miércoles, 29 de noviembre de 2017

Lugar y no-lugar

"Mi lugar", es mi pueblo, mi aldea; pero estos términos no son sinónimos. El primero significa más específicamente "mi sitio", ¿y dónde estar mejor que en mi sitio?

Así, el lugar es un espacio con el que se tiene una relación afectiva, un espacio que acoge. Por eso, se puede negar esta condición a aquellos espacios en que no me quedaría para siempre, en los que no es soportable la idea de permanecer largo tiempo. ¿Quién se quedaría a vivir en el vestíbulo de un aeropuerto?

Pero ademas del lugar como cobijo, está el lugar como espacio de relación. Jane Jacobs, en su libro fundamental Muerte y vida de las grandes ciudades, señala los espacios urbanos que pueden considerarse lugares como lugares de relación. En un no-lugar, aunque coincidamos con miles de personas, no hay verdadera relación con ellas. Puede haberla en una iglesia o en un estadio, no en un supermercado.

El espacio geométrico es un soporte neutro. El espacio antropológico es el espacio vivido, en el que no todos los puntos son equivalentes. Teje una red y en ella hay tanto vacíos inexistentes como nodos de diversa índole. Unos estables, otros transitorios. Unos atractivos, otros repelentes. Adviértase que estos pares no son equivalentes. Un espacio desagradable puede ser un lugar, y un no-lugar ser atractivo.

El universo de los lugares es único para cada individuo. A veces pienso que de alguna manera la puerta de la iglesia es un lugar para el mendigo habitual. Como esa triste taberna para los parroquianos que se reúnen en ella a jugar al mus.




(Tomado del blog El Otro)


Fragmento de: Manuel Delgado. “El animal público”.

"Existe una analogía entre la dicotomía lugar/espacio en Michel de Certeau y la propuesta por Merleau-Ponty de espacio geométrico/espacio antropológico. Como la del lugar, la espacialidad geométrica es homogénea, unívoca, isótropa, clara y objetiva. El geométrico es un espacio indiscutible. En él una cosa o está aquí o está allí, en cualquier caso siempre está en su sitio. Como la del espacio según Certeau, la espacialidad antropológica, en cambio, es vivencial y fractal. En tanto que conforma un espacio existencial, pone de manifiesto hasta qué punto toda existencia es espacial.

Ciertas morbilidades, como la esquizofrenia, la neurosis o la manía, revelan cómo esa otra espacialidad rodea y penetra constantemente las presuntas claridades del espacio geométrico —el «espacio honrado» lo llama Merleau-Ponty—, en que todos los objetos tienen la misma importancia.

El espacio antropológico es el espacio mítico, del sueño, de la infancia, de la ilusión, pero, paradójicamente, también aquello mismo que la simple percepción descubre más allá o antes de la reflexión. En él las cosas aparecen y desaparecen de pronto; uno puede estar aquí y en otro sitio. Es por él por lo que mi cuerpo, en toda su fragilidad, existe y puede ser conjugado. Es en él donde puede sensibilizarse lo amado, lo odiado, lo deseado, lo temido.

Escenario de lo infinito y de lo concreto. En él no hay ojos, sino miradas. Desaparecen de pronto; uno puede estar aquí y en otro sitio. Es por él por lo que mi cuerpo, en toda su fragilidad, existe y puede ser conjugado. Es en él donde puede sensibilizarse lo amado, lo odiado, lo deseado, lo temido.

De ahí se deriva el concepto —adoptado por Marc Auge de Certeau de no-lugar. El no-lugar se opone a todo cuanto pudiera parecerse a un punto identificatorio, relacional e histórico: el plano; el barrio; el límite del pueblo; la plaza pública con su iglesia; el santuario o el castillo; el monumento histórico…, enclaves asociados todos a un conjunto de potencialidades, de normativas y de interdicciones sociales o políticas, que buscan en común la domesticación del espacio. Auge clasifica como no-lugares los vestíbulos de los aeropuertos, los cajeros automáticos, las habitaciones de los hoteles, las grandes superficies comerciales, los transportes públicos, pero a la lista podría añadírsele cualquier plaza o cualquier calle céntrica de cualquier gran ciudad, no menos escenarios sin memoria —o con memorias infinitas— en que proliferan los puntos de tránsito y las ocupaciones provisionales». Las calles y las plazas son o tienen marcas, pero el paseante puede disolver esas marcas para generar con sus pasos un espacio indefinido, enigmático, vaciado de significados concretos, abierto a la pura especulación. Como le ocurría a Quinn, el protagonista de «La ciudad de cristal» —uno de los relatos de La trilogía de Nueva York, de Paul Auster—, que amaba caminar por las calles de su ciudad convertidas para él en un «laberinto de pasos interminables», en el que podía vivir la sensación de estar perdido, de dejarse atrás a sí mismo: «reducirse a un ojo», haciendo que todos los lugares se volvieran iguales y se convirtieran en un mismo ningún sitio. El ningún sitio, como el no-lugar, es un punto de pasaje, un desplazamiento de líneas, alguna cosa —no importa qué— que atraviesa los lugares y justo en el momento en que los atraviesa. Por definición, lo que produce son itinerarios en filigrana en todas direcciones, cuyos eventuales encuentros serían precisamente el objeto mismo de la antropología urbana. El no-lugar es el espacio del viajero diario, aquel que dice el espacio y, haciéndolo, produce paisajes y cartografías móviles.

Ese hablador que hace el espacio no es otro que el transeúnte, el pasajero del metro, el manifestante, el turista, el practicante de jogging, el bañista en su playa, el consumidor extraviado en los grandes almacenes, o —¿por qué no?— el internauta. El no-lugar es justo lo contrario de la utopía, pero no sólo porque existe, sino sobre todo porque no postula, antes bien niega, la posibilidad y la deseabilidad de una sociedad orgánica y tranquila.”

martes, 28 de noviembre de 2017

Todo lo sólido...

¿Hay algo más actual que estas frases, escritas a mediados del siglo XIX? 

Hallado en una miscelánea (pero no tanto) del blog El Otro.



Todo lo sólido se desvanece en el aire…
“La moderna sociedad burguesa prospera con «la revolución constante de la producción, la perturbación ininterrumpida de todas las condiciones sociales, eterna incertidumbre y agitación». En un contexto social semejante, «todas las relaciones fijas y congeladas, con su cohorte de antiguos y venerables prejuicios y opiniones, son barridas; las relaciones recién formadas se vuelven anticuadas antes de que puedan osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire; lo sagrado se profana y el hombre, por fin, se ve forzado a enfrentar sus verdaderas condiciones de vida y sus relaciones con los demás hombres».”
 (Marx y Engels, ‘El manifiesto comunista’) 

Complejidad... ¿qué complejidad?

En el blog The Oil Crash se ha venido publicando un debate sobre decrecimiento y complejidad. La polémica versa sobre si el decrecimiento obligará a disminuir la complejidad o si puede evitarse la descomplejización de las sociedades.

En realidad, todo depende de la definición que se adopte para la complejidad. Lo que hay que valorar no es lo complicado de un mecanismo, sino su eficacia para lo que se pretende conseguir. Y en lo que se pretenda conseguir está la clave, porque ahí entramos en el territorio de los valores. El positivismo los da por eternos e inmutables, el posmodernismo por poco menos que inexistentes, cuando siempre están ahí como referencia, y dependen estrechamente de la perspectiva de la época y de la clase social.

