resulta más útil emplear otro tipo de significados. Podría pensarse que la “dominación” es lo que mantiene al grupo como “dominante”, es decir, en el caso de las clases sociales, la propiedad de los medios de producción. Entonces, su aceptación se referiría a la aceptación de los intereses de determinado grupo o sector social, en tanto son respetados o promovidos.

Más complejo es el significado de “dirección”. Tanto en Gramsci como en los autores posteriores, parece implicar dos sentidos diferentes: dirección como capacidad de direccionar /incidir, otorgar un sentido o dirección a la sociedad (en especial cuando habla de “dirección intelectual y moral de la sociedad”), y dirección como capacidad de mando, de ocupación de los puestos de dirección en el Estado (“dirección política”). Consideramos importante distinguir y, a la vez, mantener estos dos significados. La aceptación de la “dirección política” se restringiría a la aceptación de que los grupos o sectores sociales dominantes estén a cargo del Estado, y la “dirección intelectual y moral” sería la capacidad de imponer una visión del mundo.

Obviamente, ambos tipos de dirección y también la dominación se hallan íntimamente relacionados. Sin embargo, con esta conceptualización, tal vez sea posible pensar en un gradiente. El plano mínimo que indicaría la existencia de una hegemonía es que esa aceptación voluntaria se limitase a tolerar un tipo de organización social que asegure la existencia material de los dominadores, en el sentido de ocupar una posición social elevada en un plano que se juzga como fundamental (en el caso de las clases, su control sobre los medios de producción). En este tipo de casos, los dominados sólo toleran la continuidad de la clase dominante, pero recortando severamente los beneficios que ésta recibe. Este tipo de situaciones podríamos, entonces, denominarlas como “dominación mínima”. De hecho, podríamos decir que, en estos casos, la hegemonía de la clase dominante se encuentra seriamente cuestionada en muchos planos.

Por encima de este nivel mínimo de dominación, existiría la aceptación de la libre disponibilidad de los derechos de propiedad. Esto se presenta como la “típica” dominación capitalista: el Estado “no favorece” a ninguno, y se “limita” a garantizar el libre usufructo de los derechos de propiedad (un estado liberal, teórico). En este caso, los dominados aceptan que la clase dominante reciba los beneficios generados por sus propiedades, pero no toleran que el Estado le incremente sus ganancias por encima de este nivel “normal”. Podríamos llamarla “dominación liberal”. Tal vez podría pensarse que este tipo de dominación constituye un sustrato de otro tipo de dominaciones.

Resulta más común la situación de una dominación que incluye la promoción de beneficios directos por parte del Estado hacia la clase dominante (que van desde la protección del mercado nacional para asegurar mayores tasas de ganancia que las que habría con librecambio, hasta la graciosa concesión de diversos tipos de subsidios directos). Los dominados no sólo toleran la existencia de la clase dominante y respetan sus derechos de propiedad, sino que incluso piensan que es positivo o natural que el Estado favorezca sus intereses por encima de sus niveles normales de ganancia. Su nombre podría ser de “dominación prebendista” y, a su vez, dentro de ella pueden pensarse niveles de menor o mayor concesión de beneficios para la clase dominante.

Habitualmente la dirección presupone la dominación, pero la dominación no requiere de la aceptación de la dirección. La dominación puede ser bastante amplia, pero los grupos dominados pueden no reconocer a la clase dominante un papel de director de la sociedad.

Nuevamente, el tema de la dirección implica un gradiente. En el caso de la “dirección intelectual y moral”, las clases subalternas nunca aceptan por completo la visión del mundo que le intenta imponer la clase dominante, no sólo por la dinámica de la lucha ideológica, sino inclusive por un “sentido de separación” propio del “buen sentido”. Dentro de una dominación hegemónica, podría pensarse en un mínimo de aceptación de esta dirección, en el sentido de que si existe la dominación, en algún punto se debe estar aceptando el modelo de sociedad propio de la clase dominante, aunque se resista la mayor parte de los elementos de su visión del mundo. Un mínimo de dominación, implicaría un mínimo de dirección intelectual y moral. En el extremo opuesto, las clases subalternas compartirían la visión del mundo de la clase dominante, una aceptación completa de la dirección intelectual y moral. Aquí estaríamos cerca de una hegemonía completa. Sin embargo, resta considerar la aceptación de la dirección política.

