martes, 1 de agosto de 2023

«El desarrollo sostenible ha debilitado la visión radical del ecologismo»

Gabriel Tobar García, en una charla a la que dediqué una entrada al empezar este blog (la segunda entradahace ya más de doce años, señalaba la incoherencia de la expresión «desarrollo sostenible». 

«O es desarrollo, o es sostenible», decía.

A veces se interpreta que desarrollo no es exactamente sinónimo de crecimiento; así, podemos hablar de desarrollo cultural o civilizatorio, pero lo cierto es que se suele emplear la palabra para referirse al «desarrollo económico», y en la práctica eso significa «crecimiento económico», que en la jerga económica al uso es inseparable del «crecimiento material».

Pero desarrollo y progreso no son lo mismo.

La idea engañosa de hacer compatibles el crecimiento económico y la conservación del medio natural ha servido sobre todo para un "greenwashing" que ahora se atreve a teñir de verde hasta al negro carbón.

El mismísimo día de las elecciones, el diario Gara publicaba una entrevista de Gorka Castillo a Jorge Riechmann, que señalaba el peligro para el ecologismo (y para el mundo) de dar por buena esta idea tranquilizadora, cuando lo que urge es no estar tranquilo.


«El desarrollo sostenible ha debilitado la visión radical del ecologismo»

El filósofo y ecologista Jorge Riechmann asegura que «cuando hay un horizonte de posible extinción humana a lo mejor ha llegado el momento de que los científicos y científicas asuman un papel social mucho más activo». Él está suficientemente involucrado.

En abril del pasado año participó en una protesta pacífica en las escalinatas del Congreso de los Diputados, donde arrojaron un líquido que simulaba sangre. Él era uno de los 15 activistas del colectivo Rebelión Científica arrestados y ahora se enfrenta, como sus compañeros detenidos, a posibles penas de cárcel.

Consciente de la crítica situación climática, Riechmann considera que el avance de paradigmas como el desarrollo sostenible, «una forma de ‘capitalismo verde’ que no nos puede llevar muy lejos», ha debilitado las visiones radicales del movimiento ecologista originario. Por eso, cree que «hemos fracasado aunque esto no signifique que vayamos a dejar la lucha»

 

Usted y otros 14 científicos han sido acusados de “daños contra el Patrimonio” por una protesta en las escaleras del Congreso. ¿De qué les acusan?

El juez de instrucción considera que hay indicios de un delito por daños al patrimonio histórico y estamos a la espera de conocer la decisión de la fiscalía. Será entonces cuando los 15 miembros de Rebelión Científica, entre los que me encuentro, sepamos si hay una acusación formal contra nosotros. El problema es que la resolución de la fiscalía se está alargando demasiado y eso siempre genera incertidumbre.

¿Teme que si la derecha gana las elecciones pueda endurecer su posición?

No necesariamente: ya hemos visto como la ultraderecha judicial va imponiendo una corriente de fondo contra las protestas de los movimientos sociales. Pero no tengo miedo.

En Reino Unido, dos activistas climáticos han sido condenados a 3 años de cárcel por una acción no violenta. En Francia, el gobierno de Macron ha aprobado la disolución de la coalición ecologista ‘Soulèvements de la Terre’. ¿Se han convertido en los enemigos del Estado?

Estamos asistiendo a un endurecimiento de la represión y el control en casi todo el mundo. No sólo en sus formas obvias (estados cada vez más autoritarios) sino también en un plano digital que es realmente preocupante. Y recalco lo de inquietante porque estamos normalizando una clase de control social a través de internet que es incomparable con nada de lo que ha existido en el pasado o con lo que ningún dictador jamás ha podido soñar. Somos testigos de una militarización creciente, de ese control a través de la “pantallización” del mundo y de reacciones cada vez más represivas a medida que se desarrollan nuevas formas de protesta, por ejemplo contra el cambio climático. En Reino Unido, Alemania y Francia se están aprobando legislaciones ‘ad hoc’ muy pensadas para desalentar estas clases de protestas.

Da la sensación de que el activismo social se ha vuelto cada vez más incómodo para las instituciones del estado. ¿Qué opina?

Esa incomodidad es el resultado de la existencia de cierto déficit democrático. Cuando las instituciones tienen sensación de fragilidad tienden a percibir cualquier tipo de contestación social como algo problemático. Si tuvieran más músculo democrático, esas protestas no serían vistas con preocupación.

El movimiento ecologista lleva medio siglo proponiendo cambios y denunciando violaciones medioambientales que pocas veces han prosperado. ¿Cree que ha fracasado?