En el fondo del debate no está la complejidad como asunto técnico: lo que importa en realidad es la estructura y organización, porque la complejidad en sí misma, entendida como pura complicación, no garantiza el buen funcionamiento. Y  el buen funcionamiento es valorable según quién, cómo y cuándo lo evalúe.

Llegada la organización a un punto en que la complejización es ya un lastre, la estructura se puede (se ¿debe?) simplificar. Pero la nueva síntesis acumula la historia y hereda lo experimentado anteriormente. El desarrollo social, como el de los organismos vivos, acumula en el presente todo el pasado. ¿Puede considerarse menos complejo lo que está mejor armado?

(Ocurre esto en la ciencia. La complejidad de interpretación de los movimientos planetarios que llegó a alcanzar el sistema ptolemaico, con sus epiciclos, fue sustituida por la más simple explicación de Copérnico. Pero la síntesis copernicana acumulaba la experiencia y el saber de los astrónomos anteriores. De nuevo, fueron las precisas mediciones de Tycho Brahe las que aprovechó Kepler para ¿simplificar? la explicación de la dinámica planetaria).

Vuelvo al tema que nos ocupa y preocupa. En el estado de crisis global en que nos hallamos, se utiliza para vislumbrar el futuro la metáfora del Titanic. La incertidumbre sobre lo que vendrá se centra en si es aún momento de evitar el choque o debemos preparar los botes salvavidas.

En todo caso, lo que nos pone de acuerdo es que la sociedad del futuro será muy diferente de la actual. Y según los puntos de vista será más simple o más compleja.

Del artículo que pretende armonizar las visiones contrapuestas sobre el tema, me interesa destacar lo que debería orientar una transición ordenada. El autor viene a decir que la descomplejización ya se ha producido en las mentes, y da unas pautas para establecer la nueva complejidad.




Eduardo García Díaz

(...)

Lo que planteo es que, en el caso del ideario colectivo predominante,  no podemos hablar de descomplejización provocada por el choque con nuestros límites biofísicos, pues ya el pensamiento predominante en los pasajeros, antes del choque, ha sido convenientemente descomplejizado por los mecanismos de alienación  propios del capitalismo.

En consecuencia, y si consideramos el criterio de la resiliencia, mi argumento es que la mayoría de los pasajeros del Titanic carecen de la capacidad de investigar y resolver los problemas de supervivencia que deben enfrentar. De ahí que sea tan relevante  que los colectivos que constituyen la vanguardia ecologista hablen menos de volver al “pensamiento sencillo” y más de cómo desarrollar en la población la transición desde un pensamiento simplificador hacia otro complejo. Transición que debe entenderse como un cambio hacia:

  • Una perspectiva más sistémica del mundo, superadora de la visión aditiva de la realidad y de las formas de actuación y de pensamiento basadas en lo próximo y evidente, en la causalidad mecánica y lineal, en las dicotomías y los antagonismos, en la idea estática y rígida del orden y del cambio. Al respecto, habría que considerar todos los posibles elementos, relaciones y variables que están implicados en cada problemática, adoptando una perspectiva integradora que contemple a la vez lo global y lo local, que evite los planteamientos reduccionistas y que supere la dicotomía entre los aspectos naturales y los sociales.
  • Una integración de los diferentes tipos de conocimientos (conceptual, procedimental y actitudinal) entre sí y con la acción, estableciendo conexiones entre la ciencia y el ámbito de las actitudes, los valores y las emociones.
  • Una mayor capacidad para ir más allá de lo funcional y concreto, para abandonar lo evidente y para ser capaces de adoptar diferentes perspectivas, a la hora de interpretar la realidad y de intervenir en la misma, superando las visiones egocéntricas, sociocéntricas y antropocéntricas. La perspectiva compleja supone describir cualquier evento desde la triple perspectiva (simultáneas) del mesocosmos (lo perceptible, evidente y próximo a nuestra experiencia), el microcosmos (lo no perceptible por ser muy pequeño) y el macrocosmos (lo muy grande). Y otra perspectiva  del cambio y del tiempo, considerando el cambio del mundo como un cambio evolutivo (más bien una coevolución de los distintos sistemas complejos que lo habitan) e irreversible, que supere los enfoques fijistas, estáticos, fatalistas y cíclicos.
  • Un mayor control y organización del propio conocimiento, de su producción y de su aplicación a la resolución de los problemas complejos y abiertos de nuestro mundo, superándose, por una parte, la dependencia de la cultura hegemónica y de sus valores característicos (con el desarrollo de actitudes de tolerancia, solidaridad, cooperación, etc.) y, por otra, la sumisión a los dictados del experto (técnicos, políticos). Supone, sobre todo, trabajar la transición desde la perspectiva del antagonismo (el motor de las cosas es el enfrentamiento, el egoísmo, la competencia, el dominio, etc.) hacia la de la complementariedad (solidaridad, altruismo, defensa de lo común, la unión hace la fuerza, la acción más eficaz se basa en la cooperación, todos dependemos de todos...).
(...)

viernes, 24 de noviembre de 2017

La expresión gráfica en la ingeniería (10)

Si en el capítulo anterior de esta serie acabé de presentar las cuádricas elípticas, aquellas a las que los planos tangentes tocan en un punto sin cortarlas, y que pueden considerarse transformaciones proyectivas de la esfera, ahora les toca, y no precisamente en un punto, a las cuádricas hiperbólicas.

Efectivamente, cada plano tangente corta a la superficie en dos rectas, siendo su intersección el punto de tangencia. De este modo, un conjunto de rectas arman una superficie curva:

El plano formado por dos rectas toca a la superficie en su intersección, y deja una parte de ella por encima y otra por debajo.

Si bien no pueden obtenerse deformando la esfera de la misma manera que hacíamos en las anteriores, un cierto retorcimiento del espacio, invirtiendo la posición de las cónicas de los planos principales, permite dibujarlas.

En este enlace dejo el capítulo en PDF.


En las cuádricas elípticas el plano tangente no corta a la superficie:


Esta pantalla de radar o faro de coche antiguo es un paraboloide elíptico. Dos planos de simetría ortogonales entre sí lo cortan en dos parábolas. Vemos que el desplazamiento de cualquiera de ellas sobre la otra lo recorre por completo:


Pues bien, demos la vuelta a la parábola móvil y repitamos la operación. Así obtenemos el paraboloide hiperbólico:



El punto común a las dos parábolas de partida es el vértice. Un triedro trirrectángulo por él estará formado por los planos de las parábolas y otro plano perpendicular a ambas. Es el plano tangente en ese punto. Corta a la superficie en dos rectas. Perpendicular a él está el eje del paraboloide. Un plano que gire sobre ese eje irá cortando a la superficie en parábolas cada vez más abiertas, hasta llegar a hacerlo en un recta y luego invertir la curvatura:


Este es el esquema par obtener esta nueva superficie. Deshacemos el cubo original, convertido en un tronco de pirámide con base infinita, retorcemos una de las horquillas invirtiéndola y sobre esta base construiremos la superficie:


Estas vistas encadenadas del esquema constructivo nos permitiran dibujar la superficie desde varios puntos de vista. Intentadlo:


Vamos ahora con el hiperboloide hiperbólico.