Puede haber una fuerte aceptación de la dominación, e incluso una importante aceptación de la dirección intelectual y moral y, sin embargo, las clases subalternas pueden rechazar que los miembros de la clase dominante (o sus representantes directos) sean quienes ocupen los puestos de dirección del Estado (en sentido restringido). Sobre esta aceptación de la dirección política, podemos pensar un máximo que sería cuando las clases subalternas aceptan/votan a los miembros de la propia clase dominante para hacerse cargo del Estado (situación que podría sintetizarse en la idea: “que sean los dueños del país los que se hagan cargo de administrarlo”). Esta sería la aceptación de una dirección política directa. En un nivel menos intenso de aceptación, encontraríamos con que las clases subalternas no aceptan esta idea (y no votan a los capitalistas) sino que “sólo” aceptan a sus intelectuales orgánicos. Es decir a personas que no se presentan como parte de la clase dominante, sino como intelectuales, profesionales o políticos, pero que claramente comparten la defensa de los intereses directos de la clase dominante. Esta sería la aceptación de una dirección política mediada.

A los efectos prácticos, para la clase dominante resulta relativamente indistinto el reconocimiento de ambos tipos de direcciones. Con una dirección mediada (menos visible) tiene la ventaja de que en los casos de crisis no recibe directamente las críticas. Además, es más fácil componer los intereses de los distintos grupos empresariales al existir una “gerencia” con cierta independencia de cada grupo. Como defecto, los intelectuales orgánicos siempre pueden pretender algún grado de autonomía que potencialmente podría generar tensiones con los intereses de la clase dominante. En la dirección directa, estas ventajas y desventajas invierten su sentido. Sin embargo, desde el punto de vista de analizar la fuerza de la hegemonía, evidentemente cuando las clases subalternas aceptan una dirección política directa por parte de los miembros de la clase dominante, estaríamos en el grado más alto de la hegemonía. Ya ni siquiera son “engañadas” por la presencia de políticos que se presentan como defensores del bien común, pero que son intelectuales orgánicos de la clase dominante.

En los casos en que las clases subalternas sí acepten esta dirección política, directa o mediada (y, por ejemplo, voten por los partidos patronales) podríamos decir que estaríamos en presencia del máximo grado de hegemonía. Especialmente cuando este apoyo electoral no es circunstancial, sino de tipo ideológico.

Por último, las clases subalternas podrían no tolerar este tipo de opciones claramente patronales, pero sí votar por fuerzas políticas que si bien no son defensores evidentes de los intereses directos de la clase dominante, no cuestionan la dominación prebendista. Aquí habría una dirección política mínima. Son elegidas fuerzas políticas que favorecen a la clase dominante, a pesar de no ser sus intelectuales (más) orgánicos. Por debajo de esta posibilidad, encontraríamos situaciones en las cuales no habría aceptación de la dirección política. Estarían a cargo del Estado fuerzas políticas que, en principio, no plantearían que haya que favorecer los intereses de la clase dominante. Esto conduce a intensos juegos de seducción-neutralización de estas direcciones políticas que mantienen cierta distancia con las clases dominantes. Pero, recordemos que puede no haber aceptación de la dirección política, pero sí de algún grado de aprobación de la dirección intelectual y moral y de la dominación.

En fin, nuevamente tenemos un gradiente de situaciones de aceptación de distintos tipos de dominación y de dirección que podrían ser estudiados en cada coyuntura histórica específica para cada uno de los grupos sociales.

La cuestión de la “capacidad”, como resultado o como instrumentos (mente o aparatos)

En la definición provisional hablábamos de la “capacidad” de lograr la aceptación, pero este concepto puede involucrar dos significados diferentes: “capacidad” como logro o resultado, pero también como control o disposición de los instrumentos necesarios para obtener ese logro. En el primer sentido, la hegemonía sería restringida al nivel de las mentes de los dominados, “colonizadas” por la ideología dominante. Este pareciera ser el significado más directo de la idea de hegemonía. Así, en los Cuadernos se dice que la “hegemonía social” [es] el consenso “espontáneo” dado por las grandes masas de la población a la orientación impresa a la vida social por el grupo dominante fundamental…”

Es cierto que una definición “mental” de la hegemonía podría ser interpretada como excesivamente “individualista”. Sin embargo. la mente no es sólo individual, sino que está repleta de representaciones sociales. Por otro lado, el concepto de “mente” puede resultar para algunos un poco arcaico, pero no es fácil de suplantar con otra idea y respetar el nivel de la subjetividad. En el segundo sentido, el concepto evoca el control de los aparatos productores y difusores de estas ideas. Así, habría hegemonía cuando los dominadores tienen este control y, de este modo, se encuentran en condiciones de producir la mencionada aceptación. Como lo analiza Portantiero, la “concepción ‘institucionalista” de la hegemonía aleja los esquemas gramscianos de otros modelos de legitimidad erigidos exclusivamente sobre el consenso ideológico. La hegemonía se expresa como existencia “real”, histórica, a partir de aparatos hegemónicos (las instituciones de la sociedad civil) que en conjunto articulan, como particularidad, a cada sociedad y a cada una de sus etapas como “sistemas hegemónicos’. Ninguna situación puede ser analizada fuera de las relaciones de fuerza al interior de las instituciones.

