jueves, 29 de octubre de 2020

Hiroshima y Nagasaki: el genocidio (I)

Al cumplirse 60 años de los bombardeos sobre estas ciudades japonesas, La Jornada publicó tres entregas de un artículo que luego reprodujo Rebelión en una sola. Ahora ya han pasado tres cuartos de siglo, pero nunca está de más recordar estas cosas, recrearlas en la mente y sentirlas como si nos ocurrieran a nosotros mismos. Eso es lo primero, si queremos impedir que se repitan.

Las viejas heridas de la Historia no pueden cerrarse sin más. El olvido no vacuna contra el horror. Por eso, continuando lo que traje a la memoria en el muchachito y el gordo, ofreceré ahora las tres publicaciones del periódico mexicano.

Destacaré algunas consideraciones extraídas de esta primera parte:

  • La elección del blanco: eligieron Hiroshima porque, salvo algunos edificios de cemento armado, el centro de la ciudad contaba sólo con edificios de madera y, según sus cálculos, sería más fácil levantar una tormenta de fuego.
  • La mentira y la ocultación: de lo primero es muestra que se dijera que Hiroshima era «una importante base militar»; de lo segundo, que no se pudo informar sobre los efectos de la bomba atómica.
  • La desfachatez: «los objetivos militares serán soldados, marinos, pero nunca mujeres o niños. Aunque los japoneses sean unos salvajes, crueles, implacables y fanáticos, nosotros somos los líderes del mundo y los defensores del Estado de bienestar».
  • La argucia jurídica: «los bombardeos aéreos de ciudades y fábricas se han convertido en práctica habitual y reconocida por todas las naciones». 
El bombardeo de civiles se había convertido en derecho común.

El hongo atómico en Nagasaki. Reuters

























La Jornada

E l lunes 6 de agosto de 1945, el Servicio Meteorológico de Japón anunció un día soleado, con temperaturas entre 26 y 32 grados en Tokio y sus alrededores; sobre el Pacífico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este, frente a un máximo estacionado sobre China que se desplazaba rumbo al norte. A las 2:45 de la mañana, un bombardero estadunidense B-29 despegaba de la base aérea de Tinian. Paul Tibbets, el capitán de la nave, había bautizado un día antes a la superfortaleza B-29 con el nombre de su madre: Enola Gay, iba ligero de equipaje, sin ametralladoras a bordo, llevaba una tripulación de 12 hombres y a Little Boy, una bomba atómica. Su destino final: Hiroshima. A las 7 de la mañana, una hora antes de llegar a Japón, el sistema de vigilancia aérea descubrió no sólo al Enola Gay, sino también a sus dos aviones escolta, el Bockscar y The Great Artiste; las estaciones de la radio interrumpieron su programación y se activaron las sirenas de alarma en todo el país.

A las 8:06 de la mañana, la vigilancia aérea de Hiroshima advirtió que se trataba sólo de un vuelo de reconocimiento a gran altura y no de un bombardeo masivo. Por esa razón la gente no se trasladó a los refugios antiaéreos; el estado de emergencia y la evacuación se ordenaba sólo cuando atacaban grupos de cazas y bombarderos. Nadie imaginaba, pues, al Enola Gay y su funesto mandato. Cuatro días antes, la fuerza aérea estadunidense había empleado la misma táctica disuasiva: enviaron varias veces al día vuelos de reconocimiento sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, el mismo día de la explosión nuclear tres aviones estadunidenses de reconocimiento sobrevolaron el área al amanecer. Cuando las sirenas de alarma dejaron de sonar, comenzó el infierno de Hiroshima.

A las 8:15 de la mañana, el Enola Gay lanzó desde una altura de 9 mil 450 metros una bomba de tres metros de largo y cuatro toneladas de peso sobre la isla de Hiroshima. La fortaleza voladora B-29 dio un giro y regresó a su base sin contratiempos. A una altura de 580 metros sobre el centro de la ciudad y sobre el hospital Shima estalló la primera bomba nuclear de la historia con una fuerza de 12 mil 500 toneladas de trinitrotolueno. A las 8:17, en plena hora pico matutina, una enorme esfera de fuego envolvió al centro de la ciudad, la temperatura alcanzó 300 mil grados celsius en una millonésima fracción de segundo; las personas que estaban en el hospital se evaporaron y una onda expansiva de 6 mil grados de calor carbonizó los árboles a 120 kilómetros de distancia; de las 76 mil casas y edificios de Hiroshima, 73 mil desaparecieron. Mientras tanto se había levantado un hongo atómico de 13 kilómetros de altura que expandía material radiactivo por toda la región y, 20 minutos después, comenzó la lluvia atómica contaminando de muerte a las personas que habían escapado del calor y las radiaciones. A 560 kilómetros de distancia, uno de los artilleros del Enola Gay vio todavía al hongo expandirse en el espacio. Dos horas después habían muerto entre 90 mil y 200 mil personas, y el 80% de la ciudad había desaparecido.

