jueves, 29 de octubre de 2020

Hiroshima y Nagasaki: el genocidio (II)

Segunda parte del artículo publicado en La Jornada los días 10, 11 y 12 de agosto de 2005 en el 60 aniversario de los bombardeos atómicos sobre Japón. La primera, aquí.

Algunas cosas a destacar:

  • Los efectos de la radiación atómica
  • Las drásticas limitaciones a la información
  • La justificación de los crímenes mostrando los ajenos
  • Solo importan las vidas de los compatriotas
  • Se niega el sufrimiento de las víctimas
  • La intención de probar todos los efectos del arma
  • La ilusión de mantener el monopolio del arma nuclear
  • Impedir que la URSS ocupara Japón

Estas dos últimas razones sugieren que el arma se utilizó de hecho contra la Unión Soviética. Japón ya estaba vencido, pero debían ser ellos los ocupantes. Si la guerra en España había sido el primer capítulo de la Segunda Guerra Mundial, el final de esta era el comienzo de la Guerra Fría.

Guerra permanente por el dominio del mundo.

Imagen proporcionada por la Asociaciación e Fotógrafos de la Destrucción de Hiroshima que muestra las ruinas del área residencial de la ciudad. FOTO Ap

















La Jornada 

Wilfred Burchett, periodista australiano, escribió el 6 de septiembre de 1945 en el London Daily Press un artículo que se publicaría después en los principales diarios del mundo: «Treinta días después de que la bomba atómica destruyera la ciudad de Hiroshima y estremeciera al mundo, la gente que sobrevivió al cataclismo sigue muriendo en forma enigmática y aterradora, de síntomas desconocidos; sólo puedo describir ese síndrome como la plaga atómica». Burchett había visitado el único hospital fuera de la ciudad y vio a cientos de pacientes en el suelo: sus cuerpos estaban demacrados y despedían un hedor insoportable, muchos sufrían graves y profundas quemaduras.

Al principio los médicos y cirujanos trataban las quemaduras como cualquier otra, pero los pacientes se licuaban por dentro y morían. Ningún médico había visto nada igual. «Sin alguna razón aparente, su salud comienza a deteriorarse -escribía Wilfred Burchett en su reportaje-, se presentan fallas multiorgánicas, pierden el apetito y el pelo de la cabeza, sus cuerpos se cubren de manchas azules y, antes de morir, sangran por los ojos, la nariz y la boca. Los médicos japoneses les inyectan vitaminas, pero la carne de los enfermos se pudre al contacto con la aguja. Hay algo que acaba con los glóbulos blancos, pero no sabemos qué es. ¿Cómo podemos detener -se preguntaba el doctor Katsuba, director del Hospital- esta aterradora enfermedad?»

Los servicios de inteligencia estadunidenses se informaron unas semanas antes de que el reportaje de Burchett estaba a punto de salir -cuenta el historiador Florian Coulmas-, y publicaron en esa misma fecha un informe sobre 200 atrocidades perpetradas por los militares japoneses a prisioneros de guerra estadunidenses, incluidos canibalismo y soldados enterrados con vida. Unos días después, William Laurence, periodista al servicio de la Casa Blanca, escribió el carácter maravilloso del bombardeo en Nagasaki. Respecto de la bomba atómica, escribió lo siguiente: «Estar cerca de la bomba y contemplarla mientras se convertía en un ente vivo, tan exquisitamente modelada que cualquier escultor se sentiría orgulloso de haberla creado, lo transporta a uno al otro lado de la frontera que separa la realidad de la irrealidad y nos hace sentir la verdadera presencia de lo sobrenatural».

Una semana después el general Robert Farell invitó a 12 científicos a Hiroshima, y les «demostró» que la explosión nuclear no había dejado rastros de contaminación radiactiva. Ya para entonces el general Groves aseguraba al Congreso que la radiación no causaba «sufrimiento inhumano» a sus víctimas, «por cierto», afirmaba el general, «es una manera muy placentera de morir». Nadie vio las imágenes de esa muerte placentera. Durante muchos años se prohibió la exhibición de las fotografías de las víctimas. Además, se confiscó un documental japonés de tres horas de duración sobre Hiroshima, cuyas imágenes sólo fueron difundidas 20 años después, y que formaron el centro de la extraordinaria película Hiroshima y Nagasaki, de Eric Barnouw.

Bert V. A. Röling, historiador holandés, afirma que, después de la lectura de los protocolos del Consejo de Ministros y del Consejo Imperial japoneses, las explosiones nucleares no pueden considerarse la causa directa de la rendición incondicional de Japón. La guerra del Pacífico habría terminado antes del primero de noviembre de 1945 sin el uso de las bombas atómicas, según un informe militar estadunidense de marzo de 1946. Después de la derrota de Alemania, José Stalin había aprobado en Yalta la guerra contra los japoneses, por esa razón muchos militares estadunidenses ya no contaban con los dos proyectos de invasión: el de noviembre de 1945 y el de marzo de 1946. A principios de julio, el general Dwight Eisenhower consideraba que la rendición del imperio japonés era inmediata. ¿Harry Truman evitó las negociaciones de paz con Japón -se preguntaba Röling- porque le habrían impedido lanzar las bombas? El argumento principal del presidente Truman -una parte del repertorio histórico de Estados Unidos- consistió en afirmar que las bombas atómicas salvaron una gran cantidad de vidas, sobre todo estadunidenses. Después de las explosiones nucleares en Hiroshima y Nagasaki, Truman insistió en dos puntos esenciales: a partir de ese momento los jóvenes de Estados Unidos estarían a salvo y, sobre todo y ante todo, ningún país tendría el poder nuclear en sus manos.

Los estrategas del Pentágono calculaban un sinnúmero de bajas en la invasión de las islas japonesas; las batallas de Iwo Jima y Okinawa les habían costado 9 mil 600 soldados. La invasión y la ocupación de Tokio les costaría un millón de bajas estadunidenses.

(continúa)

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