Los trabajos más teóricos (sin negar en forma explícita, al menos, el significado mental de hegemonía) se han concentrado casi siempre en el nivel de los aparatos “productores de” hegemonía. No queda claro si este recorte lo han hecho por limitaciones metodológicas (siempre es mucho más fácil analizar los aparatos y los discursos públicos que las mentes de los dominados), o si existe una decisión teórica intencional en este sentido.

El propio Gramsci realizó una crítica metodológica que muchas veces fue interpretada como teórica: “Evidentemente, es imposible una estadística de los modos de pensar y de las opiniones individuales singulares, con todas las combinaciones que resultan por grupos y grupúsculos, que dé un cuadro orgánico y sistemático de la situación cultural efectiva y de los modos en que se presenta realmente el sentido común: no queda sino la revisión sistemática de la literatura más difundida y aceptada por el pueblo, combinada con el estudio y la crítica de las corrientes del pasado, cada una de las cuales puede haber dejado un sedimento, que se combina variablemente con los precedentes y con los que siguen”.

Vemos aquí que Gramsci no sólo está proponiendo analizar el control sobre los aparatos ideológicos, sino ir con más profundidad y estudiar el contenido de la literatura difundida. De todos modos, no parece que la interrogación directa de los dominados para conocer su forma de pensamiento haya sido una propuesta de Gramsci. Sin embargo, el amplio desarrollo a lo largo del siglo XX de técnicas de entrevista (desde las más estructuradas hasta las más abiertas) ha dado un herramental de producción de datos sobre estas cuestiones que, junto con las técnicas de análisis del discurso, consideramos deben incorporarse al estudio de la hegemonía,

De hecho, la anterior cita de los Cuadernos nos traslada al plano del análisis discursivo como forma de investigar el grado de hegemonía. Extremando este planteo encontramos la propuesta foucaultiana y podríamos pensar que la hegemonía no sólo se construye en los discursos, sino que es la hegemonía de los discursos, de unas formaciones discursivas sobre otras. El propio Gramsci subrayaba que en “el lenguaje se halla contenida una determinada concepción del mundo”. Sin embargo, creemos que el nivel del discurso no disuelve ni agota el plano mental de la hegemonía. Como lo plantea Van Dijk, este plano mental no se puede reducir a un nivel discursivo, ya que la gente no dice todo lo que piensa, y muchas de estas cosas no dichas son elementos claves en la construcción de una hegemonía. Hay cosas que nunca se dicen, pues están implícitas en una cultura o una ideología grupal, o porque no conviene decirlas. Además, acordamos con Fairclough en que frente al “sabor pesadamente estructuralista” del planteo foucaultiano (como también del althusseriano), hay que reconocer que los “sujetos sociales están moldeados por las prácticas discursivas, pero también son capaces de remodelar y reestructurar esas prácticas”.

En fin, es evidente que la hegemonía tiene un aspecto mental (vinculado, pero diferente del aspecto discursivo): creencias que tienen determinados sujetos sobre a quién le corresponde dirigir la sociedad y cómo ésta debe estar estructurada. Pero la hegemonía también implica un plano más institucionalizado, de aparatos productores y difusores de ideología que operan para crear y mantener estas creencias. Hechas estas aclaraciones; concluimos optando por una definición dual de “capacidad”, como control sobre los aparatos ideológicos y los discursos públicos y como resultado, en las mentes de los dominados, de dicho control.