Durante la cruenta guerra del Pacífico (1941-1945), Hiroshima era una de las pocas ciudades japonesas que se había librado de un bombardeo masivo. El consorcio Mitsubishi fabricaba en sus astilleros los buques de guerra de la flota japonesa. Además, en la ciudad se encontraba el cuartel general del Segundo Ejército Imperial bajo las órdenes del mariscal de campo Hata Shunroku, responsable de la defensa del sur de Japón. Hiroshima era entonces un centro importante de reunión militar y contaba con grandes almacenes donde conservaban «bienes» de guerra. Al igual que la la ciudad de Dresde -destruida meses antes por la Fuerza Aérea británica- la mayoría de los habitantes de Hiroshima eran civiles, entre ellos 30 mil coreanos, 10 mil chinos y algunos estadunidenses prisioneros de guerra. Tres días después, el jueves 9 de agosto, la fuerza aérea de Estados Unidos lanzó otra bomba atómica sobre Nagasaki. Por causas que se desconocen la bomba se desvió y no estalló en el centro de la ciudad, las víctimas fueron 70 mil personas, una cantidad menor que en Hiroshima; sin embargo, sus efectos radiactivos siguen siendo devastadores en Nagasaki.

El comité para elegir los blancos nucleares, el target committee, en los Alamos valoró las siguientes ciudades como objetivos posibles: Kyoto, Yokohama, Kokura, Nigata y el palacio imperial de Tokio. Sus estrategas militares eligieron Hiroshima porque, salvo algunos edificios de cemento armado, el centro de la ciudad contaba sólo con edificios de madera y, según sus cálculos, sería más fácil levantar una tormenta de fuego. Los centros industriales se encontraban fuera de la ciudad, pero estaban también construidos con cedro y su destrucción sería inevitable. A principios de 1942, la ciudad de Hiroshima tenía 380 mil habitantes; unos años después las emigraciones disminuyeron la población. En el verano de 1945, Hiroshima contaba con 225 mil habitantes. Después de la explosión sobrevivieron sólo 25 mil. Dos días más tarde, el 8 de agosto, la Unión Soviética invadió Manchuria y declaró el estado de guerra con Japón. El 14 de agosto el imperio japonés anunció su rendición incondicional y los políticos y líderes estadunidenses interpretaron la victoria como una consecuencia inmediata de «esa arma milagrosa». Al día siguiente se levantó la censura vigente durante todos los años de guerra, con una excepción. No se podía informar sobre los efectos de la bomba atómica que estalló en Hiroshima.

Por esos días, Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia firmaron el Acuerdo de Londres, que convertía los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad en actos punibles ante un tribunal internacional. El acuerdo corría el riesgo de fracasar en el pantano florido de las propios crímenes y exterminios. En ese sartal de monólogos emergía un serio conflicto jurídico internacional. ¿Cómo evitar la condena de las naciones que bombardearon de forma sistemática las poblaciones civiles de Alemania y Japón? De acuerdo con las normas del derecho internacional vigente, los aliados eran tan culpables como la Luftwaffe alemana. En su exposición final, el Tribunal declaró inocentes a los alemanes y a los aliados porque «los bombardeos aéreos de ciudades y fábricas se han convertido en práctica habitual y reconocida por todas las naciones». El bombardeo de civiles se había convertido en derecho común. Cuando el 16 de julio se llevó a cabo el primer ensayo de la bomba nuclear, Leo Szilard y otros 69 científicos enviaron una carta al presidente Truman solicitándole que no se arrojara la bomba sin antes prevenir al adversario. Los militares interceptaron la petición y se ocuparon de que no llegara nunca a manos del presidente Truman.

La primera noticia que Estados Unidos tuvo de la explosión en Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, cuarenta y cuatro meses después del bombardeo de Pearl Harbor, fue la declaración del presidente Harry S. Truman: «Hace dieciséis horas un avión norteamericano lanzó una bomba sobre Hiroshima, una importante base militar japonesa». Con todo, la opinión casi unánime del Departamento de Estado, al término de la conferencia de prensa, era que los resultados fueron mejores de lo que todos esperaban. En Hiroshima: la última historia (2005), Florian Coulmas escribe que Truman «olvidó mencionar que Hiroshima no era una base militar, sino una ciudad de más de 300 mil habitantes, y que la bomba no estaba destinada a destruir la base militar, sino el corazón de la ciudad». En el diario que escribía en Potsdam, Alemania, durante las negociaciones con Stalin y Churchill, Truman escribió: «Hemos desarrollado la más devastadora de las armas en la historia del género humano (…) La vamos a emplear contra Japón (…) Los objetivos militares serán soldados, marinos, pero nunca mujeres o niños. Aunque los japoneses sean unos salvajes, crueles, implacables y fanáticos, nosotros, los líderes del mundo y los defensores del Estado de bienestar, no debemos arrojar esta bomba terrible sobre la antigua o la nueva capital». Sin embargo, Wilfred Burchett, un periodista australiano, publicó el 6 de septiembre de 1945 en el London Daily Press un reportaje sobre Hiroshima que demolió la censura y reveló el verdadero horror de las armas nucleares.

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