En la figura 9.18 de la entrega anterior se contruía el hiperboloide elíptico (de dos hojas) dibujando sus hipérbolas pincipales. Utilizando las mismas asíntotas constuiremos el hiperbólico por medio de sus hipérbolas conjugadas (ver aquí la figura 2.42):



Que son estas:



Veamos a continuación el hiperboloide de dos hojas y las hipérbolas conjugadas preparadas para recibir el de una hoja, hiperbólico o reglado:



Que es este, conjugado del anterior:


Puede comprobarse que es reglado, formado por dos familias de rectas. Las de una familia no se cortan, pero cada una de ellas corta a todas las de la otra familia:


Varias vistas encadenadas del esquema preparado para construir este hiperboloide. ¡A por él!:


Un hermoso hiperboloide (no lo juzgo como obra arquitectónica, ni para bien ni para mal ¿eh?, que eso no toca hoy) para rematar el capítulo:

Bueno, no están todas las que son, aunque sean todas las que están. Faltan otras.

El estudio matemático nos muestra que en las elípticas el plano tangente también corta a la superficie en dos rectas... ¡imaginarias conjugadas!  No intentéis dibujarlas en el espacio real.

También en los cilindros y conos, que son "cuádricas degeneradas" (sin que eso las estigmatice) el plano tangente a la superficie lo es en una recta doble, y todos sus puntos lo son de tangencia.

Puestos a degenerar, el plano mismo ("plano doble") resulta de la degeneración de un cono que se aplasta, como vimos aquí.



lunes, 20 de noviembre de 2017

La acumulación originaria

El concepto marxista de acumulación originaria (o acumulación primitiva) parece llevarnos a un tiempo remoto y legendario en que se acumuló el capital, y que luego cesó cuando encontró "otras vías" (¿cuáles?) para reproducirse y crecer. En realidad, esos procedimientos no han cesado nunca de una u otra forma. En el capítulo XXIV de El Capital su autor compara esa idea con la teológica del pecado original:
Esta acumulación originaria desempeña en economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana y con ello, el pecado se posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una elite diligente, y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa (que aún hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender salvo sus propias personas) y la riqueza de unos pocos, que crece continuamente aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo
Pero esa explicación sencilla de que los diligentes acumularon la riqueza y los holgazanes se vieron obligados a trabajar, aunque pueda aplicarse a algunos holgazanes descendientes de diligentes o a algunos diligentes descendientes de holgazanes, no casa con la realidad, en la que a tanta gente el trabajo no le deja tiempo para enriquecerse.

Es ahora, cuando la crisis sistémica está dejando al descubierto tantas cosas, cuando vemos con claridad lo que ocultaba la prosperidad de un tiempo ya pasado.

Si el "pecado original" mancha a los hijos de Eva y Adán, el de los métodos non sanctos de acumulación no tan primitiva sino muy actual queda al descubierto cuando a la vista de todos el robo y la corrupción imperan en las más altas magistraturas y en la formación de las grandes fortunas. Trabajando no se acumula un billón de euros.

Si miramos a los organismos que gobiernan la economía mundial, a los tratados de libre comercio, a las guerras de rapiña, a la explotación laboral, etc. veremos que no son diferentes los modos actuales de acumular la riqueza.
 

Toma el dinero y corre podría ser el lema del escudo nobiliario de esos acumuladores, según la expresiva imagen que ilustra el artículo del que copio el final.




Fausto Burgueño L.

Pero, en realidad, los métodos de la
acumulación originaria fueron
cualquier cosa menos idílicos.


El Capital, t. I. Carlos Marx

(...)

Recordemos aquí, como recuerda Marx, toda una serie de “métodos idílicos” de la acumulación originaria: la depredación de los bienes de la iglesia, enajenación fraudulenta de las tierras del dominio público, saqueo de los terrenos comunales, elementos, que entre otros, abrieron
paso a la agricultura capitalista, se incorporó el capital a la tierra y se crearon los contingentes de proletarios libres y privados de medios de vida que necesitaba la industria de las ciudades.
Otros procesos fueron las diversas leyes que perseguían a los expropiados y leyes reduciendo el salario
De ahí que, a fines del siglo XV y durante todo el XVI se dictasen en toda Europa Occidental una serie de leyes persiguiendo a sangre y fuego el vagabundaje … Al mismo tiempo la burguesía que va ascendiendo, pero que aún no ha triunfado del todo, necesita y emplea todavía el poder del estado para “regular” los salarios, es decir, para sujetarlos dentro de los limites que convienen a los fabricantes de plusvalía... alargar la jornada de trabajo y mantener al obrero en el grado normal de subordinación. Es éste un factor esencial de la llamada acumulación originaria.
Otros factores que se suceden son: los contratos de arrendamiento, la revolución agrícola del siglo XVI, la depreciación de los metales preciosos, el alza de los precios del trigo, lana, carne; la expropiación y el deshaucio de una parte de la población rural, la destrucción de las industrias rurales y el proceso de diferenciación de la industria y la agricultura y por lo tanto la destrucción progresiva de la clase campesina y el surgimiento de la gran industria; etcétera.

Agrega a éstos:
el sistema colonial, la deuda pública, la montaña de impuestos, el proteccionismo, las guerras comerciales, etcétera, todos éstos vástagos del verdadero periodo manufacturero se desarrollaron en proporciones gigantes durante los años de infancia de la gran industria. El nacimiento de esta potencia es festejado con la gran cruzada heroica de rapto de niños.
Así pues, señala Marx, 
…esta espantosa y difícil expropiación de la masa del pueblo, forma la prehistoria del capital. Abarca toda una serie de métodos violentos entre los cuales sólo hemos pasado revista aquí, como métodos de acumulación originaria del capital, a los más importantes y memorable.
Otro ejemplo sacado del análisis de El Capital es el relativo al papel que juega el estado en la vida económica durante la génesis histórica de la producción capitalista, o sea en el periodo de la acumulación originaria de capital y que nos muestra una intervención de la práctica política, en sus diferentes formas y que tiene por resultado transformar y fijar los límites del modo de producción. Así,
En el momento de su surgimiento la burguesía necesita el poder del estado y lo utiliza para “regular” los salarios, es decir, para sujetarlos dentro de los límites que conviene a los fabricantes de plusvalía, prolongando la jornada de trabajo y mantener al mismo obrero en el grado normal de subordinación…
Con el posterior desarrollo de la producción, que implica también considerar el desarrollo de relaciones jurídicas, de la política del estado, de la clase obrera, etcétera, reconoce a estas como elementos centrales que se adaptan a la estructura económica de tal manera que la influencia directa del estado en la vida económica es mucho mayor en la fase de la acumulación originaria que la que tiene normalmente en la fase posterior, las cosas cambian:
la “silenciosa coacción de las relaciones económicas”, hace superfluo en gran parte este tipo de intervención del poder estatal en la vida económica.
Por supuesto que se continúa utilizando la fuerza extraeconómica inmediata pero sólo por excepción. Así puesto que es la regla en una situación dada, pasa a ser excepción de otra. Los diversos métodos de acumulación originaria -observa Marx– pueden ser en ciertos casos más o menos brutales y en otras más o menos refinados, pero
todos utilizan el poder del estado, de la fuerza concentrada y organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el proceso de transformación del régimen feudal de producción en el régimen capitalista y acortar los intervalos. La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva. Es, por sí misma, una potencia económica.
Pensamos aquí que cuando Marx define el poder del estado como “violencia organizada y concentrada de la sociedad” no piensa solamente en el proceso de transformación -al que se refiere explícitamente- del modo de producción feudal en modo de producción capitalista sino que pone de manifiesto una característica que es común a todos los procesos de transición de una formación social a otra, válido no sólo para la fase de una formación social al capitalismo sino también para el caso del proceso de transición del capitalismo al comunismo.