Los sujetos de la hegemonía

En la definición minimalista hablábamos de “un grupo o sector social” que lograba la aceptación de su dominación /dirección por parte de “otros grupos o sectores sociales”. La amplitud fue buscada deliberadamente. La propuesta original que daba centralidad al concepto de clases sociales para el análisis de la hegemonía ha sido impugnada, especialmente desde el pos-marxismo. Pero, más allá de los distintos posicionamientos en los debates generados sobre la cuestión del sujeto social, muchos autores han encontrado fructífera la aplicación del concepto de hegemonía a otro tipo de agrupamientos sociales. Por lo tanto, no vemos el motivo por el cual negar este uso ampliado del mismo. Según el terna construido por el investigador se pueden pensar distintos tipos de hegemonías (de género, de etnias, de discursos, etc.) y la constitución de distintos sujetos sociales en torno a estas disputas hegemónicas. Si pretendemos avanzar en un sentido de totalidad social, podemos conceptuar determinados campos de disputa como los más relevantes y analizar las disputas hegemónicas en varios de estos campos a la vez. En este caso podría ser útil la idea de “constelaciones hegemónicas”, que desarrollamos en otro trabajo.

Otra cuestión presente en nuestra definición provisional es la dualidad entre unos “dominadores” y unos “dominados”. Obviamente, estas denominaciones encierran una doble simplificación. En primer lugar, enuncian una polarización (dominadores/dominados) y, en segundo lugar, una suficiente homogeneidad interna en cada grupo tal que merezca englobarlos como “dominadores” y como “dominados”. Estas simplificaciones sólo tienen un objetivo expositivo, pero no son teóricamente necesarias. Esto significa que los polos no son homogéneos y que puede haber “terceras fuerzas” en la disputa hegemónica, incluso puede decirse que lo propio de la hegemonía es la articulación de sujetos sociales diversos. Tampoco las relaciones son de antagonismo o nada. Las distancias e intensidades de la dominación y la constitución de sujetos sociales que disputen son variables. Podría ser de utilidad la imagen de vectores de fuerzas, jalando cada una hacia su lado desde distintas posiciones.

¿Qué hay cuando no hay hegemonía?

En primer lugar, el hecho de que haya hegemonía es algo contingente. No hay ninguna relación de necesariedad directa entre una determinada configuración económica y la existencia de hegemonía. Esta depende de una dinámica política relativamente autónoma de aquélla. Para el capitalismo y para sus distintas fases, no resulta de ningún modo necesaria la existencia de hegemonía. De allí la enorme distancia conceptual entre el liberalismo político y el pensamiento democrático, tal como lo ha demostrado Losurdo. La burguesía puede dominar de muy distintas formas, y la dominación hegemónica es sólo una de ellas. Incluso tampoco podríamos decir que es la fórmula que siempre le resulta más conveniente. La construcción de una hegemonía implica algún tipo de consideración de los intereses de los dominados, aunque sea mínima. Además, una hegemonía, en su sentido puro, se construye sobre una arena democrática, que como tal implica amplias posibilidades para la organización político-ideológica de las clases subalternas, lo que siempre entraña un riesgo. Es cierto que, cono contrapartida, una dominación hegemónica presenta otro tipo de ventajas en comparación con las dominaciones no hegemónicas. En estas últimas suelen predominar formas fascistas o cesaristas que pueden llevar a aventuras militares muy costosas y riesgosas. Por otro lado, al negar canales para la manifestación del disconformismo (tanto de las clases subalternas como de fracciones dominadas de las clases dominantes), éste puede terminar manifestándose a través de vías “revolucionarias” en su sentido de táctica política, pero que suelen conllevar giros anticapitalistas. Podríamos pensar la hipótesis de que la burguesía, a través de sus múltiples instancias de reflexión y organización, sopesa las ventajas y desventajas que en cada coyuntura histórica presentan los distintos tipos de dominación, y maniobra en consecuencia.

Cabe aclarar que una dominación no hegemónica no implica sólo el recurso de la coerción. Puede, incluso, lograrse un amplio consenso acerca de la dominación e incluso de la dirección por parte de la clase dominante o sus representantes. Sin embargo, ésta no se arriesga a construir y poner en juego esta dominación en una arena democrática. Más allá de la existencia de un determinado grado de consenso (alto o bajo), el núcleo de la dominación se ejerce a través de la coerción, y los canales de participación democrática son prácticamente nulos, especialmente en cuanto a la capacidad de elegir a las autoridades políticas (como, por ejemplo, en las monarquías absolutistas o en las situaciones iniciales de algunas dictaduras latinoamericanas).

