viernes, 30 de octubre de 2020

Hiroshima y Nagasaki: el genocidio (y III)

Tercera y última parte del artículo. Las dos primeras, aquí y aquí.

Hoy está claro que los bombardeos atómicos de dos ciudades japonesas apuntaban a la URSS, aunque el daño físico lo sufrieran otros. Para su intención disuasoria disponían de dos bombas, y las emplearon sin demora. ¿Habrían lanzado diez si las hubieran tenido? Queda ahí la sospecha.

Esta parte narra los sufrimientos de los que tuvieron la desgracia de no morir en el primer instante. La censura impidió al principio ocultarlos, pero pronto fue imposible. Quien conserve algo de humanidad en la conciencia sentirá repugnancia hacia quien con tanto entusiasmo había comparado «la nube en forma de hongo con una nueva versión de la estatua de la libertad».

Los causantes de grandes males, si llegan a ser conscientes de su autoría reaccionan de modos diferentes. Unos tratan de olvidar, y algunos lo consiguen, aunque a otros los acompaña el remordimiento durante años. Hay quien lo soporta en silencio, otros demuestran su arrepentimiento denunciando y luchando activamente.

Pero hay otros que persisten en que lo que hicieron estuvo bien. Se justifican con el balance coste-beneficio, demonizan a las victimas de sus actos o se amparan en la doctrina del mal menor; o todo a la vez. Y muchos se llegan a sentir héroes, escudados tras sentimientos patrióticos, religiosos o de superioridad racial.

Tal vez les baste el odio.

La devastada Hiroshima, en imagen del 12 de agosto de 1945 FOTO Ap















La Jornada

Después de las dos explosiones nucleares en Hirioshima y Nagasaki, el mes de agosto de 1945, la investigación sobre los efectos de la radiactividad en los seres humanos se convirtió en un secreto político impenetrable. Por ese entonces, los militares estadunidenses hicieron lo imposible para que Japón rehusara la ayuda de la Cruz Roja Internacional. Durante siete largos años (1945-1952), a los médicos y los científicos japoneses se les prohibió el acceso a los historiales clínicos de las enfermedades producto de la radiactividad, que acaso hubiesen servido para encontrar tratamientos y curaciones más efectivos. Los equipos médicos de Estados Unidos examinaban a las víctimas, pero no las atendían porque, al parecer, significaba reconocer su culpa.

Según el Alto Mando del Pentágono, el propósito del ataque nuclear era convertirse en un poderosísimo medio de disuasión: el imperio japonés debía rendirse sin condiciones y, por ese camino, salvaguardar la vida de miles de jóvenes estadunidenses. No obstante, ningún estratega militar pudo explicar entonces por qué, en menos de tres días, lanzaron la segunda bomba sobre Nagasaki, que incineró a 70 mil personas. Al cabo de 60 años, uno tiene la impresión de que aquel infierno no era un medio persuasivo, sino un asunto de poder implacable: algo que alguien estaba haciendo contra uno, y sólo contra uno: la Unión Soviética. A principios de los 70, los historiadores de la Comisión de Energía Atómica se preguntaron por qué no se habían considerado otros medios de disuasión que no implicaran -esas alternativas las conocían Truman y sus asesores- un asesinato masivo como, por ejemplo, una explosión atómica en una isla desierta ante un público internacional. Los expertos desecharon esa alternativa y argumentaron que sólo tenían dos cargas nucleares. Aun cuando uno aceptara sin conceder este argumento perverso, se impone la pregunta: ¿por qué no se intentó advertir a los japoneses con un mensaje contundente? Los autores del Proyecto Franck así lo demandaban. El ultimátum de rendición estadunidense era tan vago como ambiguo, se hablaba de «una destrucción total en caso de resistirse». Si se trataba de experimentar con el arma nuclear -escribe Gore Vidal- ¿era necesario arrojarla sobre ciudades superpobladas y llenar de horror y sufrimiento sus casas y calles?

A principios de agosto de 1946, John Hersey publicó en la revista New Yorker el reportaje Hiroshima, que significó el gran viraje de esta historia. Por primera vez el mundo conoció a seis de los supervivientes del bombardeo de Hiroshima y sus increíbles testimonios. Los textos de Hersey infunden respeto, admiración, devoción y, por supuesto, una gran solidaridad. Hersey inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos reporteros, pero inspiraba otro menos frecuente: absoluta credibilidad. La gratitud de que nos haya dejado para el mundo una narración ejemplar tal vez llena de horror y espanto pero tan contundente como las voces de sus supervivientes. Fue, tal vez sin proponérselo, el narrador que suscitó la enorme consternación mundial ante el genocidio de Hiroshima y Nagasaki. John Hersey, corresponsal de guerra de la revista Time, nacido el año de 1914 en China, cubrió las batallas de Iwo Jima y Guadalcanal.

Al llegar a Hiroshima unas semanas después de la explosión nuclear, encontró al doctor Sasaki, director del hospital de la Cruz Roja de Hiroshima, rodeado de decenas de miles de pacientes gravemente heridos -la mayoría con terribles quemaduras- y sin más tratamientos que una solución salina. Hersey describió hora tras hora al doctor Sasaki, paseando aturdido por los pasillos malolientes, vendando a los heridos a la luz de los incendios que siguen cubriendo a la ciudad. El techo y los tabiques se han desplomado, el suelo está pegajoso de sangre y vómitos. A las tres de la mañana, el doctor Sasaki y sus colaboradores llevaban 19 horas seguidas de un trabajo espantoso y se refugiaron detrás del hospital para dormir unas horas. Al poco tiempo son descubiertos y rodeados por muertos vivientes que gritan: «¡Doctores, ayúdennos! ¿Cómo pueden dormir mientras nosotros morimos?»