Creo que sí hay que hablar de fracaso, matizando a la vez esta afirmación. Hay quien dice que si analizamos con perspectiva histórica el movimiento ecologista no puede decirse que hayamos fracasado. Por ejemplo, el combate en los años 70 era contra la contaminación y hoy estaríamos en un mundo menos contaminado. Pero para mí ésta es una mirada un tanto miope: la lucha ecologista era mucho más profunda, ya que abarcaba el modelo energético (en concreto, la energía nuclear) y las formas de vida. Ahora bien, si hablamos del modelo energético no puede decirse que hayamos triunfado. Cierto es que hemos logrado limitadas e importantes victorias, como la contención del programa nuclear, pero hemos perdido la guerra: el sistema energético sigue siendo completamente insostenible y sus efectos han empeorado (caos climático). Y en la cuestión de la contaminación se puede decir tres cuartos de lo mismo: la pauta básica ha sido diluirla en espacios más amplios. Cuando se hizo evidente en Europa y EEUU que era necesario mitigar las grandes emisiones de azufre que producían las centrales térmicas (y que causaban la muerte de los bosques por lluvia ácida), la primera respuesta fue levantar chimeneas más altas, y luego introducir dispositivos anticontaminación que no cambian lo esencial de los procesos productivos. Empezamos con la ‘Primavera silenciosa’ de Rachel Carson en 1962 y hemos llegado hoy a otra primavera silenciosa con el uso de biocidas que está provocando el desplome de las poblaciones de aves e insectos a un nivel estremecedor. ¿Podemos decir, ante tales evidencias, que hemos ganado? Por desgracia, no; aunque esto no significa que vayamos a dejar la lucha.

¿Por qué algunos poderes políticos y económicos menosprecian las aportaciones del movimiento ecologista?

Porque los movimientos ecologistas, cuando son consecuentes, cuestionan de forma radical el capitalismo. En los años 70 era aún más claro. Los movimientos antinucleares, por ejemplo, establecieron con nitidez el nexo del sistema con la matriz energética. Y no sólo eso. También confrontaron contra sus bases normativas desde un plano más profundo, como cuando cuestionan el antropocentrismo. Pero aquellas visiones radicales empezaron a perder peso en los años 80 y 90 ante el avance de paradigmas como el desarrollo sostenible, una forma de “capitalismo verde” que no nos puede llevar muy lejos.

¿Echa de menos una mayor implicación de la comunidad científica en la lucha contra el cambio climático, más allá de la difusión de datos e informes?

Sin duda. Por una parte, porque estamos en un momento donde valores como la importancia de la verdad y el respeto por la realidad (que es la base de la ciencia) están siendo cuestionados con más fuerza que nunca. Esto debería interpelar a científicos y científicas, creo yo. Y por otra parte, porque nos encontramos en una etapa histórica singular por la clase de amenazas a la que estamos haciendo frente. Cuando hay un horizonte de posible extinción humana, no dentro de milenios sino de decenios, a lo mejor ha llegado el momento en el que los investigadores asuman un papel social mucho más activo. Tengo la sensación de que hemos ido perdiendo esa gramática de la protesta que una sociedad viva y democrática tiene incorporada.

A veces, se habla de ‘ecofascismo’ con poca sutileza porque el término parece una contradicción en sí mismo.

Sí, se habla de ecofascismo de forma laxa cuando se debería hablar de fascismo a secas, muchas veces. Porque se trata de reacciones autoritarias ante las crisis entrelazadas en las que nos encontramos. El ecofascismo en sentido propio no es otra cosa que estas reacciones de dominación social pero con conciencia cabal de la crisis ecológica. Y cuando se tiene conciencia de esto, de la extralimitación del planeta, de que hemos ido demasiado lejos en la explotación de los recursos y que ya no hay para todos (sin cambios sistémicos), su respuesta es que hay población sobrante y entran en el terreno de las necropolíticas. En los años 60 y 70 hubo corrientes minoritarias de extrema derecha, en Francia por ejemplo, que asumían que la crisis ecológica era real pero que tenía que resolverse de esa forma.

¿Alberga alguna esperanza?

Cultivo lo que llamo esperanza contrafáctica, pues la esperanza es más un hacer que un tener o un estar. Sin saber cuál va a ser el desenlace de estas luchas, no hay que dejar de luchar. Lo que no soy es optimista, pues no tengo confianza en que, sin más, las cosas vayan a salir bien. Así que cultivo una esperanza sin optimismo (por decirlo con Terry Eagleton).

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