miércoles, 29 de noviembre de 2017

Lugar y no-lugar

"Mi lugar", es mi pueblo, mi aldea; pero estos términos no son sinónimos. El primero significa más específicamente "mi sitio", ¿y dónde estar mejor que en mi sitio?

Así, el lugar es un espacio con el que se tiene una relación afectiva, un espacio que acoge. Por eso, se puede negar esta condición a aquellos espacios en que no me quedaría para siempre, en los que no es soportable la idea de permanecer largo tiempo. ¿Quién se quedaría a vivir en el vestíbulo de un aeropuerto?

Pero ademas del lugar como cobijo, está el lugar como espacio de relación. Jane Jacobs, en su libro fundamental Muerte y vida de las grandes ciudades, señala los espacios urbanos que pueden considerarse lugares como lugares de relación. En un no-lugar, aunque coincidamos con miles de personas, no hay verdadera relación con ellas. Puede haberla en una iglesia o en un estadio, no en un supermercado.

El espacio geométrico es un soporte neutro. El espacio antropológico es el espacio vivido, en el que no todos los puntos son equivalentes. Teje una red y en ella hay tanto vacíos inexistentes como nodos de diversa índole. Unos estables, otros transitorios. Unos atractivos, otros repelentes. Adviértase que estos pares no son equivalentes. Un espacio desagradable puede ser un lugar, y un no-lugar ser atractivo.

El universo de los lugares es único para cada individuo. A veces pienso que de alguna manera la puerta de la iglesia es un lugar para el mendigo habitual. Como esa triste taberna para los parroquianos que se reúnen en ella a jugar al mus.




(Tomado del blog El Otro)


Fragmento de: Manuel Delgado. “El animal público”.

"Existe una analogía entre la dicotomía lugar/espacio en Michel de Certeau y la propuesta por Merleau-Ponty de espacio geométrico/espacio antropológico. Como la del lugar, la espacialidad geométrica es homogénea, unívoca, isótropa, clara y objetiva. El geométrico es un espacio indiscutible. En él una cosa o está aquí o está allí, en cualquier caso siempre está en su sitio. Como la del espacio según Certeau, la espacialidad antropológica, en cambio, es vivencial y fractal. En tanto que conforma un espacio existencial, pone de manifiesto hasta qué punto toda existencia es espacial.

Ciertas morbilidades, como la esquizofrenia, la neurosis o la manía, revelan cómo esa otra espacialidad rodea y penetra constantemente las presuntas claridades del espacio geométrico —el «espacio honrado» lo llama Merleau-Ponty—, en que todos los objetos tienen la misma importancia.

El espacio antropológico es el espacio mítico, del sueño, de la infancia, de la ilusión, pero, paradójicamente, también aquello mismo que la simple percepción descubre más allá o antes de la reflexión. En él las cosas aparecen y desaparecen de pronto; uno puede estar aquí y en otro sitio. Es por él por lo que mi cuerpo, en toda su fragilidad, existe y puede ser conjugado. Es en él donde puede sensibilizarse lo amado, lo odiado, lo deseado, lo temido.

Escenario de lo infinito y de lo concreto. En él no hay ojos, sino miradas. Desaparecen de pronto; uno puede estar aquí y en otro sitio. Es por él por lo que mi cuerpo, en toda su fragilidad, existe y puede ser conjugado. Es en él donde puede sensibilizarse lo amado, lo odiado, lo deseado, lo temido.

De ahí se deriva el concepto —adoptado por Marc Auge de Certeau de no-lugar. El no-lugar se opone a todo cuanto pudiera parecerse a un punto identificatorio, relacional e histórico: el plano; el barrio; el límite del pueblo; la plaza pública con su iglesia; el santuario o el castillo; el monumento histórico…, enclaves asociados todos a un conjunto de potencialidades, de normativas y de interdicciones sociales o políticas, que buscan en común la domesticación del espacio. Auge clasifica como no-lugares los vestíbulos de los aeropuertos, los cajeros automáticos, las habitaciones de los hoteles, las grandes superficies comerciales, los transportes públicos, pero a la lista podría añadírsele cualquier plaza o cualquier calle céntrica de cualquier gran ciudad, no menos escenarios sin memoria —o con memorias infinitas— en que proliferan los puntos de tránsito y las ocupaciones provisionales». Las calles y las plazas son o tienen marcas, pero el paseante puede disolver esas marcas para generar con sus pasos un espacio indefinido, enigmático, vaciado de significados concretos, abierto a la pura especulación. Como le ocurría a Quinn, el protagonista de «La ciudad de cristal» —uno de los relatos de La trilogía de Nueva York, de Paul Auster—, que amaba caminar por las calles de su ciudad convertidas para él en un «laberinto de pasos interminables», en el que podía vivir la sensación de estar perdido, de dejarse atrás a sí mismo: «reducirse a un ojo», haciendo que todos los lugares se volvieran iguales y se convirtieran en un mismo ningún sitio. El ningún sitio, como el no-lugar, es un punto de pasaje, un desplazamiento de líneas, alguna cosa —no importa qué— que atraviesa los lugares y justo en el momento en que los atraviesa. Por definición, lo que produce son itinerarios en filigrana en todas direcciones, cuyos eventuales encuentros serían precisamente el objeto mismo de la antropología urbana. El no-lugar es el espacio del viajero diario, aquel que dice el espacio y, haciéndolo, produce paisajes y cartografías móviles.

Ese hablador que hace el espacio no es otro que el transeúnte, el pasajero del metro, el manifestante, el turista, el practicante de jogging, el bañista en su playa, el consumidor extraviado en los grandes almacenes, o —¿por qué no?— el internauta. El no-lugar es justo lo contrario de la utopía, pero no sólo porque existe, sino sobre todo porque no postula, antes bien niega, la posibilidad y la deseabilidad de una sociedad orgánica y tranquila.”

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