«Hiroshima es la catástrofe más concentrada y destructora que jamás se haya abatido sobre seres humanos» -escribió Elias Canetti- «minuciosamente calculada y provocada por los mismos seres humanos». Nadie está seguro de haber escapado al peligro y a la muerte; los efectos «secundarios» de la explosión nuclear son más terribles que cualquier otro síntoma, destruyen todos los pronósticos «normales» de la medicina, nadie sabe qué tienen los heridos. Sasaki se dio muy pronto cuenta de que avanzaba a ciegas en medio de la oscuridad más absoluta, como lo describió el australiano Wilfred Burchett. La gran mayoría de los heridos nunca llegará al hospital; al atardecer del 7 de agosto de 1945, el pastor Tanimoto -cuenta Hersey- transporta a los heridos de la explosión de una orilla a la otra, que todavía no está en llamas. Tanimoto se improvisa como barquero, va de un lado al otro, infatigable, toma las manos de una mujer para subirla a bordo y su piel se desprende en grandes pedazos que parecen guantes, la mujer se va deshaciendo por partes hasta desaparecer en el agua. A pesar de su pequeña estatura, Tanimoto logra poner muchos cuerpos en la otra orilla, pero la piel de los heridos está viscosa y azul. El doctor Sasaki se estremece al imaginar todas las quemaduras que ha visto en el día, heridas nunca antes vistas: amarillas, luego rojas e hinchadas, con la piel acostrada, y al final, cuando llega la noche, supurantes y hediondas. Una y otra vez el doctor Sasaki se dice a sí mismo: «son seres humanos, son seres humanos».

En todo caso, Sasaki estaba dispuesto a empezar de nuevo cuantas veces fuera necesario, y trasladarse si era preciso hasta el otro lado del mundo para revelar la destrucción que ocasiona la radiactividad en los seres humanos. No era una metáfora: al término de su actividad en el hospital, enfermo terminal de leucemia, había tomado la decisión de viajar por todo Japón, durante la primavera de 1947, para tratar de poner al tanto a sus compatriotas del peligro. Mientras se enfrentaba al enigma de los síntomas en los enfermos, el propio doctor Sasaki, como el doctor Hachiya, es un paciente. Cada síntoma que descubre en los demás lo preocupa también por él mismo, y en secreto comienza a buscarlo en su propio cuerpo. La supervivencia es precaria y nunca está garantizada.

En El diario de Hiroshima del doctor Michihiko Hachiya, Elias Canetti narra la experiencia de Hachiya, director de otro Hospital de Hiroshima, y habla de su profundo respeto por los muertos, además describe cómo el doctor Hachiya se aterra al ver cómo ese respeto va desapareciendo en los demás. Cuando entra en la cabaña de madera donde un colega está practicando autopsias, Hachiya no se olvida de inclinarse ante el cadáver. Todas las tardes incineran muertos frente a las ventanas de su cuarto en el hospital. Al lado mismo de donde esto ocurre hay una bañera. La primera vez que asiste a una cremación, cuenta Canetti, desde abajo escucha que alguien exclama en voz alta desde la bañera: «¿Cuántos has quemado hoy día?». La total irreverencia de esta situación -por un lado un hombre que poco antes estaba vivo y ahora es incinerado, y más allá otro en una bañera, desnudo- le causa una profunda indignación. Pero al cabo de unas semanas, anota Canetti, Hachiya se hallaba cenando en su habitación del segundo piso con un amigo durante una de esas cremaciones masivas. Siente un olor «como a sardinas quemadas, se da cuenta de que son los muertos y sigue comiendo.

«En aquella ciudad totalmente destruida, Hiroshima, no se sobrevive a enemigos, sino a la propia familia», escribe Canetti, «a colegas y conciudadanos». La guerra sigue y los enemigos cuya muerte se desea están en otro sitio. Uno se siente amenazado por ellos y la desaparición de la propia gente aumenta la amenaza. Con la caída de la bomba la muerte llega desde arriba; sólo es posible contraatacar a la distancia, y haría falta estar prevenido.

Cuando los lectores de John Hersey leyeron en Nueva York los reportajes sobre Hiroshima, ya no quisieron imaginar a «la nube en forma de hongo como una nueva versión de la estatua de la libertad», se llenaron de miedo y horror y discutieron con toda crítica la decisión del presidente Truman. Albert Einstein compró, cuentan sus colegas, mil ejemplares de la revista y los regaló durante algunas semanas. Cuarenta y nueve días después de la catástrofe se celebró en Hiroshima una jornada en memoria de los muertos. El doctor Hachiya se dirigió a la ciudad en bicicleta y visitó todos los lugares consagrados a los muertos, sus propios y aquellos de los que había escuchado hablar. Cerró los ojos para ver a una amiga entrañable que había fallecido, y ésta se le apareció. Al abrirlos la imagen se desvaneció; los volvió a cerrar, asegura Canetti, y la vio otra vez. Hachiya se va abriendo paso por entre las montañas de escombros de la ciudad y no camina al azar, él como el doctor Sasaki saben lo que buscan: los lugares de los muertos. Los imaginan a todos, los vuelven a ver, tienen una imagen clara de los fallecidos. Y ésta quizá sea la única forma del duelo frente al genocidio.

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