Por último, al tratar el problema de la acumulación originaria del capital, Marx le otorga un importante papel al sistema colonial en cuanto este forma parte del proceso de acumulación originaria del capitalismo en Europa y muestra a su vez la rapacidad y la barbarie capitalista en la búsqueda de ganancias. Para Marx la era capitalista sólo data del siglo XVI y
el descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria. Tras ellos, pisando sus huellas, viene la guerra comercial de las naciones europeas, cuyo escenario fue el planeta entero.
Marx, destaca también que:
Las diversas etapas de la acumulación originaria tienen su centro, por orden cronológico más o menos preciso, en España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra. Es aquí donde a fines del siglo XVII se resumen y sintetizan sistemáticamente en el sistema colonial, el sistema de la deuda pública, el moderno sistema tributario y el sistema proteccionista…
De estas citas cuando menos, se puede inferir que para Marx no discurren separadamente las metrópolis europeas y las colonias, sino que ambas forman parte de un sólo y único proceso: el proceso de génesis y desarrollo del capitalismo. Y en donde la historia de la expansión colonial es, simultáneamente:
1. Una historia de bandidaje y pillaje en la que se manifiestaron toda una serie de atrocidades y violencia masiva en sociedades enteras.
2. Una historia de acumulación y concentración de capital producto del saqueo colonial entre los siglos XVI-XVII.
3. Un mercadeo esencial para el desarrollo de la manufactura y posteriormente de la industria en Europa Occidental que a su vez promovió un proceso de ahondamiento de las desigualdades en el desarrollo del capitalismo entre unas regiones y otras: el desarrollo y el subdesarrollo.
4. Fue un proceso de reacomodo y modelación de las economías coloniales por las metrópolis haciendo de aquéllas economías complementarias y atrofiadas.

domingo, 19 de noviembre de 2017

La expropiación del tiempo

Lewis Mumford consideraba la invención del reloj mecánico como un hito que imprimía carácter al capitalismo desde sus orígenes. El control del tiempo es y ha sido siempre fundamental en los ciclos productivos. Los ritmos anuales o circadianos regulan la vida de todos los seres, incluidos los humanos. Pero la fragmentación en unidades menores y la supeditación a ellas de todas las actividades no se ha impuesto a la mayoría hasta la completa dominación del capital en todas las circunstancias de nuestra vida.

El tiempo, como el espacio, tiene límites. Pero si dentro de ellos podemos movernos en el espacio con cierta apariencia de libertad, no ocurre lo mismo con las limitaciones temporales. Dentro de las veinticuatro horas del día tienen que caber las dedicadas a la producción y al consumo, las empleadas en las tareas ineludibles y las de libre disposición, el trabajo y el ocio. Y el descanso, naturalmente. Cualquier tiempo no puede estirarse si no es en detrimento de otro.

El tiempo mide el crecimiento. El beneficio del capital, la amortización de una deuda, se miden siempre con el calendario. Y los rendimientos del trabajo en función del reloj. El trabajo se valora (¡y se plusvalora!) en función del tiempo empleado, y el beneficio del capital depende del tiempo de trabajo que excede el necesario para cubrir los gastos, incluido el salario (sin plustrabajo no hay plusvalor). Es evidente la lucha tecnológica y organizativa por aumentar la eficacia productiva de cada unidad de tiempo, como lo es la pugna entre empleadores y empleados, estos por acortar la jornada laboral y aquellos por alargarla (esto, que estuvo presente en las luchas obreras del pasado, vuelve ahora a ser dramáticamente actual).

Es una paradoja que pretendamos emplear cada vez más tiempo en procurarnos los medios para disfrutar del tiempo libre. Si en otro tiempo se pretendió ante todo producir más, ahora se incorpora a la ecuación la necesidad de consumir más. Pero sacrificamos en la producción creciente el tiempo para ese consumo. Aparece así un factor absolutamente inhumano, el de la aceleración de los tiempos hasta límites insoportables sin detrimento de nuestra propia mente. Ese tiempo acelerado es tiempo empobrecido.

Como sé que no tenéis tiempo libre para la digestión lenta de las ideas, que supone una lectura larga y reposada, he acortado un poco en esta apropiación no indebida el artículo original. Si lo acorto mucho se pierde el poder de convicción, pero si lo alargo mucho se pierde el tiempo, porque no estamos dispuestos a dedicarle tanto. Casi no entiendo como son tan gruesos esos best-sellers de llamativas portadas y magnífica encuadernación que inundan las grandes superficies.

El artículo lo encontré en el blog Arrezafe completo, con una bibliografía y unas notas que también omito. La fuente es esta. La conferencia, entre los vídeos del V Coloquio Internacional “Teoría crítica y marxismo occidental” Alienación y extrañamiento: reflexiones teóricas y críticas.

Me olvidaba: sobre los benéficos efectos de la siesta, este otro artículo.





















Renán Vega Cantor

En este texto se analiza un asunto crucial de la expropiación de los bienes comunes en el mundo de hoy por parte del sistema del capital, pero sobre el cual poco se reflexiona. Nos referimos a la expropiación del tiempo de la mayor parte de los seres humanos. La exposición parte de recordar en forma breve la manera como la expropiación inicial del tiempo, cuando surge el capitalismo industrial, estaba relacionada con la conversión de campesinos y artesanos en obreros asalariados y se limitaba al ámbito fabril. Luego se consideran los rasgos generales de la expropiación del tiempo en nuestra época, recalcando el papel que desempeñan las tecnologías de la información y la comunicación. Por último, a partir de este análisis general se presenta el recuento de algunos aspectos emblemáticos de expropiación del tiempo, tal como los supermercados, la siesta, la noche, la comida rápida y la memoria y la historia.
(...)

1. Primeros momentos del capitalismo industrial
 
En un principio la expropiación del tiempo en el capitalismo industrial estaba referida de forma preferente a los obreros y al ámbito laboral, porque se trataba de convertir a antiguos campesinos y artesanos, que tenían su propio manejo del tiempo –algo muy diferente al tiempo abstracto del capitalismo, regido por el reloj-, con su ritmo lento y pausado, en el que se mezclaba la actividad productiva, con la fiesta, el calendario religioso, el carnaval, el descanso, la vida en común. Los trabajadores resistieron en este primer momento con la huida y el abandono de los sitios del trabajo, proclamando de manera implícita el “derecho a la pereza”, un principio prioritario en la resistencia a la proletarización.

Cuando el capitalismo logró crear la primera generación de trabajadores asalariados los disciplinó en concordancia con sus intereses de valorización y de generación de ganancias y se empezó a regir por la célebre máxima “el tiempo es oro”. En este segundo momento, los trabajadores habían sido sometidos y ya no luchaban contra el nuevo ritmo temporal -el del cronómetro- sino por el acortamiento del tiempo de trabajo, lo que indica que se había aceptado el nuevo ritmo temporal, abstracto y vertiginoso del capital.

