sábado, 10 de agosto de 2019

Luna, Luna...

En este espacio-tiempo fluido los futuros del pasado no son los del presente.

Recuerdo como era el futuro de mi niñez.

Tendría siete años y me entusiasmaba el serial radiofónico Diego Valor. También devoraba los correspondientes tebeos, ilustrados con fantásticas imágenes de viajes espaciales. Aunque faltaban todavía tres años para la sorpresa impactante del Sputnik I.

El almanaque del tebeo de 1954 se titulaba "2054". Podéis figuraos qué futuro diseñaba. Bases en la Luna, amistad con los pueblos de Marte y Venus, gobierno mundial (capital Madrid)... Profetizando el futuro (en esto había algo de razón), hasta había "piratas del espacio" que secuestraban naves tripuladas.

Ese futuro se acabó, y no solo porque el final de la URSS acabara con su utilidad propagandística. Las leyes termodinámicas han puesto las cosas en su sitio. Es enorme la cantidad de materia y energía movilizadas y literalmente evaporadas para poner en órbitas incluso bajas satélites ligeros. El sueño de la colonización del espacio solo subsiste en mentes débiles o interesadas en engañar.

Pero como ocurre con la industria bélica, si se encandila a la gente con señuelos se puede reemprender, todavía, la más opípara industria capitalista: la que no necesita consumidores para producir beneficios.

























Antonio Turiel

La semana pasada se cumplieron los 50 años desde el aterrizaje del primer módulo espacial tripulado norteamericano en la Luna. Tres años después, en diciembre de 1972, fue la última vez que el hombre puso el pie en nuestro satélite. Durante los siguientes 47 años ningún ser humano ha vuelto a hollar la superficie de la Luna, lo cual ha alimentado numerosas especulaciones de por qué no ha avanzado la exploración tripulada del espacio, o simplemente por qué no tenemos una base permanente en la Luna, si como parece los problemas técnicos básicos ya fueron resueltos hace 50 años. Se puede decir que, a pesar de que en estos 50 años se han enviado numerosas sondas a diversos planetas del sistema solar e incluso algunas misiones no tripuladas (por ejemplo, a Marte), para la mayoría de la gente la exploración espacial está siendo bastante decepcionante, sobre todo si uno la compara con las expectativas que se tenían hace 50 años. La cosa ha llegado hasta tal extremo que hoy en día una fracción de la opinión pública, minoritaria pero no despreciable, considera que en realidad el hombre no llegó nunca a la Luna (no voy a entrar a refutar esa teoría de la conspiración tan tonta, cuyos "fundamentos" ha sido ya desmontados mil veces, aunque les dejo aquí un vídeo bastante divertido que explica por qué era mucho más difícil hacer una falsificación que directamente ir a la Luna).

Y sin embargo algo pasa, hay alguna razón por la que en casi 50 años no hayamos puesto a ninguna persona en otro astro que no sea nuestro planeta, y que hace que pronto no habrá ningún hombre vivo que haya visitado otro cuerpo estelar (a expensas de que el plan de Trump de volver a visitar nuestro satélite dentro de tres años tenga éxito).

La razón que se cita más a menudo, aparte de la falta de voluntad política, es el enorme coste de tal aventura: 288.000 millones de dólares de hoy en día, gastados durante poco más de una década. Mirando la curva de esfuerzo económico, se ve que en 1965 el programa llegó a su cenit, con una inversión equivalente al 2% del PIB americano de entonces.


Una de las complejidades de la misión viene de la dificultad de escapar el intenso campo gravitatorio terrestre. La Tierra es el planeta más denso del sistema solar, lo cual es una suerte porque gracias a ello retiene una atmósfera que hace posible la vida y además tiene un núcleo magnético que, combinado con la ionosfera, nos escuda de la mayoría de las radiaciones nocivas. Pero lo mismo que facilita el desarrollo de vida en su superficie hace muy difícil escapar de su influencia gravitatoria: la velocidad de escape (es decir, la velocidad inicial que tendría que tener un cuerpo sobre el que no actuara ninguna otra fuerza para escapar completamente de la influencia gravitatoria de nuestro planeta) es de más de 11 kilómetros por segundo. Eso nos da una idea de que cualquier sistema de propulsión tendrá que tener una potencia enorme para poder llegar a otros astros. Un diagrama del Apolo 11 nos muestra la enorme cantidad de combustible y comburente que se debe de transportar en una misión de estas características.