Entonces, de acuerdo con esta conceptualización, en los casos en que las masas son dominadas sobre la base de la coerción no hay “hegemonía”, o al menos podríamos decir que la dominación no es centralmente hegemónica. Por ello pensamos que es un error el enfatizar la importancia de la frase de Gramsci donde plantea que “un grupo social es dominante de los grupos adversarios que tiende a “liquidar” o a someter incluso con la fuerza armada y es dirigente de los grupos afines y aliados” (CC, 19 (24), p. 387). Esta frase es, justamente, retomada por Portelli para plantear que la hegemonía solo se da sobre una parte minoritaria de la sociedad. Sin embargo, creemos que en la interpretación de la anterior frase de los Cuadernos debe enfatizarse el hecho que Gramsci señala que a los adversarios se los somete incluso con la fuerza, lo cual significa que no sólo se hace con la fuerza, sino también con el consenso. De hecho, he aquí una diferencia entre las primeras notas en el Cuaderno 1 (44), y la redacción definitiva en el Cuaderno 19 (24), según analiza Ferreira.

Además, en varios apartados, Gramsci afirma que la hegemonía se da sobre el conjunto de la sociedad. Por ejemplo, cuando habla de la “hegemonía política y cultural de un grupo social sobre la sociedad entera”. Consideramos que debe hacerse una opción conceptual, y nos inclinamos por esta última. Es decir, se puede dominar dirigiendo sólo a las clases auxiliares y reprimiendo a las clases subalternas, pero ésta no sería una dominación (centralmente) hegemónica. Históricamente ésta ha sido la forma de dominación bajo los sistemas de democracias restringidas, en las que sólo las capas más adineradas formaban parte de la “ciudadanía”, y entraban en el juego de la construcción de la hegemonía. Aunque, incluso en muchos de estos casos, el nivel de violencia que rodeaba los actos eleccionarios eran de tal magnitud, que tampoco podemos hablar de una hegemonía ni siquiera para las capas más altas.

En síntesis, siempre existe una combinatoria entre las distintas formas de dominación, pero debe investigarse cuáles son las que predominan sobre las mayorías, para poder caracterizar el sistema de dominación como un todo.

La democracia como arena de disputa de la hegemonía

La arena democrática es el lugar de la disputa hegemónica. Una hegemonía “pura” implica una Sociedad Civil “libre” de intromisiones estatales (típicas del fascismo y las dictaduras). Pero la libertad de estos aparatos tiene, valga la redundancia, un significado liberal: permitir las posibilidades diferenciales de construir o incidir sobre los aparatos según los recursos (sobre todo económicos, pero también el capital cultural y simbólico) de los diferentes sujetos. También una hegemonía “pura” implica la “libre” discusión de ideas, el debate político abierto, con todas las formalidades republicanas. Explícitamente estamos dejando de lado las cuestiones del contenido de esta democracia, que son justamente parte de la disputa hegemónica.

Cuando esta arena democrática no se encuentra plenamente constituida, la hegemonía será parcial (por ejemplo sólo hacia los hombres, pero no hacia las mujeres, hasta que no se les reconoció la ciudadanía). Justamente, el éxito de una hegemonía burguesa plena es lograr que se acepte su dominación y dirección en un contexto. de democracia representativa. Por lo tanto, en estos casos, no resulta conducente buscar explicaciones con cuestiones marginales (las pequeñas limitaciones legales, el clientelismo político, el sistema electoral, las dificultades económicas) que desvían el núcleo del problema. Pues el interrogante que intenta resolver el análisis de la hegemonía es justamente explicar esta aceptación, más allá de la presencia de algunos “trucos” limitantes de la participación más plena.

Personalmente, pensamos que para superar la dominación burguesa, las clases dominadas deben introducirse de lleno a esa disputa hegemónica; y para ello, necesitan de una propuesta contra-hegemónica. Ahora bien, para ingresar en la disputa hegemónica debe entrarse en la arena democrática donde la hegemonía se construye y debate. La expansión de la ciudadanía (que fue una conquista de las masas) las interiorizó en el Estado de un modo en que éste perdió su exterioridad frente a e-llas. Esto generó un desafío del que Engels ya comenzó a dar cuenta. En perspectiva podemos ver que esta situación abre cuatro alternativas.
1. Las organizaciones políticas de las clases subalternas pueden entrar acriticamente en la arena democrática y terminar siendo casi completamente hegemonizadas por la burguesía. “Entrada socialdemócrata”.

2. Pueden (re)exteriorizarse, no reconocerse como ciudadanos y automarginarse individualmente de la dinámica política, que dejan en manos de las clases dominantes o sus políticos. “Ruptura automarginalizante”.