(...)

Durante toda la época del fordismo, los trabajadores lograron mantener la separación entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio. Incluso, en la época del Estado de Bienestar, y sus diversos remedos en todo el mundo, los trabajadores obtuvieron como una de sus conquistas fundamentales el derecho a disfrutar de vacaciones durante unas semanas del año. Para hacer frente a esta realidad, el capitalismo procedió a mercantilizar el tiempo libre de los trabajadores y convertirlo en tiempo de ocio, mediante el fomento del consumo individual y familiar y haciendo que ese tiempo estuviera regido por la lógica del capital, porque, por ejemplo, las vacaciones se disfrutan en hoteles, balnearios o playas en las cuales se despliega una actividad mercantil que genera ganancias. Por esa razón, Herbert Marcuse señalaba que a una sociedad libre corresponde un tiempo libre y a una sociedad represiva un tiempo de ocio.

2. Generalización de la expropiación del tiempo

En el mundo contemporáneo, la expropiación del tiempo se ha extendido a todos los ámbitos de la vida y no se limita, como antes, al terreno laboral. En el capitalismo actual la expropiación del tiempo de la vida se expresa, de manera paradójica, en la falta de tiempo. Esto es ocasionado por el culto a la velocidad, la aceleración de ritmos, la dilatación de los trayectos de las ciudades, la incorporación de las periferias urbanas mediante la generalización del automóvil, los embotellamientos por el exceso de vehículos privados, la conversión del ocio en una mercancía, la omnipresencia esclavizante del celular, el sometimiento al televisor, frente al cual las personas pasan una buena parte de su existencia, la ampliación de la jornada de trabajo… Un dicho africano expresa de manera contundente nuestra falta de tiempo: “Todos los blancos tienen reloj, pero nunca tienen tiempo” (Chesneaux, 1996: 41).

Esta expropiación del tiempo de la vida está relacionada con la definición del poder en términos del control del tiempo ajeno. En concreto, para decirlo en términos de David Anisi:
Todos partimos de una igualdad básica. Independientemente de nuestras coordenadas sociales, el día tiene veinticuatro horas para todos. Técnicamente el tiempo es algo imposible de producir. Sólo el ejercicio del poder, al apropiarnos del tiempo de los demás, puede acrecentarlo. El poder se mide como la relación entre el tiempo obtenido de los demás y el tiempo necesario para conseguir esa movilización (Anisi, 2006: 14).
Hasta ahora, a importantes sectores de la sociedad el capitalismo no les había podido expropiar su tiempo, si recordamos que “el tiempo es el único recurso del cual pueden disponer gratuitamente los que viven en el escalón más bajo de la sociedad” (Sennett, 2006: 14). Esto era aplicable a gran parte de la población que habitaba en los países periféricos y también concernía a las personas que se encontraban en los territorios de la antigua Unión Soviética y de Europa oriental. 

(...)

En el caso de la antigua URSS y los países de Europa oriental, la gente constata la magnitud de los cambios experimentados en los últimos veinte años en el “tiempo perdido”. Las personas que hablan de la época anterior a 1989-1991 coinciden en que antes les sobraba tiempo para tener amigos, visitarlos, hablar con ellos, conversar y compartir. Ahora, nada de eso existe, porque el capitalismo ha impuesto un ritmo frenético y veloz, en el que ya no les queda tiempo para nada, ni para los amigos, ni para disfrutar de alguna actividad cultural o de goce personal (leer, ver una película, ir a un concierto o a una obra de teatro), algo que no sólo era gratuito hace un cuarto de siglo sino que convocaba a importantes sectores de la población. Hoy predomina el tiempo cuantitativo, vacío, homogéneo y abstracto, que se expresa, entre otras muchas cosas, en la generalización de la televisión basura al más puro estilo estadounidense. Las bibliotecas están vacías, se ha reducido dramáticamente la lectura y la compra de libros. A cambio, la mayor parte de la gente malvive en el rebusque diario para conseguir su sustento y un ritmo vertiginoso caracteriza sus existencias pauperizadas. [1]

En síntesis, con la universalización del capitalismo lo que hoy se está viviendo es la plena “subsunción de la vida al capital”, que implica que se han mercantilizado y sometido a la férula del tiempo abstracto todos los aspectos de la vida. En concordancia con este presupuesto, el capital ha rotó la distancia que separaba el tiempo de trabajo y el tiempo libre, o el tiempo de la vida.

(...)

Un primer dato, indicativo del fenómeno que comentamos, está referido a un hecho que contraviene los anuncios de algunos teóricos del trabajo, como André Gorz, quienes habían previsto la reducción del tiempo de trabajo y el correlativo incremento del tiempo libre y de ocio. No obstante, se ha presentado una situación completamente opuesta a lo anunciado: un incremento inesperado del tiempo de trabajo en el mundo. Una persona nacida en 1935 llegó a trabajar 95 mil horas; a una persona que nació en 1972 se le preveía una vida laboral de 40 mil horas; y las personas recién empleadas en la primera década del siglo XXI van a tener que trabajar 100 mil horas [2]. ¡Toda una vida de trabajo!, en el sentido literal del término. Si a eso le agregamos que un habitante promedio de los Estados Unidos, el país en donde el trabajo es una enfermedad, gasta 1.500 horas al año metido en su automóvil (lo que en unos 30 años representa 45.000 horas), podemos comprender el predominio del tiempo no libre en el capitalismo de hoy.

De la misma manera, la introducción de aparatos microelectrónicos en el ámbito laboral, especialmente el teléfono celular, ha roto la separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre, o, más exactamente, el tiempo de trabajo ha absorbido el tiempo libre. En este caso, “el teléfono celular tomó el lugar de la cadena de montaje en la organización del trabajo cognitivo: el infotrabajador debe ser ubicado ininterrumpidamente y su condición es constantemente precaria” (Berardi Biffo, 2010: 27).