Se tiene que pensar que los propulsores tienen que funcionar tanto en la parte baja de la atmósfera (superando la fricción del aire) como en situación orbital (donde la única posibilidad de impulsar el vehículo es por el principio de acción-reacción, y dada la escasez o incluso ausencia de aire el cohete debe llevar el oxígeno para hacer reaccionar el combustible y así mejorar la capacidad de propulsión). El problema viene de que el propio combustible pesa, con lo que la cantidad de combustible necesaria para poner el cohete en órbita crece muy rápidamente con la carga útil a transportar, y una misión que ha de llevar sistemas de soporte vital para humanos implica mucho peso adicional y cohetes gigantescos. El lanzador Saturno V de la misión Apolo XI permitía llevar una carga útil que era solo el 4,33% de la masa de todo el cohete. Por eso, dado la masa del orbitador lunar y del módulo de descenso, el Saturno V tenía una masa de 2.900 toneladas. Las exigencias para el módulo de descenso lunar y su retorno al orbitador era mucho menores ya que la gravedad de la Luna es mucho más pequeña, y por eso la cantidad de carga útil de esa fase se acercaba al 50%. Es decir, donde se gasta la mayoría de la energía es en llegar hasta las órbitas bajas de la Tierra; a partir de ahí, comparativamente, las necesidades energéticas son mucho menores.

A pesar de los años transcurridos, los principios básicos del balance de energía entre la carga útil y el peso total del sistema de lanzado son los mismos. Con mejoras en el diseño y en la ingeniería, usando mejores materiales, con mejor electrónica de control y con combustibles de nueva generación se pueden conseguir mejoras sustanciales en la cantidad de carga útil transportable y el peso total del sistema. Sin embargo, todas estas innovaciones redundan en mejoras porcentualmente limitadas. Ir a la Luna en una misión tripulada sigue siendo muy caro, y sin un objetivo muy claro no tiene sentido. En los años 60 el objetivo era esencialmente patriótico y propagandístico; pero una vez que los EE.UU. ganaron esa carrera ya no tuvo demasiado sentido seguir esforzándose en algo que no produce realmente beneficios y sí unos costes exorbitantes - nunca mejor dicho. Llegaron los años 70 y con ellos la llegada de los EE.UU. a su propio peak oil, la ruptura de los acuerdos de Bretton Woods, el embargo árabe... El mundo se sumió en una profunda crisis económica y hubo que dejar las veleidades selenitas para una mejor ocasión. Y así hasta hoy.