3. Pueden (re)exteriorzarse, no reconocerse como ciudadanos (al menos dentro del “estado burgués”) e impugnar globalmente el “sistema” desde algún tipo de colectivo social. En esta vía pueden construir un proto-estado paralelo para poder cumplir con las funciones estatales desde organizaciones y/o territorialidades propias. “Ruptura pro-revolucionaria”.

4. Pueden entrar en la arena democrática pero para disputar la hegemonía burguesa. “Entrada pro-revolucionaria”.
La tercera opción, a pesar que la denominamos “ruptura pro-revolucionaria” presenta serios problemas para derrotar la hegemonía burguesa en sociedades complejas y con sólidas Sociedades Civiles y Políticas; de hecho, evita la disputa hegemónica. Las “rupturas pro-revolucionarias”, si no logran hacer la revolución (y han existido varias coyunturas en las que estas rupturas no tenían siquiera una estrategia revolucionaria clara), generalmente generan un clima de “desorden”, ante el cual amplios sectores de las propias clases subalternas apoyan el “reestablecimiento del orden” a cualquier precio. Lo que habitualmente incluye una feroz represión también sobre aquellos que intentan disputar la hegemonía desde una “entrada pro-revolucionaria”.

Por el contrario. la “entrada pro-revolucionaria” si bien se propone disputar la hegemonía, tiene un fuerte riesgo de convertirse en la primera opción y terminar integrada a la dominación burguesa (“entrada socialdemócrata”). De todos modos, no debe confundirse la traición de la socialdemocracia en Europa Occidental (su rápido y claro abandono de los objetivos anti-capitalistas), con una inviabilidad intrínseca para desarrollar luchas anti-capitalistas dentro del sistema democrático.

No acordamos con la visión que elabora Anderson (en la que finalmente poco y nada queda de la propuesta gramsciana) según la cual, el núcleo de la “dominación cultural” en el capitalismo avanzado se estructura en torno al sentimiento de “representación” por parte de las masas. Es cierto que, según la teorización de Rousseau, una verdadera democracia no incluye la representación. Pero como el propio Rousseau tuvo que admitir en sus intentos de traducir sus ideas a las realidades de sociedades nacionales, algún sistema de representación resulta imprescindible para organizar democracias a esta escala, más allá de prever un sistema de mandatos imperativos. Podrían imaginarse sistemas más participativos y con mayores controles ciudadanos que los de las democracias representativas actuales. Incluso se puede mantener un ideal de romper con la relación dirigentes/dirigidos, tal como está presente en Gramsci. Sin embargo, esto sería una cuestión de grados, y no de “democracia burguesa” versus “democracia proletaria”. En todo caso, pareciera que en Anderson se encuentra una sobrevaloración implícita de la democracia directa, e incluso una crítica al reconocimiento del voto igualitario.

Esto no significa que ignoremos las limitaciones reales que la burguesía le coloca a las democracias realmente existentes. Pero, justamente, éstas son las cuestiones que se disputan en la lucha hegemónica. No por nada, la burguesía opera muchas veces descualificando a la política en un doble movimiento. Por un lado, busca sacar de la arena política-democrática a las cuestiones económicas, vaciando a la política de buena parte de su sentido. Por otro lado, la desprestigia de un modo tan fuerte que las masas terminan alejándose de la política.

La operación de vaciamiento es realizada a través de un intento de “despolitización” de los intereses. Este movimiento se vincula con una de las formas de la operación de universalización. Si los intereses ya no son particulares, sino generales, deben quedar fuera del juego de la política, y solo resta “administrar” el bien común. Para Laclau es contra esta despolitización que surge “la razón populista”. Entonces, “la operación política por excelencia va a ser siempre la construcción de un “pueblo”: “una plebs que reclame ser el único populus legítimo”. Por eso, para nosotros la “operación populista” podría llegar a convertirse en un arma que, utilizada de modo consecuente y radical (de hecho, los populismos gobernantes han tendido históricamente a abandonar esta operación, y han girado hacia la despolitización), permitiese evitar la neutralización/captación por parte de la burguesía de las “entradas pro-revolucionarias”, a través de permanentes tomas de distancia en relación con la clase dominante y sus intereses.

Sin embargo, con este tipo de reflexiones hemos ido deslizando cada vez más hacia apreciaciones sobre tópicos de estrategia política que exceden los objetivos que habíamos fijado al comienzo del trabajo. Es que la precisión de los conceptos que encierra la definición de “hegemonía” dispara una serie de cuestiones que son todas ellas muy polémicas. Este artículo no pretende haberlas resuelto, sino tan sólo haberlas expuesto de un modo ordenado como para facilitar su debate.

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