Aunque no exista otro momento en la historia del capitalismo, como el de las dos últimas décadas, en que tanto se hayan exaltado las libertades individuales, en la práctica tenemos que el tiempo laboral se ha celularizado y cada día se parece más al trabajo de los esclavos, porque
ya nadie puede disponer de su propio tiempo. El tiempo no pertenece a los seres humanos concretos (y formalmente libres) sino al ciclo integrado de trabajo. Sólo los desertores escolares, los vagabundos, los fracasados, los ociosos desocupados pueden disponer libremente de su tiempo (íd).
Lo que resulta más significativo con respecto a la mezcla del tiempo de trabajo y el tiempo libre radica en que, por lo común, las nuevas generaciones de trabajadores lo aceptan como algo normal, especialmente los llamados trabajadores cognitivos, porque conciben al trabajo como la parte más importante de su vida y ellos mismos tienden a prolongar de manera voluntaria su jornada de trabajo. Un cambio antropológico y social tan importante se explica por múltiples razones: la pérdida de vínculos humanos en las grandes ciudades en donde los nexos entre las personas se han convertido en un envoltorio muerto y sin placer; la mercantilización y el culto al consumo como la razón de ser de la existencia humana y de los trabajadores, lo cual se complementa con la crisis de los proyectos emancipatorios; el culto a los artefactos tecnológicos como sustitutos de las relaciones con otros seres humanos; el éxito del capital en imponer su ideología individualista en la que se atenúa y se reducen, y en algunos sectores, desaparecen, las luchas colectivas y se enfatiza la cuestión del triunfo individual, que en forma supuesta se alcanzaría subordinándose por completo a los intereses del capital. En resumen,
el efecto que se produjo en la vida cotidiana durante las últimas décadas es el de una des-solidarización generalizada. El imperativo de la competencia se volvió dominante en el trabajo, en la comunicación, en la cultura, a través de una sistemática transformación del otro en un competidor e incluso en un enemigo. Una máquina de guerra se esconde en todo nicho de la vida cotidiana (ibíd.: 87).
Como se ha impuesto la lógica de la mercantilización absoluta y del consumo como sinónimo de felicidad humana, se concibe que se debe trabajar y endeudarse, es decir, dedicar mayor tiempo al trabajo, con la expectativa ingenua de obtener más dinero para comprar más mercancías, que permitirán el disfrute del tiempo libre, el cual cada vez es más lejano, precisamente porque la vida no alcanza para trabajar tanto y conseguir dinero para pagar las deudas que se han adquirido en la perspectiva de tener algún día tiempo libre. Así,
Cuanto más tiempo dedicamos a la adquisición de medios para poder consumir, tanto menos nos queda para poder disfrutar el mundo disponible. Cuanto más invirtamos nuestras energías nerviosas en la adquisición de dinero, tanto menos podemos invertir en el goce [...] Para tener más poder económico (más dinero, más crédito) es necesario prestar más tiempo al trabajo socialmente homologado. Pero esto supone reducir el tiempo de goce, de experimentación, de vida.
La riqueza entendida como goce disminuye proporcionalmente al aumento de la riqueza como valor económico, por la simple razón de que el tiempo mental está destinado a acumular más que a gozar (íd).
La utilización de los artefactos microelectrónicos y digitales en el trabajo además de hacer que desaparezca el tiempo libre, fragmentan y precarizan aún más la actividad laboral. Esa precarización no es solamente una cuestión jurídica, en la cual los individuos no tienen derechos, sino que además supone “la disolución de la persona como agente de la acción productiva y la fragmentación del tiempo vivido” (ibíd.: 91). Esto quiere decir que en el plano de la organización del trabajo se generaliza la individualización de las tareas, hasta el punto que el colectivo trabajador puede ser disuelto, como ocurre en el llamado trabajo en red, donde ciertos individuos se conectan durante un tiempo para realizar un determinado proyecto, luego se desconectan y se vuelven a conectar en el momento en que tienen un nuevo proyecto. De esta forma, se pone en marcha la “dinámica de la descolectivización”, un logro muy importante para el capitalismo de nuestra época, porque
el trabajo se organiza en pequeñas unidades que auto administran su producción, las empresas apelan más ampliamente a los temporarios y a los contratados, y practican la terciarización en una gran escala. Los antiguos colectivos no funcionan y los trabajadores compiten unos con otros, con efectos profundamente desestructurantes sobre las solidaridades obreras (Castel, 2010: 24s.).
Por ello, el capital reclama su derecho de moverse libremente por el mundo para “encontrar el fragmento de tiempo humano en disposición de ser explotado por el salario más miserable” y luego de usarlo lo tira a la basura. Esto es posible porque el tiempo de trabajo ha sido fractalizado, es decir, se ha reducido a fragmentos mínimos que luego se pueden recomponer y por eso el capital busca el lugar donde impera el salario más miserable. Aunque la persona que trabaja es jurídicamente libre, el control de su tiempo por un poder extraño, el del capital, lo hace esclavo; sencillamente, “su tiempo no le pertenece, porque está a disposición del ciberespacio productivo recombinante” (Berardi Bifo, 2010: 92). A esta nueva forma se le puede denominar el esclavismo celular, lo cual se evidencia de manera contundente en el BlackBerry, un aparato que reproduce el nombre de un instrumento usado en la época de la esclavitud en los Estados Unidos, que se ataba en los tobillos de los esclavos para que no huyeran, para que su tiempo siguiera perteneciendo, por la fuerza bruta, a los esclavistas. Algo similar sucede hoy, cuando el BlackBerry mantiene a la gente esclava de otros, principalmente de los patronos y empresarios, siempre atados de manos y cerebro a ese aparatejo insoportable.

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Y, entre paréntesis, si el objetivo es convertir a los seres humanos que trabajan en un simple código de barras, como el de cualquier objeto mercantil que se vende en un supermercado, también se transforma la escuela y la universidad para hacerlas funcionales a este propósito. No otra cosa es lo que está sucediendo en nuestros días con las transformaciones educativas cuya finalidad es producir terminales humanos que sean compatibles con un circuito productivo, porque ya el objetivo explícito del capital es transformar a los seres humanos en engranajes de la producción de valor en el capitalismo y para lograrlo, o sea, convertirlos en códigos de barras, hay que eliminar las diferencias culturales e históricas en los procesos de enseñanza. Eso se expresa, por ejemplo, en la nueva lengua de la escuela, con sus estándares universales de créditos, competencias, movilidad internacional, saberes comunes y homogéneos, acreditación externa, todo lo cual no es sino la legalización administrativa y pretendidamente pedagógica de nuestra conversión en códigos de barras.

Y esto tiene que ver con los saberes de forma directa. En efecto,
La producción del espacio productivo del saber se articula en estrecha relación con la construcción de la tecnosfera digital de red. La dinámica de la red muestra una fundamental duplicidad: por un lado, su expansión requiere un potenciamiento de los agentes sociales del saber. Pero, por otro lado, y al mismo tiempo, somete la transmisión de saber a automatismos tecno-linguisticos modelados según el paradigma de la competencia económica.
Todo agente de sentido, si quiere volverse productivo, operativo, debe ser compatible con el formato que regula los intercambios y vuelve posible la interoperabilidad generalizada en el sistema (ibíd.: 98).
En tales circunstancias, la potencia del Internet no es otra cosa que una potencia de despersonalización a vasta escala, de liquidación de la singularidad y de la individualidad. Se han creado “las condiciones para la reproducción ampliada de un saber sin pensamiento, de un saber permanente funcional, operacional, desprovisto de cualquier dispositivo de auto-dirección (ibíd.: 98s.).