Se podría decir que, ahora que los EE.UU. han conseguido superar su marca histórica de producción de petróleo gracias al fracking, vuelven al punto donde lo dejaron hace 50 años, cuando su producción de petróleo comenzó a caer. En su idea de hacer América grande de nuevo, el presidente Trump quiere apostar por una nueva misión tripulada a la Luna y a partir de ahí crear una base permanente desde la cual lanzar una misión a Marte. Se tiene que decir que crear un puesto de avanzadilla alejado de la superficie de la Tierra para lanzar desde allí las misiones a otros planetas tiene bastante sentido, porque como hemos visto antes la mayoría de la energía se consume para llegar a las órbitas bajas. Poner la base en la Luna podría ser interesante propagandísticamente, pero la Luna está demasiado lejos (4 días de trayecto le tomó al Apolo XI) para ser práctica para una base; lo más conveniente sería una instalación en órbita, semejante a la Estación Espacial Internacional. Así, progresivamente se ensamblarían las partes de la futura misión en ese puesto de avanzada, y después se lanzaría la misión propiamente dicha. El problema es que el coste sigue siendo desorbitante: si ya un solo cohete como el Saturno V era algo ciclópeo, aquí estamos hablando en lanzar muchos de estos cohetes para ir ensamblando el propio puerto espacial y la lanzadera o lanzaderas a utilizar para hacer el viaje propiamente dicho. Un viaje que no sería muy rápido porque el precioso combustible se tiene que economizar para el aterrizaje y para el despegue posterior; si nos fiamos de anteriores misiones a Marte, estaríamos hablando de unos cuantos meses (siete meses suele ser la respuesta más habitual). Dado que la masa a transportar es muy elevada (se necesitan sistemas de soporte vital  para mantener a los astronautas que viajen con vida por lo menos el año y pico del trayecto de ida y vuelta) se necesitarían enormes cantidades de combustible, aunque se pueden minimizar bastante si las personas que finalmente descendieran a Marte estuvieran en su superficie durante poco tiempo y se aceptara alargar el trayecto: en el espacio no hay prácticamente rozamiento y la lanzadera mantendría su velocidad muy constante; además, usando el impulso gravitatorio de la Tierra y Marte se podría acelerar bastante sin casi consumir combustible, a costa de hacer una trayectoria más larga.

Por tanto, sí, se puede enviar una misión tripulada a Marte. Sería muy costoso, pero si plantea como un proyecto a largo plazo, de muchos años, es abordable. La cuestión clave es: ¿merece la pena hacerlo? Y la respuesta es simple: no. Hasta que alguien no descubra un nuevo sistema de propulsión mágico que explote la curvatura del espacio-tiempo o que podamos saltar al hiperespacio, lo cierto es que enviar misiones tripuladas tiene un coste, amén de un riesgo, que no merece la pena. Para fines científicos, resulta mucho más barato y menos estresante enviar misiones no tripuladas, y no tener que lidiar con un posible fallo de los sistemas de soporte vital, o con un exceso de exposición a la radiación cósmica, o con los problemas que causa la ingravidez en los seres vivos o mil otros problemas que se pueden plantear.

Pensar en establecer bases permanentes en otros astros de nuestro sistema solar no tiene tampoco demasiado sentido. Yendo al caso de Marte, no tiene agua, ni aire respirable, la gravedad es baja -un tercio de la de la Tierra-, la radiación solar mucho más tenue, las tormentas de polvo frecuentes, las temperaturas bajas... Marte no tiene un campo magnético propio y por eso no hay protección contra las radiaciones más energéticas. Terraformar Marte es absolutamente quimérico, y es y siempre será un planeta inhabitable e inhabitado por la especie humana. Y estamos hablando del caso más simple dentro de nuestro sistema solar.

Pensar en explotar recursos minerales en otros planetas del sistema solar o en nuestra propia Luna para saciar nuestra voracidad extractiva es otra quimera, como ya explicamos en un post hace tiempo. El coste energético de las operaciones es simplemente inabordable.

Gracias a la abundancia energética de la que hemos disfrutado durante los últimos dos siglos hemos llegado a creer en la quimera de que algún día conquistaríamos el espacio. No es verdad, y nuestra incapacidad de superar los hitos de hace 50 años es una buena muestra. No vamos a ir a ninguna parte, nos vamos a quedar en la Tierra. Nuestra abundancia energética toca a su fin en los próximos años y de aquí en unas décadas, unos pocos siglos a lo sumo, nuestra civilización dejará de ser "visible" para los otros centenares de civilizaciones que sin duda conviven con nosotros solo en nuestra galaxia, debido a la Barrera de Hubbert: nosotros formaremos parte de su particular Paradoja de Fermi. Si supiéramos estar con los pies en la Tierra eso sería una gran cosa: tenemos un enorme y precioso planeta para vivir y cuidar.

1 comentario:

  1. ¡Qué formidable dispendio para transformarnos en pulgas galácticas!

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