Por supuesto, esto genera patologías entre la población en general y entre los trabajadores en particular, porque la comunicación obligatoria se ha convertido en una epidemia. Su lógica es simple pero destructiva de la psiquis individual: si quieres sobrevivir en el capitalismo actual tienes que ser competitivo y para serlo requieres estar conectado todo el tiempo, recibir y enviar información sin pausa, manejar una masa creciente de datos, suministrar tu tiempo, siempre, a quien lo requiera. Ya no eres dueño de tu tiempo nunca, ni de día, ni de noche, ni los fines de semana, siempre debes estar dispuesto a dar tu tiempo a quien te lo compre a bajo precio. Esto genera un estrés permanente, porque debe estarse atento a la información que recibes y la que se te solicita, a la par que tu tiempo disponible para la afectividad y las relaciones personales prácticamente se reduce a cero. Con estas dos tendencias se devasta el psiquismo individual. En estas condiciones, se presenta un cambio trascendental:
Mientras el capital necesitó extraer energías físicas de sus explotados y esclavos, la enfermedad mental podía ser relativamente marginalizada. Poco le importaba al capital tu sufrimiento psíquico mientras pudieras apretar tuercas y manejar un torno. Aunque estuvieras tan triste como una mosca sola en una botella, tu productividad se resentía poco, porque tus músculos funcionaban. Hoy el capitalismo necesita energías mentales, energías psíquicas. Y son precisamente ésas las que se están destruyendo. Por eso las enfermedades mentales están estallando en el centro de la escena social (ibíd.: 179).
Todo esto lo ha hecho posible el capital, porque desde el momento en que surge la medición del tiempo, en horas, minutos y segundos, se puede comprar y vender, es decir, el tiempo se convierte en una mercancía. Hasta no hace mucho tiempo esto aparecía como algo etéreo, pero hoy se hace evidente de una manera gráfica. En Colombia, y suponemos que eso se reproduce en otros países del mundo, las personas que alquilan celulares tienen unas avisos en papel en los que se puede leer: “Se venden minutos”, lema comercial que también agitan a viva voz, diciendo “minutos a 100 pesos”. Incluso, las empresas comercializadoras de los teléfonos celulares no les importa tanto, o por lo menos de manera exclusiva, que la gente tenga un Móvil, sino que lo use sin pausa, que hable no ya minutos sino horas o días, lo que ha logrado plenamente. Por eso, esas empresas ofrecen tarjetas que cada vez tienen más minutos. Así, se venden tarjetas con las que se puede hablar durante 2.000 o 3.000 o 5.000 minutos. La gente las compra y se ve obligada a consumirlas en un tiempo determinado. Es decir, que de manera forzada tiene que hablar durante 50 o más horas en un corto lapso de tiempo, unos dos o tres meses. Esto, aparte de generar una verdadera neurosis individual y colectiva y un chismorroteo insustancial para comunicarse cosas triviales que no requieren de ninguna conexión telefónica, es un espectacular negocio para las empresas de telefonía celular, a costa del tiempo de la gente.
 
Todo lo señalado constituye una verdadera expropiación del tiempo personal y produce una neurosis colectiva, que todos los días soportamos en el bus, en la universidad, en los teatros, en donde sea, porque tarde o temprano el insoportable sonido del celular interrumpe cualquier actividad, por sublime que fuese, como el hacer el amor. Al respecto, en España se dice que un 40 por ciento de las personas interrumpen relaciones sexuales para contestar el celular. Aparte de la expropiación del tiempo personal hay otra expropiación igualmente grave, la de la dignidad individual, la de la autoestima, porque hasta se ha perdido la pena y la vergüenza: antes una conversación telefónica era algo privado, de la que no tenía por qué enterarse nadie que estuviera cerca. Hoy, eso es cosa del pasado, ya que la gente habla y cuenta sus cosas personales delante de cualquiera. Esta expropiación de la dignidad es como un esnobismo público permanente, como se evidencia con las mal llamadas redes sociales (Facebook y similares), en las que se socializan por la red, y en forma visual, hasta las relaciones íntimas. 
 
La generalización de la conectividad perpetua tiene como consecuencia que la gente sienta la necesidad imperiosa de estarse comunicándose todo el tiempo, enviando mensajes, averiguando o que le averigüen dónde está y qué está haciendo. Si no se puede comunicar o no le contestan cunde el pánico, se siente abandonado. Lo paradójico radica en que la gente se comunica todo el tiempo, pero eso no es un resultado del enriquecimiento de las relaciones sociales, sino todo lo contrario, de la muerte de cualquier relación social. Esto indica que estamos viviendo una catástrofe temporal, porque en la comunicación virtual y digital
la presencia del cuerpo del otro se vuelve superflua, cuando no incomoda y molesta. No queda tiempo para ocuparse de la presencia del otro. Desde el punto de vista económico, el otro debe aparecer como información, como virtualidad y, por tanto, debe ser elaborado con rapidez y evacuado en su materialidad (ibíd.: 184).
En conclusión,
acabamos por amar lo lejano y por odiar lo cercano porque este último está presente, porque huele, porque hace ruido, porque molesta, a diferencia de lo lejano que se puede hacer desaparecer con el zapping… Estar más cerca de quien está lejos que de quien está a nuestro lado es un fenómeno de disolución política de la especie humana. La pérdida del propio cuerpo comporta la pérdida del cuerpo de los demás en beneficio de una especie de espectralidad de lo lejano (Virilio/Petit, 1996: 42, 46).
En consonancia con el tiempo virtual, instantáneo e inmediato, se impone la velocidad, esa cierta forma de fascismo que tanto denunció en su momento Pier Paolo Pasolini, al señalar el impacto de la tecnología en la vida de la gente en su Italia de las décadas de 1960 y 1970. Y el culto a la velocidad está en la base de las diversas formas de expropiación del tiempo en el mundo contemporáneo, las cuales ameritan un breve análisis.

(...)

Concluye el artículo con ese análisis de algunas de esas formas de expropiación del tiempo, que cualquiera de nosotros puede constatar, porque las padece en un grado mayor o menor: 
a) Expropiación del tiempo en el centro comercial y en los supermercados
b) Expropiación del tiempo de la comida
c) Expropiación de la siesta
d) La expropiación del tiempo de la noche
e) La expropiación de la memoria y del pasado
Me detendré algo en el último punto, a pesar de que soy consciente de la contradicción ("tensión dialéctica") que con seguridad sentís tanto como yo: tenemos escaso tiempo para leer (y pocas ganas, seguramente), pero solo aprendemos a través de la lectura lenta y reposada de textos inevitablemente más largos que los mensajes "en 140 caracteres":
 
e) La expropiación de la memoria y del pasado

Haremos mención al aspecto crucial de la expropiación de la memoria y del pasado de las sociedades, las culturas y los seres humanos. Para comenzar, un punto de partida crítico está referido a la manera como el abuso de los artefactos electrónicos, de manera principal Internet y el Celular, están alterando el funcionamiento del cerebro en general y de la memoria en particular. Al respecto valga señalar que las denominadas tecnologías intelectuales tienen un impacto directo sobre el funcionamiento del cerebro, hasta tal punto que, según estudios neurológicos, lo que se está alterando es nuestro propio cerebro y no solamente la forma en que nos comunicamos. Esto lo han confirmado estudios en los que se señala el impacto contundente sobre la memoria a largo plazo, la más importante que tenemos, y la memoria a corto plazo. La primera memoria guarda recuerdos que duran mucho tiempo, incluso de por vida. La segunda aloja recuerdos que duran muy poco, en muchos casos sólo unos cuantos segundos. La memoria a largo plazo es la sede del entendimiento, porque no sólo almacena datos y hechos sino, lo más importante, conceptos y esquemas, los cuales permiten organizar datos dispersos. Como lo dice John Sweller, un estudioso del asunto: “Nuestra capacidad intelectual proviene en gran medida de los esquemas que hemos adquirido durante largos períodos de tiempo. Entendemos conceptos de nuestras áreas de pericia porque tenemos esquemas asociados a dichos conceptos” (cit. en Carr, 2011: 153).


Ahora resulta que con la sobrecarga de información a que estamos expuestos todos los días por los sistemas microelectrónicos nos saturamos de datos que asume la memoria de corto plazo, sin poderla conectar con la información almacenada en la memoria de largo plazo. En tal caso, no estamos en capacidad de distinguir lo relevante de lo irrelevante, o en otras palabras, estamos perdiendo la memoria y “nos convertimos en descerebrados consumidores de datos” (ibíd.: 153).


Lo que resulta sintomático de la presión a que está siendo sometido nuestro cerebro y nuestra memoria de largo plazo se muestra con el hecho que, en gran medida, los cultores de la inteligencia artificial están adecuando la memoria de corto plazo a la lógica de funcionamiento de los ordenadores, lo que quiere decir que “entrenamos nuestros cerebros para que presten atención a tonterías”, algo que tiene funestas consecuencias sobre nuestra vida intelectual. En resumen:
Las funciones mentales que están perdiendo la “batalla neuronal por la supervivencia de las más ocupadas” son aquellas que fomentan el pensamiento tranquilo, lineal, las que utilizamos al atravesar una narración extensa o un argumento elaborado, aquellas a las que recurrimos cuando reflexionamos sobre nuestras experiencias o contemplamos un fenómeno externo o interno. Las ganadoras son aquellas funciones que nos ayudan a localizar, clasificar y evaluar rápidamente fragmentos de información dispares en forma y contenido, los que nos permiten mantener nuestra orientación mental mientras nos bombardean los estímulos. Estas funciones son, no por casualidad, muy similares a las realizadas por los ordenadores, que están programados para la transferencia a alta velocidad de datos dentro y fuera de la memoria. Una vez más, parece que estamos adoptando en nosotros mismos las características de una tecnología intelectual novedosa y popular (cf. ibíd: 174s.).
Para los apologistas de las Nuevas Tecnologías de la Información esto significa que el cerebro se reduce a un instrumento que procesa datos y, en tal caso, la inteligencia humana ya no se diferencia de la llamada inteligencia artificial. Esta concepción taylorista aplicada al cerebro, la reproduce muy bien Google, cuyos gestores conciben a la inteligencia como un proceso mecánico, constituido por una serie de pasos que se pueden aislar, medir y optimizar, como el taylorismo ha hecho con la división de tiempos y tareas para producir tornillos o automóviles.

En esta perspectiva, no resulta sorprendente que se confundan la memoria de los seres humanos con los espacios en que se almacena información de los computadores y a eso se le llame memoria, sin rubor alguno. La confusión resulta crítica porque de allí se desprende que el computador puede remplazar a nuestra memoria biológica. No por azar, ciertos apologistas de la tecnología lo dicen sin titubear: “Con un clic en Google, memorizar largos pasajes o hechos históricos” ya es algo obsoleto y en tal caso memorizar se considera una “pérdida de tiempo” (Don Tapscotott, cit. en Carr, 2011: 220). Desde luego, si reducimos la memoria humana a una simple caja que almacena información de corto plazo, eso puede ser asumido por los computadores, pero si concebimos a la memoria como una característica exclusivamente humana y que no se reduce a recordar información desechable sino que es esencial para nuestra vida, porque no sólo nos permite recordar sino sentir, pensar y sobrevivir, tener emociones y empatía, las cosas cambian sustancialmente porque la memoria está viva, y la que se llama memoria informática no.
 

Las transformaciones que están generando las Nuevas Tecnologías de la Información sobre nuestro cerebro y memoria se relacionan con la lógica del capitalismo actual de inscribir a los seres humanos en el corto plazo, o más exactamente, en el carácter instantáneo del tiempo comercial, un perpetuo presente, sin pasado ni futuro. El ritmo vertiginoso y acelerado del capitalismo sólo deja tiempo para consumir y tirar a la basura, con lo cual se anulan las diferencias temporales. Ahora, “el proceso productivo se presenta objetivamente como un gran flujo informático que atraviesa los espacios tradicionales destruyéndolas y que anula las distancias temporales con una inaudita aceleración del tiempo (casi hasta la desaparición de las temporalidades tradicionales: noche, día, laborable, festivo, etcétera)” (Barcellona, 1992: 23). De esta forma se nos ha robado el tiempo y el espacio, y por tanto no hay lugar para la memoria, salvo que esta se puede convertir también en una mercancía, en un bien de consumo, lo cual la transforma y la aplasta, porque deja de ser un patrimonio crítico del individuo y de la sociedad y deviene en un artefacto insustancial que se reduce a la memoria informática, como indicamos más arriba.

En esas condiciones desaparece el ser humano como un sujeto histórico, con vínculos profundos con su pasado personal y social, para quedar reducido a un mero consumidor, que vive en un presente eterno, sin antes ni después. De ahí que, entre otras cosas, en las reformas educativas implementados en los últimos años en diversos países del mundo se proponga de manera clara el abandono a las nociones temporales, para que los estudiantes se doten de competencias laborales y empresariales, atadas a la producción y al consumo inmediatos, como cosas que son presentadas como las únicas útiles que existen. Esto no es otra cosa sino hundirnos en la barbarie, que, según Philip Rieff, es “la ausencia de memoria histórica. Y esto es precisamente lo que caracteriza la mentalidad mecanicista del tecnólogo” (cit. en Riechmann, 2006: 231).

Desde otro punto de vista, la expropiación de la memoria fortalece al capitalismo, si la ubicamos en la perspectiva que su expansión mundial aniquila otros espacios y otras temporalidades. En ese sentido,

El tiempo real corre el riesgo de hacernos perder el pasado y el futuro a favor de una “presentificación” que supone una amputación del volumen del tiempo. El tiempo es volumen. No es sólo un espacio tiempo en el sentido de la relatividad. El volumen y profundidad del sentido, y el advenimiento de un tiempo mundial único que liquide la multiplicidad de tiempos locales es una perdida considerable de la geografía y de la historia (Virilio/Petit, 1996: 79).
Debe enfatizarse que existe otro elemento adicional, la expropiación de la memoria de las luchas de los oprimidos, cuyas gestas y logros, que se han materializado en importantes rebeliones y revoluciones a lo largo de los últimos siglos, han desaparecido del imaginario de las generaciones contemporáneas que han sido “educadas” en la lógica capitalista y neoliberal del fin de la historia y en la ideología TINA (There is no alternative) que los obliga a pensar que este es el único mundo posible, y tolerable y, además de todo, es insuperable.

Por todo ello, y para terminar, un proceso revolucionario en el mundo de hoy debe recuperar otra visión del tiempo, en el que se reivindique la lentitud, la quietud, el goce por disfrutar cosas fundamentales de la vida que necesitan de tiempo, la recuperación de la memoria de los vencidos y de sus luchas, para iluminar el tenebroso presente capitalista, porque, como decía Oscar Wilde, el socialismo necesita muchas tardes libres. O, para decirlo con Pier Paolo Passolini, hay que reivindicar los tiempos lentos del ser, en los cuales se pueda contemplar

un mundo agrícola con bosques y leñadores, la comida “sencilla”, la interpretación estética clásica [...], las costumbres repetidas hasta el infinito, las relaciones duraderas y absolutas, las despedidas desgarradoras, los pasmosos regresos a un mundo que no ha cambiado (Pasolini, 1981: 149).